Podían oír a Eric, pero no conseguían descifrar sus palabras por culpa de los gritos de Pablo. Jeff sabía que el griego pararía tarde o temprano, que se cansaría y cerraría la boca, y entonces descubrirían qué había pasado allí abajo, si Eric había saltado o se había caído, y si él también estaba herido. Por el momento, nada de eso tenía demasiada importancia. Lo que importaba era la cuerda. Hasta que encontraran la manera de alargarla, no podrían hacer nada por ninguno de ellos.
Jeff pensó primero en la ropa que habían dejado los arqueólogos, en improvisar una cuerda atando pantalones, camisas y chaquetas. Sabía que no era muy buena idea, pero durante los primeros minutos no se le ocurrió nada mejor. Faltaban unos seis metros de cuerda, quizá nueve para ir sobre seguro, y para ello haría falta mucha ropa, ¿no? Además, dudaba de que las prendas de vestir resultaran lo bastante resistentes, o que los nudos aguantasen.
Nueve metros.
Jeff y Mathias estaban al lado del cabrestante, ambos devanándose los sesos sin hablar, porque de momento no tenían nada que decir, ninguna solución que proponer. Amy y Stacy se habían arrodillado junto al agujero y miraban hacia abajo. De vez en cuando, Stacy llamaba a Eric, y a veces él le respondía, pero era imposible entenderle, ya que Pablo seguía gritando.
—Las tiendas —dijo Jeff—. Podríamos desmontar una y cortar tiras de tela.
Mathias se volvió y examinó la tienda azul.
—¿Será suficientemente fuerte? —preguntó.
—Podríamos trenzar las tiras. Tres tiras por sección. Y luego atar las secciones. —Mientras pronunciaba estas palabras, Jeff experimentó una oleada de placer, una sensación de éxito en medio de tanto fracaso.
Estaban atrapados en la colina, prácticamente sin agua y comida, dos en el fondo de una mina y al menos uno de ellos, herido; pero, por el momento, nada de eso parecía importar. Tenían un plan, y era un plan razonable que llenó momentáneamente a Jeff de energía y optimismo, poniéndolo en movimiento. Mathias y él comenzaron a desmontar la tienda azul: sacaron al pequeño claro los sacos de dormir, las mochilas, las libretas y la radio, el botiquín de primeros auxilios, el frisbee y la cantimplora vacía, haciendo una montaña con todas estas cosas. Después desarmaron la tienda, desenterrando las piquetas y tirando de los palos. Mathias se encargó de cortar la tela. Hubo una pequeña discusión sobre el ancho adecuado, que al final establecieron en diez centímetros, y con firmes y rápidas pasadas Mathias cortó tiras de tres metros de longitud, el cuchillo atravesando limpiamente el nailon, para que Jeff las trenzara. Éste iba por la mitad de la primera sección, tomándose su tiempo para asegurarse de que el trenzado fuera lo bastante prieto, cuando Pablo paró de chillar.
—¿Eric? —gritó Stacy.
La voz de Eric retumbó en las paredes del pozo:
—Estoy aquí.
—¿Te caíste?
—Salté.
—¿Te encuentras bien?
—Me he hecho un corte en la rodilla.
—¿Grande?
—Tengo la zapatilla llena de sangre.
Jeff dejó las tiras de nailon y se acercó al hoyo.
—Comprímelo —gritó hacia abajo.
—¿Qué?
—Quítate la camiseta y apriétala contra la herida. Fuerte.
—Hace demasiado frío.
—¿Frío? —preguntó Jeff, pensando que había entendido mal. Su cuerpo entero estaba empapado en sudor.
—Hay otro pozo —gritó Eric—. Hacia un lado. Sale aire frío de ahí.
—Espera —dijo Jeff, y fue hacia los objetos de la tienda azul, rebuscó en la pila, sacó el botiquín de primeros auxilios y lo abrió. No sabía qué esperaba encontrar, pero fuera lo que fuese no estaba allí. Había una caja de tiritas, que con toda probabilidad eran demasiado pequeñas para el corte de Eric. Había una pomada antiséptica, que les vendría bien cuando subieran a Eric. También había aspirinas, un antiácido y unas tijeras pequeñas.
Jeff regresó al hoyo con el bote de aspirinas y se quitó la camiseta.
—¿Qué pasó con la lámpara? —preguntó.
—Se apagó.
—Voy a liar mi camiseta y te la arrojaré —gritó Jeff—. Dentro encontrarás aspirinas y una caja de cerillas. ¿Vale?
—Vale.
—Usa la camiseta para restañar la herida. Dale tres aspirinas a Pablo y toma tú otras tres.
—Vale —repitió Eric.
Jeff envolvió las aspirinas y las cerillas con la camiseta y se inclinó sobre el agujero.
—¿Listo? —preguntó.
—Listo.
Lanzó la camiseta y la vio desaparecer en la oscuridad. Tardó mucho en aterrizar. Finalmente, oyó un golpe sordo y seco.
—La tengo —gritó Eric.
Mathias había terminado de cortar tiras y ahora continuaba con la trenza que había abandonado Jeff. Éste se volvió hacia Amy y Stacy, que seguían mirando por el agujero.
—Ayudadle —dijo, señalando a Mathias con la cabeza. Las chicas fueron hasta la tienda desmontada y se sentaron en el suelo. El alemán les enseñó a trenzar la tela, y cada una comenzó a trabajar en una sección nueva.
En el fondo del pozo apareció un suave resplandor, pero enseguida comenzó a adquirir fuerza: Eric había encendido la lámpara. Ahora Jeff consiguió verlo, arrodillado junto a Pablo, los dos muy pequeños.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Jeff.
Eric tardó unos segundos en responder, y Jeff vio que estaba inclinado sobre el griego, examinándolo, con la lámpara en la mano. Por fin alzó la cabeza y gritó:
—Creo que se ha roto la espalda.
Jeff se volvió hacia los demás, que dejaron de trabajar y le devolvieron la mirada. Stacy tenía la mano en la boca, como si estuviese a punto de echarse a llorar otra vez. Amy se levantó y se acercó a Jeff. Los dos miraron por el agujero.
—Mueve los brazos —gritó Eric—, pero no las piernas.
Jeff y Amy se miraron.
—Examínale los pies —murmuró Amy.
—Creo que se ha… —Eric se interrumpió, buscando las palabras adecuadas—. Bueno, aquí huele como si se hubiera cagado.
—Los pies —murmuró Amy otra vez, dándole un codazo a Jeff. Por alguna razón, no quería gritarlo ella.
—¿Eric? —dijo Jeff.
—¿Qué?
—Quítale una bamba.
—¿Una bamba?
—Quítasela. Y también el calcetín. Luego pásale la uña del pulgar por la planta del pie. Con fuerza. Fíjate si hay alguna reacción.
Amy y Jeff se inclinaron sobre el agujero y vieron cómo Eric se agachaba, le quitaba la bamba y el calcetín a Pablo. Stacy también se acercó a ver, pero Mathias continuó trenzando la tela.
Eric levantó la cabeza hacia ellos.
—Nada —gritó.
—¡Oh, Dios! —murmuró Amy—. ¡Santo cielo!
—Tenemos que construir una camilla para inmovilizarle la espalda. Pero ¿cómo?
Amy sacudió la cabeza.
—No, Jeff. No debemos moverlo.
—Pues tendremos que hacerlo. No vamos a dejarlo ahí abajo.
—Lo pondremos aún peor. Tiraremos y se…
—Usaremos los palos de la tienda —dijo Jeff—. Lo ataremos a ellos y después…
—¡Jeff!
Se interrumpió y la miró. Estaba pensando en los palos de la tienda, imaginando cómo hacer una camilla con ellos. No estaba seguro de que funcionase, pero no se le ocurría otra solución. Entonces se acordó del armazón de hierro de las mochilas.
—Hay que llevarlo a un hospital —dijo Amy.
Jeff no respondió. Se limitó a mirarla mientras desmontaba mentalmente las mochilas y usaba los palos de la tienda como refuerzo. ¿Cómo pensaba Amy que iban a transportarlo a un hospital?
—Es espantoso —dijo Amy—. Es horrible. —Empezó a llorar, pero enseguida trató de contenerse, sacudiendo la cabeza mientras se enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano—. Si lo movemos… —dejó la frase en el aire.
—No podemos dejarlo ahí, Amy —insistió Jeff—. Lo entiendes, ¿no? Es imposible.
La joven reflexionó durante unos instantes y luego asintió.
Jeff se inclinó sobre el agujero y gritó:
—¿Eric?
—¿Sí?
—Tendremos que hacer una camilla para inmovilizarle la espalda antes de subirlo.
—Vale.
—Lo haremos lo más rápido posible, pero seguramente nos llevará un buen rato. Tú sigue hablándole.
—No queda mucho queroseno en la lámpara.
—Entonces apágala.
—¿Que la apague? —La idea pareció asustarle.
—La necesitaremos más tarde. Cuando bajemos para ponerlo en la camilla. —Eric no respondió—. ¿De acuerdo? —gritó Jeff.
Puede que se limitase a asentir con la cabeza; era difícil de asegurar. Lo vieron inclinare sobre la lámpara y luego, súbitamente, dejaron de verlo. Una vez más, el fondo del pozo se sumió en tinieblas.