Amy le pidió a Eric que le diera la mano. No tenía miedo, explicó, pero estaba tan oscuro que necesitaba alguna clase de contacto, algo más que el sonido de su voz para asegurarse de que seguía a su lado. Él aceptó, por supuesto, y aunque al principio Amy se sintió un poco incómoda, sentada en el suelo de piedra del pozo de la mano del novio de su mejor amiga, enseguida se encontró mejor.

Esto ocurrió mientras esperaban a que Jeff y Mathias regresaran para lanzarles la cuerda. Ella y Eric hablaron sin parar, como si presintieran que hasta el silencio más breve podía entrañar algún peligro. El peligro de pensar, supuso Amy, de detenerse a considerar dónde estaban y a qué se enfrentaban. Ella se sentía como si estuvieran sentados en el borde de un precipicio muy alto, sabiendo que la tierra estaba muy lejos pero sin atreverse a mirar para comprobarlo. Hablar parecía más seguro que pensar, incluso si acababan hablando de lo que ocupaba sus pensamientos, porque las palabras servían al menos para consolarse, para tranquilizarse y darse ánimos mutuamente de una forma imposible de conseguir a solas. Y también podían servir para mentir, si era necesario. Hablaron de la rodilla de Eric (le dolía cuando apoyaba su peso en ella, pero había dejado de sangrar otra vez, y Amy le aseguró que no era nada). Hablaron de la sed que tenían y de cuánto les duraría el agua (mucha sed, y sólo un día, aunque ambos convinieron en que conseguirían juntar el agua de lluvia necesaria para arreglárselas). Se preguntaron si los griegos llegarían por la mañana (probablemente, dijo Eric, y Amy lo secundó, aunque sabía que era una esperanza, más que una certeza). Hablaron de la posibilidad de hacerle señas a un avión que pasara por allí, o de que uno de ellos burlase la vigilancia de los mayas por la noche, o de que éstos perdieran el interés por ellos en un momento u otro y regresaran a la selva, dejándoles vía libre para escapar.

De lo que no hablaron fue de Pablo. De Pablo y su espalda rota.

Hablaron de qué sería lo primero que harían cuando por fin regresaran al hotel, debatieron las ventajas de las distintas opciones, hasta que les resultó demasiado doloroso pensar en ello… Soñar con comidas y cerveza fría les daba hambre y sed; y la fantasía de una ducha les hacía sentirse aún más sucios.

La corriente de aire fresco iba y venía, pero no conseguía eliminar el olor a mierda que había dejado Pablo. Amy trataba de respirar por la boca, pero incluso así seguía oliéndolo, y se le ocurrió que era como si le hubiesen dado un baño de pintura de la que jamás conseguiría librarse. Eric le preguntó si veía cosas en la oscuridad, luces que flotaban y se acercaban a ellos con movimientos ondulantes.

—Ahí —dijo, cogiendo su barbilla y girándole la cabeza hacia la izquierda—. Una esfera azulada, como un globo. ¿La ves?

Pero no, allí no había nada.

Jeff gritó que habían vuelto. Atarían otro lazo a la cuerda y los subirían.

Amy y Eric discutieron quién debería ir primero, y se ofrecieron mutuamente la oportunidad. Amy insistió en que debía ser Eric. Al fin y al cabo estaba herido y había pasado muchas horas en aquel agujero. Juró que no tenía miedo; sería cuestión de un par de minutos, y le daba igual. Pero Eric se negó en redondo y al final, con secreto alivio (porque tenía miedo, porque no le daba igual), Amy aceptó su decisión.

El cabrestante comenzó a chirriar. Jeff y Mathias estaban bajando la cuerda.

Estaba demasiado oscuro para verla acercarse, así que miraron hacia arriba sin ver nada, hasta que el chirrido paró.

—¿La tenéis? —preguntó Jeff.

Eric y Amy se levantaron sin soltarse la mano, alzaron el brazo libre y lo sacudieron hasta que Amy sintió el frío nailon de la cuerda, que pareció materializarse en la oscuridad cuando ella lo tocó.

—Aquí está —dijo, guiando a Eric hacia allí. Se quedaron quietos un momento, ambos cogidos de la cuerda—. ¡Ya la tengo! —gritó Amy.

—Avisadnos cuando estéis listos —dijo Jeff.

Amy sintió la respiración de Eric a su lado.

—¿Estás seguro? —preguntó.

—Desde luego —respondió él. Y luego rio—. Eso sí, no os olvidéis de bajarla otra vez.

—¿Cómo lo hago?

—Pásate el lazo por encima de la cabeza y ajústalo alrededor de las axilas.

Amy le soltó la mano y pasó los brazos y la cabeza por el lazo de la cuerda. Eric se lo ajustó por debajo de las axilas.

—¿Estás seguro de que no te importa? —repitió.

No supo cómo, pero notó que asentía en la oscuridad.

—¿Quieres que grite yo? —preguntó.

—Ya puedo yo —dijo Amy, y Eric no respondió. Permaneció junto a ella, con una mano apoyada en su hombro, esperando que gritase. Amy echó la cabeza atrás y chilló—: ¡Lista!

Entonces el cabrestante comenzó a chirriar, Amy empezó a subir, balaceando los pies, y la mano de Eric cayó de su hombro para perderse en la oscuridad.