La bicicleta es, pues, mítica, épica y utópica. Uno sólo puede dedicarse a su práctica prestando una atención sostenida al presente, aunque sólo sea a causa de los riesgos de la circulación, pero la bicicleta constituye el núcleo de relatos que resucitan simultáneamente la historia personal individual y los mitos compartidos por muchos; estos dos pasados son solidarios y confieren una tonalidad épica a los recuerdos individuales más modestos. Como siempre, la clara conciencia del pasado nutre la imaginación del futuro. La bicicleta llega a ser, así, el símbolo de un futuro ecológico para la ciudad del mañana y de una utopía urbana que terminaría reconciliando a la sociedad consigo misma. Pero el mito, la epopeya y la utopía exigen un poco de fe; la prueba de la historia real es una prueba dura que los somete incesantemente al riesgo de la nostalgia, ese triste refugio de los decepcionados de la vida. La bicicleta, símbolo de una clase obrera ya desaparecida, de desafíos deportivos que hoy no tienen equivalentes y de una vida urbana soñada, ¿no corre el riesgo, en la realidad concreta del mundo globalizado, de convertirse en el instrumento fantasmático de la negación, en el pretexto de una vida social sometida únicamente a los imperativos del consumo, en una palabra, en la última ilusión?

El mito en ruinas

¿Se muere el mito y mueren con él todas las formas épicas a las que estaba asociado? El ciclismo, como el deporte profesional en general, ha progresado. No hay duda de que los corredores actuales son mejores atletas que sus predecesores (como ocurre en otros deportes, como el rugby o el tenis, por ejemplo). Pero el espectáculo que proponen no está a la altura de los que ofrecían sus antecesores. Coppi podía recobrarse de un retraso de más de un cuarto de hora en dos etapas de los Alpes. Hoy, un equipo de buenos corredores puede bloquear toda la carrera, reducir a la nada los intentos de escapada e imponer en todas las etapas de terreno llano un desarrollo casi idéntico que se resume en algunos intentos de separación del resto del pelotón, el éxito momentáneo de uno de ellos, el regreso al pelotón y la aceleración general de donde emergen los más veloces. En el Tour, la montaña siempre desempeña un papel decisivo, pero ya no corren los tiempos de las grandes hazañas solitarias; en la montaña, la carrera se transforma en una competencia por eliminación donde se juega al desgaste, en la que el «sacrificio» de los compañeros de equipo, pagados para eso, cumple una tarea esencial de socavación: es raro que un mismo corredor brille solitariamente en dos etapas consecutivas. En otras épocas se ponía en juego una dramaturgia cuyas dos instancias esenciales eran la inspiración sublime y el decaimiento trágico de los héroes, dramaturgia que mantenía y vivificaba el mito. Como en La Ilíada, los héroes más vulnerables, los héroes con un talón de Aquiles, eran los más fascinantes: Fausto Coppi y Charly Gaul, más que Bobet o Anquetil. Barthes ha mostrado en qué medida se asociaban, en la representación del público, el estado de gracia y el estado de desgracia, próximos uno del otro. Recordemos lo que decía del jump de Gaul, el arcángel del rendimiento irregular: si la forma es un estado natural, físico y a la vez moral e intelectual, el jump, por su parte, es «un verdadero influjo eléctrico que embarga intermitentemente a ciertos corredores amados por los dioses y les hace cumplir proezas sobrehumanas». Charly Gaul «recibe su jump de un acuerdo intermitente con los dioses; a veces éstos lo habitan y Gaul maravilla; a veces los dioses lo abandonan y el jump se agota. Charly no puede más».

Hoy nadie habla ya del jump. Y con razón: es demasiado sospechoso, así como el debilitamiento que le suele suceder. La revelación del doping mató a los héroes; impide creer en ellos, mata el mito. Barthes ya lo advirtió claramente en 1957: «Hay una espantosa parodia del jump; es el doping: drogar al corredor es tan criminal y tan sacrílego como querer imitar a Dios; es quitarle a Dios el privilegio de la chispa». Pero hoy ya no hay nada que robar a los dioses y nadie osaría hablar del jump de los últimos vencedores del Tour de Francia. El mismo empleo de drogas apunta menos a lograr momentos de esplendor, sospechosas aceleraciones, que a asegurar el mantenimiento de la forma, pero una forma excepcional que permite producir todos los días esfuerzos prodigiosos sin que ello implique realizar acciones particularmente espectaculares. De pronto, la sospecha se generalizó y ya no hubo héroes míticos. Cabría decir, amablemente, que el espectáculo del Tour se ha laicizado, pero sería más apropiado afirmar que se ha medicalizado. Y ésta es la vía por donde se hiere al mito; se puede aceptar, en efecto, que al principio los jóvenes corredores aficionados de las regiones industrialmente devastadas no vean en el ciclismo un medio de alcanzar la holgura económica —lo que siempre ha sido una atracción de los grandes deportes populares—, pero (y éste es el aspecto más dañino) no que admitan al mismo tiempo y sin demasiadas reticencias que recurrir al doping ha llegado a ser una fatalidad inevitable.

Ya en las décadas de 1940 y 1950 había problemas de doping. Muchos corredores fueron víctimas de esa práctica y el mismo Coppi declaró ante la prensa que había mucha hipocresía, tanto entre los atletas como entre los periodistas, cuando ésta se negaba. Era habitual recurrir a las anfetaminas. Por otra parte, era una época en la que, en todas las esferas, incluidas la de los intelectuales y la de los estudiantes, se recurría a drogas de todo tipo: Maxiton, Corydrane, Actiphos anfetaminado, fácilmente prescritas por los médicos de familia. Pero el doping de hoy es de una naturaleza muy diferente y por ello golpea con tanta fuerza la imagen del cuerpo heroico y glorioso vinculada a la idea del campeón. Ingerir, fumar, hacerse inyectar sustancias o cambiarse la sangre como uno cambia de camisa: nada de esto puede suscitar representaciones equivalentes en la imaginación del público. El doping actual, tal como se lo puede representar un profano, es más que un aditamento a las capacidades del cuerpo, es una verdadera sustitución de sustancias que se opera vergonzosamente, en la clandestinidad de las bambalinas de la proeza. Lo que se opone de manera antinómica a la idea que se tenía —y que querríamos continuar teniendo— del héroe es, pues, la imagen de la manipulación que lo transforma en un ser puramente pasivo, en un objeto, pero también la imagen de la intrusión en la intimidad de su persona, ya sea en el momento del doping, ya en el momento del control, cuando se le exige una muestra de sangre o de orina. Esta intrusión vulnera su misma identidad: como si hoy todo historial deportivo halagador tuviera inexorablemente que proceder de una falta en la persona. Esta perversión del heroísmo deportivo ya se había empezado a manifestar con la aparición de los equipos de marcas, que transformaban a los corredores en hombres sándwich, en meros soportes publicitarios; el doping, en su forma sistemática, consigue transformar a los corredores en instrumentos pasivos de estrategias comerciales. Por supuesto, las empresas que los emplean los repudian cuando el «deshonor» queda puesto en evidencia y buscan rápidamente otros soportes para su producto, pero con ello confirman que, a pesar de todo, es más difícil fabricar mitos con marcas que con naciones o provincias. Desde que el corredor ya no compite por su país, el apoyo nacionalista y gustosamente patriotero del público se concentra más en el individuo, precisamente cuando éste queda despersonalizado por las técnicas de la mercadotecnia y las iniciativas de la «medicina deportiva». Fin del mito, muerte de la epopeya.

Fin del mito, pero aún nos quedan algunos recuerdos de él (como esas imágenes del Frente Popular y de las primeras vacaciones pagadas durante las cuales algunos partían en bici o en tándem por las carreteras de Francia). Muerte de la epopeya, definitivamente proyectada al pasado, pero supervivencia, sin embargo, del deseo, del deseo del mito y de la epopeya, siempre dispuesto a renacer al menor intento de despegue en las montañas de la frágil silueta que enfocan las cámaras de la televisión. La imagen, por un instante, resucita la leyenda. Alternando los primeros planos, que permiten escrutar con detalle la menor crispación del rostro, y las visiones panorámicas, que descubren para el espectador la inmensidad de los grandiosos paisajes, el reportaje televisado en directo continúa poniendo imperturbablemente en escena el momento de que hablaba Barthes. Ese momento es el instante frágil de la Historia «en el que el hombre, hasta torpe, engañado, mediante fábulas impuras, prevé de todos modos, a su manera, una adecuación perfecta entre él mismo, la comunidad y el universo». El mito y la epopeya tal vez aún se nutran del deseo que suscitan y que no dejan de frustrar.

La urbanización del mundo: en busca de la ciudad perdida

¿Y la utopía? Transformar la ciudad, ¿es un sueño concebible? Y la bicicleta, ¿tiene un papel protagonista en esa revolución? Porque evidentemente estamos hablando de una revolución, en el sentido literal, cuando hablamos de transformar la ciudad. ¿Qué es hoy la ciudad?

La urbanización del mundo se caracteriza por el crecimiento de los «megapolos» y, al mismo tiempo, por los «filamentos urbanos», para retomar una expresión de Hervé Le Bras, que se extienden cada vez más a lo largo de las carreteras, los ríos y las costas. Esta urbanización traduce el hecho de que hoy la vida política y económica del planeta depende de los centros de decisión situados en las grandes metrópolis mundiales, todas interconectadas entre sí y que, juntas, constituyen una especie de «metaciudad virtual», como dice Paul Virilio[2]. El mundo se ha transformado en un mundo/ciudad en cuyo interior circulan y se intercambian todas las categorías de productos, comprendidos los mensajes, las imágenes, los artistas y las modas. Pero también es verdad que cada gran ciudad es un mundo, un resumen del mundo, con su diversidad étnica, cultural, social y económica. Aunque a veces, ante el espectáculo fascinante de la globalización, tal vez tendamos a olvidar su presencia, las divisiones están y las reencontramos en las rasgaduras del tejido urbano. La ciudad/mundo, por su sola existencia, desmiente las ilusiones del mundo/ciudad. En los barrios de negocios, los edificios conocidos en todo el mundo por ser creaciones de los más destacados arquitectos se caracterizan por estar en comunicación con el resto del planeta pero, allí donde están emplazados, tienen prohibido el acceso quienes no trabajan en ellos. En el encuentro entre el mundo/ciudad y la ciudad/mundo, uno puede tener la sensación de que la ciudad como tal ha desaparecido. Ciertamente, lo urbano se extiende por todas partes, pero los cambios en la organización del trabajo y las tecnologías que, a través de la televisión y de Internet, imponen a cada individuo la imagen de un centro desmultiplicado y omnipresente, privan de toda pertinencia a las oposiciones del tipo ciudad/campo y urbano/no urbano.

La oposición entre mundo/ciudad y ciudad/mundo es, por así decirlo, la traducción espacial visible de la globalización concebida como el conjunto planetario de los medios de circulación y de las redes de comunicación y de distribución. Paul Virilio hacía notar en La bomba informática que los estrategas del Pentágono estadounidense consideraban este conjunto global como el interior de un mundo en el que lo local terminaba siendo lo exterior. Pero esta inversión aún es más general y la gran ciudad se define en nuestro tiempo por su capacidad para volcarse hacia el exterior. Por un lado primero quiere seducir a los turistas extranjeros. Por el otro, el urbanismo está gobernado por la necesidad de facilitar el acceso a los aeropuertos, a las estaciones terminales y a los grandes ejes viales. La facilidad de acceso y de salida es el imperativo número uno, como si el equilibrio de la ciudad reposara en sus contrapesos exteriores. La ciudad se descentra como se descentran las viviendas y los hogares con la televisión y el ordenador y como se descentrarán los individuos cuando los móviles sean además ordenadores y televisores. Lo urbano se extiende por todas partes, pero hemos perdido la ciudad y al mismo tiempo nos perdemos de vista a nosotros mismos. Ante este panorama, es posible que a la bicicleta le corresponda un papel determinante: ayudar a los seres humanos a recobrar la conciencia de sí mismos y de los lugares que habitan invirtiendo, en lo que le corresponde a cada uno, el movimiento que proyecta a las ciudades fuera de sí mismas. Necesitamos la bicicleta para ensimismarnos en nosotros mismos y volver a centrarnos en los lugares en que vivimos.

Así, lo que está en juego cuando hablamos de recurrir a la bicicleta no es algo menor. Se trata de saber si, frente al auge de un urbanismo galopante que amenaza con reducir la ciudad antigua a una concha vacía, con transformarla en decorado para los turistas o en museo al aire libre, es posible restituirle algo de su dimensión simbólica y de su vocación inicial de favorecer los encuentros más imprevistos. Se trata, sencillamente, de devolver sus cartas de nobleza al azar, de comenzar a romper las barreras físicas, sociales o mentales que anquilosan la ciudad y de devolver el sentido a la bella palabra «movilidad».

¿Salida de la crisis?

Desde este punto de vista, la operación Vélib’ aparenta ser todo un éxito. En primer lugar, hace honor a su nombre (la conjunción de bici y libertad) y, al haber multiplicado, en todos los rincones de París, las estaciones donde es posible tomar o devolver una bicicleta, efectivamente, da cierta libertad a los usuarios. Partiendo de esta iniciativa, con un poco de imaginación uno hasta se siente tentado de soñar con una ciudad en la cual todos pudieran tomar, a su gusto, cualquier bicicleta en la calle, dejarla en cualquier parte y, poco después, tomar otra; de soñar con una suerte de comunismo urbano para jinetes de la bicicleta, hombres y mujeres unidos por una ética común y reglas de cortesía unánimemente respetadas. En agosto de 2007 se esbozó en las calles de París, al ritmo del pedaleo, algo que se parecía bastante a una utopía. En segundo lugar, la arremetida de los usuarios de bicicletas alquiladas ha permitido a éstos reapropiarse manifiestamente del espacio urbano. Los paseantes de París, los flâneurs —esa especie que se podía suponer en vías de desaparición—, reaparecían, pero montados en bicicleta; los nuevos paseantes, con el viento en las narices, evidentemente hacían un descubrimiento doble: se daban cuenta, maravillados, de que la ciudad está hecha para ser vista (vista directamente, sin la mediación de un aparato fotográfico ni de una cámara), de que es bella hasta en sus calles más modestas y de que es fácil y agradable recorrerla. A quienes se arriesgan a utilizar la bicicleta por primera vez en la ciudad se les ofrece una experiencia inédita que les permite reevaluar las distancias y hacer acercamientos que les están vedados en el transporte público, sujeto a itinerarios fijos. En bicicleta hay más cambios y más correspondencia. Uno se desliza subrepticiamente por otra geografía, eminente y literalmente poética, puesto que ofrece la posibilidad del contacto inmediato entre lugares que habitualmente uno sólo frecuentaba por separado y, además, porque así se presenta como una fuente de metáforas espaciales, de acercamientos inesperados y de atajos que no dejan de suscitar, a fuerza de pantorrillas, la curiosidad reavivada de los nuevos paseantes. En unas pocas pedaladas, uno pueda pasar de Montparnasse a la Torre Eiffel, atravesar el Sena, detenerse sobre un puente para abrazar largamente con la mirada la Ile de la Cité o la frondosidad de las Tullerías, lanzarse al norte, perderse en las estrechas callejuelas del París romántico, volver a hundirse en la Bastilla y el Marais, dirigirse hacia el bosque de Vincennes, que no está tan lejos, o regresar a Montparnasse, para cerrar el circuito. Ésa es la nueva libertad, la nueva libertad de inspiración, que ofrece el uso de la bicicleta. La bici es una escritura, con frecuencia una escritura libre y hasta salvaje, una experiencia de escritura automática, de surrealismo en acto o, por el contrario, una meditación más construida, más elaborada y sistemática, casi experimental, a través de los lugares previamente seleccionados por el gusto refinado de los eruditos.

Otro ejemplo notable es el de Barcelona, una ciudad comprometida desde los Juegos Olímpicos de 1992 con un modelo de desarrollo urbanístico sostenible ecológicamente cuyo objetivo es conseguir una movilidad urbana fundamentada en el desplazamiento en pie y en transporte público y en el uso de la bicicleta como modo habitual de locomoción. Desde su puesta en marcha en 2007, el Bicing —un sistema de alquiler de bicicletas análogo al Vélib’ parisino— ha ganado en muy poco tiempo la confianza y entusiasta aceptación de los barceloneses. Los datos de crecimiento son ciertamente espectaculares: en tan sólo dos años se ha pasado de 14 estaciones y 200 bicicletas a una red de 400 estaciones y 6.000 bicicletas, un servicio que cubre prácticamente la totalidad de los distintos distritos de la ciudad. Es más: la EMT (Entidad de Transporte Metropolitana) ultima un proyecto —el «Área Bicing»— cuyo propósito es extender el servicio a 17 municipios metropolitanos, con unas 440 estaciones y 3.500 bicicletas, lo cual supondrá una red de unos 375 km.

La respuesta de los ciudadanos ha sido igualmente excelente: 188.000 abonados (un 51% hombres y un 49% mujeres; un 44% entre 25 y 34 años, un 22% entre 35 y 44, un 16% entre 16 y 24, y un 6% de más de 55), con un promedio de 35.000 usos diarios en invierno y 45.000 durante el verano. Igualdad de uso por géneros; igualdad de uso por edades: la bicicleta iguala y hermana, respetando las diferencias: es radical y profundamente democrática.

En palabras de su alcalde Jordi Hereu, «este sistema ha transformado la ciudad, hasta tal punto que forma parte de su paisaje. El Bicing es ya uno de los símbolos de Barcelona, una realidad plenamente consolidada que refuerza la idea de que todos los barrios forman parte de la ciudad». La bicicleta se ha convertido así en un modo más de desplazamiento cotidiano cuyos beneficios medioambientales, sociales y económicos son evidentes y verificables para cualquier ciudadano o ciudadana que repare en ello. Una experiencia que, además, ha suscitado el interés de instituciones de ciudades como São Paulo, Washington, Milán, Bolonia, Sydney o Filadelfia.

Con 156 km de carriles-bici, los usuarios pueden cruzar la ciudad de norte a sur, de este a oeste, pedalear por las señoriales y cuadriculadas vías del Ensanche; por las sombrías, populosas y laberínticas callejuelas del Barrio Gótico, o por el ancho y soleado Paseo marítimo, con el calmo Mediterráneo como magnífico y reconfortante telón de fondo. Sin duda, la bicicleta pública —la de todos— está contribuyendo a humanizar una urbe que no hace mucho era más gris, huraña e inhóspita: la ciudad, sus calles, sus plazas, sus parques, sus estatuas, su mar…, para sus ciudadanos.

Sin embargo, se advierte fácilmente el doble peligro que corre la experiencia que se ha puesto en marcha en París o Barcelona. El primer peligro consiste en que la nueva práctica pronto se presente como una atracción del verano, reservada a los jóvenes y a los turistas, como una manera de vender la capital a quienes quieren visitarla. El segundo peligro es que adquiera la forma de un enfrentamiento entre automovilistas y ciclistas, alimentado por la ignorancia de unos y otros y su falta de cultura urbana, de urbanidad, identificable en el desprecio de los automovilistas menos sensibles por los ciclistas, pero también en la risueña despreocupación de algunos ciclistas resueltamente irrespetuosos con las reglas de circulación. Como parece ser moda en Francia desde hace varios años, ya hay quienes hablan de policía y de represión, lo cual es una manera de matar en el huevo la esperanza de asociar urbanidad, sonrisa, orden y distensión. Evidentemente, los dos peligros son complementarios y uno se da cuenta de que la operación Vélib’ sólo podrá ser un éxito verdadero, total e indiscutible, el día en que la gente de todas las edades considere natural tomar una bicicleta en la estación más cercana para ir a su trabajo o hacer compras. Esto supondría que nadie tuviera ya miedo de la circulación de automóviles ni de los accidentes, que se hicieran numerosos acomodamientos y que hubiera verdaderos bicicarriles en todas partes; es decir, que la suerte del ciclista no dependiera del talento, la buena voluntad y la paciencia de los conductores de autobuses o de taxis. Sea cual fuere la habilidad reconocida de los conductores de la RATP [Administración Autónoma de Transportes Parisienses] nadie puede impedir que el ciclista un poco inexperto o de cierta edad (ese mismo cuya adhesión a la bicicleta sería el criterio del éxito) se sienta nervioso ante la idea de que un autobús lo está pasando por un corredor relativamente estrecho.

Disponemos de cifras, publicadas por Seguridad vial, la ciudad de París y asociaciones como MDB (Mejor Desplazarse en Bicicleta). En 2000 hubo dos ciclistas muertos en París y en 2001 la cifra se elevó a cinco. En 2000 se habían registrado 17 heridos graves. Las cifras aún son más impresionantes si se toma en consideración toda la región parisiense: 83 heridos graves y 28 muertos en 2000. En París, el número de bicicletas ha aumentado el 48% desde 2001 sin que la cantidad de muertos se eleve en la misma proporción: en 2005 se registraron 3 muertos y 32 heridos graves. Sin embargo, el problema de la seguridad continúa existiendo porque la cantidad de accidentes en los que hay ciclistas implicados creció un 8% entre 2004 y 2005. En los seis primeros meses de 2007 hubo 3 ciclistas muertos y aumentó sensiblemente el número de heridos graves. En octubre murió un usuario de Vélib’. Un humorista británico señaló que en Londres las víctimas de la bicicleta eran más numerosas que las del terrorismo y culpaba en particular a los deportistas vestidos de lycra que se lanzaban a rodar precipitadamente por las calzadas, pero también por las aceras londinenses, en perjuicio de unos peatones atemorizados ante el riesgo de ser atropellados.

Por otro lado, si bien en París la extensión de los carriles para bicicletas en 2005 ya se elevaba a 327 kilómetros (los últimos 34 establecidos en ese mismo año), la distribución parece privilegiar los paseos por los bulevares periféricos y los espacios verdes. El hecho de que la operación Vélib’ se detenga en la frontera de París, que se desarrolle «intramuros», es, desde ese punto de vista, significativo. Por otra parte, las autoridades de la municipalidad lo han comprendido y a finales de 2007 ya se estaban desarrollando algunas conversaciones con las municipalidades de los suburbios. La cuestión de la vocación que tiene la bicicleta en París (¿disfrute ocioso en los momentos de distensión o utilización cotidiana?) continúa abierta. Por lo tanto, hoy no podemos pretender que el empleo de la bicicleta haya respondido a los desafíos de la nueva organización urbana. La revolución ciclista aún no se ha producido. Pero los demás ejemplos que podemos observar y estudiar en el mundo muestran que la idea de una ciudad donde reine la circulación en bicicleta no es una completa fantasía. Además de las ciudades del norte de Europa y algunas ciudades francesas como La Rochelle, pienso en diversas ciudades italianas de importancia media como Módena, Bolonia o Parma, donde la buena calidad de vida se hace evidente para cualquier visitante extranjero, sobre todo en virtud del espectáculo que ofrecen los ciclistas que circulan por ellas en todos los sentidos completamente relajados. París no es Módena, pero tampoco Los Ángeles, es decir un complejo urbano concebido para la circulación de automóviles. Para los responsables del urbanismo parisiense sería ciertamente menos irrealista tomar como modelo a Módena antes que Los Ángeles. El reto estriba en la dificultad de conciliar las exigencias del megapolo planetario (el descentramiento y la extraversión de un complejo abierto al mundo, que importa y exporta cotidianamente personas, productos, imágenes y mensajes) y las de la ciudad concebida como lugar donde se vive, medio íntimo compuesto de sus propias referencias y sus ritmos cotidianos.

Si bien nuestro mundo de imágenes, de comunicación y de consumo tiende a ahogar cada vez más el pensamiento del futuro y a aplastarlo bajo las evidencias del presente, hoy tal vez ya estén dadas, a pesar de todo, las condiciones para concebir una utopía urbana eficaz, es decir, capaz de convencer a los habitantes de la ciudad. La paradoja de esta utopía es que conocemos bien el lugar, aun cuando nos cueste definir sus límites y sus fronteras (¿dónde comienza y dónde termina la ciudad de nuestros días?). La nueva y sorprendente posibilidad que se deja entrever tímidamente y que nos ofrece, así, una rara oportunidad de imaginar el futuro sin temor ni disgusto es que la práctica de montar en bicicleta permite volver a trazar esos límites y esas fronteras, permite inventar itinerarios inéditos y reconfigurar la ciudad real, la de los usos, los intercambios y los encuentros con lo cotidiano. Esta oportunidad no es de ningún modo subalterna ni irrisoria y justifica plenamente que, para celebrar su advenimiento, se proyecte su realización en un futuro próximo con la esperanza de que, por una vez, la imaginación de lo que vendrá pueda cautivar la historia presente, movilizar a la sociedad, desplazar las líneas de vida y subvertir los temores y rencores de los menos imaginativos.