Amy todavía tenía la cámara en la mano, y vio por el visor la llegada del animal. Le hizo una foto cuando irrumpió en el claro: un caballo pardo, que se detuvo en seco frente a ellos. El jinete era el maya que había hablado con ellos en la aldea, junto al pozo. Pero aunque era el mismo hombre, ahora parecía otro. En el poblado había mantenido una actitud serena, distante y casi condescendiente: un padre cansado tratando con unos niños traviesos. Ahora tenía un aire muy distinto, de urgencia, casi de pánico. La camisa y los pantalones blancos estaban cubiertos de manchas verdes, fruto de la precipitada carrera entre los árboles. Había perdido el sombrero y su calva brillaba a causa del sudor.
El caballo también estaba agitado: resoplaba, bizqueaba y echaba espuma por la boca. Se empinó dos veces, asustándolos, y ellos retrocedieron. El hombre empezó a gritar y a sacudir el brazo. El caballo tenía riendas pero no silla, de manera que el jinete montaba a pelo, con las piernas aferradas como pinzas a los flancos del animal. El caballo se empinó otra vez, y el maya saltó, o cayó, al suelo. Aún sujetaba las riendas, pero el animal reculó sacudiendo la cabeza, tratando de soltarse.
Amy hizo una foto del forcejeo subsiguiente: el hombre luchando para tranquilizar al caballo mientras éste tiraba de él, paso a paso, hacia el sendero. Sólo cuando dejó de mirar por el visor vio la pistola que el jinete llevaba en la cintura, una pistola negra en una funda marrón. No la llevaba en la aldea; estaba segura. La había cogido para seguirlos. El caballo estaba demasiado nervioso, y su dueño no podía controlarlo, así que al final soltó las riendas. Instantáneamente, el animal dio media vuelta y se internó en la selva. Le oyeron avanzar entre los árboles, hasta que el ruido de cascos comenzó a desvanecerse. Entonces el maya les gritó otra vez, gesticulando y señalando el sendero. Era difícil saber qué quería decir. Amy se preguntó si tenía algo que ver con el caballo, si los culpaba de haberlo enloquecido.
—¿Qué quiere? —preguntó Stacy. Sonó aterrorizada, como una niña, y Amy se volvió a mirarla. Se había cogido al brazo de Eric, ocultándose en parte tras su cuerpo. Eric sonreía al maya como si pensara que todo era una broma y que el hombre estaba a punto de confesarlo.
—Quiere que volvamos —dijo Jeff.
—¿Por qué? —preguntó Stacy.
—Tal vez pretenda dinero. Una especie de peaje. O que le contratemos como guía. —Jeff metió la mano en el bolsillo y sacó la cartera.
El hombre siguió gritando, señalando con vehemencia hacia el sendero.
Jeff sacó un billete de diez dólares y se lo ofreció.
—¿Dinero? —dijo en castellano.
El maya no le hizo caso. Movió la mano como para ahuyentarlos del claro. Todos permanecieron en su sitio, titubeantes. Jeff guardó el billete en la cartera antes de devolverla a su bolsillo. Al cabo de unos segundos, el hombre paró de gritar: se había quedado sin aliento.
Mathias se volvió hacia la colina cubierta de flores, hizo una bocina con las manos y gritó:
—¡Henrich!
No hubo respuesta ni movimiento alguno en la cima, salvo el suave abultamiento de la tela anaranjada. Oyeron ruido de cascos otra vez, cada vez más cerca. O bien regresaba el caballo, u otro aldeano estaba a punto de unirse al grupo.
—¿Por qué no subes a la colina, para ver si lo encuentras? —dijo Jeff a Mathias—. Nosotros trataremos de arreglar las cosas aquí.
Mathias asintió, dio media vuelta y comenzó a cruzar el claro. El maya empezó a gritar otra vez y, al ver que Mathias no se detenía, sacó la pistola y disparó al aire.
Stacy gritó, se tapó la boca con las manos y retrocedió. Los demás se sobresaltaron, encogiéndose instintivamente. Mathias se volvió, vio que ahora el maya le apuntaba al pecho, y se quedó petrificado. El hombre le gritó algo, haciéndole señas, y Mathias regresó junto a los demás, con las manos en alto. Pablo también levantó las manos, aunque luego, al ver que nadie más lo hacía, las bajó muy despacio.
Las pisadas de caballo se oyeron cada vez más cerca, y de repente aparecieron otros dos jinetes. Los animales estaban tan agitados como el primero, resoplando, con los ojos en blanco y los flancos brillantes por el sudor. Uno era gris claro; el otro, negro. Los jinetes saltaron al suelo, sin tratar de sujetar las riendas, y los caballos corrieron instantáneamente hacia la selva. Los recién llegados eran mucho más jóvenes que el calvo, morenos y musculosos. Llevaban un arco atado al torso y un carcaj con flechas finas, de aspecto frágil. Uno de ellos tenía bigote. Empezaron a hablar rápidamente con el primer maya, interrogándolo. El calvo siguió apuntando en la dirección de Mathias, y los otros dos cargaron sendas flechas en los arcos, sin dejar de hablar.
—¿Qué coño pasa? —preguntó Eric, con aparente indignación.
—Tranquilo —ordenó Jeff.
—Están…
—Espera —dijo Jeff—. Espera a ver qué pasa.
Amy enfocó a los hombres con su cámara y les hizo una foto. Notó que no había captado el dramatismo del momento, y que para ello debería retroceder y enfocar no sólo a los mayas, con sus armas, sino también a Jeff y los demás, que ahora parecían muy asustados. Caminó un par de pasos atrás, mirando por el visor. Se sentía más segura de esta manera, como si no formase parte de aquella extraña situación. Cuatro pasos más y pudo enfocar también a Jeff y Pablo, incluso a Mathias, con las manos todavía levantadas. Sólo tenía que retroceder un poco más para pillar a Stacy y Eric; así tendría la foto que quería. Dio otro paso atrás, otro, y de repente los mayas empezaron a gritar de nuevo, ahora a ella, y el calvo le apuntó con la pistola mientras los otros dos tensaban la cuerda del arco. Jeff y los demás se volvieron a mirarla, sorprendidos —sí, ahora salía también Stacy, a la derecha—, y Amy dio otro paso.
—Amy —dijo Jeff, y ella casi se detuvo. Titubeó y comenzó a bajar la cámara, pero vio que le faltaba muy poco, así que dio otro paso atrás, y consiguió el encuadre perfecto: Eric ya salía en la foto. Apretó el obturador y oyó el clic. Estaba orgullosa de sí misma. Seguía sintiéndose ajena a la situación, y eso le gustaba. Fue entonces, al separar el ojo del visor, cuando sintió una extraña presión en el tobillo, como si se lo sujetase una mano. Miró hacia abajo, y se dio cuenta de que había cruzado el claro entero. Lo que había sentido era una rama florecida de la enredadera. Un largo zarcillo verde se enrollaba alrededor de su tobillo. Había metido el pie en un bucle de la planta que ahora, curiosamente, parecía tensada.
Hubo una extraña pausa: los mayas callaron. Los arqueros siguieron apuntándolos, pero el hombre de la pistola bajó el arma. Amy notó que los demás la miraban y siguió las miradas hasta su pie derecho, hundido hasta el tobillo entre las ramas de la planta, como si se lo hubieran tragado. Se acuclilló para soltarse y oyó que los mayas empezaban a gritar otra vez. Le gritaban a ella, aunque después empezaron a gritarse entre sí. Parecía una discusión entre los dos mayas jóvenes y el calvo.
—Jeff —llamó Amy.
Él alzó las manos sin mirarla, como para hacerla callar.
—No te muevas —dijo.
Así que no se movió. El calvo se tiraba del lóbulo de la oreja, sacudiendo la cabeza con el entrecejo fruncido, apretando aún la pistola contra el muslo izquierdo. No parecía dispuesto a oír lo que decían los otros dos. Señaló a Amy, luego a los demás, y finalmente, al sendero. Pero a sus gestos les faltaba vehemencia, como si presintiera su derrota. Amy intuyó que sabía que no se iba a salir con la suya. Lo vio agotado, dando el brazo a torcer. Ahora calló, y los hombres del arco, también. Se quedaron mirando a Jeff, Mathias, Eric, Stacy y el griego. Y a ella. Cuando el calvo alzó la pistola, apuntó al pecho de Jeff. Hizo una seña como para ahuyentarlos con la otra mano, pero esta vez en la dirección opuesta, hacia Amy y la colina que estaba detrás de ella.
Nadie se movió.
El calvo empezó a gritar, señalando en dirección a la colina. Bajó ligeramente la pistola, y disparó a los pies de Jeff. Todo el mundo se sobresaltó y empezó a retroceder. Pablo volvió a levantar las manos. Los otros dos mayas también gritaban, sacudiendo los arcos, apuntando primero a uno, luego a otro, y avanzando paso a paso hacia Amy. Jeff y los demás reculaban sin mirar atrás. Al llegar al borde del claro, titubearon, todos sintiendo la enredadera contra los pies y las piernas. Miraron al suelo y se detuvieron. Eric estaba junto a Amy, a la izquierda. Pablo, a su derecha. Luego los otros: Stacy, Mathias y Jeff. Y más allá de Jeff, el sendero. Hacia allí señalaba ahora el calvo, indicándoles que empezaran a subir a la colina. Tenía una expresión extrañamente acongojada, como si estuviera a punto de llorar… No, de hecho, ya se había echado a llorar. Se enjugó las lágrimas con la manga mientras les hacía señas para que subieran. Era todo tan raro, tan incomprensible, y sin embargo nadie decía nada… Se dirigieron al camino y Jeff encabezó la marcha.
Luego, todavía en silencio, empezaron a ascender lentamente por la cuesta.