En la cima, la colina se volvía plana, formando una ancha planicie, como si en los instantes inmediatamente posteriores a la creación, cuando aún era maleable, una mano gigantesca hubiera descendido del cielo y le hubiese dado una palmada. El sendero pasaba junto a la tienda naranja y luego, unos cincuenta metros más allá, se abría en un pequeño claro de tierra pedregosa. Allí había una segunda tienda de color azul. Parecía tan raída como la primera. No había nadie a la vista, por supuesto, y Jeff tuvo la sensación de que el lugar llevaba mucho tiempo desierto.
—¿Hola? —dijo hacia la tienda naranja. Los seis se detuvieron, simulando esperar una respuesta que ninguno esperaba de verdad.
No había sido una ascensión difícil, pero todos estaban agitados. Nadie habló ni se movió durante un rato; estaban demasiado acalorados, sudorosos, asustados. Mathias sacó la botella de agua y se la fueron pasando hasta que la terminaron. Eric, Stacy y Amy se sentaron en el suelo, sosteniéndose mutuamente. Mathias se acercó a la tienda. La puerta estaba cerrada y tardó unos segundos en descubrir cómo se abría. Jeff se acercó a ayudarle. La cremallera emitió un zzzzip. Luego los dos metieron la cabeza dentro. En el suelo había tres sacos de dormir desplegados; una lámpara de queroseno; dos mochilas; algo parecido a una caja de herramientas de plástico; una garrafa de plástico con agua hasta la mitad; un par de botas de montañismo. A pesar de los indicios de ocupación, era evidente que nadie había estado allí en bastante tiempo. El olor a moho habría podido bastar como prueba, pero la más llamativa era la florida enredadera. De algún modo había conseguido entrar en la tienda herméticamente cerrada y crecía sobre algunos objetos, dejando otros intactos. Una de las mochilas estaba abierta, y la enredadera salía de ella como si rebosase.
Jeff y Mathias sacaron la cabeza de la tienda y se miraron sin pronunciar palabra.
—¿Qué hay dentro? —preguntó Eric.
—Nada —respondió Jeff—. Unos sacos de dormir.
Mathias ya cruzaba la cima en dirección a la tienda azul, y Jeff lo siguió, esforzándose por entender lo que ocurría. Tal vez los arqueólogos tuvieran un conflicto con los mayas, y éstos los habían atacado. Pero, en tal caso, ¿por qué les ordenaron que subieran a la colina? ¿No preferirían que se marcharan? Era posible, desde luego, que los mayas estuvieran preocupados porque habían visto demasiado, incluso antes de subir. Pero ¿por qué no los mataron directamente? Jeff suponía que no sería difícil esconder el crimen. Nadie sabía dónde estaban. Aparte de los griegos, tal vez. Pero incluso así, parecía sencillo. Sólo tenían que matarlos y enterrarlos en la selva. Fingir ignorancia si alguien venía a buscarlos. Jeff se obligó a recordar su temor sobre el taxista; el mismo temor, de hecho, y había resultado ser infundado. Por lo tanto, ¿por qué no podía ser igual de benigna esta situación?
Mathias abrió la cremallera de la tienda azul y metió la cabeza dentro. Lo mismo: sacos de dormir, mochilas, equipo de acampada. De nuevo percibió olor a moho y vio que la enredadera crecía sobre ciertas cosas, y no sobre otras. Sacaron la cabeza y cerraron la puerta.
A unos diez metros detrás de la tienda había un agujero en el suelo y, a un lado, una especie de cabrestante: un tambor horizontal con una manivela en la base. Alrededor del tambor había una cuerda enrollada. Desde el barril pasaba sobre una pequeña rueda, que colgaba desde algo parecido a un caballete, situado encima del agujero. Luego caía directamente hacia el fondo. Jeff y Mathias se acercaron con cautela al borde del pozo y miraron hacia abajo. El agujero era rectangular —de unos tres metros por seis— y muy profundo; Jeff no alcanzó a ver el fondo. El pozo de la mina, supuso. Del interior soplaba una suave brisa, la fresca y espeluznante exhalación de la oscuridad.
Los demás se habían puesto en pie y los siguieron. Se turnaron para mirar en el agujero.
—Ahí no hay nadie —dijo Stacy.
Jeff asintió. Seguía pensando. ¿Habría sido por algo relacionado con las ruinas? ¿Un asunto religioso? ¿Una violación tribal? Pero no eran esa clase de ruinas, ¿no? Era una vieja mina, un pozo excavado en la tierra.
—Creo que por aquí no ha pasado nadie en mucho tiempo —dijo Amy.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Eric.
Todos, hasta Mathias, miraron a Jeff, que se encogió de hombros.
—El sendero continúa. —Señaló más allá del agujero y todos se volvieron a mirar. El claro terminaba a unos pocos pasos; luego las enredaderas continuaban y, entre ellas, se abría un camino que iba serpenteando por el borde de la cima y desaparecía al otro lado.
—¿Deberíamos tomarlo? —preguntó Stacy.
—Yo no vuelvo por donde hemos venido —dijo Amy.
Así que continuaron por el sendero, otra vez en fila india y con Jeff a la cabeza. Durante un rato no pudo ver el pie de la colina, pero luego el sendero comenzó a bajar, de manera más precipitada que en el otro lado, y Jeff vio exactamente lo que temía ver. Los demás se quedaron atónitos y pararon en seco, todos a la vez. Pero Jeff no estaba sorprendido. Lo había imaginado en cuanto vio al calvo enviar a los arqueros hacia los lados del claro: uno de ellos hacía guardia al pie del sendero, mirándolos, esperándolos.
—Mierda —dijo Eric.
—¿Qué hacemos? —preguntó Stacy.
Nadie respondió. Desde allí, parecía que hubiesen desmantelado la selva al pie de la colina, cercándola con un círculo de tierra yerma. Los mayas se habían diseminado a lo largo de ese círculo y los tenían rodeados. Jeff comprendió que era absurdo continuar bajando por el sendero, pues saltaba a la vista que el hombre les cerraría el paso, pero no se le ocurrió nada mejor que hacer. Así que se encogió de hombros e hizo señas a los demás para que lo siguieran.
—Veremos qué pasa —dijo.
El sendero se volvió mucho más empinado, y hubo tramos en que tuvieron que sentarse y deslizarse sobre el trasero, uno tras otro. La subida sería difícil, pero Jeff trató de no pensar en eso. Mientras se acercaban, el maya sacó una flecha y la colocó en el arco. Les gritó algo, gesticulando, ahuyentándolos. Luego gritó hacia su izquierda, como si llamase a alguien. Al cabo de unos segundos, otro arquero apareció corriendo.
Los dos los esperaron al pie de la colina, preparados para disparar.
Se detuvieron al borde del claro, enjugándose el sudor de la cara, y Pablo dijo algo en griego. Tenía la entonación ascendente de una pregunta, pero, naturalmente, nadie le entendió. Repitió la frase una vez más y por fin se dio por vencido.
—¿Y ahora? —preguntó Amy.
Jeff no sabía qué hacer. Creía que había una diferencia entre apuntar a alguien con una flecha y disparar la flecha —una diferencia significativa, pensó—, y durante unos instantes acarició la idea de comprobarlo en la práctica. Podía dar un paso hacia el claro, luego otro, y otro, y en algún momento los dos arqueros tendrían que dispararle, o dejarle pasar. Quizá fuese simplemente una cuestión de valor, y se preparó para correr el riesgo, estuvo a punto de correrlo, pero entonces un tercer arquero llegó a toda prisa desde la izquierda, y el instante pasó. Jeff sacó la cartera, sabiendo que era inútil; simplemente tenía que probar. Sacó todos los billetes que tenía y se los ofreció a los mayas.
No hubo reacción.
—Corramos hacia ellos —insistió Eric—. Todos a la vez.
—Cierra el pico, Eric —dijo Stacy.
Pero él no la oyó.
—O fabriquemos unos escudos. Si tuviéramos escudos…
Otro hombre corrió hacia ellos por el borde del claro. Era nuevo, más corpulento y con barba. Llevaba un rifle.
—Ay, Dios mío —dijo Amy.
Jeff guardó el dinero y se metió la cartera en el bolsillo. La enredadera había invadido el claro de ese lado, formando un puesto fronterizo en el centro. A unos tres metros del final del sendero, había uno de esos extraños montículos verdes, éste más pequeño, hasta la rodilla, cubierto de flores. Los mayas se habían colocado al otro lado, con los arcos preparados, y el hombre del rifle se reunió con ellos.
—Subamos otra vez —dijo Stacy.
Pero Jeff miraba el montículo cubierto por la enredadera, la pequeña isla, intuyendo qué era, sabiéndolo en su fuero interno, aunque sin llegar a ser consciente de que lo sabía.
—Quiero volver —insistió Stacy.
Jeff dio un paso al frente. Lo separaban unos tres metros de los hombres, y los recorrió en cuatro pasos. Avanzó con las manos tendidas, tranquilizando a los mayas, tratando de demostrarles que no quería hacerles daño. Tal como pensaba, no dispararon y le permitieron ver lo que había debajo de la enredadera, lo que ya sabía pero no quería reconocer. Sí; querían que lo viera.
—Jeff —llamó Amy.
Jeff no le hizo caso y se acuclilló junto al montículo. Metió la mano entre las ramas de la enredadera, separándolas. Cogió un zarcillo, tiró de él y vio una zapatilla de tenis, un calcetín, la espinilla de un hombre.
—¿Qué es? —preguntó Amy.
Jeff se volvió y miró fijamente a Mathias, que también lo sabía; Jeff lo notó en sus ojos. El alemán se acercó, se arrodilló junto a Jeff y comenzó a arrancar las ramas, primero despacio, luego con violencia, exhalando un gemido desde el fondo de su pecho. Los mayas lo miraban desde unos seis metros de distancia. Apareció otro zapato, otra pierna. Unos tejanos, la hebilla de un cinturón, una camiseta negra. Y luego, por fin, la cara de un hombre joven. Era la cara de Mathias, aunque diferente: los mismos rasgos, el aire de familia muy marcado incluso ahora, a pesar de que parte de la cara de Henrich había desaparecido, revelando un pómulo y la cuenca vacía del ojo izquierdo.
—¡Ay, no! —exclamó Amy.
Jeff alzó la mano para hacerla callar. Mathias estaba arrodillado junto al cadáver de su hermano, gimiendo y balanceándose ligeramente. Jeff se dio cuenta de que la camiseta de Henrich no era negra, sino que se había teñido de ese color: estaba dura por la sangre seca. Tres finas flechas salían de su pecho y asomaban entre los gruesos zarcillos de la enredadera. Jeff apoyó la mano en el hombro de Mathias.
—Tranquilo —murmuró—. ¿Vale? Tranquilo. Nos levantaremos y volveremos despacio a la cima de la colina.
—Es mi hermano —dijo Mathias.
—Lo sé.
—Lo han matado.
Jeff asintió. Aún tenía la mano en el hombro del alemán, y sintió cómo se contraían sus músculos debajo de la camisa.
—Tranquilo —repitió.
—¿Por qué…?
—No lo sé.
—Era…
—Chsss. Aquí no. Hablaremos arriba, ¿vale?
Mathias parecía tener problemas para respirar. Se esforzaba por inhalar, pero el aire no llegaba muy hondo. Jeff no le soltó el hombro. Finalmente, el alemán asintió y los dos se levantaron. Stacy y Amy estaban cogidas de la mano, mirando el cadáver de Henrich con la cara desencajada. Stacy lloraba, aunque quedamente. Eric le había rodeado los hombros con un brazo.
Los mayas todavía tenían las armas en alto —las flechas cargadas, la cuerda del arco tensa, el rifle sobre el hombro—, y los miraron en silencio mientras regresaban a la colina.