Amy no se lo creía. Oyó el ruido que provenía del fondo del pozo y, al igual que los demás, tuvo que admitir que sonaba como el timbre de un móvil, pero no tenía fe en que realmente lo fuera. Antes de salir de Estados Unidos, Jeff le había dicho que no llevase el suyo, porque sería demasiado caro usarlo en México. Claro que eso no significaba que no hubiese redes locales, y ¿por qué no podía estar aquel teléfono conectado a una de esas redes? Sí, era perfectamente posible, y Amy trató de convencerse de ello. Pero no funcionó. Por dentro, en su corazón, ya había caído en un pozo de desconsuelo, y el plañidero pitido procedente de la oscuridad no bastaba para sacarla de allí. Cuando miró en el agujero, no imaginó un móvil llamándolos, sino una cría de pájaro con el pico abierto, pidiendo comida —piiiu… piiiu… piiiu—; o sea, una llamada de socorro, más que un ofrecimiento de ayuda.

Pero los demás estaban ilusionados, y ¿quién era ella para cuestionarlos? De modo que calló y fingió estar tan esperanzada como sus amigos.

Pablo ya había desenrollado un trozo de la cuerda del cabrestante y estaba atándoselo alrededor del pecho. Por lo visto, quería que lo bajasen al pozo.

—No podrá contestar —dijo Eric—. Tendremos que mandar a alguien que hable español.

Trató de coger la cuerda, pero Pablo no la soltó. Estaba atando un montón de nudos grandes y contrahechos. No parecía saber lo que hacía.

—No importa —dijo Jeff—. Subirá el teléfono, y lo usaremos para llamar a alguien.

El pitido se interrumpió y todos miraron al interior del agujero, esperando, aguzando el oído. Tras un largo silencio, comenzó otra vez. Se sonrieron entre sí y Pablo se aproximó al borde del pozo, impaciente por bajar. La florida enredadera se había enrollado alrededor del cabrestante, y cubría parte de la cuerda, la manivela, el caballete y la pequeña rueda. Jeff apartó las ramas con cuidado de no mancharse con la savia. Mathias había desaparecido en la tienda azul. Cuando salió, llevaba una lámpara de queroseno y una caja de cerillas. Puso la lámpara junto al pozo, rascó una cerilla y encendió cuidadosamente la mecha. Luego le dio la lámpara a Pablo.

El cabrestante era una máquina primitiva, mal construida y de aspecto frágil. Estaba junto al pozo, sobre una pequeña plataforma de acero atornillada de algún modo a aquella tierra dura como la piedra. El tambor estaba montado sobre un eje medio oxidado y que sin duda necesitaba aceite. La manivela no tenía freno; si era necesario detenerla en la mitad de su recorrido, habría que hacerlo mediante la fuerza bruta. Amy dudaba que aquel aparato pudiera aguantar el peso de Pablo; en cuanto metiera un pie en el agujero, pensó, aquel chisme se vendría abajo. El griego caería al vacío —más y más hondo— y nunca volverían a verlo. Pero cuando por fin empezó a bajar, después de intercambiar innumerables señas, gestos y palmadas de ánimo, el cabrestante hizo un ruido, acomodándose sobre su base, y comenzó a girar, chirriando con estridencia mientras Jeff y Eric luchaban con la manivela, bajando lentamente al griego al fondo del pozo.

Funcionaba y, sin quererlo, Amy empezó a hacerse ilusiones. A lo mejor era un móvil después de todo. Pablo lo encontraría en la oscuridad, lo subiría y llamarían a la policía, a la embajada de Estados Unidos, a sus padres. El pitido se interrumpió otra vez, y en esta ocasión no volvió a sonar, pero no importaba. Estaba allá abajo. Amy empezaba a creer —quería creer, se había dado permiso para creer— que se salvarían. Estaba junto al pozo, con Stacy a la derecha y Mathias enfrente, todos mirando cómo Pablo descendía poco a poco hacia las profundidades de la tierra. La lámpara iluminaba las paredes del foso: la tierra era negra y salpicada de rocas al principio, pero luego se volvía marrón, después caoba y finalmente de un intenso color entre amarillo y naranja. Tres metros, cuatro, seis, ocho y aún no veían el fondo. Pablo miró hacia arriba y sonrió, usando la mano libre para tocar la pared y frenarse. Amy y Stacy lo saludaron con la mano. Pero Mathias no. Mathias miraba fijamente la cuerda.

—¡Parad! —gritó de repente, y todo el mundo se estremeció.

Jeff y Eric, que ya estaban sudando por el esfuerzo, el pelo pegado a la cabeza, sujetaron la manivela con fuerza. Amy se fijó en cómo sobresalían los músculos del cuello de Jeff —tensos, nervudos—, y eso le dio una idea de la inmensa tensión de la cuerda, del poder de la gravedad que tiraba del griego, atrayéndolo hacia el fondo.

Ahora Mathias gritaba como loco.

—¡Subidlo! ¡Subidlo!

Jeff y Eric titubearon.

—¿Qué pasa? —preguntó Eric, parpadeando como un tonto.

—¡La enredadera! —exclamó Mathias con voz imperiosa, haciéndoles señas para que empezaran a subir a Pablo—. ¡La cuerda!

Y entonces vieron lo que ocurría. Jeff había arrancado parte de la enredadera que cubría el cabrestante, pero no toda. Los zarcillos restantes se habían metido entre el ovillo de cuerda y ahora, mientras el cabrestante giraba, estaban aplastándose, exprimiendo la lechosa savia, que comenzaba a oscurecer y corroer el cáñamo de la cuerda.

Pablo gritó una breve cadena de palabras, una pregunta en griego, y Amy lo miró por un instante, vio cómo se balanceaba suavemente a unos ocho metros de profundidad, con la lámpara en la mano, y luego corrió con Stacy y Mathias hacia la manivela, donde todos trataron de ayudar, atropellándose, tirando con toda su fuerza mientras la savia se comía la cuerda… implacable, demasiado rápido, más rápido de lo que ellos podían trabajar. Pablo acababa de empezar a subir cuando se produjo una sacudida brusca, vertiginosa, y cayeron unos contra otros mientras el cabrestante giraba a toda velocidad, libre de su carga. Hubo un largo silencio —demasiado, demasiado largo— y luego más que oír sintieron un golpe, seguido un instante después por la estruendosa explosión de la lámpara. Corrieron hacia el agujero y se asomaron, pero allí no había nada que ver.

Oscuridad. Silencio.

—¿Pablo? —gritó Eric, y su voz retumbó en el pozo.

Entonces Amy oyó un sonido muy lejano y a la vez cercano, sofocantemente cercano, como si procediera del interior de su cuerpo: eran los gritos del griego.