Hubo un instante, justo cuando salieron de entre los árboles, en que el pueblo entero pareció petrificarse; en los campos, los hombres, las mujeres y los niños se detuvieron durante una décima de segundo para mirarlos. Luego todo terminó, y fue como si no hubiera sucedido, aunque Stacy estaba convencida de que había sucedido, o quizá no, puede que no lo estuviera tanto, que lo estuviese cada vez menos con cada paso que daba hacia la aldea. El trabajo continuó en el campo —las espaldas dobladas, la continua extracción de hierbas— sin que nadie los mirase, sin que nadie, ni siquiera los niños, se molestase en ver cómo avanzaban por el camino. Así que era posible que finalmente no hubiera sucedido. Stacy era una fantasiosa, lo sabía, una soñadora que siempre construía castillos en el aire. Allí no habría habitaciones frescas ni bebidas frías. Y era igualmente posible que no hubiese existido ese instante de observación furtiva, esa rápida y cautelosa mirada colectiva.
El perro que les había ladrado antes reapareció. Volvió a salir de la aldea, pero esta vez con una actitud completamente diferente. Moviendo la cola, con la lengua fuera: un amigo. A Stacy le gustaban los perros. Se agachó para acariciarlo y dejó que le lamiese la cara. El movimiento de la cola del animal se intensificó, y toda su mitad trasera comenzó a balancearse. Los demás no se detuvieron. Entonces Stacy cayó en la cuenta de que el perro estaba cubierto de garrapatas. En la barriga tenía docenas de garrapatas gordas, llenas de sangre, que parecían uvas pasas. Vio otras moviéndose entre el pelo y se levantó rápidamente, tratando infructuosamente de ahuyentar al chucho. Pero con su breve demostración de afecto se había ganado al animal, que decidió adoptarla. Y ahora se le pegaba al cuerpo mientras ella caminaba, metiéndosele entre las piernas, gimoteando y moviendo la cola, a punto de hacerla tropezar a cada paso. Impaciente por alcanzar a los demás, Stacy tuvo que contenerse para no pegarle una patada o un manotazo en el hocico. Sentía que las garrapatas trepaban por su cuerpo y tuvo que decirse que no era verdad, decírselo mentalmente con todas las letras: «No es verdad». De repente deseó estar de vuelta en Cancún, en la habitación del hotel, a punto de meterse en la ducha. El agua caliente, el olor del champú, la pequeña pastilla de jabón envuelta en papel, la toalla limpia esperando en el toallero.
Al adentrarse en la aldea, el sendero fue ensanchándose hasta convertirse en algo parecido a una carretera. Las chozas lo flanqueaban. En algunas casas había mantas de vivos colores colgando del dintel; en otras el hueco de la puerta estaba vacío, pero tampoco revelaba nada, pues el interior se perdía entre las sombras. Las gallinas correteaban, cloqueando. Apareció otro perro, que se unió al primero en la adoración de Stacy, y ambos empezaron a darse dentelladas, disputándose su atención. El segundo era gris y de aspecto lobuno. Tenía un ojo azul y otro pardo, lo que confería a su mirada una ominosa intensidad. Stacy ya los había bautizado para sí: Gorrino y Repeluz.
Al principio pensaron que en el pueblo no había nadie, que todos estaban trabajando en el campo. Sus pasos sonaron estentóreos e indiscretos en la tierra compacta del camino. Nadie habló, ni siquiera Pablo, para quien el silencio era casi un imposible. Entonces vieron a una mujer sentada en un portal, con un bebé en brazos. Tenía aspecto avejentado y una larga melena negra salpicada de canas. A pesar de que caminaban hacia ella, y estaban ya a unos treinta metros, la mujer no alzó la vista.
—¡Hola! —dijo Jeff en español.
Nada. Silencio; la mirada hacia otro lado.
El bebé no tenía casi pelo y su cuero cabelludo estaba cubierto de una erupción de aspecto doloroso. Era difícil no mirarlo, pues parecía que alguien le hubiera untado la cabeza con mermelada. Stacy no entendía cómo el pequeño no estaba llorando y esto la inquietó sobremanera, aunque no habría podido decir por qué. «Es como un muñeco —pensó—, no se mueve, no llora…» Entonces comprendió por qué aquella inmovilidad le preocupaba tanto: tenía la impresión de que el niño estaba muerto. Miró hacia otro lado y nuevamente se obligó a pronunciar mentalmente aquellas palabras: «No es verdad». Luego los dejaron atrás, y no se volvió a mirar.
Se detuvieron junto al pozo, en el centro del pueblo, y miraron alrededor, esperando que alguien se les acercase, sin entender por qué nadie lo hacía. El pozo era profundo. Cuando Stacy se inclinó sobre el borde, no pudo ver el fondo. Contuvo la tentación de escupir, o de arrojar una piedra para oír el lejano chasquido cuando diera contra el agua. Sobre un viscoso rollo de cuerda había un cubo de madera que Stacy no deseaba tocar. Los mosquitos se arremolinaban alrededor del grupo, como si también ellos esperasen descubrir lo que ocurriría a continuación.
Amy sacó fotos de las chozas, el pozo y los perros. Luego le pasó la cámara a Eric y le pidió que las retratase a ella y a Stacy cogidas del brazo. Cuando volvieran tendrían un montón de fotos parecidas: las dos abrazadas, sonriendo a la cámara, primero pálidas, luego bronceadas, y finalmente medio despellejadas. Ésta era la primera que se hacían sin los sombreros idénticos, e hizo que Stacy se entristeciera al recordar lo que había pasado: los ladronzuelos corriendo por la plaza, la sensación de una mano pequeña apretando su pecho.
El perro al que había llamado Repeluz, el que tenía un ojo azul y otro marrón, se acuclilló y dejó una espiral de mierda en el suelo, junto al pozo. La caca se movía, llena de gusanos. Gorrino la olfateó con interés, y finalmente el espectáculo animó a Pablo, que comenzó a hablar en griego y a gesticular con vehemencia. Se inclinó y miró la movediza pila de excrementos con una mueca de asco. Alzó la cabeza al cielo y siguió hablando, como si se dirigiera a los dioses, mientras señalaba a los dos perros.
—Tal vez no debimos venir —dijo Eric.
Jeff asintió.
—Deberíamos irnos. Simplemente…
—Viene alguien —dijo Mathias.
Un hombre avanzaba por el camino de tierra. Parecía venir de los campos y se limpió las manos en los pantalones, dejando dos manchas marrones en la tela blanca. Era bajo, con los hombros fornidos, y cuando se quitó el sombrero de paja para enjugarse el sudor de la frente, Stacy vio que estaba prácticamente calvo. Se detuvo a unos seis metros de ellos y los escrutó sin prisas. Volvió a ponerse el sombrero y guardó el pañuelo en el bolsillo.
—¡Hola! —dijo Jeff.
El hombre respondió en maya, con una pregunta, aparentemente, a juzgar por el arco de sus cejas.
Era lógico suponer que les preguntaba qué querían, así que Jeff trató de contestar, primero en castellano, luego en inglés y finalmente con señas. El hombre no pareció entenderle. De hecho, Stacy tenía la extraña sensación de que no quería entender. Escuchó las palabras de Jeff, incluso sonrió al verlo recurrir a la mímica, pero había algo manifiestamente hostil en su actitud. Era amable pero no cordial, y Stacy intuyó que esperaba que se marcharan, que habría preferido que no pasaran por allí.
Por fin, Jeff pareció llegar a la misma conclusión. Se dio por vencido y se giró hacia los demás, encogiéndose de hombros.
—No hay manera —dijo.
Nadie discutió. Cogieron las mochilas, se dieron la vuelta y comenzaron a andar hacia la selva. El maya permaneció junto al pozo, mirándolos marchar.
Pasaron junto a la mujer que no les había hecho caso y nuevamente se negó a mirarlos. El bebé con la cabeza salpicada de mermelada permanecía inmóvil en sus brazos. «Está muerto —pensó Stacy, y luego—: no es verdad».
Los perros les seguían. Y también, sorprendentemente, dos niños. Oyeron un chirrido, y cuando Stacy se volvió, vio a dos niños subiendo la cuesta en bicicleta. El mayor pedaleaba; el más pequeño iba sentado sobre el manillar. Más grande, más pequeño, eran términos relativos, ya que ambos eran esmirriados. El pecho hundido, los hombros caídos, las rodillas y los codos huesudos, y una bicicleta demasiado grande para ellos. Parecía pesada, con ruedas grandes y gruesas y sin sillín. Obligado a pedalear de pie, el niño que iba detrás sudaba y jadeaba por el esfuerzo. La cadena necesitaba aceite, de ahí el chirrido.
Los seis se detuvieron y se volvieron a mirar, pero entonces los niños pararon también, a unos doce metros, esqueléticos, de ojos oscuros, cautelosos como búhos. Jeff los llamó, les hizo señas para que se acercaran, pero los niños permanecieron donde estaban, mirándolos, el pequeño todavía sentado en el manillar. Finalmente se dieron por vencidos y continuaron andando. Al cabo de un instante volvieron a oír el chirrido, pero no le hicieron caso. En los campos, seguían arrancando las malas hierbas. Sólo el hombre del pozo y los niños de la bicicleta mostraron interés por la partida del grupo. Repeluz se separó de ellos en cuanto entraron en la selva, pero Gorrino perseveró. Seguía restregándose contra las piernas de Stacy, y ésta seguía tratando de apartarlo. El chucho parecía pensar que se trataba de un juego, y lo practicaba con creciente entusiasmo.
Al final, Stacy perdió la paciencia.
—No —dijo, y le dio un golpe en el hocico. El perro gimió y saltó hacia atrás, atónito. Paró en seco en medio del camino y la miró con una expresión de dolor casi humana. Traición: de eso hablaban aquellos ojos—. Ay, cariño —murmuró Stacy, acercándose, pero ya era demasiado tarde; el perro retrocedió, ahora cauteloso, con el rabo entre las patas.
Los demás habían seguido adelante y acababan de girar por una curva, así que desaparecerían de la vista en cualquier momento. Stacy se estremeció, invadida por un súbito temor infantil, el de la niña perdida en el bosque, y corrió para alcanzarlos. Cuando se volvió, vio que el perro continuaba en el camino, mirándola marchar. Los niños pasaron a su lado en la bicicleta, casi rozándolo, pero él no se movió, y su mirada pesarosa pareció adherirse a ella mientras giraba por la curva.