8. El pronombre peligroso

Las propuestas prácticas más persuasivas que he oído para hacer frente a los problemas del nuevo capitalismo se centran en los lugares en los que opera. Las empresas modernas gustan de presentarse como liberadas de las exigencias del lugar; una fábrica en México, una oficina en Bombay, un centro de comunicaciones en el bajo Manhattan, todo eso tiene la apariencia de meros nódulos de la red global. Hoy, los lugares, las ciudades o las naciones temen que si ejercitan su soberanía, imponiendo, por ejemplo, cargas fiscales o restringiendo los despidos sumarios, una empresa pueda encontrar sin mayores problemas otra isla en la red, una fábrica en el Canadá, si no la encuentra en México, o una oficina en Boston en lugar de en Manhattan. Por miedo a que IBM se marchara totalmente, muchas localidades de Hudson Valley se abstuvieron de desafiar su decisión de devastar la vida laboral de ciudadanos como los programadores del River Winds.

Sin embargo, ya hay signos de que la economía no es tan indiferente a la geografía como se ha supuesto; se puede comprar el stock que uno quiera en Dubuque, Iowa, pero no crear un mercado de reservas en los campos de trigo. De hecho, IBM está demasiado arraigada en su red de suministradores y distribuidores y en su proximidad a las actividades financieras de Nueva York para marcharse al extranjero. Como ha señalado Saskia Sassen, la economía global no flota en el espacio exterior. Aun en los mercados de trabajo más flexibles del globo, en el Sudeste asiático, se ha comprendido que la geografía social y cultural tiene un peso en gran parte de las decisiones particulares de inversión[133]. El lugar tiene un poder, y es posible que ese poder imponga restricciones a la nueva economía.

¿Es más eficaz desafiar al nuevo capitalismo desde fuera, en los lugares en que opera, o buscar reformar sus operaciones desde dentro? De los tres aspectos estructurales de la flexibilidad —reinvención discontinua, producción flexible y concentración de poder sin centralización—, parece en efecto posible frenar desde el exterior algunas consecuencias destructivas de la reinvención discontinua; entre otras cosas, podrían limitarse las reducciones de plantilla, puesto que sería más difícil controlar a la gente desde fuera. Sin embargo, la restricción solamente no es la perspectiva correcta.

El esfuerzo por controlar los mecanismos del neocapitalismo desde fuera debe tener una base diferente: debe preguntar qué valor tiene la empresa para la comunidad, cómo sirve a los intereses ciudadanos y no sólo a su propio libro de ganancias y pérdidas. Imponer estándares externos de conducta a menudo provoca la reforma interna, precisamente porque el mundo de la red es tan amorfo e inconstante, los criterios externos de comportamiento responsable pueden enseñar a la empresa una imagen de «cómo debería ser, aquí, donde está, en este momento». Sin embargo, el propósito de hacer de las empresas mejores ciudadanos, aunque digno, también tiene sus límites. Los nuevos propietarios de la panadería de Boston, por ejemplo, actúan en realidad como buenos ciudadanos, compartiendo sus beneficios y su personal; Rodney Everts, que intentó en vano enseñar a hacer pan a sus compañeros, tiene un día libre por semana para enseñar a hacer pan en una escuela técnica local. Sin embargo, este acto de buena voluntad cívica no consigue, en la panadería, nada que pueda hacer el trabajo más atractivo, y tampoco fortalece la identidad laboral de los empleados de Everts.

El lugar es geografía, una localización de la política; la comunidad evoca las dimensiones sociales y personales del lugar. Un lugar se vuelve comunidad cuando la gente utiliza el pronombre «nosotros». Hablar así requiere un apego personal, no geográfico; una nación puede constituir una comunidad cuando la gente traduce las creencias compartidas y los valores en prácticas concretas y cotidianas. Rousseau fue el primer escritor moderno en comprender cuán profundamente los mecanismos de la política se fundan en estos rituales de la vida cotidiana, la medida en que la política depende del «nosotros» comunal. Una de las consecuencias no deliberadas del capitalismo moderno es que ha reforzado el valor del lugar y ha despertado un deseo de comunidad. Todas las condiciones emocionales que hemos explorado en el lugar de trabajo animan ese deseo: las incertidumbres de la flexibilidad; la ausencia de confianza y compromiso con raíces profundas; la superficialidad del trabajo en equipo; y, más que nada, el fantasma de no conseguir hacer nada de uno mismo en el mundo, de «hacerse una vida» mediante el trabajo. Todas estas situaciones impulsan a la gente a buscar otra escena de cariño y profundidad.

Hoy, en el nuevo régimen, el uso de la palabra «nosotros» se ha vuelto un acto de autoprotección. El deseo de comunidad es defensivo, y a menudo se expresa como rechazo de los inmigrantes y otras personas de fuera: la arquitectura comunal más importante son los muros contra un orden económico hostil. Sin duda, es una ley casi universal que el «nosotros» puede usarse como defensa contra la confusión y la dislocación. La política actual, basada en este deseo de refugio, apunta más hacia los débiles, los que recorren los circuitos del mercado de trabajo global, más que hacia los fuertes, esas instituciones que ponen en movimiento o se aprovechan de su relativa penuria. Los programadores de IBM, como hemos visto, finalmente se han vuelto psicológicamente hacia su interior, pero de una manera importante han trascendido este sentido defensivo de la comunidad cuando dejaron de echarle la culpa a sus colegas indios y a su presidente judío.

«Nosotros» es a menudo una falsa locución cuando se utiliza como punto de referencia contra el mundo exterior. Rico conocía ambos lados de esta locución demasiado bien. Por un lado, observó que sus vecinos, cada vez que se mudaban, estaban unidos por vínculos débiles; se suponía que iba a empezar de cero en cada una de las ciudades dormitorio que atravesaba, lugares en los que la gente aparecía y desaparecía cada tres o cuatro años. Y su propio sentido del «nosotros», expresado en el lenguaje de los criterios de la comunidad y los valores familiares, era una abstracción estática, cuyo contenido mismo él había odiado en el pasado y no podía practicar en el presente. «Nosotros» puede esconder la diversidad de etnias de un país, con sus problemas para adaptarse entre sí, o sus historias de conflicto étnico. Ahora, este «nosotros» ficticio vuelve a la luz para defenderse contra una nueva y vigorosa forma de capitalismo.

Por todos estos motivos, el pronombre peligroso también puede usarse para explorar más en profundidad y con una actitud más positiva. Toma los dos elementos de la frase «destino compartido». ¿Qué clase de compartir se requiere para resistir la nueva política económica, más que para huir de ella? ¿Qué clase de relaciones personales sostenidas en el tiempo pueden estar contenidas en el uso de «nosotros»?

El vínculo social surge básicamente de una sensación de dependencia mutua. Todos los dogmas del nuevo orden tratan la dependencia como una condición vergonzosa: el ataque a la rígida jerarquía burocrática tiende a liberar estructuralmente a la gente de la dependencia; y se supone que arriesgarse es estimular la autoafirmación más que someterse a lo que viene dado. Dentro de las corporaciones modernas, no hay un lugar honroso para el servicio: la palabra misma conjura el último refugio del sirviente del tiempo. John Kotter celebra la consultoría como el summum del comportamiento empresarial flexible, lo cual supone que el consultor no está en deuda con nadie. Sin embargo, ninguno de estos repudios de la dependencia como algo vergonzoso promueve vínculos fuertes que ayuden a compartir.

Actitudes como ésta son algo más que prejuicios psicológicos. El ataque al Estado del bienestar comenzó en el régimen neoliberal y anglosajón y ahora se extiende a otras economías políticas, más «renanas», y trata a los que dependen del Estado con la sospecha de que son parásitos sociales más que personas verdaderamente indefensas. La destrucción de las redes del bienestar y los derechos de ayuda social estarían a su vez justificados porque liberan la economía política y permiten que se comporte más flexiblemente, como si los parásitos estuvieran tirando de los miembros más dinámicos de la sociedad. También se considera que los parásitos sociales se alojan en lo profundo del cuerpo productivo, o al menos eso es lo que transmite el desprecio de los trabajadores que necesitan que les diga qué hacer, que no pueden tomar iniciativas por sí mismos. La ideología de parasitismo social es una potente herramienta disciplinaria en el lugar de trabajo; los trabajadores quieren demostrar que no se están alimentando del esfuerzo de otros.

Una opinión más positiva de la dependencia sería, en primer lugar, un desafío a la oposición dependencia-independencia, un lugar común. Casi sin pensar aceptamos el contraste entre un yo débil y dependiente y otro fuerte e independiente. Sin embargo, al igual que el contraste entre éxito y fracaso, esta oposición aplana nuestra realidad. «La persona auténticamente independiente no demuestra ser en absoluto tan independiente como dan por sentado los estereotipos culturales», señala el psicólogo John Bowlby; en la vida adulta, «una persona sanamente independiente» es capaz de depender de los otros cuando «la ocasión lo requiere y también de saber en quién le conviene confiar»[134]. En las relaciones íntimas, él miedo a volverse dependiente de alguien significa no poder confiar en esa persona; en lugar de esa confianza, las propias defensas mandan.

Del mismo modo, en muchas sociedades es poca o ninguna la vergüenza que se atribuye a experiencias más públicas de la dependencia, donde los débiles están necesitados de los fuertes. En la Roma antigua, el cliente le pedía a su protector ayudas o favores con toda naturalidad, y éste se desprestigiaba si no podía ocuparse de aquellos que esperaban algo de él. Louis Dumont y Takeo Doi han documentado cómo en las sociedades indias o japonesas la dependencia tampoco va acompañada de autodegradación[135]. Como ha demostrado Albert Hirschmann, en los primeros tiempos del capitalismo la confianza en las relaciones comerciales era el producto del reconocimiento de dependencia mutua, lo cual no es exactamente igual a una relación honrosa entre débiles y fuertes, pero sí un reconocimiento de que uno solo no se basta para sostenerse a sí mismo. Jacques Savary, el autor del siglo XVII de Leparfa it négotiant, afirmó que la Divina Providencia quiere «que los hombres hagan negocios juntos y así la necesidad mutua que tienen de ayudarse establecerá entre ellos lazos de amistad»[136]. Y cuando los comerciantes reconocen la necesidad mutua, Montesquieu señaló un siglo más tarde, «el comercio… pule y suaviza los modales bárbaros»[137].

Naturalmente, la necesidad mutua también rige los modernos negocios; si no hay necesidad de otro, no hay intercambio. Y para la mayoría esa necesidad es desigual, porque en el moderno mercado de trabajo la gente necesita trabajar para otro. El nuevo orden no ha eliminado esa dura característica de la dependencia; en Estados Unidos, por ejemplo, la tasa de empleo por cuenta propia a tiempo completo se ha mantenido constante en un 8,5% durante los últimos cuarenta años.

Un fracaso repentino es la experiencia que hace que las personas reconozcan que a largo plazo no son autosuficientes. Lo más sorprendente de la experiencia de los programadores de IBM es que llegaron a hablar sencillamente del fracaso, sin culpa ni vergüenza. Pero este resultado requirió la presencia de otros, y los acercó más a los demás. Su logro —que no es una palabra demasiado fuerte— es haber llegado a un estado en el cual no se avergonzaban de su necesidad mutua ni de su incapacidad.

Una visión positiva de los límites personales y de la dependencia propia podría parecer más el dominio de la ética religiosa que de la economía política. Sin embargo, la vergüenza de ser dependiente tiene una consecuencia práctica, pues erosiona la confianza y el compromiso mutuos, y la falta de estos vínculos sociales amenaza el funcionamiento de cualquier empresa colectiva.

Las dificultades de confianza adquieren dos formas; en una, la confianza está sencillamente ausente; en la otra, impera una sospecha más activa de los demás. El vínculo de confianza, como hemos visto, se desarrolla informalmente en las grietas de las burocracias a medida que la gente aprende de quién puede depender. Los vínculos de confianza se ponen a prueba cuando las cosas van mal y la necesidad de ayuda se vuelve aguda. Una de las razones por las que los panaderos de Boston tienen una solidaridad tan débil es que están indefensos cuando se rompe una máquina. Los panaderos no creen que puedan confiar entre sí en casos de crisis, y no se equivocan. Nadie comprende a las máquinas; la gente entra y sale según horarios flexibles, tienen otros trabajos y otras responsabilidades. Más que sospecha mutua, hay falta de confianza; no hay base para tal confianza. La falta de confianza también puede crearla el ejercicio flexible del poder. Como señaló Anthony Sampson, durante los años de reducción de plantilla, IBM transmitió una gran falta de confianza a los empleados que sobrevivieron diciéndoles que ahora estaban solos, que ya no eran los hijos de la empresa. Estamos ante un potente mensaje doble: todos estamos remando juntos en la crisis; y, por el otro lado, si no te cuidas tú, prescindiremos de ti.

Cuando la gente se siente avergonzada de estar necesitada, puede ser más decididamente desconfiada hacia los demás. Consideremos, por ejemplo, la profunda ambivalencia de Rose ante las mujeres más jóvenes en su agencia de publicidad. Ir a trabajar a la parte alta de la ciudad le provocó una crisis en lo tocante a su edad expresada en los sentimientos que le producía la ropa que llevaba, incluso la forma de sus gafas. Sentía vergüenza de su aspecto, pero también le daba vergüenza sentir que necesitaba que la tranquilizaran; para eso dependía de las mujeres más jóvenes, pero, cuando le daban el consuelo, no las creía. En los meses de charla que tuve con ella, la «actitud condescendiente» de esas mujeres jóvenes era un prurito que aparecía una y otra vez; Rose hablaba más de si podía de verdad creer en lo que le decían y de cómo se comportaban con ella que del «coordinador» del equipo.

Podría decirse que todo esto sólo es cuestión de orgullo herido, pero no creo que sea así. El tono ácido de las discusiones actuales sobre necesidades de bienestar social, derechos sociales y redes de seguridad está impregnado de insinuaciones de parasitismo, por un lado, y se topa con la rabia de los humillados, por el otro. Cuanto más vergonzosa sea la sensación de dependencia y limitación, más se tenderá a sentir la rabia del humillado. Restituir la fe en los demás es un acto reflexivo; requiere menos miedo a la vulnerabilidad propia. Sin embargo, este acto reflexivo tiene un contexto social. Las organizaciones que celebran la independencia y la autonomía, lejos de inspirar a sus empleados, pueden suscitar esa sensación de vulnerabilidad. Y las estructuras sociales que no fomentan de un modo positivo la confianza en los otros en momentos de crisis infunden la más neutra y vacía falta de confianza.

«Confianza», «responsabilidad mutua», «compromiso» son todas palabras de las que se ha apropiado el movimiento llamado «comunitarismo». Quiere reforzar los criterios morales, pedir a los individuos que se sacrifiquen por otros, prometiendo que si obedecen criterios comunes encontrarán la fuerza mutua y la realización emocional que no pueden experimentar como individuos aislados. En mi opinión, el movimiento reivindica dudosamente la propiedad de la confianza y el compromiso; hace falsamente hincapié en la unidad como la fuente de la fuerza de una comunidad y erróneamente teme que cuando surgen conflictos en una comunidad los vínculos sociales están amenazados.

Una opinión más realista de cómo las comunidades pueden sostenerse aparece en el clásico ensayo de Lewis Coser The Functions of Social Conflict (Las funciones del conflicto social)[138]. Coser sostenía que la gente está unida más por el conflicto verbal que por el acuerdo verbal, al menos el acuerdo inmediato. En un conflicto hay que esforzarse más por comunicarse; como a menudo ocurre en las negociaciones laborales o diplomáticas, poco a poco las reglas básicas del compromiso unen a las partes. Coser señalaba que las diferencias de opinión suelen hacerse más marcadas y más explícitas aunque las partes puedan llegar finalmente a un acuerdo: la escena del conflicto se convierte en una comunidad en el sentido de que la gente aprende a escuchar y a reaccionar entre sí incluso percibiendo sus diferencias más profundamente.

Esta concepción del «nosotros» comunitario es mucho más profunda que esa frecuente y superficial manera de compartir valores comunes que se manifiesta en el comunitarismo moderno o en las declaraciones estáticas de Rico sobre los valores familiares. Los vínculos creados por el conflicto interno están muy lejos de las declaraciones defensivas de solidaridad que marcan hoy la respuesta a las dislocaciones económicas; en opinión de Coser, no hay comunidad, hasta que no se reconozcan las diferencias latentes en su seno. El trabajo en equipo, por ejemplo, no admite diferencias de privilegio o poder, y, en consecuencia, es débil como forma de comunidad; todos los miembros del equipo de trabajo se supone que comparten una motivación común, y precisamente esa suposición debilita la comunicación real. Los vínculos fuertes entre la gente implican un compromiso con sus diferencias por encima del tiempo. Rico ha tenido literalmente poco tiempo en todos los lugares donde ha vivido para experimentar este tipo de comunidad.

Las concepciones posmodernas del yo, como la de Salman Rushdie, hacen hincapié en la ruptura y el conflicto, pero no en la comunicación entre fragmentos del yo. La concepción de comunidad como proceso se refleja más en los actuales estudios políticos de la democracia deliberativa, especialmente en el trabajo de Amy Gutmann y Dennis Thompson, en el cual la expresión del desacuerdo, siempre en desarrollo, se considera que une a la gente más que la mera declaración de principios «correctos»[139]. En la psicología social, el proceso de comunidad refleja conflicto, tanto de disonancia cognitiva como de atención focal; en una comunidad, la atención focal es compartida. Y en esta concepción de comunidad hay una curiosa reflexión del ataque de Adam Smith a la rutina y a la celebración de la solidaridad. La rutina es una acción repetitiva, y por eso no tiene historia, no tiene evolución; la solidaridad es un estallido repentino de comprensión de otra persona, que aparece, dice Smith, no súbitamente, sino tras un largo periodo de resistencia y fallo perceptivo.

La comprensión de la comunidad como un proceso en desarrollo en el tiempo aparecía en la Enciclopedia de Diderot, aunque L’Anglée no fuera una escena de conflicto. Los ritmos del tiempo que Diderot celebró allí más tarde afirmados en los escritos de Anthony Giddens sobre el hábito, hicieron hincapié en la evolución gradual como una forma civilizada de cambio. Los sociólogos de la disputa y la Confrontación no creen que el conflicto verbal sostenido sea incivilizado, sino que forma una base más realista para las conexiones entre gente de poder desigual o con intereses diferentes.

Podría parecer que esta clase de comunidad, cargada de conflictos, es justamente lo que debería inspirar un régimen flexible. Las rupturas del tiempo, la desorganización social que conllevan deberían forzar a la gente a la articulación y la negociación de sus diferencias, más que a provocar la cooperación superficial del trabajo en equipo. Incluso si los superiores intentan eludir la confrontación, los subordinados estudiados por Harley Shaiken y Laurie Graham deberían buscarla.

Por supuesto, los que tienen el poder de evitar la responsabilidad tienen también los medios para reprimir las discrepancias. Lo hacen reprimiendo el poder de la «voz», como lo llama Albert Hirschmann, entre los trabajadores mayores, transmutando la voz de la experiencia en un signo negativo de envejecimiento, de estar demasiado contagiado por la manera en que las cosas se han hecho siempre. Sin embargo, ¿por qué hay gente que desea esa voz?, ¿por qué están dispuestos a seguir discutiendo y deliberando, incluso en detrimento propio? La decisión de permanecer comprometido no puede quedar confinada a una sensación de injuria o de lealtad institucionales. Son muchos más los heridos que los que gritan. Para imaginar que hay comunidades dispuestas a hacer frente al nuevo capitalismo, también tenemos que considerar la fuerza del carácter.

Éstas son las razones por las que los programadores de IBM me parecieron los caracteres más fuertes que he encontrado. Asumieron juntos la responsabilidad por sus fracasos y sus insuficiencias. Eso les dio fuerzas; también fomentó un marco narrativo para su experiencia. ¿Qué clase de coherencia en el tiempo consiguieron?

Algunos filósofos franceses han intentado definir la voluntad a permanecer comprometidos estableciendo la diferencia entre el maintien de soi, mantenimiento de sí mismo, y constance à soi, fidelidad a sí mismo: la primera sostiene una identidad a lo largo del tiempo; la segunda invoca virtudes tales como ser honesto con uno mismo en cuanto a los propios defectos. El mantenimiento de sí mismo es una actividad cambiante, pues las circunstancias personales cambian y la experiencia se acumula; la fidelidad a sí mismo, como el ser honesto con los propios defectos[140], tiene que ser constante, no importa dónde se esté ni qué edad se tenga.

No obstante, Emmanuel Levinas ha intentado dejar claro que la constance à soi tiene una dimensión social en lo que atañe a ser responsable con otras personas. Ésta es, a la vez, una noción muy sencilla y muy complicada. Sencilla porque afirma que mi sensación de valoración depende de que los otros puedan confiar en mí o no. Complicada porque necesito actuar de manera responsable, aun cuando no me conozca, y al margen de lo confusa, o destrozada incluso, que esté mi sensación de identidad[141]. No era ésta para Levinas una abstracción; durante la Segunda Guerra Mundial vio cómo miles de judíos luchaban conjuntamente con responsabilidad para hacer frente a la persecución nazi y a la de Vichy, aun cuando antes la mayoría no había compartido una fuerte identidad común como judíos.

Las ideas de responsabilidad de Levinas, y de constancia del carácter, han sido elaboradas a su vez por el filósofo Paul Ricoeur en los siguientes términos: «Porque alguien depende de mí, soy responsable de mi acción ante el otro»[142]. No importa lo irregular que sea la vida de una persona, su palabra debe ser buena. Pero Ricoeur argumenta que sólo puede mantener su exigencia imaginando constantemente que hay un testigo para todo lo que decimos y hacemos, y que, además, este testigo no es un observador pasivo, sino alguien que confía en nosotros. Para ser fiables, debemos sentirnos necesitados; para que nos sintamos necesitados, este otro debe estar en situación de carencia.

«¿Quién me necesita?» es una cuestión de carácter que sufre un cambio radical en el capitalismo moderno. El sistema irradia indiferencia. Y lo hace en términos de resultados de esfuerzo humano, como en los mercados del ganador que se lo lleva todo, donde es escasa la conexión entre riesgo y recompensa. Irradia indiferencia en la organización de la falta de confianza, donde no hay razón para ser necesitado. Y lo hace a través de la reestructuración de instituciones en las que la gente se trata como prescindible. Estas prácticas disminuyen obvia y brutalmente la sensación de importar como persona, de ser necesario a los demás.

Podría decirse que el capitalismo fue siempre así; sí, pero no de la misma manera. La indiferencia del viejo capitalismo de clase era crudamente material; la indiferencia que irradia el capitalismo flexible es más personal porque el sistema mismo está menos marcado, es menos legible en su forma. Enrico sabía dónde estaba; los viejos panaderos griegos tenían imágenes claras, verdaderas o falsas, de sus amigos y enemigos. El viejo hábito del marxismo era tratar la confusión como una especie de falsa conciencia; en nuestras circunstancias es una reflexión precisa sobre la realidad. De ahí la confusión personal de hoy en día a la hora de responder la pregunta: «¿Quién, en la sociedad, me necesita?».

La falta de respuesta es una reacción lógica a la sensación de no ser necesitado, y esto, puede aplicarse tanto a las comunidades de trabajo flexible como a los mercados de trabajo que eliminan de sus plantillas a los trabajadores de mediana edad. Las redes y los equipos debilitan el carácter —el carácter como Horacio lo describió, el carácter como conexión con el mundo, como el ser necesario para los demás—. Una vez más, en los conflictos comunales es difícil comprometerse si nuestro antagonista declara, igual que el gerente de ATT: «Todos somos víctimas del tiempo y del lugar». El otro falta, y, en consecuencia, estamos desconectados. Las conexiones reales hechas con otros reconociendo la incomprensión mutua se ven disminuidas, además, por el comunitarismo y la moral, por todas esas claras afirmaciones de valores compartidos, por el equipo de trabajo «nosotros» y su comunidad superficial.

El filósofo Hans-Georg Gadamer afirma que «el yo que somos no se posee a sí mismo; podría decirse que [el yo] "ocurre"» sujeto a los accidentes del tiempo y a los fragmentos de la historia. Así, la «autoconciencia del individuo», afirma Gadamer, «es solamente un parpadeo en el circuito cerrado de la vida histórica»[143]. Este es el problema del carácter en el capitalismo moderno. Hay historia, pero no una narrativa compartida de dificultad, y, por lo tanto, no hay destino compartido. En estas condiciones, el carácter se corroe; la pregunta «¿Quién me necesita?» no tiene respuesta inmediata. Incluso el grupo de programadores sólo podía seguir respondiendo que necesitaban a los demás en la mesa del River Winds Café.

Sin embargo, tuve una especie de epifanía en Davos escuchando a dirigentes del reino flexible. «Nosotros» es, también para ellos, un pronombre peligroso. Viven cómodamente en el desorden empresarial, pero temen la confrontación organizada. Por supuesto, temen el resurgir de los sindicatos, pero se vuelven marcada y personalmente incómodos, se revuelven en sus asientos o interrumpen el contacto visual, o se refugian tomando notas si se ven forzados a discutir con los que, en su jerga, «se quedan atrás». Saben que la gran mayoría de aquellos que avanzan con dificultades en el régimen flexible se quedan atrás y, por supuesto, lo sienten. Pero la flexibilidad que celebran no da, ni puede dar, guía alguna para el modo de llevar una vida corriente. Los nuevos amos han rechazado las carreras en el antiguo sentido inglés de la palabra, como caminos a lo largo de los cuales la gente puede viajar; los caminos de acción duraderos y sostenidos son territorios desconocidos.

Por lo tanto, mientras entraba y salía de las salas de conferencias, entre la maraña de limusinas y de policías en las montañosas calles del pueblo, me pareció que este régimen podría al menos perder su control actual sobre las imaginaciones y los sentimientos de los que están abajo. He aprendido del pasado duro y radical de mi familia; si se produce el cambio, se da sobre el terreno, entre personas que hablan por necesidad interior más que a través de levantamientos de masas. No sé cuáles son los programas políticos que surgen de esas necesidades internas, pero sí sé que un régimen que no proporciona a los seres humanos ninguna razón profunda para cuidarse entre sí no puede preservar por mucho tiempo su legitimidad.