Amy lo oyó todo. Escuchó las caricias furtivas de Stacy, las sacudidas rítmicas, cada vez más rápidas, que arrastraban consigo a la respiración de Eric, el gemido reprimido, el silencio que siguió. En otras circunstancias le habría hecho gracia, le habría tomado el pelo a Stacy por la mañana, o hasta habría dicho algo en el momento del clímax, algo así como «¡bravo, bravo!», aplaudiendo. Pero allí, en la sofocante oscuridad de la tienda de campaña, se limitó a soportarlo con los ojos cerrados. Adivinó cuándo se durmieron y sintió una envidia momentánea, el deseo de que Jeff estuviese con ella, abrazándola, acunándola. En ese momento se abrió la puerta de la tienda y entró Mathias en calcetines. Pasó por encima de ella y ocupó el espacio vacío. Fue asombroso lo rápido que se unió a los otros dos, como si el sueño fuera una camiseta y se la pasase por encima de la cabeza, se la metiera debajo de la cinturilla del pantalón, le alisase las arrugas y, antes de terminar de cerrar los ojos, empezó a roncar. Amy contó los ronquidos. Algunos eran tan fuertes que retumbaban en la tienda, mientras que otros eran como murmullos, y tenía que esforzarse para oírlos. Cuando llegó a cien, se sentó, fue a gatas hasta la puerta, abrió la cremallera y salió a la noche.
Fuera no estaba tan oscuro como en el interior de la tienda. Amy vio la silueta de Jeff junto a la sombra más grande del cobertizo y notó que giraba la cabeza para mirarla. No dijo nada, y ella supuso que no quería despertar a Pablo. Cogió la botella de plástico, se desabrochó el pantalón y, de cuclillas junto a la tienda, con Jeff mirándola desde la oscuridad, comenzó a mear. Tardó unos instantes en colocar el pico de la botella justo debajo del chorro, y en el proceso se mojó la mano. La botella ya estaba algo pesada en el fondo —la había usado Mathias, supuso Amy—, y el sonido de su orina cayendo sobre la de él, chocando, salpicando, mezclándose, se le antojó inquietante. Se dijo que jamás bebería eso; no llegarían a necesitarlo. Lo hacía sólo para complacer a Jeff, para demostrarle que era capaz de acatar las reglas. Si él quería que mease en la botella, lo haría, pero por la mañana llegarían los griegos y nada de eso importaría. Los mandarían a buscar ayuda y todo se solucionaría antes de que atardeciera. Cerró la botella, la dejó en su sitio, junto a la puerta, y se subió los pantalones mientras caminaba hacia Jeff.
La luna había salido por fin, pero era diminuta, un pequeño gajo de plata suspendido sobre el horizonte. No iluminaba mucho; Amy podía ver la silueta de las cosas, pero no los detalles. Jeff estaba sentado con las piernas cruzadas y parecía sorprendentemente tranquilo, incluso contento. Amy se dejó caer a su lado y le cogió la mano, como si esperase que él le transmitiera parte de esa tranquilidad con sólo tocarla. Hizo un esfuerzo consciente para no mirar debajo del cobertizo. «Duerme —se dijo—. Está bien».
—¿Qué haces? —susurró.
—Pienso —respondió Jeff.
—¿En qué?
—Intento recordar cosas.
Amy sintió un vuelco en el corazón, como si hubiera alargado la mano para encender el interruptor en una habitación oscura, y en cambio se hubiera encontrado con la cara de alguien. Recordó que había visitado a su abuelo materno poco antes de que muriese, un viejo con tos de fumador, entubado y monitorizado, absorbiendo líquidos claros y excretando líquidos oscuros. A la sazón tenía seis años, quizá siete, y no había soltado la mano de su madre ni un segundo, ni siquiera cuando la empujaron para que besase la áspera mejilla del moribundo.
«¿Qué haces, papá?», le había preguntado su madre al viejo nada más llegar. Y él había respondido: «Intento recordar cosas».
Eso era lo que hacía la gente mientras esperaba la muerte, concluyó Amy; luchaba por recordar los pormenores de su vida, todos los acontecimientos que parecían imposibles de olvidar mientras se padecían, lo que habían oído, olido y saboreado, los pensamientos que habían considerado revelaciones; y era lo mismo que estaba haciendo Jeff ahora. Se había dado por vencido. No sobrevivirían en aquel lugar; acabarían como Henrich, cosidos a flechazos, envueltos por los tallos florecidos de la enredadera.
Pero no; Jeff no lo veía así. Amy debería saberlo.
—Hay una forma de destilar la orina —dijo—. Cavas un hoyo, metes la orina dentro, en un recipiente abierto, tapas el agujero con una tela impermeable sujeta por un peso. En el centro pones una piedra, para que la tela se hunda. Y debajo, en el hoyo, colocas un vaso vacío. El sol calienta el agujero. La orina se evapora y luego se condensa en la tela. Las gotas se deslizan hacia el centro y caen en el vaso. ¿Te parece bien?
Amy se limitó a mirarlo. Había perdido el hilo casi al principio. Pero no importaba. Sabía que Jeff no hablaba con ella. Estaba pensando en voz alta, y si le hubiese contestado, difícilmente la habría oído.
—Me parece que era así —continuó—. Pero tengo la sensación de que me olvido de algo. —Calló otra vez, pensando. Amy no podía verle la cara en la oscuridad, pero se la imaginaba. El entrecejo fruncido, una arruguita en la frente. Sus ojos parecerían mirarla con vehemencia, pero sería una falsa impresión. Miraban más allá, a través de ella—. No es necesario que sea orina —dijo por fin—. También podríamos cortar la enredadera. Meterla en el agujero. El calor hará que despida el líquido.
Amy no supo qué decir. Desde que llegaron allí, Jeff parecía alterado, y su voz y sus gestos tenían una vehemencia extraña. Amy había dado por sentado que eran síntomas de ansiedad, que sentía el mismo miedo y nerviosismo que los demás. Pero ahora se dio cuenta de que tal vez no fuese eso; tal vez fuera algo más inesperado. Euforia. De repente tuvo la sensación de que Jeff se había pasado toda la vida esperando una situación como aquélla —una crisis, una catástrofe—, estudiando, preparándose, leyendo libros, memorizando datos. A esta idea le siguió la convicción de que si alguien podía sacarlos de allí, ése era Jeff. Amy sabía que eso debería haberla tranquilizado, pero no. La inquietó, hizo que le dieran ganas de apartarse de él, de regresar a la tienda. Jeff parecía feliz, contento de estar allí. Y esta posibilidad la puso al borde de las lágrimas.
«No pienso beber pis —quiso decir—. Me da igual si lo destilas; no pienso beberlo».
Pero en lugar de hablar, alzó la cabeza y olfateó el aire. Percibió ese ligero aroma almizcleño de la madera quemada, un olor a campamento, y sus tripas reaccionaron haciendo ruido. Cayó en la cuenta de que tenía hambre; no habían comido nada desde la mañana.
—¿No hueles a humo? —murmuró.
—Han prendido varios fuegos —respondió Jeff, dibujando un círculo con la mano—. Alrededor de toda la colina.
—¿Para cocinar? —preguntó ella.
Jeff negó con la cabeza.
—Para vernos. Para asegurarse de que no nos escabullimos en la oscuridad.
Amy meditó el significado de aquella respuesta, el hecho de que estaban sitiados. Debería hacer ciertas preguntas, abrir las puertas que comunicaban con este pasillo y conducían a habitaciones por explorar, pero no creía tener suficiente valor para oír las respuestas. Así que calló, y el miedo venció al hambre, tensándole y revolviéndole el estómago.
—Por la mañana habrá rocío —dijo Jeff—. Podremos atarnos trapos a los tobillos y caminar entre las plantas para recoger la humedad. No será mucho, pero…
—Para. —Amy no pudo aguantar más—. Por favor, Jeff.
Jeff calló y la miró en la oscuridad.
—Dijiste que vendrían los griegos —dijo Amy.
Jeff titubeó, como si ensayase respuestas diferentes. Luego dijo en voz muy baja:
—Es verdad.
—Así que da igual.
—Supongo.
—Además, va a llover. Siempre llueve.
Jeff asintió en silencio. Aunque no podía verle la cara, Amy supo que sólo trataba de tranquilizarla. Y eso era precisamente lo que quería ella: que le dijese que todo saldría bien, que al día siguiente los rescatarían, que jamás tendrían que cavar un hoyo para destilar orina ni atarse trapos alrededor de las piernas para recoger el rocío de la colina. Un sorbo de rocío escurrido de un trapo sucio… ¿Cómo habían llegado a ese punto?
Permanecieron sentados, cogidos de la mano. Recordó que en su segunda cita, una salida al cine, Jeff había enlazado su brazo en el de ella. Llovía y habían compartido el paraguas, apretándose el uno contra el otro mientras andaban. Él era más tímido de lo que ella había imaginado. Aquella noche ni siquiera intentó despedirse con un beso, a pesar de estar tan cerca, la lluvia repiqueteando en la tensa tela por encima de sus cabezas. El beso aún estaba en el futuro, tal vez una semana más allá, y fue mejor de esa manera, porque entonces tuvieron importancia otras cosas, los pequeños gestos, su brazo enlazando el de ella mientras salían de debajo del alero luminoso del cine hacia las resbaladizas calles. Amy estuvo a punto de recordárselo, pero se detuvo a último momento: le preocupaba que él no guardase ningún recuerdo de aquel momento, que lo que a ella se le había antojado tan conmovedor, tan bonito, para Jeff hubiera sido simplemente un acto reflejo, una reacción ante las inclemencias del tiempo, más que una tímida aproximación al corazón de ella.
Se levantó una breve ventolera, y por un instante Amy sintió frío. Pero enseguida pasó y regresó el calor. Estaba sudando; sudaba desde que se había subido al autobús, hacía muchas horas, en una era totalmente diferente. Pablo movió la cabeza, murmuró algo y calló otra vez. Amy tuvo que hacer un esfuerzo para no mirarlo; tuvo que cerrar los ojos.
—Deberías estar durmiendo —dijo Jeff.
—No puedo.
—Lo necesitarás.
—He dicho que no puedo.
Amy supo que había sonado brusca, irritable —otra vez se estaba quejando, estropeándolo todo, fastidiando el momento de serenidad que habían logrado crear juntos, esa falsa sensación de paz— y deseó poder retirar sus palabras, suavizarlas de alguna manera y apoyar la cabeza sobre el regazo de Jeff, para que él la acunase hasta que se quedara dormida. Su mano izquierda estaba pringosa por el pis. Se la llevó a la nariz y la olió. Luego abrió los ojos e inconscientemente miró a Pablo. Le habían quitado el saco de dormir de encima. Estaba acostado boca arriba debajo del pequeño cobertizo, con los brazos cruzados sobre el pecho. Tenía los ojos cerrados. «Duerme —se dijo para tranquilizarse—. Descansa». La lesión no se veía —estaba dentro, la vértebra aplastada, la médula cortada—, pero era fácil imaginarla. Se le veía encogido, envejecido. Mustio, disminuido. Amy no terminaba de entender cómo había sufrido una transformación semejante en tan poco tiempo. Lo recordó de pie junto al agujero, sujetando un teléfono imaginario junto al oído, haciéndoles señas para que se acercaran. Parecía imposible que esa figura marchita perteneciese a la misma persona. Le habían quitado los pantalones; estaba desnudo de cintura para abajo, y sus piernas estaban retorcidas, como si alguien lo hubiese dejado caer imprudentemente en aquel sitio. Amy vio el pene, semioculto entre el oscuro vello pubiano, y apartó la mirada.
—Le has quitado los pantalones —dijo.
—Los cortamos.
Amy imaginó a Jeff y Mathias inclinados sobre la camilla con el cuchillo, uno cortando mientras el otro sujetaba las piernas de Pablo. Pero no; las piernas de Pablo no necesitaban que nadie las sujetase, desde luego, ése era el problema. Mathias era como Jeff, pensó Amy; cabeza gacha, ojos centrados, un superviviente. Su hermano había muerto, pero él era demasiado disciplinado para llorarlo. Amy decidió que él empuñaría el cuchillo mientras Jeff, acuclillado a su lado, apartaba las tiras de tela tejana, pensando ya en cómo aprovechar las que no estuvieran demasiado sucias, cómo atarlas alrededor de los tobillos por la mañana, para recoger el rocío. Sabía que si ella hubiese estado en el lugar de Mathias, todavía estaría al pie de la colina, abrazando el cadáver putrefacto de su hermano, llorando, gritando. ¿Y de qué le habría servido?
—Tenemos que mantenerlo limpio —dijo Jeff—. Será así. Si es que pasa.
Se levantó otra brisa y Amy tembló de frío. Respiraba por la boca, para no oler el humo de los fuegos que ardían al pie de la colina.
—¿Si pasa qué?
—Si muere aquí, será por una infección, supongo. Septicemia, o algo por el estilo. En realidad, no podemos hacer nada para evitarlo.
Amy se removió y soltó la mano de Jeff. No había que pronunciar esas palabras, pero él lo hizo como si tal cosa, como quien espanta una mosca. «Si muere aquí». Amy sintió la necesidad de decir algo, de esbozar otra realidad más benigna, más esperanzadora. Los griegos llegarían por la mañana, habría querido decirle. Nadie tendría que beber orina ni rocío. Y Pablo no moriría. Pero guardó silencio, y supo por qué. Temía que Jeff le llevase la contraria.
Él bostezó y estiró los brazos por encima de la cabeza.
—¿Estás cansado? —preguntó Amy. Jeff hizo un gesto vago en la oscuridad; Amy señaló la tienda—. ¿Por qué no te vas a dormir? Yo me quedo con él. No me importa.
Jeff consultó su reloj de pulsera, apretando un botón que lo iluminó. Un breve resplandor verde claro; si Amy hubiese parpadeado, no lo habría visto. Jeff no dijo nada.
—¿Cuánto tiempo te queda? —preguntó Amy.
—Cuarenta minutos.
—Súmalos a mi guardia. No puedo dormir, de todas maneras.
—Es igual.
—Lo digo en serio. ¿Por qué íbamos a estar despiertos los dos?
Jeff volvió a mirar el reloj, el verde fosforescente. Amy casi pudo verle la cara, la protuberancia de la barbilla. Jeff se giró hacia ella.
—Estoy pensando en bajar —dijo.
Amy entendió lo que le decía, pero no quiso admitirlo.
—¿Por qué?
Jeff señaló más allá de la tienda.
—Hay un punto donde los fuegos están más separados. Podría escabullirme entre ellos.
Amy recordó el cuerpo lleno de flechas del hermano de Mathias.
«No —pensó—. No lo hagas». Pero no dijo nada. Quería pensar que Jeff era capaz de cruzar el claro como un fantasma, pasar sigilosamente entre los mayas que hacían guardia e internarse en la selva, corriendo entre los árboles.
—Supongo que tendrán los senderos vigilados. Pero si paso por encima de las plantas… —Se interrumpió, esperando la reacción de Amy.
—Deberás tener mucho cuidado —dijo ella. Fue lo único que se le ocurrió.
—Sólo voy a mirar. No lo intentaré a menos que lo vea claro.
Amy asintió con la cabeza, aunque no estaba segura de que Jeff pudiera verla. Él se levantó y se agachó a atarse el cordón de la bamba.
—Si no vuelvo —dijo—, ya sabes dónde estaré.
Quiso decir que estaría corriendo. Buscando ayuda. Pero ella volvió a ver el cadáver de Henrich, con los huesos de la cara a la vista.
—Vale —dijo mientras pensaba «no, no lo hagas, detente».
Y se quedó sola con Pablo, mirando cómo Jeff se alejaba sin decir palabra y se perdía en la oscuridad.