Aquellos alaridos llenaron de horror a Eric. Pablo estaba allí abajo, en la oscuridad, sufriendo un dolor espantoso, y él no sabía qué hacer, cómo solucionar la situación. Tenían que ayudarlo, y ya estaban tardando demasiado. Debían socorrerlo deprisa, en el acto, pero no lo hacían, no podían. Primero debían trazar un plan, y nadie parecía saber cómo hacerlo. Stacy se había quedado parada junto al cabrestante, con los ojos desorbitados, mordiéndose la mano.
Amy miraba al interior del pozo.
—¿Pablo? —llamaba una y otra vez—. ¿Pablo? —Aunque gritaba, era difícil oírla con los alaridos del griego, que se negaba a parar, que continuaba gritando sin pausa y con la misma desesperación.
Mathias corrió hacia la tienda naranja y se metió dentro. Jeff subió la cuerda con la manivela. Luego la desenrolló del cabrestante y la extendió por el claro, dibujando un enorme círculo. Acto seguido, comenzó a examinarla palmo por palmo, retirando los restos de la planta y buscando los trozos corroídos por la savia. Fue un proceso lento y lo llevó a cabo con insoportable meticulosidad, como si no tuviera prisa alguna, como si no oyera los gritos del griego. Eric estaba a su lado, demasiado aturdido para servir de algo, inmóvil, pero sintiendo que corría por dentro —una huida rápida, precipitada—, con el corazón desbocado debajo de las costillas. Y los alaridos no cesaban.
—Busca un cuchillo —le ordenó Jeff.
Eric lo miró boquiabierto. ¿Un cuchillo? La palabra quedó como suspendida en su cerebro, inerte, como si perteneciera a una lengua desconocida. ¿Dónde quería que encontrase un cuchillo?
—Mira en las tiendas —añadió Jeff, sin apartar la vista de la cuerda. Doblado sobre ella, buscaba los puntos quemados.
Eric fue a la tienda azul, abrió la cremallera y entró. Olía a moho, como un desván, con el aire quieto y caliente. El nailon azul dejaba pasar parte de la luz del sol, aunque atenuándola, confiriéndole un matiz acuoso, onírico. Había cuatro sacos de dormir, tres de ellos extendidos y con aspecto de que acababan de albergar el cuerpo de sus propietarios. «Todos muertos», pensó Eric, y trató de apartar esa idea de su mente. Vio un transistor y tuvo que contener el impulso de encenderlo para ver si funcionaba, si podía encontrar una emisora, quizá de música, cualquier cosa que tapase los gritos de Pablo. Había dos mochilas, una verde y otra negra. Se acuclilló junto a la primera y empezó a registrarla, sintiéndose como un ladrón, un viejo instinto que pertenecía a un mundo totalmente diferente, el sentimiento de transgresión inherente al acto de manipular las posesiones ajenas. «Todos muertos», volvió a pensar, esta vez adrede, buscando valor en aquellas palabras que, sin embargo, lejos de conseguir que se sintiera mejor, convirtieron el acto en un delito diferente. Al parecer, la mochila verde pertenecía a un hombre y la negra, a una mujer. La ropa de otros: olió a cigarrillo en la del hombre y a perfume en la de la mujer. Se preguntó si pertenecería a la chica que el hermano de Mathias conoció en la playa, la misma que los había llevado a todos hasta allí, quizá condenándolos a morir.
La enredadera crecía sobre algunos objetos; delgados zarcillos verdes salpicados de minúsculas florecillas de color rojo claro, casi rosa. Había más sobre la mochila de la mujer que sobre la del hombre, enredándose en las camisetas, los calcetines y los tejanos sucios. En la mochila del hombre, Eric encontró un anorak gris con rayas azules en las mangas, idéntico al que tenía él colgado a buen recaudo en la casa de sus padres, ahora inalcanzable, aguardando su llegada. «El cuchillo», tuvo que recordarse, y abandonó el revoltijo de ropa, buscando ahora en los demás bolsillos, abriéndolos y vaciando su contenido en el suelo de la tienda. Una cámara de fotos, todavía con película; media docena de cuadernos de espiral; diarios, por lo visto, prácticamente llenos de anotaciones hechas con letra de hombre en tinta negra, azul, incluso roja en algunas partes, pero todo en una lengua que Eric no sólo no entendía, sino que ni siquiera era capaz de identificar: holandés, quizás, o escandinavo. Una baraja; un botiquín de primeros auxilios; un frisbee; un tubo de protector solar; un par de gafas de montura metálica; un frasco de vitaminas; una cantimplora vacía; una linterna. Pero ningún cuchillo.
Eric salió al exterior con la linterna y cerró los ojos, deslumbrado por la súbita claridad y, después de un rato encerrado entre los sofocantes confines de la tienda, tuvo la sensación de que el espacio se abría bruscamente a su alrededor. Encendió la linterna y se dio cuenta de que no funcionaba. La sacudió y probó otra vez: nada. Pablo dejó de gritar el tiempo suficiente para respirar hondo dos veces, y luego empezó otra vez. El silencio fue casi tan terrible como los alaridos, pensó Eric, pero enseguida cambió de idea: el silencio había sido peor. Dejó la linterna en el suelo y vio que Mathias había salido ya de la tienda naranja con una segunda lámpara de queroseno, un cuchillo grande y un botiquín de primeros auxilios. Él y Jeff estaban cortando concienzudamente las secciones quemadas de la cuerda, trabajando en equipo con tranquilidad y diligencia. Eric se acercó y permaneció de pie, mirándolos. Se sintió como un idiota; él también tendría que haber traído el botiquín, o comprobar al menos su contenido. No pensaba. Quería ayudar, quería que Pablo dejase de gritar, pero era un imbécil, un inútil, y no había nada que hacer al respecto. Sintió la imperiosa necesidad de caminar, pero se quedó donde estaba, mirando. Stacy y Amy parecían encontrarse exactamente igual que él: asustadas, nerviosas, incapaces de moverse. Todos observaron cómo Jeff y Mathias trabajaban con la cuerda, cortando, atando, tirando. Estaban tardando mucho, muchísimo.
—Iré yo —dijo Eric. No había pensado antes de hablar; las palabras nacieron del miedo, de la necesidad de apresurar las cosas—. Yo bajaré a buscarlo.
Jeff alzó la vista. Parecía sorprendido.
—Es igual —dijo—. Puedo ir yo.
Su voz sonaba tan tranquila, tan increíblemente serena, que por un momento Eric tuvo dificultades para entender las palabras. Fue como si primero tuviera que traducirlas a su estado de terror. Entonces sacudió la cabeza.
—Yo peso menos —dijo—. Y lo conozco mejor.
Jeff consideró estos dos puntos y pareció encontrarlos razonables. Se encogió de hombros.
—Le haremos una camilla. Puede que tengas que ayudarle a meterse en ella. Después de sacarlo a él, volveremos a echar la cuerda y te sacaremos a ti.
Eric asintió. Parecía muy fácil, muy sencillo, y quería creer que saldría bien, pero no lo conseguía del todo. Otra vez sintió el impulso de pasearse y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para quedarse quieto.
Pablo paró de gritar. Una respiración, dos, tres, y empezó otra vez.
—Háblale, Amy —dijo Jeff.
La idea pareció asustar a Amy.
—¿Que le hable? —preguntó.
Jeff señaló el agujero.
—Asómate. Deja que te vea. Que sepa que no lo hemos abandonado.
—¿Qué le digo? —preguntó Amy, todavía asustada.
—Cualquier cosa. Algo que lo tranquilice. De todas maneras no te entenderá. Que oiga el sonido de tu voz.
Amy se acercó al pozo. Se puso de rodillas y se inclinó sobre el agujero.
—¿Pablo? —gritó—. Te sacaremos de ahí. Estamos arreglando la cuerda, y después Eric bajará a buscarte.
Continuó en la misma línea, describiendo lo que harían paso a paso, cómo lo atarían con la cuerda y lo izarían hasta la superficie, y al cabo de un rato Pablo paró de gritar. Jeff y Mathias casi habían terminado. Habían llegado a la última sección de la cuerda. Jeff hizo el último nudo y luego tiró de un extremo mientras Mathias tiraba del otro, ambos con todas sus fuerzas, un momentáneo tira y afloja para poner a prueba su resistencia. Ahora la cuerda tenía cinco empalmes. Los nudos no parecían muy fuertes, pero Eric trató de no especular al respecto. Le gustaba la idea de ser el que iba a bajar, el que iba a hacer algo, pero sabía que si se ponía a pensar en los nudos, en su aparente fragilidad, acabaría cambiando de opinión.
Mathias estaba enrollando de nuevo la cuerda en el cabrestante, comprobando por segunda vez que no hubiera partes corroídas. Volvió a meter el extremo en la pequeña rueda metálica del caballete. Después Jeff hizo un lazo para Eric, lo ayudó a pasárselo por encima de la cabeza y se lo apretó con cuidado por debajo de las axilas.
—Todo saldrá bien —gritó Amy—. Ya va para allí. Está a punto.
Stacy se arrodilló, encendió la segunda lámpara y se la dio a Eric, la llama titilando dentro del globo de cristal.
Eric ya estaba junto al agujero, mirando hacia la oscuridad, y Mathias y Jeff ocuparon sus posiciones detrás de la manivela, inclinados sobre ella. La cuerda se tensó. Estaban listos. Lo más difícil sería el momento de poner un pie en el vacío, preguntándose si la cuerda aguantaría, y por un instante Eric pensó que le faltaría valor. Pero entonces se dio cuenta de que no podía hacer otra cosa: en el momento de pasarse la eslinga por encima de la cabeza había puesto algo en marcha, y ya no había manera de detenerlo. Saltó por encima del borde, con la cuerda clavándosele en las axilas, y empezaron a bajarlo, el cabrestante chirriando y temblando con cada vuelta de manivela.
Antes de que hubiera descendido tres metros, la temperatura empezó a bajar, enfriándole la piel sudorosa… y también el alma. No quería ir más allá, y sin embargo continuó bajando poco a poco, a pesar de que ya estaba dispuesto a reconocer que sentía pánico, que ojalá hubiese dejado que bajara Jeff. En las paredes del pozo había soportes de madera clavados caprichosamente en la tierra, en ángulos extraños. Parecían viejas traviesas de ferrocarril pintadas con creosota, y Eric no consiguió encontrar la lógica de su distribución. A unos seis metros de la superficie, descubrió con asombro un pasadizo que se internaba en la pared, un foso perpendicular a aquel por donde estaba bajando. Levantó la lámpara para verlo mejor. Dos rieles de hierro, opacos a causa del óxido, discurrían por el centro. Sobre uno de ellos, en el límite de la luz de la lámpara, vio un cubo abollado. El pozo se curvaba hacia la izquierda y desaparecía en las entrañas de la tierra. De él salía una continua corriente de aire fresco, denso, húmedo, que primero avivó la llama de la lámpara y luego estuvo a punto de apagarla.
—¡Hay otro pozo! —gritó a los demás, pero la única respuesta fue el constante chirrido del cabrestante que lo conducía hacia la oscuridad.
En las paredes también había piedras del tamaño de calaveras y de color gris claro, suaves, casi vidriosas. La enredadera llegaba incluso hasta allí, y colgaba de algunos soportes de madera, las hojas y flores mucho más pálidas que en el exterior, prácticamente traslúcidas. Cuando alzó la vista, alcanzó a ver a Amy y Stacy mirándolo, enmarcadas por un rectángulo de cielo, más pequeñas con cada palmo que bajaba. La cuerda había empezado a balancearse ligeramente, como un péndulo, y la lámpara también se sacudía, haciendo que las paredes del pozo parecieran agitarse vertiginosamente. Eric experimentó una oleada de náuseas y tuvo que mirarse los pies con atención para recuperarse. Oía a Pablo quejándose más abajo, pero el griego siguió oculto por la oscuridad durante un rato largo. A Eric le costaba calcular cuánto había bajado ya —unos diecisiete metros, supuso—, y, justo cuando avistó el fondo rodeado de sombras (una oscuridad más intensa en la que comenzaba a adquirir forma el cuerpo acurrucado de Pablo, sus zapatillas de tenis, su camiseta azul claro), la cuerda dio un tirón y se detuvo.
Eric permaneció colgado allí, balanceándose. Alzó la vista hacia el rectángulo de cielo. Vio las caras de Amy y Stacy, y luego también la de Jeff.
—¿Eric? —llamó Jeff.
—¿Qué?
—Se ha terminado la cuerda.
—Todavía no he llegado al fondo.
—¿Ves a Pablo?
—Sí, casi.
—¿Se encuentra bien?
—No estoy seguro.
—¿A cuánto estás de él?
Eric miró hacia abajo y trató de calcular la distancia que lo separaba del fondo. Estas cosas no se le daban muy bien; lo único que podía hacer era decir un número al azar, como si adivinara cuántas monedas llevaba alguien en el bolsillo.
—¿Unos seis metros? —dijo.
—¿Se mueve?
Eric volvió a observar la borrosa silueta del griego. Cuanto más miraba, más cosas veía; no sólo las bambas y la camiseta, sino también los brazos, la cara, el cuello, insólitamente pálidos en la oscuridad. La lámpara de Eric iluminó los fragmentos de vidrio que rodeaban a Pablo, los restos de su desventurada prima.
—No —respondió Eric—. Está quieto.
No hubo respuesta. Eric alzó la mirada y vio que las caras habían desaparecido del agujero. Hablaban, y aunque no distinguió las palabras, oyó un runrún de voces que parecían ir y venir; voces discursivas, extrañamente pausadas. Sonaban aún más lejanas de lo que estaban, y por un instante Eric sintió pánico. Quizá se iban, quizá lo abandonaban allí…
Miró hacia abajo justo en el momento en que Pablo levantaba la mano y se la tendía muy despacio, como si estuviera debajo del agua, como si ese movimiento casi imperceptible se le antojase una proeza.
—Ha levantado la mano —gritó.
—¿Qué? —Era la voz de Jeff, cuya cabeza había reaparecido en el agujero. Igual que las de Stacy, Amy y Mathias. Nadie sujetaba el cabrestante. Nadie necesitaba hacerlo, «porque me he quedado sin cuerda», pensó Eric. No pudo evitarlo, las palabras estaban ya en su cabeza. Un chiste, pero sin ninguna gracia.
—¡Ha levantado la mano! —gritó otra vez.
—Vamos a subirte —gritó Jeff. Y las cuatro cabezas desaparecieron del agujero.
—¡Esperad! —gritó Eric.
Reaparecieron por turno las caras de Jeff, Stacy y Amy. Se veían minúsculas recortadas en el cielo. Aunque no podía distinguir las facciones, de algún modo Eric sabía quién era quién.
—Tenemos que buscar la forma de alargar la cuerda —gritó Jeff.
Eric sacudió la cabeza.
—Quiero quedarme con él. Voy a saltar.
Una vez más oyó un murmullo de voces, una deliberación por encima de su cabeza. Después, la voz de Jeff retumbó en el pozo:
—No. Te subiremos.
—¿Por qué?
—Puede que no consigamos alargar la cuerda. Te quedarías atrapado ahí abajo.
Eric no supo qué responder. Pablo ya estaba allí abajo. Si no conseguían alargar la cuerda… bueno, eso significaría que… Vislumbró lo que pasaría, y trató de no pensar.
—¿Eric? —dijo Jeff.
—¿Qué?
—Vamos a subirte.
Las cabezas desaparecieron otra vez, y al cabo de un segundo la cuerda se tensó y comenzaron a subirlo. Eric miró hacia abajo. La lámpara se balanceaba otra vez, así que era difícil asegurarlo, pero tuvo la impresión de que Pablo lo miraba fijamente. Su mano ya no estaba alzada. Eric empezó a dar tirones a la cuerda, pataleando. No pensó; se estaba comportando como un idiota, y lo sabía. Pero no podía dejar a Pablo allí, solo, herido, en la oscuridad. Levantó el brazo izquierdo y la cuerda le arañó la piel al pasar por encima de su cabeza. Todavía estaba sujeto por el otro brazo, subiendo lentamente, y el fondo del pozo comenzaba a sumirse en la oscuridad, y tuvo que pasarse la lámpara de una mano a la otra. Luego soltó la cuerda y comenzó a caer, la llama apagándose durante el descenso.
El fondo estaba más lejos de lo que había imaginado, y sin embargo llegó muy pronto, se materializó en la oscuridad y chocó contra él sin darle tiempo a prepararse, mientras sus piernas se aplastaban, dejándolo sin aire en los pulmones. Aterrizó a la izquierda de Pablo. Antes de que la lámpara se apagase, había tenido la presencia de ánimo necesaria para apuntar hacia allí, aunque fue incapaz de mantener el equilibrio al tocar el fondo. Cayó, rebotó en la pared y se desplomó sobre el pecho del griego, que empezó a gritar otra vez. Eric trató desesperadamente de levantarse y apartarse, pero no conseguía orientarse en la oscuridad. Nada estaba donde él pensaba que debía estar. Extendía los brazos, esperando tocar el suelo o la pared, pero sólo tocaba aire.
—Lo siento —dijo—. Ay, Dios mío, lo siento.
Debajo de él, Pablo chillaba y sacudía un brazo, aunque totalmente inmóvil de cintura para abajo. Esa inmovilidad asustó a Eric, que sabía lo que podía significar.
Consiguió ponerse de rodillas y luego en cuclillas. Había paredes detrás de él, a derecha e izquierda, pero enfrente, más allá del cuerpo de Pablo, parecía que no había nada. Otro foso que se adentraba en la tierra de la colina. Otra vez percibió una corriente de aire fresco saliendo de la cueva, pero también algo más, una sensación de opresión, una presencia que los vigilaba. Eric aguzó el sentido, tratando de ver algo en la oscuridad, distinguir la silueta de quien fuese que los observaba, aunque allí no había nadie, desde luego, sólo su miedo fabricando fantasmas, y al final logró convencerse de ello.
Oyó que Jeff gritaba algo y echó la cabeza atrás, mirando hacia la boca del foso. Ahora estaba muy alto y era apenas una diminuta ventana de cielo. La cuerda se balanceaba suavemente entre los límites del pozo, y Jeff había empezado a gritar otra vez, pero Eric no le entendía por culpa de los alaridos de Pablo, que al rebotar en las paredes de tierra se duplicaban o triplicaban, hasta que tuvo la impresión de que con él había más de una persona, de que estaba atrapado en una cueva llena de hombres vociferantes.
—¡Estoy bien! —gritó, aunque dudaba de que pudieran oírle desde arriba.
¿Y de verdad estaba bien? Dedicó un momento a cerciorarse, evaluando los dolores que el cuerpo comenzaba a anunciar. Debía de haberse golpeado la barbilla, porque tenía la impresión de que había recibido un puñetazo. Pero era su pierna derecha la que llamaba su atención más agresivamente, con una sensación opresiva y desgarradora debajo de la rótula, acompañada de una extraña humedad. Eric se palpó ese punto y comprobó que se había clavado un cristal. Era del tamaño de un naipe, aunque con forma de pétalo, ligeramente cóncavo, y había atravesado limpiamente el pantalón tejano para enterrarse un centímetro en la carne. Eric supuso que era un fragmento de la lámpara de Pablo que había caído sobre él. Apretó los dientes, haciendo de tripas corazón, y tiró. Sintió la sangre que le corría por la espinilla, curiosamente fresca y también profusa, desde luego… Prácticamente había empapado el calcetín.
—Me he cortado la pierna —gritó hacia arriba y esperó, pero no supo si le contestaban.
«No pasa nada —se dijo—. Todo saldrá bien». Era la clase de consuelo tonto que sólo confortaría a un niño, y Eric lo sabía, pero a pesar de ello continuó repitiéndose esas frases. Estaba muy oscuro y encima sentía aquella corriente fresca desde el otro foso, esa presencia al acecho, y su bamba derecha llenándose de sangre, y los gritos de Pablo que no cesaban. «Se me acabó la cuerda —pensó Eric. Y luego, otra vez—: No importa. Todo saldrá bien». Eran sólo palabras, su cabeza estaba llena de palabras.
Aún tenía la lámpara en la mano izquierda; no sabía cómo, pero había conseguido que no se rompiera. La dejó en el suelo y tanteó el aire, encontró la mano del griego y se la cogió. Luego se acuclilló en la oscuridad, diciendo:
—Chsss. Tranquilo. Estoy aquí. Estoy a tu lado. —Y esperó a que Pablo parase de gritar.