Según el mapa, si estaban en el poblado maya significaba que se habían pasado, y el poblado maya se veía al final de la cuesta que empezaba a sus pies. Jeff y Mathias habían estado atentos a la bifurcación del camino, pero por alguna razón no la vieron. Ahora tendrían que dar media vuelta e ir con más cuidado. Lo que estaban discutiendo era si debían explorar primero la aldea maya, comprobar si por casualidad había alguien allí que pudiera guiarlos. No es que el lugar pareciera muy prometedor. Consistía en unas treinta casas de aspecto frágil, de tamaño y apariencia casi idénticos. Chozas de una o dos habitaciones, casi todas con techo de paja, aunque algunos eran de metal. Jeff supuso que el suelo sería de tierra. No vio cables, así que dio por sentado que no habría electricidad. Ni agua, desde luego, ya que había un pozo en el centro del poblado, con un cubo atado a una soga. Mientras esperaban que Pablo y Eric los alcanzasen, vio a una mujer sacando agua, girando una manivela para bajar el cubo. La rueda necesitaba aceite, pues a pesar de la distancia oyó el chirrido que producía mientras el cubo descendía más y más, hacía una pausa para llenarse e iniciaba un ascenso igual de ruidoso que el descenso. Jeff miró cómo la mujer se cargaba el cántaro de agua al hombro y regresaba a su choza por una calle polvorienta.

Los mayas habían despejado un círculo de selva alrededor de la aldea para plantar algo que parecía maíz y legumbres. En los campos trabajaban hombres, mujeres y niños agachados, arrancando las malas hierbas. También había cabras, gallinas, varios burros y tres caballos atados a la valla de un corral, pero ni rastro de equipamiento mecánico: ni tractores, ni arados, ni coches ni camionetas.

Cuando Jeff y Mathias aparecieron en lo alto de la cuesta, un chucho alto y flaco corrió a su encuentro, con el rabo agresivamente tieso. Se detuvo a unos metros de ellos, ladrando y gruñendo. Pero hacía demasiado calor para esa clase de conducta, así que al cabo de un rato se quedó quieto. Finalmente perdió todo el interés en ellos y regresó al poblado, donde se dejó caer a la sombra de una choza.

Jeff suponía que los ladridos del perro alertarían a los pobladores de su llegada, pero no había indicios de ello. Nadie se detuvo a mirarlos; nadie dio un codazo a su vecino ni los señaló. Los hombres, las mujeres y los niños continuaron arrancando la maleza, moviéndose lentamente entre las filas de plantas. Casi todos los hombres vestían de blanco y llevaban sombrero de paja. Las mujeres, en cambio, llevaban vestidos oscuros y chales sobre los hombros. Los niños tenían aspecto salvaje e iban descalzos; casi todos los varones con el torso desnudo y tan bronceados por el sol que parecían fundirse con la tierra en la que trabajaban, desaparecer y reaparecer en cuestión de segundos.

Stacy quería bajar a la aldea para ver si encontraban un sitio donde refrescarse y sentarse a descansar —hasta era posible que pudiesen comprar una bebida fresca—, pero Jeff vaciló. El hecho de que nadie los saludase, la sensación de que el pueblo entero se empeñaba en negar su presencia allí, lo llenó de cautela. Señaló la ausencia de cables, lo que indicaba que allí difícilmente existirían neveras o aire acondicionado, lo cual, a su vez, hacía poco probable que hubiera bebidas frías o un sitio fresco donde sentarse a descasar.

—Pero puede que por lo menos encontremos un guía —dijo Amy, tras sacar la cámara de la mochila y empezar a hacer fotos. Luego tomó algunas de ellos acuclillados, y luego otra de Pablo y Eric mientras se acercaban.

Jeff notó que su humor mejoraba. Stacy la había animado. Su estado de ánimo sufría grandes variaciones, y él suponía que con motivos, aunque hacía tiempo que ya no intentaba adivinarlos. La llamaba su «medusa», por la forma en que bajaba y subía de las profundidades. A ella a veces le hacía gracia, y otras no. Ahora le sacó una foto, mirando tanto rato por el visor que lo puso nervioso.

—Igual nos pasamos el día yendo y viniendo por ese camino —dijo—. ¿Qué pasará entonces? ¿Acamparemos aquí?

—Puede que después nos lleven a Cobá —dijo Stacy.

—¿Ves algún coche allí? —preguntó Jeff.

Todos miraron fijamente hacia la aldea. Antes de que pudieran responder, Pablo y Eric llegaron junto a ellos. Pablo abrazó a todo el mundo y de inmediato empezó a hablar animadamente en griego, abriendo los brazos como si hubiera pescado un pez enorme y lo estuviera describiendo. Dio varios saltos, fingió tirar a Eric al suelo y volvió a abrir los brazos.

—Vimos una serpiente —explicó Eric—. Pero no era tan grande. Más o menos, la mitad de eso.

Los demás rieron, y esto pareció animar a Pablo, que empezó otra vez con los parloteos, los saltos y los choques contra Eric.

—Les tiene pánico —dijo Eric.

Se pasaron la botella de agua mientras esperaban a que Pablo terminase de hablar. Eric bebió un largo trago y se echó un poco de agua en la herida del codo. Todo el mundo se acercó para examinarla. Estaba cubierta de sangre, pero no era demasiado profunda, medía unos siete centímetros de largo y tenía forma de hoz, siguiendo la curva del codo. Amy le hizo una foto.

—Vamos a bajar a buscar un guía en la aldea —dijo.

—Y un sitio fresco donde sentarnos —añadió Stacy—. Y bebidas frías.

—A lo mejor tienen también limón —dijo Amy—. Te echaremos el zumo en la herida. Eso matará cualquier germen.

Ella y Stacy se volvieron para sonreír a Jeff, como provocándolo. Pero él no respondió… ¿para qué? Era evidente que ya habían tomado la decisión de ir a la aldea. Pablo al fin estaba callado y Mathias enroscaba la tapa de la botella de agua. Jeff se colgó la mochila al hombro.

—¿Vamos? —dijo.

Todos empezaron a bajar la cuesta.