Tardaron demasiado, pero por fin estaban bajando. Eric no sabía a ciencia cierta cuánto tiempo había pasado. Quizá no fuese tanto como imaginaba, pero era mucho, sin duda alguna. Ni siquiera en las mejores circunstancias era capaz de calcular el tiempo —carecía de reloj biológico—, pero en aquel agujero, en la oscuridad, con el estrés por todo lo ocurrido esa tarde, se le antojó mucho más difícil de lo habitual. Lo único que sabía era que arriba estaba anocheciendo, que el rectángulo de cielo había adquirido una fugaz tonalidad rojiza antes de teñirse sucesivamente de azul grisáceo, gris plata y gris pizarra. Habían construido una camilla y Amy estaba de rodillas encima de ella, acercándose.
Horas, pensó Eric. Debían de haber pasado horas. Pablo había gritado, luego había parado, Stacy estuvo conversando con él y finalmente Jeff le dijo que apagase la lámpara. Después todos habían desaparecido para construir la camilla y alargar la cuerda —tardaron un rato largo, demasiado largo—, y él esperó sentado junto a Pablo, cogiéndole la muñeca todo el tiempo. Y hablando a menudo para que el griego se sintiera acompañado, para animarlo y hacerle creer —engañándose también a sí mismo— que al final todo saldría bien.
Pero no saldría bien, por supuesto, y por mucho que se esforzase por imprimir un tono de optimismo en su voz —cosa que había hecho conscientemente, tratando de imitar el dejo jovial de los griegos—, no conseguiría ocultar la terrible verdad. Por un lado estaba el olor. El olor a caca y a pis. Pablo se había roto la espalda y había perdido el control de los esfínteres. Necesitaría una sonda, una bolsa colocada a un lado de la cama que las enfermeras vaciarían para mantenerlo limpio. Necesitaría cirugía —y pronto, ahora mismo, antes que ahora—, y médicos, y fisioterapeutas que lo controlasen, que midiesen sus progresos. Eric no veía cómo iban a suceder esas cosas. Habían trabajado durante toda la tarde para construir una camilla con la cual sacarlo de aquel agujero, pero ¿qué conseguirían con eso? Arriba, entre las tiendas y las enredaderas con flores, la espalda de Pablo seguiría rota y su vejiga y sus intestinos continuarían perdiendo pis y caca en los pantalones ya empapados. Y ellos no podrían hacer nada al respecto.
Su rodilla había dejado de sangrar por fin. Sentía un dolor sordo y palpitante, que se intensificaba cada vez que se movía, y la camiseta de Jeff estaba tiesa de sangre. La desató y la dejó en el suelo, a su lado. La bamba seguía húmeda.
Eric le explicó a Pablo cómo la gente se curaba de manera inexorable, inevitable, que la peor parte era el accidente en sí, pero luego el cuerpo se ponía a trabajar a toda marcha, movilizándose, reconstruyéndose. Lo hacía incluso ahora, mientras hablaban. Le habló de las fracturas que había sufrido en su infancia. Le contó que resbaló en una acera húmeda y se rompió un hueso del antebrazo; no recordaba cuál, el radio, quizás, o el cúbito; qué más daba. Había llevado una escayola durante seis semanas, y aún recordaba lo mal que olía cuando se la quitaron, a sudor y a moho, y el aspecto del brazo, pálido y demasiado delgado, y el miedo que pasó al ver la sierra eléctrica. En otra ocasión se rompió la clavícula jugando a Superman, volando desde lo alto del tobogán del parque. Había aterrizado sobre un balancín de muelle y se rompió también la nariz. Describió detalladamente estos accidentes a Pablo; el dolor de cada uno, el proceso de curación, la inexorable, inevitable recuperación.
Pablo no entendió una sola palabra, desde luego. Gemía y murmuraba. De vez en cuando levantaba el brazo libre como si quisiera coger algo, aunque Eric no sabía el qué, porque allí sólo había oscuridad. Sin hacer caso a estos movimientos, ni a los gemidos y quejidos tampoco, Eric continuó hablando con voz aflautada y falsamente jovial. No sabía qué más podía hacer.
Le contó otros accidentes que había presenciado: un crío que se metió entre los coches en monopatín (conmoción cerebral y varias costillas rotas); un vecino que se cayó del tejado mientras limpiaba los canalones (un hombro dislocado y un par de dedos rotos); una chica que calculó mal al saltar desde un columpio de soga y no cayó en el río, como se proponía, sino en la pedregosa orilla (un tobillo destrozado y tres dientes menos). Le habló del pueblo donde se había criado, un sitio pequeño, feo y provinciano, y sin embargo pintoresco dentro de su fealdad, cosmopolita dentro de su provincianismo. Cuando sonaba una sirena, la gente salía a la puerta a mirar, con la mano en la frente, a modo de visera. Los niños corrían a coger la bici y perseguían a la ambulancia o el coche de bomberos. Había morbo en ello, desde luego, pero también empatía. Cuando él se rompió el brazo, los vecinos fueron a verlo con regalos: tebeos y cintas de vídeo.
Hablaba con la muñeca de Pablo en la mano derecha, apretándosela para hacer hincapié en ciertos puntos, sin soltársela nunca. La izquierda iba desde la lámpara de queroseno a la caja de cerillas, tocando una y otra en un continuo, nervioso circuito, como si fueran las cuentas de un rosario. De hecho, el gesto tenía algo de oración, pues lo acompañaba mentalmente con dos palabras. Sí, incluso mientras le contaba historias a Pablo con voz confiada y optimista, repetía dos palabras para sí, las recitaba en su fuero interno mientras su mano viajaba de la lámpara a las cerillas, de las cerillas a la lámpara: «Sigue aquí, sigue aquí, sigue aquí, sigue aquí…»
Le describió a Pablo lo que había supuesto correr en bicicleta detrás de las sirenas y luces relampagueantes. La emoción, aquella embriagadora sensación de dramatismo y catástrofe. Le contó los finales felices. El de Mary Kelly, una cría de siete años que sabía subir a los árboles pero no bajar, y que una vez, movida por el miedo, había trepado más y más, hasta acabar con su cuerpecito a trece metros de altura, en la copa de un roble centenario, con una multitud a sus pies llamándola, suplicándole que volviera, mientras se levantaba una ventolera que agitaba las ramas, haciendo que el árbol entero pareciera subir y bajar. Imitó para Pablo la exclamación colectiva de horror cuando la niña había estado a punto de caer, balanceándose durante unos segundos interminables hasta que consiguió recuperar el equilibrio, llorando sin parar mientras se aproximaban las sirenas y los niños en bicicleta. Después el coche de bomberos, con la escalera que ascendía lentamente, los gritos de alegría cuando un enfermero se inclinó sobre las ramas, cogió a la niña del brazo, la acercó a él y la cargó sobre un hombro.
En la oscuridad, Eric tuvo la súbita sensación de que una mano le tocaba la espalda. Se estremeció y estuvo a punto de gritar, pero se contuvo. Era la enredadera. De algún modo había conseguido echar raíces también allí, en el fondo del pozo. Eric debía de haberse inclinado hacia ella mientras hablaba, causándole la impresión de que se movía para tocarlo, cogiéndolo de la parte inferior de la columna, casi acariciándolo. Allí era imposible orientarse; era como estar ciego. Sus únicos hitos eran la muñeca de Pablo y —«sigue aquí, sigue aquí, sigue aquí»— la lámpara de queroseno y las cerillas. Se inclinó hacia delante para evitar el contacto con la enredadera —que era espeluznante y le hacía temblar; no le gustaba—, arrastrándose hasta quedar justo delante del cuerpo de Pablo. Al moverse sintió un dolor desgarrador en la rodilla, que empezó a sangrar otra vez. Buscó la camiseta de Jeff a tientas y se la puso encima de la pierna, apretando.
Volvió a la chica del columpio de soga: Marci Brown, de trece años. Llevaba aparato en los dientes y una larga cola de caballo castaña. Le contó a Pablo que él y los demás niños habían reído al verla caer. Había sido gracioso, como en los dibujos animados. La vieron, oyeron el espantoso golpe de su cuerpo al chocar contra las piedras, y todos sabían que estaría herida. Pero de todas maneras rieron, como tratando de negar lo ocurrido, de deshacerlo, y sólo se detuvieron al ver cómo trataba de incorporarse pero se desplomaba, resbalando por la orilla en dirección al río. Se había hecho un corte en la boca al caer de bruces sobre las piedras, y en el agua comenzó a formarse lentamente una turbia nube de sangre mientras la chica manoteaba para mantenerse a flote. Eric recordó que tenía los ojos cerrados con fuerza, y la cara desencajada.
Hacía muecas de dolor, pero no lloraba; no lloró en ningún momento, ni siquiera cuando la sacaron de allí y uno de ellos fue a pedir ayuda en bicicleta. Más tarde, todos se sintieron culpables por haber reído, sobre todo cuando se enteraron de que quizá no pudiera volver a andar. Pero se recuperó —inexorable, inevitablemente— y al final caminó, quizá con una pequeña cojera, aunque casi imperceptible, totalmente imperceptible, en realidad, a menos que uno se fijase expresamente porque conocía la historia.
De vez en cuando, Eric creía ver cosas en la oscuridad: unas figuras flotantes, como globos, y ligeramente fluorescentes. Parecían acercarse y flotar brevemente delante de él antes de alejarse poco a poco. Algunas eran entre verdes y azules; otras, amarillo claro, casi blanco. Sabía que eran ilusiones ópticas, reacciones fisiológicas a la oscuridad, pero no podía evitarlo, y cada vez que se acercaban lo suficiente, soltaba la muñeca de Pablo e intentaba tocarlas. Sin embargo, cada vez que levantaba la mano, las figuras se desvanecían, sólo para reaparecer en otro punto, más lejano, y reanudar su lenta y ondulante aproximación. Apartó la camiseta del corte de la pierna. La herida había dejado de sangrar otra vez. De inmediato buscó la lámpara y las cerillas: «Sigue aquí, sigue aquí, sigue aquí…»
También le contó a Pablo otras historias que no habían terminado tan bien —inexorable, inevitablemente—, modificándolas por el bien de su amigo. El pequeño Stevie Stahl, a quien el agua arrastró hasta una alcantarilla mientras jugaba en un campo inundado; no fue descubierto por un submarinista voluntario, semienterrado en el barro e irreconocible de tan hinchado. No; había aparecido cinco minutos después a un kilómetro y medio de allí, en el río, llorando y cubierto de cortes y magulladuras, pero por lo demás sano y salvo, milagrosamente ileso. Y Ginger Riby, que había incendiado el garaje de su tío mientras jugaba con cerillas, y luego, atontado por el humo y el pánico, se alejó de la puerta por donde habría podido escapar fácilmente y murió acurrucado en la pared del fondo, detrás de unos cubos de basura; en la versión de Eric había sido rescatado por un bombero, salvado entre los gritos de alegría de la multitud que se había congregado en la puerta, y pudo salir tosiendo y jadeando, cubierto de hollín y con la camisa y el pelo chamuscados, pero por lo demás (sí, milagrosamente) ileso.
La corriente de aire fresco procedente del otro foso, más allá del cuerpo de Pablo, no era constante. A veces se detenía, como para recuperar el aliento, y la temperatura del foso comenzaba a ascender en el acto. Entonces Eric empezaba a sudar, mojándose la camisa, y entonces, súbitamente, el aire frío volvía a soplar. Estas fluctuaciones continuas le inquietaban, lo asustaban, hacían que la oscuridad pareciese viva, amenazadoramente viva. Cada vez que la corriente cesaba, Eric tenía la sensación de que la bloqueaba alguien, o algo, una presencia titubeante que estaba justo delante de él, examinándolo, estudiándolo. En una ocasión creyó que incluso lo olfateaba, aspiraba su olor. Sabía que los sentidos estaban jugándole una mala pasada. Sin embargo, hizo un esfuerzo enorme para no encender la lámpara y su mano se detuvo, dudando, antes de continuar con su incesante danza: «Sigue aquí, sigue aquí, sigue aquí…»
Le habló a Pablo de su amigo Gary Holmes, que soñaba con convertirse en piloto. Gary había implorado, rogado, suplicado durante años, hasta que sus padres le regalaron unas lecciones de vuelo para su decimosexto cumpleaños. Todos los sábados iba en bicicleta al aeropuerto local y pasaba la tarde allí, aventurándose en ese nuevo mundo. Al cabo de tres meses, Eric estaba jugando al fútbol en la escuela. Era la liga juvenil, cuatro partidos a la vez en campos paralelos. Un avión pequeño pasó por encima de ellos, muy bajo, y los jugadores se detuvieron por un reflexivo instante mientras la sombra del aparato los cubría, todos encogiéndose instintivamente antes de mirar hacia arriba. El avión se alejó, dio media vuelta y volvió a pasar, prácticamente deteniendo el juego. Los árbitros tocaban el silbato y sacudían las manos, tratando de restaurar el orden, cuando el avión se acercó por segunda vez. El motor rugió, tosió y por fin calló. Entonces, apenas unos segundos después, el tiempo necesario para inhalar, exhalar y volver a inhalar, desde algún punto del bosque situado al oeste se oyó el ruido atronador, estrepitoso, explosivo de un choque. Pero no en la versión que Eric le contó a Pablo. No; según Eric, alguien había entendido lo que ocurría en la primera aproximación del avión. Uno de los entrenadores, y luego otro, empezaron a gritar y hacer señas, y los árbitros se unieron a ellos con los silbatos, y de repente todo el mundo corría y gritaba. El avión estaba averiado y el piloto intentaba un aterrizaje de emergencia. Tenían que desocupar los campos. Y lo hicieron. Cuando el avión se acercó por segunda vez, todo el mundo estaba amontonado en las gradas. El avión aterrizó bruscamente, sacudiéndose, y chocó contra una portería, las ruedas delanteras hundiéndose en la tierra, y a punto estuvo de volcar, pero al final aterrizó sobre el morro, con la hélice rota y el parabrisas agrietado. Eric titubeó un instante, tratando de imaginar las heridas de Gary y su instructor, la forma en que el precipitado regreso del avión a la tierra sacudiría los cuerpos dentro de la cabina. Un golpe en la rótula, decidió. Un hombro dislocado, una fractura en la pelvis, una conmoción cerebral leve. Hizo un ademán desdeñoso, como para restar importancia a las lesiones incluso mientras las enumeraba. Todas se curaron, le aseguró a Pablo, como suelen curarse esas cosas, una vez más, inexorable, inevitablemente.
Los demás estaban ocupados arriba, trenzando las tiras de nailon que habían cortado de la tienda azul y construyendo la camilla; no tenían tiempo para pensar. Pero Eric estaba abajo, en la oscuridad, rodeado del olor a mierda y pis de Pablo, de sus quejidos y murmullos. En consecuencia, era bastante natural que fuese el primero en preguntarse si el griego sobreviviría a aquella aventura, si su cuerpo no estaría más allá de la curación inexorable, inevitable; en suma, si moriría durante las horas o los días siguientes, mientras ellos lo rodeaban, impotentes.
Ahora Pablo parecía dormido, o inconsciente. Por lo menos había dejado de quejarse y murmurar, de levantar la mano tratando de coger lo que fuese que creía ver. Eric también calló, pero permaneció sentado junto al griego, cogiéndole la muñeca con una mano y tocando la lámpara y las cerillas con la otra. El tiempo parecía pasar aún más despacio sin el sonido de su propia voz retumbando en las paredes del pozo. Pensó otra vez en Gary Holmes, en la fotografía del avión estrellado en la primera página del periódico local, en el responso celebrado en el auditorio del colegio.
Gary había sido amigo suyo, no demasiado íntimo, pero más que un simple conocido, y un mes después del entierro, su madre pasó por la casa de Eric.
—Alguien quiere verte, cariño —había llamado su madre.
Eric bajó corriendo, sólo para encontrar a la señora Holmes en el vestíbulo. Había ido para preguntarle si quería la bicicleta de Gary. Fue un momento extraño, incómodo, y la madre de Eric lo presenció con lágrimas en los ojos, tendiendo la mano una y otra vez para tocar el hombro de la señora Holmes. El ofrecimiento sorprendió a Eric y lo hizo sentirse curiosamente avergonzado; al fin y al cabo, nunca había sido tan amigo de Gary. Iba a negarse, pero cambió de idea al ver lo afectada que pareció la señora Holmes ante su primer titubeo. «Sí», dijo. Por supuesto que se quedaría con la bici. Le dio las gracias y su madre se echó a llorar con desconsuelo. La señora Holmes también.
La bicicleta aún estaba en el aeropuerto, encadenada a una valla, tal como la había dejado Gary el último día de su vida. El padre de Eric lo llevó allí una mañana temprano, antes de irse a trabajar, y Eric se agachó junto a la bicicleta con el papel que le había dado la señora Holmes, entornando los ojos para descifrar los tres números de la combinación del candado. Tuvo que intentarlo media docena de veces antes de acertar. Luego se fue directamente al colegio, que estaba a más de veinte kilómetros, y llegó unos minutos tarde, después del primer timbre, cuando los pasillos estaban ya desiertos y silenciosos. El sillín de la bicicleta estaba demasiado alto para él, así que le había costado pedalear; la cadena necesitaba aceite y las ruedas comenzaban a oxidarse después de un mes a la intemperie. No era para sentirse orgulloso de ella, además, él tenía la suya, y tal vez por eso, o simplemente porque había llegado tarde, no ató la bici a la puerta de la escuela; se limitó a apoyarla contra la valla y corrió al interior del edificio. También la dejó allí esa noche, siempre sin candado, porque volvió a casa en autobús. Y a la mañana siguiente había desaparecido.
Una vez más sintió una presión en la espalda, la mano que lo tocaba. El corazón le dio un vuelco, aunque trató de tranquilizarse. Debía de haberse encorvado otra vez. Se movió hacia el griego, pero se dio cuenta de que ya no podía estar más cerca de él. La enredadera se había movido, había reptado hacia él, quizás atraída por su calor. Pensar en la planta en esos términos, como un ser con voluntad, casi sensitivo, le causaba inquietud, miedo, deseos de salir corriendo de allí. Pensó en gritar y llamar a los demás, pero se contuvo para no despertar a Pablo.
La madre de Gary había ido de casa en casa entregando las posesiones de su hijo a unos chavales que no sabían qué hacer con ellas. Chavales que perdieron los jerséis, las chaquetas, el guante de béisbol y las gafas de natación de su hijo, que regalaron estas cosas a otros, o las tiraron directamente, o las enterraron en armarios, baúles o desvanes. Era lo que pasaba siempre con la muerte, pensó Eric; los vivos hacían todo lo posible por borrar cualquier vestigio de su existencia. Hasta los amigos más íntimos de Gary siguieron adelante con su vida, una vida que no se vio afectada significativamente por la ausencia de Gary, pasando de curso en curso hasta ingresar en la universidad y olvidándolo en el ínterin, aunque sin duda recordarían aún la foto del avión estrellado, el súbito silencio en el campo de fútbol inmediatamente antes del accidente.
Eric necesitaba hacer pis, pero tenía miedo de levantarse para ir hasta la pared del fondo. Sentía un temor irracional a que el griego, la lámpara o las cerillas no estuvieran allí cuando volviese. Se desabrochó el cinturón, con el fin de aliviar la presión sobre la vejiga, y trató de distraerse con juegos de palabras, preparando una prueba de vocabulario para sus futuros alumnos, un pequeño acertijo para iniciar la semana: diez palabras que empezaran con A, cinco puntos por las definiciones y otros cinco por la ortografía.
«Albatros —pensó—. Avaricia. Anunciación. Apremio. Armamento. Adyacente. Arduo. Acentuar. Albergar. Alegación».
Acababa de pasar a la B —«Bullicioso, bravata, bandolero, botánico»— cuando empezó a sonar otra vez el pitido electrónico, que despertó a Pablo y los sobresaltó a los dos. Eric soltó la muñeca del griego y se levantó. La herida de la rodilla lo obligaba a cojear como si tuviese un pie deforme. El sonido parecía proceder de la derecha, pero cuando fue hacia allí, se dio cuenta de que se equivocaba. Venía de atrás. Empezó a girarse, pero dudó. Ahora el ruido parecía rodearlo, como si saliera de las paredes del pozo.
—¿Eric? —gritó Jeff—. ¿Lo has encontrado?
Eric echó la cabeza atrás. Los vio inclinados contra el rectángulo de cielo azul. Al cabo respondió que el sonido se movía, primero en una dirección y después en otra.
—¿Hay alguna luz? —preguntó Jeff—. Busca una luz.
Ahora el pitido parecía venir del pozo que estaba al otro lado del cuerpo de Pablo. Eric se dirigió hacia allí y observó que el aire se enfriaba notablemente. El pitido retrocedió, como para atraerlo al interior del otro pozo. Eric vaciló, súbitamente asustado.
—No veo ninguna luz —dijo, y entonces el ruido cesó—. Y ha parado —gritó.
Contó mentalmente hasta diez, esperando que volviera a empezar, pero no lo hizo. Cuando miró de nuevo hacia la boca del pozo, las cabezas habían desaparecido y el cielo había adquirido una tonalidad rojiza. El sol comenzaba a ponerse.
Regresó junto a Pablo. A pesar de la oscuridad, podía percibir sus movimientos, los giros de la cabeza, aunque no decía nada. No volvió a quejarse ni murmurar, y esto asustó a Eric.
—¿Pablo? —dijo—. ¿Te encuentras bien?
Quería que el griego volviese a hablar, pero ahora estaba callado e inmóvil. Eric buscó la lámpara, la encontró, buscó las cerillas y… no estaban allí. Con una creciente sensación de pánico, tanteó el pedregoso suelo dibujando un círculo cada vez más amplio, pero no encontró la caja de cerillas.
Oyó un chirrido sobre su cabeza y miró hacia arriba. El cielo oscurecía con rapidez, pero vio algo recortado sobre él, una figura alargada que llenaba el hueco casi por completo. Habían terminado de construir la camilla y estaban a punto de bajarla. Siguió palpando el suelo, alejándose cada vez más del punto donde estaba pero regresando luego para tocar la lámpara, sólo para comenzar otra vez. Las cerillas no aparecían.
El chirrido se hizo más intenso. Estaban bajando la camilla.
—¿Eric? —oyó que llamaba Amy—. ¡Enciende la lámpara!
Entonces se dio cuenta de que Amy iba sentada en la camilla y se acercaba lentamente a él.
Se levantó y dio un paso al frente, pensando que quizá tuviera las cerillas en la mano al oír el pitido y las llevase consigo cuando fue a buscar su origen, que tal vez se había despistado y las había dejado en el suelo. Era una idea absurda, y en realidad no creía en ella, pero dio otro paso y su pie chocó contra algo, lo pateó, y supo por el ruido, y también por la sensación, que se trataba de las cerillas. Se agachó con cuidado y comenzó a palpar el suelo, buscando.
El chirrido continuó. Ahora el cielo estaba oscuro; ya no podía ver la camilla, aunque la sentía aproximarse.
—Enciende la lámpara —repitió Amy. Estaba más cerca y su voz sonaba apremiante. Tenía miedo.
Eric continuó tanteando el suelo. Estaba en un rincón del pozo que la enredadera había colonizado agresivamente, y sus manos se enredaban constantemente con los zarcillos, causándole la espeluznante sensación de que la planta le cerraba el paso a propósito. Cuando por fin encontró las cerillas, descubrió que estaban enterradas bajo la enredadera, tapadas casi por completo. Para liberarlas, tuvo que arrancar una rama y la savia se adhirió a los dedos de su mano izquierda, primero fresca, luego súbitamente ardiente.
—¿Eric? —gritó Amy otra vez. Estaba casi encima de él.
—Un segundo —respondió. Regresó cojeando hasta la lámpara y levantó el globo de cristal.
No se percató de cuánto le temblaba la mano hasta que encendió la cerilla y ésta se apagó de inmediato. Se tomó un momento para tranquilizarse y respiró hondo dos veces antes de volver a intentarlo. Esta vez tuvo suerte —consiguió encender la lámpara—, y allí estaba Amy, mirando con ansiedad hacia ellos y bajando, bajando, bajando.
Después de tantas horas en la oscuridad, la luz de la lámpara lo deslumbró, y sin embargo la llama parecía más débil de como la recordaba… o, quizá, de como la hubiese deseado. La mayor parte del pozo permaneció sumida en las sombras, en una impenetrable oscuridad. Le escocía la mano por las quemaduras de la savia. Se la limpió en el pantalón, pero no sirvió de nada. Cuando la camilla llegó a su alcance, la cogió y la guio hacia la derecha, para que aterrizara cerca de Pablo, pero entonces, aunque aún estaba a un metro del suelo, se detuvo con una sacudida que estuvo a punto de hacer caer a Amy.
—¿Amy? —gritó Jeff desde arriba.
—¿Qué?
—¿Has llegado junto a ellos?
—Casi. Falta un poco.
Hubo un breve silencio, mientras asimilaban el dato.
—¿Cuánto?
Amy se inclinó y miró hacia el lastimado cuerpo de Pablo.
—No estoy segura. ¿Un metro?
—Se ha terminado la cuerda —gritó Jeff. Una pausa—. ¿Podréis hacerlo?
Amy y Eric se miraron. El objetivo de la camilla era inmovilizar la columna de Pablo mientras lo subían; sin ella, habría torsiones y sacudidas que, naturalmente, agravarían las lesiones. Pero si decidían esperar, tendrían que subir la camilla, trenzar otra sección de cuerda, atarla a la camilla y bajar ésta por el pozo de nuevo, todo en la más absoluta oscuridad.
—¿Tú qué crees? —preguntó Amy a Eric. Seguía acuclillada sobre la camilla, aunque podría haber bajado sin dificultad. Daba la impresión de que no quería intentarlo, como si pensara que eso la obligaría a hacer algo que todavía tenía la esperanza de eludir.
Eric luchaba por encontrar algo que se pareciese a un pensamiento; no le resultó fácil. Vio una pala contra la pared del fondo —una pala de camping, de las que se pliegan para llevarlas en la mochila— y se quedó mirándola, tratando de buscarle una utilidad. Pero no se le ocurrió ninguna, y cuando la palabra «sepulturero» se le cruzó por la cabeza, casi se encogió, como si hubiese tocado algo caliente.
—Podemos desatar la camilla —dijo—. Acostarlo en ella y luego levantarla y volverla a atar.
—¿Nosotros solos? —preguntó Amy. Era evidente que no le parecía posible.
Eric negó con la cabeza.
—Tendrán que enviarnos a otro. A Stacy, supongo. Dos para levantar la camilla y uno para atar los nudos. —Lo pensaron, imaginando cada paso y el tiempo que llevaría—. Tendremos que apagar la lámpara y esperar en la oscuridad. —Amy se movió y la camilla comenzó a balancearse. Eric tendió la mano y la paró. Pensó que Amy bajaría, pero no lo hizo—. O podríamos levantarlo nosotros —añadió.
Amy continuó mirando a Pablo en silencio. Eric deseó que dijera algo. No podía hacerlo todo solo.
—Son sólo unos palmos.
—Si se tuerce…
—Yo podría cogerlo por los hombros y tú por los pies. Una, dos y tres; así de fácil.
Amy frunció el entrecejo, titubeando.
Eric levantó la lámpara, la inclinó y examinó el depósito, la menguante reserva de queroseno.
—Tenemos que decidirnos —dijo—. La luz no durará.
—¿Amy? —llamó Jeff.
Los dos echaron la cabeza atrás para mirarlo, pero había oscurecido tanto que no vieron nada.
—Lo intentaremos —gritó Amy.
Eric sujetó la camilla para que ella bajase y luego dejó la lámpara en el suelo. Amy sacó los cinturones del saco de dormir y los puso junto a la lámpara. Pablo los miraba, moviendo los ojos de uno a otro.
—Vamos a levantarte —dijo Amy. Simuló hacer un esfuerzo, con las palmas hacia arriba, y después señaló la camilla—. Te pondremos ahí y te subiremos a la superficie.
Pablo la miró fijamente.
Eric tomó posición junto a la cabeza del griego y Amy se colocó a los pies.
—Por la cadera —dijo Eric.
Amy dudó.
—¿Estás seguro?
—Si lo coges por los pies, se le doblará la cintura.
—Pero si lo levanto por las caderas, ¿no arqueará la espalda?
Ambos observaron a Pablo imaginando las dos posibilidades. Eric sabía que aquello era una insensatez. Deberían enviar la camilla arriba y esperar a que alargasen la cuerda. O por lo menos hacer bajar a Stacy. Miró la lámpara. Casi no quedaba queroseno.
—Por las rodillas —decidió Eric.
Amy consideró la idea, pero no por mucho tiempo. Al cabo de unos segundos estaba acuclillada junto a las rodillas de Pablo. Eric se agachó y deslizó las manos por debajo de los hombros del griego. Sintió que el corte de la rodilla se estiraba, se abría y comenzaba a sangrar otra vez. Pablo gimió y Amy comenzó a apartarse, pero Eric negó con la cabeza.
—Rápido —dijo—. A la de tres.
Contaron al unísono: Uno… dos… tres.
Y lo levantaron.
Fue un desastre, mucho peor de lo que Eric había temido. Pareció eterno, y sin embargo fue rapidísimo. Apenas lo habían levantado del suelo cuando Pablo lanzó un grito más fuerte incluso que los anteriores, un alarido de infinito dolor. Amy estuvo a punto de claudicar y dejarlo en el suelo, pero Eric le gritó «¡No!», y continuó levantando. Pablo se hundió por la cintura y comenzó a dar manotazos en el aire. Su grito era interminable. Pesaba demasiado para Amy, que no conseguía levantarlo a la misma altura que Eric. Los hombros del griego ya estaban al nivel de la camilla, pero a sus rodillas aún les faltaba un buen trecho para llegar, y todo parecía indicar que Amy sería incapaz de levantarlas más. La curva en la cintura de Pablo se hizo más pronunciada. Con uno de sus manotazos golpeó la camilla, que comenzó a balancearse frenéticamente.
—¡Arriba! —le gritó Eric a Amy, y ella intentó levantar las piernas de Pablo con una embestida, pero el torso del griego se retorció y sus gritos se intensificaron.
Cuando todo acabó, Eric ni siquiera habría podido decir cómo lo habían conseguido. Fue como si una amnesia temporal le impidiera recordar esos últimos instantes. Tenía la impresión de que al final habían hecho una especie de lanzamiento sobre la balanceante camilla, arrojando al griego sobre ella. Lo único que sabía era que se sentía fatal, como si hubiera pisado a un niño sin darse cuenta. Amy lloraba, con la cara desencajada.
—Tranquila —dijo Eric—. Se recuperará.
Dudaba de que le hubiera oído, porque Pablo seguía gritando. Eric sintió la lengua pastosa, la bilis subiéndole por la garganta, una necesidad imperiosa de vomitar. Se obligó a respirar hondo. La pierna le sangraba de nuevo, produciendo un reguero que desembocaba en la bamba, y de repente se acordó otra vez de su vejiga.
—Tengo que mear —dijo.
Amy ni siquiera lo miró. Se había cubierto la boca con la mano y miraba fijamente a Pablo, que seguía gritando, con la mitad inferior del cuerpo absolutamente inmóvil mientras sacudía desesperadamente las manos. Y la camilla no paraba de balancearse. Eric fue cojeando hasta la pared, se abrió la bragueta e hizo pis. Cuando terminó, Pablo comenzaba a tranquilizarse. Tenía los ojos cerrados y la frente perlada de sudor.
—Tenemos que atarlo —dijo Amy. Había parado de llorar y estaba enjugándose las lágrimas con la manga.
En el suelo, junto a la lámpara, había cuatro cinturones, pero Eric se quitó el suyo y lo añadió a la pila. Amy pasó el extremo de un cinturón por la hebilla de otro, formando una correa más larga. Rodeó con ella el torso de Pablo, a la altura del esternón, tiró para tensarla y la abrochó. El griego no abrió los ojos. Eric unió otros dos cinturones y se los dio a Amy, que repitió el procedimiento en los muslos de Pablo.
—Necesitaremos otro —dijo Eric, enseñándole el último cinturón.
Amy se inclinó sobre Pablo, le desabrochó el cinturón con sumo cuidado y comenzó a tirar para sacarlo de entre las presillas del pantalón. El griego seguía sin abrir los ojos. Eric le dio a Amy el cinturón que tenía en la mano y ella usó los dos últimos para sujetar la frente de Pablo a la camilla. Después dieron un paso atrás para observar su trabajo.
—Está bien —dijo Eric—. Se recuperará.
Pero por dentro estaba destrozado. Quería que Pablo abriese los ojos, que empezara a murmurar otra vez, pero Pablo seguía callado, balanceándose ligeramente en la camilla, y en su frente continuaban formándose gotas de sudor cada vez más grandes, hasta que estallaban de repente y se deslizaban por los lados, hacia la parte posterior de la cabeza. Eric sintió la bamba llena de sangre. Le dolía el codo. Le escocían las manos. Tenía una magulladura en la barbilla y le picaba la espalda: los mosquitos lo habían acribillado durante la larga caminata por la selva. Tenía hambre y sed y quería volver a casa; no a la relativa seguridad del hotel, sino a su casa. Y sabía que eso era imposible. Nada saldría bien. Pablo estaba gravemente herido y hasta cierto punto ellos eran responsables de lo sucedido, responsables de su dolor. Eric sintió ganas de llorar.
Amy miró hacia arriba, a la oscuridad.
—¡Preparado! —gritó. Y luego—: ¡Subidlo despacio!
Acababan de empezar a subirlo —el cabrestante emitió los primeros chirridos, la camilla pasó junto al rostro de Eric, moviéndose hacia arriba por encima de él, fuera ya de su alcance—, cuando la llama de la lámpara tembló y se apagó.