Jeff comenzó a bajar la colina en diagonal, pisando las plantas. Los mayas habían encendido fuegos a intervalos regulares alrededor del claro, lo bastante cerca entre sí para que la luz de uno se fundiese con la del siguiente. Pero había dos bastante separados, con una estrecha franja de sombra en medio. No era mucho, y Jeff sabía que no bastaría. Tendría que contar con otra ayuda, una distracción, por ejemplo, un maya que se durmiera, o dos contándose historias en voz baja. Sólo necesitaba diez segundos, o quizá veinte, tiempo suficiente para acercarse al claro, cruzarlo y desaparecer en la selva.
Avanzar entre las ramas de la enredadera resultó más difícil de lo previsto. En la mayoría de los sitios la planta le llegaba a la rodilla, pero en ciertos puntos lo cubría hasta la cintura. Se le adhería al pasar, atrapándole las piernas con los zarcillos. Fue una bajada ardua y lenta, pues tenía que parar a cada rato para recuperar el aliento. Sabía que debía conservar las fuerzas para cuando llegase abajo, por si necesitaba correr a toda velocidad por la selva, los mayas disparándole, las flechas zumbando.
Fue después de una de estas pausas, aún a medio camino del claro, cuando los pájaros comenzaron a chirriar, a emitir graznidos que señalaban su avance. Se detuvo, y los pájaros callaron. Pero luego, en cuanto dio otro paso, volvieron a cantar. Eran chillidos fuertes y disonantes, y parecía que una bandada entera había anidado en la colina. Jeff recordó una visita infantil al aviario del zoológico, su temor a los ruidos, a los ecos, a los frenéticos aleteos. Su padre había intentado tranquilizarlo, señalándole la malla metálica que colgaba del techo, muy por encima de ellos, pero a Jeff no le había bastado; se echó a llorar y tuvieron que irse. Ahora comprendió que no tenía sentido continuar, pues los mayas ya estarían alertados de su presencia. Pero siguió bajando de todos modos, seguido por los graznidos en la oscuridad.
Cuando se acercó abajo, vio que los mayas lo estaban esperando. Había tres hombres junto al fuego de la izquierda, y dos junto al de la derecha. Uno tenía un rifle y los demás lo apuntaban con sus arcos. Jeff titubeó, pero luego pisó el borde del claro, y la luz de los fuegos tembló suavemente sobre su cuerpo. Los arqueros no parecían mirarlo a él; escrutaban la ladera de la colina, como si esperasen a los demás. El tipo del rifle le apuntó al pecho. Los pájaros callaron en ese instante.
Los mayas estaban de espaldas al fuego, Jeff supuso que para conservar la visión nocturna. Las sombras cubrían sus caras, así que Jeff no supo a ciencia cierta si eran recién llegados o los mismos de antes. En el fuego de la derecha, sobre un trípode, un perol grande y negro despedía un vapor denso con olor a pollo guisado y tomates. Las tripas de Jeff se quejaron de hambre. No pudo evitarlo, y durante un rato se quedó petrificado mirando el perol. Había alguien cantando entre las sombras, una voz femenina, pero uno de los arqueros emitió un silbido estridente, y el canto cesó en el acto. Nadie dijo nada. Los mayas se limitaron a mirarlo, pendientes de lo que haría a continuación.
A Jeff le habría gustado hablar con ellos, preguntarles qué querían, por qué los tenían prisioneros en la cima de la colina y cómo podían comprar su libertad, pero no conocía su lengua, desde luego, y aunque la conociese, dudaba de que se dignasen contestarle. No; sólo lo miraban, con las armas en alto, esperando. Jeff podía avanzar valientemente hacia ellos, para que lo matasen como al hermano de Mathias, o dar media vuelta y subir entre las plantas, los estridentes pájaros y la oscuridad. No había alternativa.
Así que empezó a escalar.
La subida fue inexplicablemente más fácil que la bajada. Estaba el esfuerzo de la escalada, por supuesto, la implacable acción de la gravedad, pero los tallos de la planta le causaron menos dificultades, como si se apartaran a su paso, en lugar de frenarlo enredándose entre sus piernas. Y lo más curioso fue que los pájaros guardaron silencio. Jeff especuló al respecto mientras subía. Supuso que se habrían ido mientras los mayas y él mantenían su muda confrontación al pie de la colina; de ser así, sin embargo, no entendía cómo no había oído sus aleteos. ¿Y por qué no había notado la presencia de los pájaros antes, cuando aún era de día? A juzgar por el volumen de sus graznidos, debían de ser muchos, y era extraño que no hubiese reparado en ellos. La única explicación que se le ocurrió fue que habían llegado al atardecer, mientras Mathias y él estaban demasiado ocupados tratando de rescatar a Pablo del pozo. Pero era obvio que los pájaros pasarían la noche allí, así que podría encontrar los nidos por la mañana. Y acaso también algunos huevos. Por lo menos construiría trampas para coger algún espécimen adulto. Esta idea lo reconfortó. Aunque destilasen la orina y recogieran las gotas del rocío, nada de eso les ayudaría a alimentarse. Jeff había intentado eludir ese problema, porque pensaba que sería incapaz de encontrar una solución, pero la solución se presentó sola, como un regalo inesperado.
Necesitarían un material delgado pero fuerte, como el hilo de pescar. Pero estaba demasiado cansado para pensar nada más. No importaba; tenía tiempo de sobra. Lo único que debía hacer ahora era regresar a la tienda y dormir. Estaba seguro de que por la mañana, cuando saliera el sol, lo vería todo más claro: las cosas que aún quedaban por hacer y la forma en que conseguirían hacerlas.