Nadie puede hacer un elogio de la bicicleta sin hablar de sí mismo. La bici forma parte de la historia de cada uno de nosotros. Su aprendizaje remite a momentos particulares de la infancia y la adolescencia. Gracias a ella, todos hemos descubierto un poco de nuestro propio cuerpo, de sus capacidades físicas, y hemos experimentado la libertad a la que está indisolublemente ligada. Para alguien de mi generación, hablar de la bicicleta es pues evocar, fatalmente, muchos recuerdos. Pero esos recuerdos no son sólo personales; están arraigados en una época y en un medio, en una historia compartida con millones de otros. Después de la Segunda Guerra Mundial, el ciclismo, como deporte eminentemente popular, recobró una dimensión épica, particularmente cuando se reinstauró el Tour de Francia. Hoy esta dimensión sobrevive a pesar de la crisis vinculada con las desviaciones del deporte profesional y del doping. Esta crisis es grave por múltiples razones, pero sobre todo porque atañe a la memoria íntima y a la mitología personal de cada individuo. Sin embargo, tal vez esta misma razón lo sea también de su resolución, pues los mitos tienen una vida resistente. Y además, la política de la ciudad llega al rescate. En el mismo momento en que la urbanización del mundo condena a que el sueño rural se refugie en el cliché de la naturaleza acondicionada (los parques naturales) o en los simulacros de la naturaleza imaginada (los parques de diversiones), el milagro del ciclismo devuelve a la ciudad su carácter de tierra de aventura o, al menos, de travesía. Desde hace mucho tiempo ese milagro sumaba encanto a ciudades como Ámsterdam o Copenhague y ahora nos encontramos con que los planificadores de nuestras ciudades comienzan, a su vez, a creer en los milagros e intentan, no sin esfuerzos ni torpezas, ponerlos en práctica en dos de las ciudades francesas más congestionadas por el tránsito de automóviles. Tanto en París como en Lyon, dejar bicicletas a disposición de los habitantes o de los turistas casi equivale a obligarlos a verse, a encontrarse, a socializar las calles, a reconstruir lugares de vida y a soñar la ciudad. Pero ya no estamos en el 68. Hoy, cambiar la vida es, en primer lugar, cambiar la ciudad. Hay mucho por hacer y lo que se hizo no siempre está bien hecho. Pero que una utopía haya encontrado su lugar, ya es algo nada desdeñable.