Henrich había dejado una nota. Mathias se la enseñó a Amy una mañana temprano, durante la primera semana de vacaciones. Estaba escrita a mano, en alemán, y tenía un mapa garabateado en la parte inferior. Ellos no entendieron nada, naturalmente, y Mathias tuvo que traducirla. La nota no decía nada de drogas ni de la policía… Eric siempre se precipitaba a sacar conclusiones, y cuanto más dramáticas, mejor. En la playa, Henrich conoció a una chica llegada esa misma mañana. Estaba de paso y se disponía a viajar al interior, donde la habían contratado para trabajar en una excavación arqueológica. Se trataba de una vieja mina, aunque Mathias no supo si de oro o esmeraldas. Henrich y la chica pasaron el día juntos. Él la invitó a comer y estuvieron nadando. Luego fueron a la habitación de Henrich, donde se ducharon e hicieron el amor. Después la joven se marchó en autobús. En el restaurante, durante la comida, había dibujado un mapa del lugar de la excavación en una servilleta de papel. Le dijo a Henrich que fuese, que aceptarían su ayuda con mucho gusto. Tras su partida, Henrich no paraba de hablar de ella. No cenó y no consiguió dormirse. A media noche se sentó en la cama y le dijo a Mathias que se uniría al equipo de la excavación.

Mathias lo llamó idiota. Acababa de conocer a aquella chica, estaban de vacaciones y él no tenía ni puñetera idea de arqueología. Henrich le respondió que no era asunto suyo. No estaba pidiéndole permiso, sino informándole de su decisión. Se levantó de la cama y empezó a preparar la maleta. Se insultaron, y Henrich le tiró a su hermano una maquinilla de afeitar que le dio en el hombro. Mathias se lanzó sobre él y lo arrojó al suelo. Lucharon en el suelo de la habitación del hotel, rodando, forcejeando y soltando tacos, hasta que Mathias le dio a su hermano un cabezazo accidental en la boca y le partió el labio. Henrich montó un escándalo y corrió al lavabo para escupir la sangre en la pila. Mathias se puso algo encima y salió a buscar hielo para su hermano, pero acabó yendo al bar de la piscina, que permanecía abierto toda la noche. Eran las tres de la mañana y pensó que necesitaba tranquilizarse. Bebió dos cervezas, una rápidamente y la otra despacio. Cuando volvió a la habitación, encontró la nota sobre la almohada. Henrich se había largado.

La nota ocupaba las tres cuartas partes de una hoja de cuaderno, aunque les pareció más corta cuando Mathias la leyó. Amy supuso que Mathias se habría saltado los párrafos que prefería mantener en secreto, pero no importaba… ella y Jeff lograron hacerse una idea de la situación. Henrich decía que Mathias confundía el papel de hermano con el de padre. Se lo perdonaba, pero no podía admitirlo. Por mucho que Mathias lo llamase idiota, él estaba convencido de que aquella mañana había conocido al amor de su vida, y jamás se perdonaría —ni perdonaría a su hermano, desde luego— si dejaba escapar esa oportunidad. Procuraría volver a tiempo para el viaje de regreso a Alemania, aunque no podía garantizarlo. Si Mathias se sentía solo, podía reunirse con ellos en la excavación, que se encontraba a sólo medio día de viaje en coche en dirección oeste. El mapa garabateado al final de la nota —una copia del que había dibujado la chica en la servilleta— le indicaba cómo llegar.

Mientras Amy escuchaba la historia de Mathias, y luego su trabajosa traducción de la nota, comenzó a darse cuenta de que el alemán esperaba que lo aconsejasen. Estaban sentados en la terraza del hotel. Cada mañana servían un desayuno tipo bufé, con huevos, crepes, torrejas, zumos, café, té y una inmensa variedad de fruta fresca. Una pequeña escalinata conducía a la playa. Sobre sus cabezas planeaban las gaviotas, mendigando restos de comida y cagando en las sombrillas que protegían las mesas. Amy oyó el rítmico rumor de las olas y vio a varias personas corriendo por la playa, a una pareja de ancianos juntando caracolas y a tres empleados del hotel rastrillando la arena. Era muy temprano, poco más de las siete. Los había despertado Mathias, telefoneándoles desde la cabina de abajo. Stacy y Eric todavía dormían.

Jeff se inclinó para estudiar el mapa. En realidad, era su consejo el que quería Mathias: Amy lo entendió sin necesidad de que nadie dijera nada. Y no se ofendió, porque ya estaba acostumbrada. Había algo en Jeff, cierto aire de segundad y competencia, que hacía que la gente confiara en él. Amy se recostó en el respaldo de la silla y lo miró alisar el dibujo del mapa con la palma de la mano. Jeff tenía el cabello moreno y rizado y unos ojos que cambiaban de color con la luz. Podían ser castaños, verdes o pardo muy claro. No era tan alto y fornido como Mathias, pero, curiosamente, parecía el más grande de los dos. Tenía un aspecto grave e imperturbable, siempre sereno. Si todo salía según lo previsto, sería esa actitud lo que algún día lo convertiría en un buen médico. O al menos lo que haría que la gente creyera que era un buen médico.

Mathias sacudía rítmicamente la pierna, subiendo y bajando la rodilla. Era miércoles, y él y su hermano debían regresar a su país el viernes por la tarde.

—Iré a buscarlo —dijo—. Lo traeré. Lo obligaré a volver conmigo a Alemania, ¿no?

Jeff levantó los ojos del mapa.

—¿Volverás esta noche? —preguntó.

Mathias se encogió de hombros y señaló el papel. Lo único que sabía era lo que había escrito su hermano.

Amy reconoció algunas de las ciudades del mapa, como Tizimín, Valladolid y Cobá; nombres que había visto en la guía del viajero. No llegó a leerla, pero había mirado las fotos. Recordaba una hacienda en ruinas en la página de Tizimín, una calle flanqueada por casas blancas en Valladolid y una gigantesca cara de piedra, sumergida entre los viñedos, en Cobá. En un punto al oeste de esta última ciudad era donde había una cruz en el mapa de Mathias. Allí se encontraba la excavación. Había que ir en autobús desde Cancún hasta Cobá y luego recorrer unos dieciséis kilómetros en taxi en dirección oeste. Por último había que hacer tres kilómetros a pie, por un sendero que se apartaba de la carretera. Si llegabas a una ciudad maya, era señal de que te habías pasado.

Contempló a Jeff examinar el mapa y adivinó lo que estaba pensando. No tenía nada que ver con Mathias ni con su hermano. Pensaba en la selva, en las ruinas y en la posibilidad de explorarlas. Nada más llegar habían hablado vagamente de alquilar un coche, contratar a un guía y ver lo que fuese que hubiera que ver. Pero hacía tanto calor que la idea de abrirse paso por la selva, sacando fotos de flores gigantescas, lagartijas o murallas en ruinas se les antojaba menos interesante cuanto más hablaban de ella. Así que permanecieron en la playa. Pero ¿y ahora? Era una mañana decepcionantemente fresca, con un ligero viento procedente del mar, y Stacy pensó que a Jeff le resultaba difícil recordar lo húmedo que se volvería el día con el transcurso de las horas. Sí; era fácil adivinar lo que estaría pensando: «¿Por qué no iba a ser divertido?» Con tanta comida y bebida estaban amuermándose. Una aventura como ésa podía ser justo lo que necesitaban para espabilarse.

Jeff le devolvió el mapa a Mathias.

—Te acompañaremos —dijo.

Amy permaneció callada, reclinada en la silla. «No, no quiero ir», pensó, pero sabía que no podía negarse. Se quejaba demasiado; todo el mundo lo decía. Era una pesimista. No tenía el don de la alegría; alguien se lo había negado en algún punto del camino, y ahora hacía sufrir a todos los que la rodeaban. La selva sería sofocante y sucia, con las zonas de sombra infestadas de mosquitos, pero procuró no pensar en ello y estar a la altura de las circunstancias. Mathias era su amigo, ¿no? Les prestó la botella de oxígeno y les indicó dónde bucear. Y ahora se encontraba en apuros. Amy dejó que esta idea adquiriera fuerza en su mente, como una mano cerrando puertas, dando portazos en rápida sucesión, hasta que sólo una quedó abierta. Cuando Mathias la miró sonriendo, encantado con las palabras de Jeff, esperando que ella las confirmase, Amy no pudo evitarlo. Le devolvió la sonrisa, asintió con la cabeza y dijo:

—Por supuesto.