El autobús no era lo que Amy esperaba. Había imaginado un vehículo cochambroso y destartalado, con las ventanillas flojas, los amortiguadores rotos y un olor apestoso procedente del lavabo. Pero era agradable. Tenía aire acondicionado y pequeños monitores de televisión colgando del techo. Amy miró su número de asiento en el billete. Ella y Stacy viajarían juntas, en el centro. Jeff y Mathias iban en el asiento de delante, y Pablo y Eric al otro lado del pasillo.
En cuanto salieron de la estación, los televisores se encendieron. Estaban poniendo un culebrón mexicano. Amy no sabía español, pero miró de todos modos, imaginando un argumento acorde con la cara de sorpresa y los gestos de disgusto de los actores. No era demasiado difícil —todos los culebrones son más o menos iguales—, y perderse en el relato imaginario la ayudó a sentirse mejor. Enseguida se dio cuenta de que el tipo moreno, probablemente abogado, se la pegaba a su mujer con la rubia teñida, aunque sin saber que la rubia grababa sus conversaciones. Había una mujer mayor, cargada de joyas, que seguramente utilizaba su dinero para manipular a todo el mundo. También había una joven de cabello largo y negro en quien la vieja confiaba, a pesar de que parecía estar tramando algo contra ella. Estaba compinchada con el médico de la vieja, que, a su vez, parecía ser el marido de la rubia oxigenada.
Al cabo de un rato, cuando la ciudad quedó atrás y tomaron la carretera de la costa en dirección sur, Amy se sintió por fin lo bastante relajada para coger la mano de Stacy.
—Tranquila —dijo—. Si quieres, te dejaré mi sombrero.
Y la sonrisa de Stacy —tan sincera, inmediata y amorosa— lo cambió todo, hizo que la empresa del día pareciera posible, incluso divertida. Eran las mejores amigas del mundo y estaban a punto de emprender una aventura, una excursión por la selva para visitar unas ruinas. Vieron el culebrón cogidas de la mano. Stacy tampoco sabía español, así que discutieron sobre lo que estaba pasando, compitiendo para ver quién inventaba la historia más descabellada. Stacy imitó las expresiones de la vieja, exageradas y dramáticas como las de una actriz de cine mudo, llenas de codicia y maldad, y se arrellanaron en los asientos riendo, confortándose mutuamente —más seguras y felices— mientras el autobús avanzaba por la costa en el creciente calor del día.