Mientras reanudaba la marcha, Amy trató de pensar en un final feliz para aquel día, pero no le resultó fácil. O bien encontraban las ruinas, o no las encontraban. Si no las encontraban, tendrían que volver por el camino de tierra, recorrer dieciséis kilómetros o más hasta Cobá mientras anochecía rápidamente. Tal vez se habían creado una falsa impresión sobre el camino y por allí hubiese más tránsito del que imaginaban. Ése era un final feliz, supuso, porque entonces alguien los recogería y los llevaría a Cobá. Llegarían al atardecer, y bien buscarían un sitio donde pasar la noche, o cogerían el autobús para volver a Cancún. Pero Amy no consiguió mantener la fe en esa visión. En cambio, se imaginó andando con los demás en la oscuridad absoluta, o acampando a la intemperie, sin tienda, ni sacos de dormir ni mosquiteros, y pensó que quizá sería mejor que encontrasen el camino de las ruinas.
Allí estarían Henrich, su nueva novia y los arqueólogos. Con toda probabilidad hablarían inglés y serían amables y serviciales. Encontrarían la manera de llevarlos a Cobá o, si era demasiado tarde, se ofrecerían encantados a compartir sus tiendas de campaña. Sí, ¿por qué no? Los arqueólogos les prepararían la cena. Habría una hoguera, bebidas, risas, y ella haría un montón de fotos para enseñarlas cuando volviera a casa. Sería una aventura, la experiencia más emocionante del viaje. Éste fue el final feliz que Amy mantuvo en su mente mientras avanzaban por el camino en dirección al claro, el círculo de luz deslumbrante por el que tendrían que pasar pronto.
Poco antes de llegar allí, hicieron una pausa a la sombra. Mathias sacó la botella de agua y la pasó. Todos sudaban, y Pablo empezaba a oler mal. Detrás de ellos, el chirrido se interrumpió. Amy se volvió y vio a los dos niños mirándolos desde una distancia de unos quince metros. El perro sarnoso, el que se había enamorado de Stacy, también estaba allí, aunque algo más lejos, casi perdido entre las sombras. Él también se había detenido y ahora titubeaba, con la vista fija en el grupo.
Fue Amy quien pensó en los campos. Cuando se le ocurrió la idea, se hinchó de orgullo, un sentimiento infantil, la niña inclinándose hacia delante en el pupitre, alzando la mano para llamar la atención de la maestra.
—Puede que el camino salga de los campos —dijo, y señaló hacia la luz.
Los demás se volvieron y miraron hacia el claro, pensando. Entonces Jeff asintió.
—Es posible —respondió sonriendo, complacido con la idea, lo que hizo que Amy se sintiera más orgullosa aún.
Se descolgó la cámara del cuello, colocó a los demás en semicírculo y los miró por el visor, con la espalda hacia el sol, animándoles a sonreír a todos, incluso al enfurruñado Mathias. En el último instante, antes de que apretase el obturador, Stacy se volvió a mirar atrás, hacia los niños, el perro y la silenciosa aldea. Pero de todas maneras fue una foto bonita, y ahora Amy estaba convencida de haber hallado la solución, el camino hacia el final feliz. Encontrarían las ruinas.