Stacy tenía el tercer turno. Amy la despertó, sacudiéndola por el hombro y susurrándole que era la hora. Stacy estaba muerta de sed y con los ojos abiertos, pero aún no había despertado del todo. Dentro de la tienda estaba demasiado oscuro para ver nada. Distinguió a Eric, de espaldas a ella, y a Amy acuclillada a su lado, sacudiéndola, y luego a Jeff y Mathias. Todos los chicos dormían, Mathias roncando suavemente.

Amy murmuraba lo mismo una y otra vez:

—Es la hora.

Stacy intentó descifrar primero las palabras y después su significado, hasta que las entendió de pronto. Se levantó, salió de la tienda y cerró la cremallera a su espalda.

Estaba despierta, pero todavía aturdida. Tuvo que volver a buscar el reloj de Amy, pasando con cuidado por encima de Jeff. Amy empezaba a quedarse dormida y estiró la mano mascullando algo entre dientes. Stacy necesitó varios intentos para desabrochar la correa del reloj. Después volvió a salir y se sentó junto a Pablo, un poco más despierta con cada minuto que pasaba. Se puso el reloj de Amy, que estaba caliente y ligeramente húmedo.

Pablo dormía. Su respiración no sonaba muy bien. Era entrecortada, como si los pulmones estuvieran llenos de líquido, y Stacy se preguntó qué estaría ocurriendo dentro de Pablo, qué crisis se avecinaban, qué sistemas fallaban. Lo miró con ojos somnolientos, sin fijarse demasiado, y tardó unos minutos en reparar en la desnudez de las piernas y el pubis. Tuvo el impulso momentáneo —absurdo, inapropiado y rápidamente reprimido— de tocarle el pene. El saco de dormir estaba en el suelo, junto a la camilla, y Stacy lo cogió y cubrió a Pablo con él, inclinándose sigilosamente para no despertarlo.

El griego se movió ligeramente, girando la cabeza, pero no abrió los ojos.

Era el momento ideal para analizar la situación, para repasar los acontecimientos del día anterior y prever los del siguiente, pero aunque Stacy lo tenía claro, aunque sabía que habría sido lo más sensato, no fue capaz de intentarlo. Se limitó a escuchar el sonido acuoso de la respiración de Pablo y su mente permaneció vacía; no dormida, pero tampoco despierta del todo. Tenía los ojos abiertos —era consciente de lo que ocurría a su alrededor, y se habría dado cuenta si Pablo hubiera dejado de respirar súbitamente o la hubiese llamado—, pero no se sentía consciente del todo. Pensó en un maniquí en un escaparate, mirando ciegamente hacia la calle: así se sentía ahora.

Consultaba el reloj de Amy a cada rato, entornando los ojos para ver los números en la oscuridad. Habían pasado siete minutos, después tres, después dos, hasta que se obligó a dejar de mirar, sabiendo que consumir el tiempo con bocados tan pequeños sólo conseguiría hacerlo eterno.

Trató de cantar mentalmente para que pasara más rápido, pero las únicas canciones que se le ocurrían eran villancicos: Jingle Bells, O’Tannenbaum, Frosty el muñeco de nieve. No sabía las letras completas, e incluso en silencio, con las palabras ascendiendo y descendiendo en su cabeza, no le gustaba el sonido de su voz. Así que paró y miró tontamente a Pablo.

A su pesar, volvió a consultar el reloj. Llevaba veintinueve minutos despierta; aún le quedaba una hora y media. De repente se preguntó a quién debía llamar cuando terminase su turno, y sintió un súbito acceso de pánico, pero enseguida resolvió la incógnita y se sintió orgullosa de su inteligencia. Amy la había despertado sacudiéndole el hombro, y Jeff había sido el primero, lo que significaba que Mathias era el siguiente. Miró el reloj; había pasado otro minuto.

«Sólo espero que Pablo no se despierte», pensó. Y en ese preciso instante, como si las palabras no hubiesen sonado en su cabeza, sino en la de él, Pablo despertó.

Por un momento permaneció inmóvil, mirando fijamente a Stacy. Luego tosió y miró hacia otro lado. Levantó la mano, como para cubrirse la boca, pero no parecía tener suficiente fuerza, y sólo llegó a la garganta. La mano quedó suspendida en el aire durante unos segundos, flotando sobre su nuez, y luego bajó lentamente hacia el pecho. Se lamió los labios, miró a Stacy otra vez y murmuró algo semejante a una pregunta en griego. Stacy le sonrió, aunque se sintió falsa, embustera, y pensó que él lo sabía, que había adivinado todo lo que esa sonrisa trataba de ocultar, la desesperante situación en la que se encontraban. Pero no podía hacer nada: la sonrisa estaba allí y se negaba a desaparecer.

—Todo va bien —dijo, pero eso no bastó, por supuesto, y Pablo repitió su pregunta.

Hizo una pausa y la repitió de nuevo moviendo los brazos para darle énfasis, manoteando el aire. Esto hizo que fuera mucho más difícil pasar por alto la inmovilidad de sus piernas, y a Stacy le invadió el pánico. No sabía qué hacer.

Pablo siguió hablando, repitiendo la misma pregunta una y otra vez.

Stacy decidió asentir con la cabeza, pero paró de inmediato, súbitamente preocupada de que estuviera preguntándole: «¿Voy a morir?» Entonces sacudió la cabeza, negando, aunque enseguida se dio cuenta de que eso era igual de peligroso, porque podía estar preguntando: «¿Me recuperaré?» Siguió mirándolo y sonriendo —no podía evitarlo—, pero se sentía cada vez más cerca de las lágrimas, aunque no quería llorar, trataba desesperadamente de ser fuerte, de hacerlo sentir seguro, aunque sólo fuera porque ella estaba a su lado, porque era su amiga y lo ayudaría si pudiese. Se preguntó qué sabría Pablo de su situación. ¿Era consciente de que se había roto la columna? ¿De que con toda probabilidad no podría volver a andar? ¿De que era muy posible que muriese antes de que consiguieran llevarlo a un hospital?

Continuaba moviendo las manos y repitiendo la misma pregunta, ahora alzando la voz con impaciencia y frustración. Stacy supuso que la pregunta estaba compuesta por seis o siete palabras, aunque no estaba muy segura, porque parecían solaparse, fundirse entre sí, y aquella fricción acuosa acechándolas, redondeando los bordes. Trató de adivinar su significado, pero su mente no la ayudaba. Sólo le proponía: «¿Voy a morir?», y «¿Me recuperaré?». Así que Stacy permaneció a su lado debatiéndose entre asentir y negar con la cabeza, pero sin hacer ninguna de las dos cosas, mientras la sonrisa embustera se iba petrificando en su cara. Quería mirar el reloj otra vez, quería que alguien saliese de la tienda y la ayudara, quería que Pablo callase, que se durmiera de nuevo, que cerrase los ojos, que dejase de mover los brazos. Le cogió la mano y se la apretó con fuerza, y esto pareció tranquilizarlo un poco. Después, sin pensar, Stacy comenzó a cantar villancicos en voz muy baja, tarareando las frases que no recordaba. Cantó Noche de paz, Adornar el hogar y Aquí viene Santa Claus. Pablo calló. Sonrió, como si reconociese las canciones, y hasta pareció canturrear Rudolph, el reno de nariz roja, siguiéndola en griego. Después cerró los ojos y su mano se relajó en la de Stacy. Se había quedado dormido y su respiración se volvió cada vez más profunda, mientras el sonido acuoso se intensificaba en su pecho.

Stacy paró de cantar. Se sentía agarrotada y deseaba levantarse y estirarse, pero tenía miedo de despertar a Pablo si le soltaba la mano. Cerró los ojos —para descansar un poco, se dijo—, escuchó la respiración del griego, deseando que no sonara de aquella manera, contó las inhalaciones y trató de imitarlas: «Uno, dos, tres, cuatro…»

Mathias apareció a su lado de repente, acuclillado en la oscuridad, la mano fresca en su brazo, y Stacy parpadeó, aturdida, ligeramente alarmada, preguntándose quién era, qué quería, hasta que lo recordó todo y supo que se había quedado dormida. Se sintió avergonzada, nerviosa, irresponsable. Se incorporó con torpeza.

—Lo siento —dijo.

Mathias pareció sorprendido.

—¿Qué sientes?

—Haberme quedado dormida.

—No pasa nada.

—No quería. Le estaba cantando y…

—Chsss. —Mathias le dio una palmada en el brazo y luego apartó la mano, produciéndole un hormigueo en el pecho, una súbita sensación de ingravidez; se dio cuenta de que estaba inclinándose hacia él y se enderezó bruscamente—. Está bien. Míralo. —Señaló a Pablo, que todavía dormía con la boca entreabierta y mirando hacia el otro lado. Pero no parecía estar bien; se lo veía destrozado, como si alguien se hubiera sentado sobre su pecho y estuviera chupándole la vida poco a poco—. Han pasado dos horas —añadió Mathias.

Stacy miró el reloj de Amy. Tenía razón; su turno había acabado. Pero se sentía culpable. No se movió.

—¿Cómo te despertaste? —preguntó.

Mathias se encogió de hombros y se sentó a su lado.

—Tengo esa capacidad. Me digo a qué hora quiero despertarme y me despierto. Henrich también podía hacerlo. Y mi padre. No sé cómo.

Stacy se giró y observó el perfil del alemán por un momento.

—Oye —dijo, titubeando, buscando las palabras adecuadas. Nadie le había enseñado a decir estas cosas—. Con respecto a tu hermano, quería que supieras… quería decirte…

Mathias la silenció con un gesto.

—Está bien. Descuida.

—Quiero decir que debe de ser…

—Está bien. De verdad.

Stacy no supo qué más decir. Quería ofrecerle apoyo, que él le contara cómo se sentía, pero no consiguió encontrar las palabras adecuadas para proponérselo. Hacía una semana que lo conocía y prácticamente no habían hablado. Vio cómo la miraba la noche que besó a Don Quijote, y hasta le asustó su mirada, pensando que la estaba juzgando, pero luego fue tan amable con ella en el autobús, después de que le robasen el sombrero y las gafas de sol… Se había inclinado y le había tocado el brazo. Stacy no sabía quién era en realidad Mathias, cómo era, ni lo que pensaba de ella, pero su hermano estaba muerto al pie de la colina, y deseaba comunicarse con él de alguna manera, deseaba que llorase para poder consolarlo, para abrazarlo, tal vez, y acunarlo. Pero Mathias no lloraría, por supuesto; Stacy vio que eso era imposible. Estaba sentado a su lado y al mismo tiempo muy lejos, demasiado lejos para alcanzarlo. Ella no tenía la menor idea de lo que sentía.

—Deberías ir a dormir —dijo.

Stacy asintió con la cabeza, pero no se movió.

—¿Por qué crees que lo hicieron? —preguntó.

—¿Quiénes?

Señaló hacia el pie de la colina.

—Los mayas.

Mathias reflexionó en silencio durante un rato. Después se encogió de hombros y dijo:

—Supongo que no querían dejarlo marchar.

—Igual que a nosotros —dijo Stacy.

—Sí —respondió Mathias—. Igual que a nosotros.

Pablo giró la cabeza, y los dos lo miraron.

—No lo hagas —dijo Mathias.

—¿Que no haga qué?

El alemán simuló estrujar algo.

—Crisparte. Procura comportarte como un animal. Como un perro. Descansa siempre que surja la ocasión. Come y bebe cuando haya comida y agua. Sobrevive a cada momento. Ya está. Henrich… era impulsivo. Le daba vueltas y vueltas a las cosas y después actuaba precipitadamente. Pensaba poco y a la vez demasiado. No debemos ser así.

Stacy no dijo nada. Al final de la frase, el alemán había subido la voz con una furia que la hizo estremecerse, y a continuación dio un manotazo al aire, como restándole importancia a todo.

—Lo lamento —dijo—. Hablo por hablar. Ni siquiera sé lo que digo.

—Está bien —repuso Stacy, pensando: «Así es como llora». Estaba a punto de tocarlo, cuando él sacudió la cabeza, deteniéndola.

—No, no está bien —dijo—. Nada está bien.

Pasó casi un minuto mientras Stacy ensayaba palabras y frases mentalmente, buscando infructuosamente la combinación correcta. La respiración entrecortada de Pablo era lo único que rompía el silencio. Al final, Mathias señaló la tienda otra vez.

—Deberías irte a dormir. De verdad.

Stacy asintió y se levantó, sintiéndose agarrotada y ligeramente mareada. Tocó el hombro de Mathias. Apoyó la mano allí y apretó por un instante antes de regresar a la tienda.