Bicilibertad

Dejemos pues correr la imaginación. Imaginemos una ciudad, una gran ciudad, el gran París, por ejemplo, dentro de treinta años. El problema de la circulación se ha solucionado de una vez por todas. Los tranvías, autobuses y trenes subterráneos se han proyectado en abundancia hasta las fronteras últimas de la antigua región parisiense. Los transportes públicos soslayan el trazado tradicional del París intramuros. En ese vasto complejo, los itinerarios transversales, cada día más numerosos, permiten unir los diversos puntos de la manera más directa que sea posible. Entre las cinco y las nueve de la mañana, los vehículos de entregas, carga y descarga hacen su tarea. Por supuesto, los vehículos que cumplen funciones prioritarias (ambulancias, médicos, bomberos o policía) tienen una jerarquía derogatoria. Para el resto, inmensas torres de estacionamiento, concebidas por los más eminentes arquitectos del planeta, constituyen en diferentes puntos los límites del Gran París, una curiosidad monumental muy apreciada por los turistas. Los automovilistas y los motociclistas parisienses van hasta esos lugares para recuperar sus vehículos cuando quieren salir de la capital. Algunos irreducibles han preferido guardar su automóviles lo más cerca posible de sus casas y lo estacionan en su propio inmueble. Se les ha extendido una autorización que les permite salir de París o volver a sus casas tomando uno de los cuatro itinerarios de salida y entrada reservados para los automóviles. Esta tolerancia ya no se aplica a los vehículos nuevos y se estima, por lo tanto, que en un plazo relativamente corto esos cuatros itinerarios reservados desaparecerán. Al estar prohibida toda circulación automovilística en el interior de la ciudad, el conjunto de los espacios de circulación ha crecido enormemente gracias, además, a la supresión de los lugares donde está permitido estacionar. Por consiguiente, los vehículos de condición derogatoria, los tranvías, los autobuses y los taxis se desplazan fácil y cómodamente sobre sus vías correspondientes; en cuanto al resto, la calzada corresponde a los ciclistas, así como la acera corresponde a los peatones.

Uno puede alquilar bicicletas en todas las grandes estaciones de tren, por supuesto, pero también cerca de casi todas las estaciones de subterráneo, de tranvía o de autobús. También existen vastos estacionamientos para bicicletas. El alquiler resulta particularmente interesante para los visitantes (París continúa siendo el primer destino turístico del planeta), pues muchos parisienses ya son propietarios de su medio de desplazamiento preferido, que con frecuencia se ocupan de distinguir con algún toque personal, de «personalizar» (como antes hacían los automovilistas de quienes se mofaba Baudrillard).

La personalización de las bicicletas es mucho más refinada y creativa que la de los automóviles, que consistía sobre todo en agregarles pequeños objetos fetiche —muñecos de paño, imágenes de san Cristóbal o cualquier clase de talismán de diversa índole—. Desde comienzos del siglo XXI, numerosos ciclistas reinventaban su vehículo a veces modificándole radicalmente la forma. Conviene señalar que la bicicleta es, en sí misma, un objeto pequeño, un objeto incorporado y no un espacio habitado como el automóvil. No se acondiciona, no se decora, se le hacen pequeños trabajos artesanales. En el límite entre esos trabajillos y el acondicionamiento, se encuentran esencialmente los accesorios que permiten transportar una cantidad determinada de cosas: las canastas o las bolsas. También son importantes las diversas formas de iluminación o de placas reflectantes que refuerzan la seguridad. En el límite entre el acondicionamiento y la incorporación, están las vestimentas que deciden usar los ciclistas y que también pueden responder a una preocupación por la seguridad (cascos, chalecos con bandas luminosas, etcétera) o sencillamente a una cuestión de comodidad o de costumbre. Y, por supuesto, como en el siglo anterior, cada uno elige su bici, el color o el estilo, y basta un detalle para que el usuario reconozca su bicicleta de una ojeada entre todas las demás. Paciente y fiel, ésta forma parte de su propietario, quien no querría separarse de ella, y, salvando las distancias, el vínculo que nos une a ella recuerda un poco el que evocaba Aristófanes en el Banquete de Platón: el verdadero ciclista no existe plenamente sino cuando se le restituye la mitad perdida de su ser inicial, es decir, cuando se confunde con su bicicleta en un solo cuerpo. El vínculo que une al ciclista con su bicicleta es un vínculo de amor y, literalmente, de reconocimiento, que el tiempo no destruye sino que afianza, si es preciso mediante los recuerdos y la nostalgia cuando la vida los ha separado.

Los «artesanos» llevan mucho más lejos el trabajo de personalización. Su ingeniosidad no tiene límites. Algunos hasta han llegado a reinventar la bicicleta alargándole el manubrio, echando hacia atrás el asiento, teóricamente para mejorar el rendimiento del esfuerzo físico, cuyas virtudes económicas había alabado Illich algunas décadas antes. Algunos se reclinan sobre la bicicleta como sobre una cama. Otros dominan la calle encaramados en sus máquinas de ruedas inmensas como si anduvieran sobre zancos. En realidad, en todas estas prácticas no está ausente la preocupación por hacerse notar: cuanto más original es el velocípedo, tanto más visible es quien lo conduce. Algunos hasta han creado sitios en Internet que celebran su invento. Y son populares. Se los ve venir desde lejos montando sus extravagantes aparatos. La gente los reconoce, los llama por su nombre o su apodo al verlos pasar (algunos han izado en un pequeño mástil una bandera, una oriflama con sus colores que se ve a la distancia). Forman parte del nuevo espectáculo de la calle. Uniendo lo útil con lo agradable, otros han adosado carritos a sus bicicletas y recorren los mercados parisienses (siempre apreciados por los turistas) para despachar su mercancía. Tradicionalistas, se esfuerzan por concordar con el ritmo perdido de los años que se fueron y por cumplir la tarea que, un siglo antes, desempeñaban los vendedores de frutas y hortalizas de cada estación. A pesar del recalentamiento acelerado del planeta y de las perturbaciones climáticas —que continúan sorprendiendo a la gente de más edad, pero que los menores de treinta consideran naturales—, y a pesar de la globalización del mercado de la alimentación, muchos de ellos «hacen como si» todo fuera como antes y sólo venden castañas en invierno, cerezas en primavera, melones en verano y champiñones en otoño. Uno nunca está muy seguro de la procedencia exacta de esos productos, supuestamente de estación, ni de esos productos de supuestas estaciones, pero da gusto alentar a esos mercaderes de ilusiones y de nostalgia.

Por otra parte, desde hace algunos años la moda está resueltamente a favor de lo «muy retro» y por todas partes se ven los «ciclotaxis», cochecitos chinos a pedal que se inspiran en los que surcaban las calles de París un siglo antes, durante la guerra y la ocupación alemana. Cuando hace falta, sus conductores recurren a la ayuda de motores eléctricos relativamente potentes y absolutamente no contaminantes, con lo cual pueden llegar a transportar cómodamente hasta dos adultos en sus pequeños coches coloridos. Quienes más aprecian estos «ciclotaxis» son los turistas y las personas de la quinta edad. Los motores eléctricos integrados, casi invisibles y completamente silenciosos, son muy útiles para aquellos a quienes su fragilidad, la edad o una debilidad pasajera ponen en desventaja en las cuestas un poco empinadas, pero que recuperan la moral cuando toman conciencia del espectáculo de excesiva y sorprendente facilidad que ofrecen a quienes los miran. El motor eléctrico es el instrumento de la perfecta igualdad, la única forma indiscutible de discriminación positiva. Las bicicletas dobles o tándems se han puesto nuevamente de moda, bello símbolo de la necesaria solidaridad de las parejas, y han aparecido nuevas expresiones para celebrar la amistad y el amor, tales como «compartir el tándem» o «pedalear juntos». Espíritus más complicados han reinventado bicicletas con tres asientos, semejantes a las que ya existían en 1936, como lo prueban los documentales de la época, que ahora vuelven a exhibirse de buena gana como si en su momento hubieran representado una anticipación de lo que pasaría un siglo más tarde.

Juventud del mundo

El desarrollo de la bicicleta ha cambiado radicalmente la geografía urbana. Los carriles-bici que se extienden a lo largo del Sena hacia el oeste y el este permiten llegar fácilmente a Suresnes, a las islas y a Meudon, por un lado, y alcanzar la confluencia del Marne, por el otro. Por todas partes, los bailes populares al aire libre han recobrado nuevas fuerzas. El acordeón del domingo y la gaita han vuelto a ser un must, algo imprescindible. También en estos lugares flota en el aire una pizca de amable nostalgia, pero es una nostalgia acogedora, precisamente a la manera de un retorno: lo que se celebra o se cree celebrar es algo que se parece bastante a un reencuentro. Se inicia a los niños desde muy temprana edad en el aprendizaje de la bicicleta y se los alienta a utilizarla para ir a la escuela. Con un interés en la formación y también en la seguridad, se han organizado caravanas matinales y vespertinas para los más pequeños, que así comienzan a educarse en la disciplina colectiva; estas caravanas siguen itinerarios balizados y pasan por lugares fijos que se han establecido como puntos de encuentro adonde los padres se pueden acercar de una pedalada para ir a buscar a sus hijos. Varones y niñas aprenden juntos a conocer el cuerpo y su movilidad en un programa del que participan todos los establecimientos escolares. Hace tiempo que el integrismo religioso ha tenido que retroceder ante la bicicleta y la moda de rodar ha liberado definitivamente a aquellas niñas antes impedidas por padres atrasados o hermanos retrógrados de montarse a horcajadas en la máquina satánica. Todos recordamos que muy tempranamente la bicicleta fue en Estados Unidos y en Europa un instrumento de liberación de aquellas mujeres que, con sus pantalones «campana» o bloomers, habían osado afrontar la vetustez pudibunda de los sexistas de toda índole. La historia es lenta pero avanza, señalan los más optimistas. Y lo cierto es que hoy la juventud de los barrios más populares se mezcla en las carreteras de la región parisiense con la de los barrios menos populares sin distinción de sexos. Se ha instaurado una nueva red de albergues para la juventud y los jóvenes descubren nuevos paisajes sin recurrir a la televisión. Es un retorno a 1936, con la gran diferencia de que ya no hay ninguna amenaza de guerra en el horizonte.

Se respira mejor. De nuevo se han hecho perceptibles el perfume de los castaños en primavera y el de las castañas asadas en otoño, al igual que los demás olores que, sin darnos cuenta, nos habíamos acostumbrado a no sentir. Hemos recobrado el aroma de las flores, de las frutas, de los mariscos y los pescados en los puestos de los mercados, de la ropa blanca recién lavada o del agua de Colonia, y hasta el del aire mismo que, desde hace un tiempo, ha adquirido un deje a fruta roja y que muchos se aplican a aspirar a todo pulmón para desintoxicarse. El cantante de moda es nuevamente Charles Trenet: Y a d’la joie

También contribuye al deleite de las calles la serenidad recobrada de todos los conductores. Los taxistas son siempre corteses, están siempre de buen humor, siempre disponibles y conducen sin impaciencia ni murmuraciones. La situación política ya nos les inspira comentarios acerbos. Tampoco se aglutinan ya en los aeropuertos para evitar la circulación urbana y, en cuanto uno se rasca una oreja o la nariz descuidadamente, siempre aparece alguno dispuesto a detenerse y preguntar si se requieren sus servicios. Los agentes de tráfico tienen muy poco trabajo y, como reina un buen humor generalizado, no es raro ver policías que, cuando hacen alguna aparición, se muestran bonachones. Aclaremos que la industria de la bicicleta y todos los servicios adjuntos han dado un importante impulso al crecimiento económico. La industria automotriz no marcha nada mal y no parece haber sufrido a causa de la liberación de los espacios urbanos. Los vehículos de esparcimiento se han multiplicado —coches descapotables y una gran variedad de coches pequeños para las vacaciones— y el enorme esfuerzo por desarrollar los transportes públicos ha traído consigo un verdadero boom económico.

El prestigio de la bici es tal que se está produciendo un regreso del deporte ciclista aunque con formas inesperadas. El deporte aficionado ha recuperado sus colores gracias a las competiciones ciclísticas entre liceos y universidades; el Tour de Francia universitario es una prueba en la que la televisión muestra cada vez mayor interés. Es una competición, en cierto sentido, semiprofesional porque otorga premios, pero premios que consisten en meses de becas de formación financiadas por las empresas o los organismos públicos. Las etapas son cortas para no matar a los corredores; el reaprovisionamiento es libre y a veces se suele ver a competidores sentados a la mesa al borde de la carretera compartiendo bocadillos con los espectadores antes de partir, apresuradamente, al asalto de una cima alpina. En los Juegos Olímpicos, de donde se ha desterrado definitivamente el deporte profesional, las pruebas ciclísticas en pista y en carretera tienen un gran éxito de audiencia: en ellas se enfrentan jóvenes evidentemente dotados pero cuyos resultados cronométricos son mucho más modestos que los registrados en los últimos años del «profesionalismo». Como se suele decir, se ha recomenzado de cero y se ha reabierto el libro de plusmarcas. Algunos querían profundizar aún más en la reforma y suprimir la noción de récord, pero no lograron imponer su idea. Se desarrollaron coloquios nacionales e internacionales y los radicales tuvieron que inclinarse ante quienes sostuvieron que la noción de récord procedía de una lucha con uno mismo, que era la quintaesencia del crecimiento personal y que, de ningún modo, implicaba poner a otros en tela de juicio. La reforma del ciclismo deportivo dio lugar a una reflexión más general que ha acarreado consecuencias revolucionarias en todos los deportes. Los medios apoyaron el movimiento cuando percibieron la simpatía que sentía el público por él y cuando comprendieron las nuevas perspectivas de mercado publicitario que se les abrían. El deporte aficionado ha reemplazado a la televisión-realidad —que ahora se conoce como tele-verdad, para recordar que se ha excluido de ella toda ficción— y los programas de tele-verdad deportiva gozan de gran éxito.

El efecto pedalada

El «efecto pedalada» es una nueva expresión que se ha puesto de moda y ha sustituido la que se usaba en el mismo sentido: el «efecto mariposa». Ésta había surgido, como se recuerda de buena gana, en la conferencia ofrecida por el meteorólogo Lorenz en 1972 y de la provocativa pregunta que le daba título: «[…] el aleteo de una mariposa en el Brasil, ¿puede provocar un tornado en Texas?». Hoy, los investigadores de las ciencias sociales han llegado a preguntarse si la teoría del caos no se aplicaría aún con mayor pertinencia a la actualidad mundial. Con el agudo sentido de la predicción retrospectiva que a menudo los caracteriza, hacen notar que posiblemente todo se haya iniciado un día con una iniciativa municipal tomada en una ciudad de Europa del Norte, con el propósito de oficializar y proteger la primera pedalada de un paseante. El ejemplo se extendió como un reguero de pólvora, como se vio en Francia, primero en algunos poblados menores, luego en Lyon, en París y rápidamente en todas las demás ciudades francesas, pero también y más aún en todas las grandes metrópolis mundiales. El cambio de calidad de vida y la mejora de la situación ecológica del planeta son las consecuencias más evidentes para la mayoría, pero los efectos secundarios son sencillamente pasmosos, sobre todo en la esfera social y en la política. Las barreras entre las clases se levantan o se desploman. Las potencias petrolíferas tienen cada vez menos clientes y, como una consecuencia que entusiasma a los observadores más materialistas, el proselitismo religioso se ahoga. Da la impresión de que el politeísmo ciclista hubiera subvertido el monoteísmo petrolífero. Ciertamente hay una competencia feroz en la fabricación de bicicletas, pero el público potencial es enorme y, además, aumenta sin cesar sus exigencias. Las bicicletas africanas están haciendo la vida imposible a los fabricantes asiáticos. Los investigadores multiplican los descubrimientos o los redescubrimientos (bicis plegables, bicis portátiles, bicis todo terreno, bicis con asistencia invisible, bicis musicales, bicis insumergibles, bicis acuáticas, bicis a vela…). Los científicos están a un paso de descubrir la manera de capturar y transformar la energía desplegada por los ciclistas; con ese propósito se están construyendo carreteras experimentales especialmente equipadas. Se cree que con ese aprovechamiento se podrían alimentar sectores completos del campo energético.

A veces, algunos observadores han manifestado el temor de que a la larga la frescura inicial del movimiento ciclista mundial resulte afectada por esas derivaciones, pero de momento el entusiasmo está intacto. Convocados por numerosos gobiernos («¡Ciclistas del mundo, uníos!»), en Pekín, Johannesburgo y San Francisco millones de ciclistas de todas las edades han participado en fiestas gigantescas. La producción está en pleno auge. Los técnicos en comercialización y promoción rivalizan en ingeniosidad. El capitalismo saca su provecho, pero las exigencias de los usuarios en el terreno de la organización del trabajo, de la educación y del tiempo libre son tales que uno termina por preguntarse si finalmente la práctica de la bicicleta no será lo que permitió inventar la tercera vía, ésta que, entre el liberalismo y el socialismo, se preocupa ante todo por la felicidad de los individuos. Se han organizado conferencias internacionales para analizar más profundamente la cuestión. Las dos últimas, realizadas en el campus universitario de Aubervilliers («La bicicleta y el fin de las ideologías», de 2036, y «La bicicleta o la muerte de Dios», de 2037), han tenido repercusión mundial. Finalmente, algunas iniciativas felices han permitido comprobar que el hombre genérico (el ser humano, hombre o mujer, joven o viejo) y su nueva cabalgadura de ahora en adelante forman un solo ser. La más reciente de dichas iniciativas es también la más vertiginosa y su imagen quedará grabada de manera indeleble en las memorias: desde que el primer ser humano ha pedaleado en Marte bajo la mirada de nueve mil millones de terrícolas, algo ha cambiado en la historia del planeta y en la conciencia de los hombres.