La escalada les ayudó a distraerse momentáneamente —las exigencias físicas, la necesidad de concentrarse en los tramos más empinados, donde casi tenían que subir a gatas, dándose impulso con las manos—, y poco a poco Stacy consiguió parar de llorar. Por mucho que lo intentara, no podía evitar mirar atrás a cada rato. Tenía miedo de que aquellos hombres fueran tras ellos. Habían matado al hermano de Mathias, así que era lógico pensar que la matarían también a ella. Los matarían a los seis y dejarían que la enredadera los cubriera. Sin embargo, los mayas permanecieron en el centro del claro, mirándolos.

Cuando llegaron a la cima, las cosas volvieron a ponerse difíciles. Amy se echó a llorar y contagió a Stacy. Lloraron sentadas en el suelo, cogidas de la mano. Eric se arrodilló junto a Stacy y comenzó a decirle cosas como «todo saldrá bien», o «nos marcharemos de aquí», o simplemente «chsss, tranquila». Sólo palabras, tonterías, pequeñas frases para tranquilizarla y consolarla, pero el miedo que reflejaba su cara hizo que Stacy llorase más fuerte. Sin embargo, al cabo de un rato el sol comenzó a achicharrarlas, y no había sombra, y ella estaba agotada por la subida, y empezó a sentirse tan aturdida por todo lo que había pasado que no pudo seguir llorando. Cuando paró, Amy también paró.

Jeff y Mathias estaban en el otro extremo de la cima, mirando hacia abajo y hablando. Pablo había desaparecido en la tienda azul.

—¿Queda agua? —preguntó Amy.

Eric sacó una botella de su mochila y bebieron por turno.

—Todo irá bien —repitió Eric.

—¿Cómo? —Stacy se odió por hablar. Sabía que no debía hacer esa clase de pregunta. Tenía que permanecer callada y dejar que Eric construyese un sueño para los dos.

Eric reflexionó durante un instante, debatiéndose en la duda.

—A lo mejor, cuando se ponga el sol podremos bajar y marcharnos sin que nos vean.

Bebieron un poco más de agua, considerando esa idea. Hacía demasiado calor para pensar y Stacy sentía un zumbido constante en los oídos, un ruido como de interferencias telefónicas, pero más agudo. Supo que debía salir del sol, meterse en una de las tiendas de campaña y acostarse un rato, pero las tiendas le daban miedo. Estaba casi segura de que quienquiera que las hubiera montado allí, con tanto cuidado, ahora estaría muerto. Si Henrich ya no se encontraba entre los vivos, los arqueólogos tampoco. Stacy no veía una salida.

Eric lo intentó otra vez.

—O podemos esperar aquí —dijo—. Los demás griegos vendrán tarde o temprano.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Amy.

—Pablo les dejó una nota.

—Pero ¿cómo puedes estar seguro de que vendrán?

—Les dejó una copia del mapa, ¿no?

Amy no respondió. Stacy deseó que volviera a hablar, que de un modo u otro consiguiera aclarar la cuestión, refutando la lógica de Eric o aceptándola, pero Amy siguió callada, mirando hacia Jeff y Mathias. No podían estar seguros, desde luego. Pablo pudo dejar la nota, o no. Sólo lo sabrían si los griegos aparecían.

—Yo nunca había visto un muerto —dijo Eric.

Amy y Stacy guardaron silencio. ¿Cómo responder a una declaración semejante?

—Uno habría pensado que se lo había comido algún animal, ¿no? Que había salido de la selva y…

—Para —dijo Stacy.

—Pero es raro, ¿no? Ha estado aquí el tiempo suficiente para que esa planta…

—Por favor, Eric.

—¿Y dónde están los demás? ¿Dónde están los arqueólogos?

Stacy alargó la mano y le tocó la rodilla.

—Para, ¿vale? No hables más.

Jeff y Mathias se acercaban. Mathias tenía las manos extendidas hacia delante, como si se las hubiese manchado con pintura y no quisiera ensuciarse la ropa. Cuando llegaron, Stacy vio que las manos y las muñecas del alemán habían adquirido un color rojo intenso, como el de la carne cruda, y parecían despellejadas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Eric.

Jeff y Mathias se acuclillaron junto a ellos. Jeff cogió la botella de agua y puso unas gotas en las manos de Mathias, que se las secó con la camisa, haciendo una mueca de dolor.

—Esa planta tiene algo raro —explicó Jeff—. Cuando arrancó las ramas para sacar a su hermano, se manchó con la savia. Es ácida. Le ha quemado la piel.

Todos miraron las manos de Mathias. Jeff devolvió el agua a Stacy, que se sacó el pañuelo de la cabeza y empezó a mojarlo, pensando que el paño húmedo le refrescaría la cabeza. Pero Jeff la detuvo.

—No —dijo—. Tenemos que ahorrar agua.

—¿Ahorrar agua? —repitió Stacy. El calor la atontaba, y no entendía qué quería decir Jeff.

—No nos queda mucha. Necesitaremos al menos dos litros por cabeza al día. O sea, un total de doce litros. Tendremos que encontrar la manera de recoger el agua de lluvia. —Miró al cielo, como buscando nubes pero no se veía ninguna. Había llovido cada tarde desde que llegaron a México, y ahora, cuando más lo necesitaban, el cielo estaba perfectamente despejado.

Los demás lo miraron sin hablar.

—Podemos sobrevivir durante un tiempo sin comida. Lo más importante es el agua. Tenemos que salir del sol, pasar el mayor tiempo posible en las tiendas.

Al escucharlo, Stacy sintió náuseas. Hablaba como si fuesen a pasar una temporada allí, como si estuvieran atrapados, y esa idea la llenó de horror. Sintió el impulso de taparse los oídos; quería que se callara.

—¿No podríamos escapar cuando oscurezca? —preguntó—. Eric cree que sí.

Jeff cabeceó. Señaló hacia el otro lado de la cima, al punto donde había estado con Mathias unos momentos antes.

—No paran de venir. Cada vez son más. Están armados, y el calvo les da órdenes. Nos están rodeando.

—¿Por qué no nos matan de una vez? —preguntó Eric.

—No lo sé. Me parece que tiene algo que ver con la colina. Una vez que subes a ella, no se te permite marchar. Algo por el estilo. Ellos no la pisan, pero ahora que hemos subido, no nos dejarán ir. Nos dispararán si lo intentamos. Así que tendremos que encontrar una forma de sobrevivir hasta que alguien venga a rescatarnos.

—¿Quién? —preguntó Amy.

Jeff se encogió de hombros.

—Tal vez los griegos… Eso sería lo más rápido. O si no, cuando nuestros padres vean que no regresamos…

—No tenemos que volver hasta dentro de una semana —dijo Amy—. Sólo entonces empezarán a buscarnos. —Jeff asintió—. O sea, ¿de cuánto tiempo hablas? ¿Un mes?

Jeff se encogió de hombros.

—Es posible —dijo.

Amy parecía consternada. Su voz subió de volumen.

—¡No podemos pasar un mes aquí, Jeff!

—Si intentamos huir, nos dispararán —respondió Jeff—. Eso es lo único que sabemos con certeza.

—Pero ¿qué comeremos? ¿Cómo…?

—Puede que vengan los griegos —dijo Jeff—. Podrían venir mañana mismo.

—¿Y de qué nos serviría? Acabarán atrapados aquí, igual que nosotros.

Jeff negó con la cabeza.

—Uno de nosotros hará guardia al pie de la colina. Les advertiremos.

—Pero esos tipos no lo permitirán. Los obligarán a…

Jeff volvió a negar con la cabeza.

—No lo creo. No nos obligaron a subir a la colina hasta que tú cruzaste el claro. Al principio, sólo querían que no nos acercásemos. Creo que harán lo mismo con los griegos. Ahora tenemos que buscar la manera de comunicarnos con ellos, de explicarles lo sucedido, para que vayan a pedir ayuda.

—Pablo —dijo Eric.

Jeff asintió.

—Si conseguimos hacérselo entender, él podrá ponerlos sobre aviso.

Todos se volvieron a mirar a Pablo, que había salido de la tienda azul y estaba paseándose por la cima. Parecía hablar para sí quedamente, en murmullos. Andaba encorvado, con las manos en los bolsillos. No se dio cuenta de que lo miraban.

—También es posible que pase un avión —dijo Jeff—. Podemos hacerles señas con algo reflectante. O podríamos cortar unas ramas, dejarlas secar y hacer fuego. Tres fuegos formando un triángulo. Es la señal de socorro.

Finalmente calló; se había quedado sin ideas. Y ni Stacy ni los demás tenían otras, así que todos guardaron silencio durante un rato. En la quietud, Stacy se dio cuenta gradualmente de que había un zumbido extraño, un sonido continuo, persistente, apenas audible. Un pájaro, pensó, pero supo de inmediato que se equivocaba. Nadie más pareció notarlo, y cuando se volvía a buscar su origen, Pablo empezó a gritar como loco. Daba saltos junto al pozo de la mina, señalándolo.

—¿Qué hace? —preguntó Amy.

Stacy lo vio llevarse la mano a la cara, a la oreja, como si imitase una conversación telefónica, y corrió hacia él.

—Deprisa —dijo a los demás, haciendo señas para que la siguieran.

De repente se había percatado de lo que era el zumbido: como por milagro, inexplicablemente, estaba sonando un teléfono móvil en el fondo del pozo.