Eric soñaba que no podía dormir. Con frecuencia tenía este sueño frustrante y agotador. En él intentaba meditar, contar ovejas o pensar en cosas relajantes. Sentía un sabor a vómito en la boca y quería levantarse para cepillarse los dientes. También necesitaba orinar, pero tenía la impresión de que si se movía, aunque sólo fuera un poco, cualquier posibilidad de conciliar el sueño se desvanecería para siempre. Así que permanecía donde estaba, deseando dormir, esforzándose por dormir, pero sin dormir. El sabor a vómito y la vejiga llena no eran componentes habituales del sueño. Sólo estaban presentes esta vez, porque eran reales. La noche anterior había bebido demasiado y poco antes del amanecer se levantó para vomitar en el lavabo, y ahora tenía ganas de hacer pis. Aun dormido era capaz de percibir la insólita magnitud de estas dos sensaciones, como si su psique intentara advertirle del riesgo de ahogarse con su propio vómito, o de mojar la cama.
Habían sido los griegos quienes lo metieron en ese brete, intentando enseñarle un juego de borrachos. Este requería agitar unos dados en un cubilete. Le explicaron las reglas en griego, lo que sin duda contribuyó a que parecieran aún más complicadas de lo que eran. Eric arrojaba valientemente los dados y pasaba el cubilete, pero no alcanzaba a entender por qué ganaba unas veces y perdía otras. Al principio le pareció que lo mejor eran los números altos, pero luego, de manera errática, comenzó a ganar también con los bajos. Los griegos le hacían señas para que bebiese en ciertas ocasiones, y en otras no. Al cabo de un rato empezó a darle igual. Le enseñaban palabras nuevas y se reían de lo rápido que las olvidaba. Todo el mundo se puso ciego de alcohol, y al final Eric se las ingenió para volver a su habitación y meterse en la cama.
A diferencia de los demás, que en otoño comenzarían el segundo ciclo universitario, Eric estaba preparándose para incorporarse a un trabajo. Lo habían contratado para enseñar Lengua y Literatura en un internado de las afueras de Boston. Dormiría en la residencia de los chicos, ayudaría a organizar un concurso literario, y entrenaría al equipo de fútbol en otoño y al de béisbol en primavera. Estaba convencido de que se le daría bien. Tenía seguridad en sí mismo y don de gentes. Era un joven simpático, capaz de congraciarse con los niños haciéndoles reír. Era alto y delgado, con el cabello y los ojos oscuros, y se consideraba guapo. Y listo; un ganador. Stacy estaría en Washington, estudiando Asistencia Social. Se verían en fines de semana alternos, y en un par de años él le pediría matrimonio. Vivirían en algún punto de Nueva Inglaterra, donde ella trabajaría ayudando a la gente y él continuaría enseñando, o quizá no. No importaba. Era feliz y seguiría siéndolo; serían felices juntos.
Optimista por naturaleza, Eric ignoraba que hasta el ser más dichoso del mundo podía sufrir duros golpes. Su psique no era lo bastante sanguinaria como para darle una pesadilla en toda regla y ahora le ofrecía una red de seguridad, una voz en su cabeza que decía: «Tranquilo, sólo es un sueño». Unos instantes después, alguien llamó a la puerta. Stacy se levantó; Eric abrió los ojos y miró alrededor, soñoliento. Las cortinas estaban echadas y la ropa de ambos desperdigada por el suelo. Stacy se había llevado la colcha. Estaba envuelta en ella junto a la puerta, desnuda por abajo, hablando con alguien. Poco a poco, Eric cayó en la cuenta de que se trataba de Jeff. Quería ir a mear, cepillarse los dientes y enterarse de qué pasaba, pero no conseguía ponerse en marcha. Volvió a adormecerse y lo siguiente que vio fue a Stacy de pie a su lado, vestida con un pantalón color caqui y una camiseta, secándose el pelo y metiéndole prisa.
—¿Que me dé prisa? —preguntó.
Ella miró el reloj.
—Sale dentro de cuarenta minutos.
—¿Quién?
—¿El autobús?
—¿Qué autobús?
—El de Cobá.
—Cobá… —Se incorporó con esfuerzo y por un instante pensó que vomitaría otra vez. La colcha estaba en el suelo, cerca de la puerta, y le costó recordar cómo había llegado allí—. ¿Qué quería Jeff?
—Que nos preparásemos.
—¿Por qué llevas pantalón largo?
—Lo dijo Jeff. Por los bichos.
—¿Bichos? —preguntó Eric. Tenía dificultades para entenderla. Todavía estaba un poco borracho—. ¿Qué bichos?
—Nos vamos a Cobá —respondió Amy—. A una vieja mina. Para ver las ruinas.
Enfiló de nuevo hacia el cuarto de baño. Eric oyó el grifo y recordó que tenía la vejiga llena. Se levantó y fue arrastrando los pies hasta el lavabo. Stacy había encendido la luz del espejo, que lo deslumbró. Permaneció un instante en la puerta, parpadeando. Ella abrió el grifo de la ducha y tiró de Eric, que estaba desnudo y lo único que tuvo que hacer fue meterse dentro. Un instante después estaba enjabonándose, orinando entre los pies, pero aún medio dormido. Stacy lo animó, y con su ayuda pudo terminar de ducharse, cepillarse los dientes, peinarse y vestirse con unos tejanos y una camiseta, pero sólo cuando bajaron al comedor, mientras desayunaban a toda prisa, Eric empezó a entender adónde se dirigían.