Según el mapa, tenían que recorrer tres kilómetros por ese sendero. Luego aparecería otro a la izquierda que los conduciría por una suave pendiente a lo alto de una colina. Y allí encontrarían las ruinas.

Llevaban más de veinte minutos andando cuando Pablo se detuvo a mear. Eric paró también. Dejó la mochila en el suelo y se sentó sobre ella a descansar. Los árboles ocultaban el sol, pero todavía hacía demasiado calor para andar tanto. Tenía la camiseta empapada en sudor y el pelo pegado a la frente. Había mosquitos y unas moscas diminutas que parecían especialmente atraídas por su sudor. Lo rodearon como una nube, emitiendo un zumbido agudo. O bien el repelente se había aguado con el sudor, o no servía para nada.

Stacy y Amy los alcanzaron mientras Pablo hacía pis. Eric las oyó hablar antes de llegar, pero callaron al acercarse a él. Stacy le sonrió, le dio una palmadita en la cabeza y siguió andando. No se detuvieron, ni siquiera aflojaron el paso y, tras recorrer algunos metros, reanudaron la conversación. Eso lo inquietó, porque tuvo la sensación de que hablaban de él. O tal vez no. Puede que hablasen de Jeff. Las chicas siempre estaban secreteando, y Eric no acababa de acostumbrarse a la relación tan estrecha que mantenían. A veces se daba cuenta de que le ponía mala cara a Amy inconscientemente, de que ella lo irritaba sin motivo aparente: estaba celoso. Quería ser el confidente de Stacy, no el objeto de sus confidencias, y le molestaba que las cosas fueran de otra manera.

El griego tenía una vejiga descomunal. Seguía meando, formando un charco a sus pies. Las mosquitas negras parecieron encontrar la orina aún más atractiva que el sudor; se congregaron alrededor de ella y comenzaron a zambullirse una y otra vez, dejando pequeños hoyos en la superficie. El griego meaba, meaba y meaba.

Cuando terminó, sacó una botella de tequila de la mochila y rompió el precinto. Echó un trago y se la pasó a Eric. Éste se levantó para beber, y el tequila le hizo saltar las lágrimas. Tosió y le devolvió la botella. Pablo bebió otro sorbo antes de guardarla en la mochila. Dijo algo en griego, cabeceando y secándose la frente con la camisa. Eric supuso que era un comentario sobre el calor: tenía el aire quejumbroso correspondiente.

Asintió.

—Hace un calor infernal —dijo—. ¿Tenéis una expresión parecida en griego? Debe de existir en todas las lenguas, ¿no? ¿Hades? ¿El infierno?

El griego se limitó a sonreír.

Eric se colgó la mochila del hombro y reemprendieron la marcha. En el mapa, el sendero estaba dibujado como una línea recta, pero en la realidad era serpenteante. Stacy y Amy los habían adelantado unos trescientos metros y aparecían y desaparecían de la vista de Eric. Jeff y Mathias habían emprendido la marcha con la actitud expeditiva de dos exploradores y Eric ya no los veía, ni siquiera en los tramos más rectos del camino. El sendero era de tierra compacta, tenía un metro veinte de ancho y estaba flanqueado por una densa vegetación. Plantas de hojas grandes, lianas y enredaderas que parecían escapadas de un tebeo de Tarzán. Debajo de los árboles estaba oscuro, y no se veía gran cosa a los lados, pero de vez en cuando Eric oía ruidos en el follaje. Pájaros, quizás, asustados por la proximidad del grupo. Había graznidos y un zumbido continuo de fondo, semejante al canto de una cigarra, que de vez en cuando se interrumpía súbitamente, provocándole escalofríos.

El camino parecía bastante transitado. Vieron un envase de cerveza y una cajetilla de cigarrillos aplastada. En cierto punto encontraron también las huellas de un animal más pequeño que un caballo. Un burro, tal vez. O incluso una cabra. Eric no estaba seguro. Jeff seguramente lo sabría. Se le daban bien esas cosas: conocía las constelaciones, los nombres de las plantas… Le gustaba leer y acumular datos, quizá para fanfarronear, como cuando pedía la comida en español aunque el camarero entendiera el inglés a la perfección, o cuando corregía la pronunciación a los demás. Eric no terminaba de decidir si le caía bien o mal. O más exactamente, y esto debía de ser lo más importante, no sabía hasta qué punto le caía bien él a Jeff.

Giraron en una curva, bajaron por una suave pendiente, bordeando un arroyo, y de pronto se encontraron con un luminoso claro. Después de tanto tiempo a la sombra, la luz del sol los deslumbró. La selva quedó atrás, sucumbiendo a lo que parecía un fallido proyecto agrícola. A ambos lados del sendero había ahora sendos campos de unos cien metros de ancho, con grandes surcos de tierra removida secándose al sol. Era la etapa final de un ciclo de deforestación y quema: la deforestación, la quema, la siembra y la cosecha ya habían tenido lugar y lo que quedaba era la tierra baldía que precedía al retorno de la selva. En los bordes, el follaje había enviado ya patrullas de reconocimiento, enredaderas y algún que otro arbusto que llegaba ya a la cintura de un hombre y que parecía ligeramente agresivo entre los terrones levantados por el arado.

Pablo y Eric sacaron las gafas de sol. A lo lejos empezaba otra vez la selva, atravesando el camino como un muro. Jeff y Mathias desaparecieron entre las sombras, pero Stacy y Amy estaban a la vista. Amy se había puesto el sombrero y Stacy se cubrió la cabeza con un pañuelo. Eric las llamó a gritos, haciéndoles señas con las manos, pero no le oyeron. O le oyeron, pero no se volvieron. Las moscas negras se quedaron atrás, entre los árboles, pero los mosquitos los acompañaron, impertérritos.

Se encontraban en la mitad del claro cuando una serpiente cruzó el camino delante de ellos. Era negra con dibujos cobrizos y pequeña, de unos sesenta centímetros de largo, pero Pablo lanzó un grito de terror. Saltó hacia atrás, atropellando a Eric, y cayó encima de él. Se levantó en el acto y empezó a señalar el lugar por donde había desaparecido la serpiente, mascullando en griego mientras saltaba primero con un pie y luego con el otro, aterrorizado. Al parecer, las serpientes le producían pánico. Eric se incorporó despacio y se sacudió la ropa. Al caer se había hecho un corte en el codo, que estaba lleno de tierra. Trató de limpiarlo. Pablo continuó hablando en griego, gritando y gesticulando. Los tres griegos eran iguales: en raras ocasiones trataban de comunicarse mediante gestos o dibujos, pero la mayoría del tiempo hablaban por los codos, sin molestarse en aclarar lo que decían. Era como si soltar lo que querían fuera lo único que les importaba, como si les trajera sin cuidado que les entendiesen o no.

Eric esperó a que Pablo terminara. Al final le pareció que le pedía perdón por haberlo tirado al suelo, así que sonrió y asintió con la cabeza. Continuaron andando, aunque ahora Pablo iba mucho más despacio, mirando con cautela los bordes del sendero. Eric trató de imaginar la llegada a las ruinas. Los arqueólogos con sus prolijos mapas, los pequeños cepillos y palas y las bolsas de plástico llenas de utensilios: las tazas de latón donde antaño habían bebido los mineros, los clavos de hierro con que construían sus cabañas. Mathias encontraría a su hermano y se enfrentaría con él: una discusión en alemán, gritos, ultimátums. Eric estaba impaciente por que llegase ese momento. Le chiflaban las situaciones dramáticas, los conflictos, las explosiones de sentimientos. No podía seguir todo como hasta el momento, la tediosa y sofocante marcha, la herida del codo que latía al ritmo de su corazón. Cuando encontraran las ruinas, el día cambiaría, adquiriría un nuevo cariz.

Llegaron al final del claro y la selva se alzó otra vez ante ellos. Las mosquitas los esperaban a la sombra. Formaron una nube zumbadora alrededor de ellos, como si celebrasen el reencuentro. Ya no se veía el arroyo por ninguna parte. El sendero giró hacia la derecha, luego hacia la izquierda, y por fin se volvió recto otra vez; un largo y sombrío pasillo en cuyo extremo parecía haber otro claro, un círculo de luz solar tan intensa que a Eric se le antojó casi audible, como el sonido de un cuerno. Mirarlo le lastimaba los ojos y la cabeza. Volvió a ponerse las gafas oscuras. Entonces cayó en la cuenta de que los demás se habían detenido allí. Jeff, Mathias, Stacy y Amy estaban acuclillados alrededor del claro, pasándose una botella de agua, y se volvieron a mirarlos a Pablo y a él.