Tendidos en la oscuridad, murmurando, hablaron sólo lo necesario para convenir que no debían hablar, ya que lo único que conseguirían sería ponerse nerviosos. Stacy estaba acostada boca arriba entre Amy y Eric, cogida de la mano de ambos. Le habían dejado sitio a Mathias al otro lado de Amy. En la tienda quedaban dos sacos de dormir, pero hacía demasiado calor para usarlos, así que los amontonaron contra la pared del fondo junto con todo lo demás: las mochilas, la caja de herramientas, las botas de escalada y la garrafa de agua. También habían hablado brevemente, conspirando en susurros, de beber un poco de agua a escondidas. Lo había sugerido Amy como si fuese una broma, con la mano sobre la tapa de la garrafa. Era difícil saber si lo decía en serio —quizás habría tomado un largo trago si se hubiesen puesto de acuerdo—, pero cuando sacudieron la cabeza y concluyeron que no sería justo para los demás, apartó rápidamente la garrafa, riendo. Stacy y Eric también habían reído, pero la risa sonó extraña en la oscuridad, en aquella sofocante proximidad, y callaron enseguida.
Eric se descalzó y Stacy le ayudó a terminar de quitarse los pantalones. Ella y Amy permanecieron completamente vestidas. Stacy no se sentía lo bastante segura para desnudarse; quería estar preparada para salir corriendo. Supuso que Amy pensaría lo mismo, aunque ninguna lo admitiese en voz alta.
Claro que no tenían adónde correr.
Stacy se quedó muy quieta, escuchando la respiración de los otros dos, tratando de adivinar si estaban a punto de quedarse dormidos. Ella no; habría podido llorar de cansancio, pero jamás conseguiría descansar en ese lugar. Oyó a Jeff y a Mathias hablando en voz baja en la puerta de la tienda, pero no pudo descifrar sus palabras. Al cabo de un rato, Amy le soltó la mano y se dio la vuelta, y Stacy estuvo a un tris de gritar que no la dejara sola. Pero se acercó más a Eric, apretándose contra él. Eric la miró y quiso decir algo, pero ella le puso un dedo en los labios, silenciándolo, y apoyó la cabeza en su hombro. Podía oler su sudor; sacó la lengua y le lamió la piel, saboreando la sal. Le había puesto la mano en la barriga y casi sin pensarlo la deslizó por debajo de la cinturilla de los calzoncillos. Acarició con dedos vacilantes el pene blando, somnoliento, cubriéndolo con la mano. No estaba pensando en el sexo; se sentía demasiado cansada y asustada para excitarse. Sólo buscaba consuelo. Lo buscaba a tientas, sin saber dónde encontrarlo, probando este camino porque no se le ocurría otro. Quería ponérsela dura, hacerle una paja, sentir cómo se corría arqueando el cuerpo. Pensó que ese acto la confortaría, le daría una ilusoria sensación de seguridad.
Y eso es lo que hizo. No tardó mucho. El pene se endureció gradualmente entre sus dedos y ella comenzó a sacudirlo con fuerza, cada vez más rápido, haciendo muecas por el esfuerzo. La respiración de Eric se volvió rápida, ronca, y justo cuando a Stacy empezaba a dolerle el brazo por el agotamiento, se convirtió en un gemido de placer. Stacy oyó el sonido húmedo del primer chorretón de semen al caer sobre el suelo de la tienda. Notó que el cuerpo de Eric se relajaba, los músculos aflojándose, y hasta adivinó el momento preciso en que se quedó dormido. La sensación de alivio, de calma repentina, resultó contagiosa, y fue como si la inundara un vacío donde el miedo pareció retroceder un paso, al menos temporalmente. Con eso le bastaba, pensó; era lo único que necesitaba. Porque en ese breve instante, como por milagro, con el pene pegajoso y menguante de Eric todavía en la mano, ella también se quedó dormida.