Pablo empezó a temblar. Estaba allí tendido, con los ojos cerrados —no dormía, pero Stacy habría jurado que estaba tranquilo—, y un instante después temblaba con tanta fuerza que la chica se preguntó si serían convulsiones. No sabía qué hacer. Hubiera querido llamar a Jeff, pero aún se oían los chirridos del cabrestante. Estaban subiendo a Eric o a Amy, y no debía interrumpirlos. El cuerpo de Pablo seguía firmemente sujeto por los cinturones —en los muslos, el pecho y la frente— y deseó aflojarlos, pero no estaba segura de que fuese conveniente. Le tocó la mano y él abrió los ojos y la miró. Dijo algo en griego con voz ronca y débil. Seguía temblando, resistiéndose a los temblores, pero incapaz de parar.

—¿Tienes frío? —preguntó Stacy. Se abrazó a sí misma, hundió la cabeza entre los hombros y simuló un escalofrío.

Pablo cerró los ojos.

Stacy se levantó y entró en la tienda. Dentro estaba más oscuro que fuera, pero tanteando el suelo a gatas consiguió encontrar un saco de dormir. Se incorporó con el saco en la mano, decidida a salir rápidamente y cubrir a Pablo, pero de repente le asaltaron las dudas, la tentación de acostarse, de acurrucarse en aquel refugio con olor a humedad, de esconderse. Sin embargo, la tentación duró sólo un instante. Stacy sabía que era inútil —no había escapatoria— y recuperó la compostura. Cuando salió, el griego seguía temblando. Stacy lo cubrió con el saco de dormir, se sentó a su lado y le cogió la mano. Pensó que debía hablar, decirle unas palabras tranquilizadoras, pero no se le ocurría nada. Pablo yacía en la camilla sobre sus propios excrementos, con la columna rota, rodeado de extranjeros que no hablaban su lengua. ¿Qué podía hacer ella para que se sintiera mejor?

Soplaba una brisa suave que inflaba la tienda. Las ramas de la enredadera también parecían moverse, cambiar de posición, susurrar. Estaba demasiado oscuro para ver nada; y ella estaba sola con Pablo y la tienda, y en algún lugar de la cima, fuera de su vista, el cric, cric, cric del cabrestante. Pronto, Amy o Eric surgirían de las sombras para sentarse junto a ella y Pablo, y entonces todo sería más sencillo. Es lo que se dijo Stacy: «Éste es el peor momento. Ahora mismo, sola con él».

No le gustaban los sonidos rumorosos. Parecía que allí fuera ocurrían más cosas de las que podían explicarse por la acción del viento. Alguien se movía, se acercaba con sigilo. Stacy pensó en los mayas, con sus arcos y flechas, y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no huir, para no soltar la mano de Pablo y correr a toda velocidad hacia Jeff y Mathias. Pero era una tontería, por supuesto, una tontería tan grande como la fantasía de refugiarse en la tienda. No había dónde escapar. Si los sonidos eran lo que temía, tratar de huir sólo serviría para prologar el terror y la angustia. Sería mucho mejor acabar de una vez, rápidamente, con una flecha surgida de la oscuridad. Permaneció tensa, esperando esa flecha, aguzando el oído para oír la vibrante cuerda del arco, mientras el furtivo rumor continuaba entre las ramas de la enredadera, pero la flecha no llegó. Al final fue incapaz de seguir soportando el suspense, la expectación.

—¿Hola? —dijo.

Desde el otro lado de la cima llegó la voz de Jeff.

—¿Qué? —El cabrestante había dejado de chirriar.

—Nada —respondió Stacy, y después, cuando la máquina comenzó a girar otra vez, se repitió esta palabra, ahora en voz muy baja—: Nada, nada, nada.

Pablo se movió ligeramente y la miró. Tenía la mano fría y curiosamente húmeda, como algo que hubiera aparecido podrido en un sótano, pensó Stacy. Se lamió los labios y dijo:

—¿Nada?

Stacy asintió y sonrió.

—Exactamente —respondió—. No es nada. —Mientras esperaba a que llegasen los demás, trató de convencerse de que era verdad, de que no pasaba nada, sólo el viento, su imaginación, de que estaba creando monstruos de la oscuridad—. No es nada —repitió—. Nada, nada, nada.