En la estación de autobuses, mientras Stacy corría tras los demás, un chico le tocó una teta. Se la cogió por detrás y la apretó con fuerza. Stacy paró en seco, forcejeando para liberar su pecho. Ésa era la idea, el giro, los manotazos, la distracción inherente a estos movimientos, que dieron a un segundo crío la oportunidad perfecta para arrebatarle el sombrero y las gafas de sol. Luego salieron corriendo los dos —un par de niños morenos de unos doce años—, y se perdieron en la multitud.
Sin las gafas, el mundo se volvió súbitamente deslumbrante. Stacy parpadeó, aturdida, sintiendo aún la mano del chico en el pecho. Los otros ya se abrían paso por el vestíbulo de la estación. Ella había gritado, o creía haber gritado, pero nadie le hizo caso. Para alcanzarlos tuvo que correr, y levantó la mano mecánicamente para sujetar el sombrero que ya no estaba allí, sino al otro lado de la plaza, alejándose más y más con cada segundo que pasaba, viajando hacia las manos de un nuevo propietario, un extraño que no sabría nada de ella, desde luego, que no tendría conciencia de ese momento, de cómo había corrido en una estación de autobuses de Cancún, esforzándose por contener las lágrimas.
En el interior, aquel sitio limpio, luminoso y con aire acondicionado parecía más un aeropuerto que una estación de autobuses. Jeff ya había encontrado la ventanilla correcta y estaba interrogando al empleado en un español pausado y cuidadosamente pronunciado. Los demás se amontonaban a su espalda, sacando la cartera y contando el dinero para el viaje. Cuando los alcanzó, Stacy dijo:
—Un crío me ha robado el sombrero.
Sólo se volvió Pablo. Los demás estaban inclinados hacia Jeff, tratando se escuchar lo que le decía el empleado. Pablo le sonrió y señaló la estación de autobuses como quien señala una vista bonita desde un balcón.
Stacy empezaba a calmarse. Se le había acelerado el corazón, alimentado por la adrenalina, y se había puesto a temblar, pero ahora que empezaba a tranquilizarse se sentía más avergonzada que otra cosa, como si el incidente hubiera sido culpa suya. Siempre le pasaba algo. Perdía la cámara de fotos en un transbordador, o se dejaba el bolso en un avión. Los demás no perdían ni rompían nada, y tampoco les robaban. ¿Por qué a ella sí? Debió prestar más atención. Debió ver acercarse a esos críos. Se sentía más tranquila, pero aún tenía ganas de llorar.
—Y las gafas de sol —dijo.
Pablo asintió y su sonrisa se ensanchó. Parecía encantado de estar allí. Era inquietante verlo responder con semejante placer e indiferencia a una angustia que, en opinión de Stacy, debía de ser evidente. Por un instante se preguntó si no estaría burlándose de ella. Miró a los demás.
—Eric —llamó.
Eric la mandó callar con un gesto, sin mirarla siquiera.
—Ya está —dijo—. Estaba dándole dinero a Jeff para los billetes.
Mathias fue el único que se volvió. La miró un instante, escrutándole la cara, y se acercó a ella. Él era tan alto y ella tan baja que casi tuvo que acuclillarse, como si Stacy fuese una niña, y la miró con sincera preocupación.
—¿Qué pasa? —preguntó.
La noche de la hoguera, cuando besó al griego, Stacy no sólo sintió la mirada de Amy, sino también la de Mathias. La de Amy reflejaba auténtica sorpresa; la de Mathias, nada en absoluto. Durante los días siguientes lo había sorprendido mirándola de la misma manera: no exactamente como si la juzgara, sino más bien como si tuviera una intención oculta, reprimida, que la hacía sentirse como si la pesaran en una báscula, como si la tasaran y evaluaran y la encontrasen defectuosa. Stacy era una auténtica cobarde —no se engañaba al respecto y se sabía capaz de sacrificar cualquier cosa con el fin de evitar complicaciones o conflictos— y había eludido a Mathias siempre que pudo. Eludido no sólo su presencia, sino también sus ojos, esa mirada escrutadora. Y ahora estaba allí, acuclillado delante de ella, mirándola con actitud comprensiva mientras los demás, ajenos a todo, compraban los billetes. Era tan desconcertante que se quedó sin habla.
Mathias alargó la mano y le tocó el antebrazo con la punta de los dedos, rozándola apenas, como si intentase tranquilizar a un animal.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Un crío me ha robado el sombrero —consiguió decir Stacy. Se señaló los ojos—. Y las gafas de sol.
—¿Ahora mismo?
Stacy asintió con la cabeza y señaló hacia la puerta.
—Ahí fuera.
Mathias se enderezó, apartando los dedos de su brazo. Parecía dispuesto a correr tras los chicos. Stacy alzó la mano para detenerlo.
—Se han ido —dijo—. Escaparon.
—¿Quién escapó? —preguntó Amy, que había aparecido súbitamente junto a Mathias.
—Los chicos que me robaron el sombrero.
Eric también estaba allí, pasándole un papel. Stacy lo cogió sin saber qué era ni por qué se lo daba Eric.
—Míralo —dijo él—. Mira tu nombre.
Stacy miró el papel. Era el billete y tenía su nombre impreso. «Despistes Hutchin», decía.
Eric sonreía, complacido consigo mismo.
—Nos pidieron los nombres.
—Le han robado el sombrero —explicó Mathias.
Stacy asintió, avergonzada otra vez. Todos los ojos estaban fijos en ella.
—Y las gafas.
Entonces llegó Jeff, y pasó junto a ellos sin detenerse.
—Deprisa —dijo—. Vamos a perder el autobús. —Enfiló hacia allí, y los demás lo siguieron. Pablo, Mathias y Amy, en fila india. Eric se quedó junto a Stacy.
—¿Cómo ha sido? —preguntó.
—No fue culpa mía.
—Yo no he dicho eso. Sólo…
—Los cogieron. Los cogieron y salieron corriendo. —Todavía sentía la mano del crío en su pecho. Y también los dedos curiosamente frescos de Mathias en su brazo. Temió que Eric le hiciera otra pregunta y fuera demasiado para ella; se rendiría, se echaría a llorar.
Eric miró a los demás. Casi no se les veía.
—Más vale que nos demos prisa —dijo. Esperó a que ella asintiera y empezaron a andar juntos, cogidos de la mano, él tirando de ella entre la multitud.