El fracaso es el gran tabú moderno. La literatura popular está llena de recetas para triunfar, pero por lo general callan en lo que atañe a la cuestión de manejar el fracaso. Aceptar el fracaso, darle una forma y un lugar en la historia personal es algo que puede obsesionarnos internamente pero que rara vez se comenta con los demás. Preferimos refugiarnos en la seguridad de los clichés. Los campeones de los pobres lo hacen cuando intentan sustituir el lamento «He fracasado» por la fórmula, supuestamente terapéutica: «No, no has fracasado; eres una víctima». En este caso, como siempre que tenemos miedo de hablar directamente, la obsesión interna y la vergüenza se vuelven mayores. Si se deja sin tratar, se resume en la cruel sentencia interna: «No soy lo bastante bueno».
Hoy el fracaso ya no es la perspectiva normal a la que se enfrentan los muy pobres o los desfavorecidos; se ha vuelto más familiar como hecho común en la vida de la clase media. El tamaño cada vez menor de la élite hace que el éxito sea más difícil de alcanzar. El mercado del ganador-se-lo-lleva-todo es una estructura competitiva que arroja grandes cantidades de gente con estudios al vertedero del fracaso. Las reconversiones de empresas y las reducciones de plantilla imponen a la clase media desastres repentinos que en el capitalismo anterior estaban mucho más limitados a las clases trabajadoras. La sensación de fallarle a la familia comportándose en el trabajo de una manera flexible y adaptándose a cada momento —esa sensación que obsesiona a Rico—, si bien más sutil, es igualmente poderosa.
La oposición misma de los términos éxito-fracaso es una manera de aceptar el fracaso en sí. Esta simple división sugiere que si tenemos suficientes pruebas de logros materiales no nos acosarán sentimientos de insuficiencia o ineptitud, lo cual no era el caso para el hombre de Weber, que sentía que nada era suficiente. Una de las razones por las cuales es difícil mitigar con dólares la sensación de fracaso es que el fracaso puede ser de una especie más profunda: no poder estructurar una vida personal coherente; no realizar algo precioso que llevamos dentro; no saber vivir sino meramente existir. El fracaso puede sobrevenir cuando el viaje de Pico se vuelve sin rumbo e interminable.
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, el comentador Walter Lippmann, descontento con el cálculo del éxito en dólares que obsesionaba a sus contemporáneos, reflexionó sobre esas vidas inestables en un libro contundente que tituló Drift and Mastery, en el que intentó transmutar el cálculo material del fracaso y el éxito en experiencias más personales de tiempo, oponiendo a la experiencia errática, irregular, el dominio de los acontecimientos.
Lippmann vivió en la época en que se consolidaron las gigantescas empresas industriales de Estados Unidos y Europa. Todo el mundo conoce los males de este capitalismo, dijo Lippmann: la muerte de las pequeñas empresas, la bancarrota del gobierno en nombre del bien público, las masas arrojadas a las fauces del capitalismo. Lippmann también comentó que el problema de sus contemporáneos reformistas era que sabían «de qué estaban en contra pero no de qué estaban a favor»[109]. La gente sufría, se quejaba, pero ni el programa del marxismo naciente ni la empresa individual renovada ofrecían un remedio prometedor. Los marxistas proponían una masiva explosión social, los empresarios individuales mayor libertad para competir; ninguna de las dos cosas era una receta para un orden alternativo. No obstante, Lippmann no dudaba de lo que había que hacer.
Al observar la decidida y sacrificada actitud de los inmigrantes que por entonces inundaban Estados Unidos, proclamó en una frase memorable: «Todos somos inmigrantes espirituales»[110]. Las cualidades personales de determinación invocadas por Hesiodo y Virgilio, Lippmann las ve otra vez encarnadas en el trabajo esforzado y sin pausa del Lower East Side de Nueva York. Lo que Lippmann odiaba era el disgusto que le provocaba el capitalismo al esteta sensible, personificado, según él, en Henry James, que miraba a los inmigrantes de Nueva York como a una raza extraña, si bien con mucha energía, alborotada y anárquica en sus luchas[111].
¿Qué debería guiar a la gente lejos de la patria, la gente que ahora intenta crear una nueva narrativa espiritual? Según Lippmann, la carrera. No hacer una carrera del trabajo, por modestos que fueran su contenido o su paga, era entregarse a la sensación de errar sin rumbo que constituye la experiencia más profunda de la ineptitud; echando mano de una expresión en boga, diría que uno tiene que «hacerse una vida». Así, Lippmann recuperó el sentido más antiguo de carrera, que cité al iniciar este ensayo, la carrera como una ruta bien hecha. Recorrer ese camino era, según él, el antídoto contra el fracaso personal.
¿Podemos practicar este remedio en un capitalismo flexible? Aunque hoy podamos pensar en una carrera como sinónimo de profesión, uno de sus elementos —poseer una capacidad— no ha quedado limitado al ámbito profesional, y ni siquiera burgués. El historiador Edward Thompson señala que en el siglo XIX incluso los trabajadores menos favorecidos, mal pagados, desempleados o que iban buscando un empleo tras otro, intentaban definirse a sí mismos como tejedores, obreros metalúrgicos o campesinos[112]. El prestigio en el trabajo se consigue siendo algo más que «un par de manos»; los trabajadores manuales y los empleados domésticos de categoría superior en las familias victorianas lo buscaban en las palabras, carrera, profesión y oficio, que mezclaban indiscriminadamente más allá de lo que podría considerarse admisible. El deseo de este prestigio era igualmente intenso entre los empleados de la clase media de las nuevas empresas; como ha demostrado el historiador Olivier Zunz, en el mundo empresarial de la época de Lippmann, la gente intentaba dignificar su trabajo tratando la contabilidad, las ventas o la dirección de empresas como actividades semejantes a la de un médico o un ingeniero[113].
Así pues, el deseo de prestigio que brinda una profesión no es nada nuevo. Tampoco lo es la sensación de que son las carreras, más que los trabajos concretos, las que desarrollan nuestro carácter. «Tenemos que tratar con la [vida] deliberadamente, planificar su organización social, modificar sus herramientas, formular su método…»[114]. La persona que se dedica al ejercicio de una profesión se plantea propósitos a largo plazo, criterios de comportamiento profesional y no profesional, y un sentido de la responsabilidad para su conducta. Dudo que Lippmann leyera a Max Weber cuando escribió Drift and Mastery; no obstante, los dos escritores compartían un concepto similar de carrera. En el uso que de la palabra hace Weber, Beruf, en alemán «profesión, carrera», también subraya la importancia del trabajo como narración, y afirma que el desarrollo del carácter sólo es posible mediante un esfuerzo organizado y a largo plazo. «Dominio», afirma Lippmann, «es la sustitución de la intención consciente por el esfuerzo inconsciente».
La generación de Lippmann creía que se encontraban al comienzo de una nueva era de la ciencia y del capitalismo. Estaban convencidos de que el uso correcto de la ciencia, la técnica y, más en general, el conocimiento profesional podía ayudar a hombres y mujeres a consolidar con mayor fuerza una carrera. Al depositar esta confianza en la ciencia para el desarrollo del dominio personal, Lippmann se asemeja a otros contemporáneos norteamericanos y a socialistas fabianos como Sidney y Beatrice Webb en el Reino Unido o el joven Lon Blum en Francia, así como a Max Weber[115].
La receta de Lippmann para adquirir el dominio personal también tenía un objetivo político concreto. Lippmann observó cómo los inmigrantes de Nueva York se esforzaban por aprender inglés con vistas a comenzar sus carreras, pero eran excluidos de los institutos de enseñanza superior de la ciudad, que en esa época no admitían judíos y negros y eran hostiles a los griegos, los italianos y los irlandeses. Al pedir una sociedad más orientada hacia el desarrollo de las profesiones, el autor pedía que estas instituciones, abrieran las puertas, en una versión norteamericana del lema francés «carreras abiertas al talento».
El escrito de Lippmann constituye un acto imponente de fe en el individuo, en la posibilidad de hacer algo de uno mismo: el sueño de Pico, hecho realidad ahora en las calles del Lower East Side entre personas que Lippmann veía como seres humanos específicos e inconfundibles. En sus escritos Lippmann tendía a enfrentar al Goliat del capitalismo contra el David del talento y la voluntad personales.
El placer que produce leer a Lippmann es su propia justificación; su voz es la de un honrado maestro de escuela eduardiano, de vida sana, que al parecer se ha pasado muchas horas en piquetes o en compañía de hombres cuyas palabras apenas entiende. Así y todo, ¿es su fe en la profesión un precepto viable para nosotros, casi un siglo más tarde? Y en concreto, ¿es un remedio para el fracaso, ese tipo de fracaso que consiste en no poder organizar nuestra vida?
Hoy conocemos formas de burocracia diferentes de las conocidas por Lippmann y Weber; el capitalismo ahora actúa según principios de producción diferentes. Sin embargo, dejar de extraer algún sentido de continuidad y finalidad de estas condiciones equivaldría literalmente a nuestro propio fracaso.
Pensé a menudo en Lippmann mientras escuchaba a un grupo de programadores de mediana edad, hombres que acababan de perder su empleo tras una reducción de plantilla en una oficina de IBM en Estados Unidos. Antes de quedar en paro, estos hombres suscribían —de un modo algo complaciente— la creencia en que la carrera profesional se desarrolla a largo plazo. Como programadores de alta tecnología, se suponía que eran los amos de la nueva ciencia. Tras el despido, tuvieron que probar diferentes interpretaciones de los hechos que destrozaron su vida; no podían evocar una narrativa de los hechos instantánea y evidente por sí misma que diera sentido a su fracaso. Y ahora, por medios que Lippmann quizá no previo, se han salvado de la sensación de estar a la deriva y encontraron en el fracaso mismo cierta revelación de su vida profesional.
En primer lugar, quisiera exponer el contexto de la empresa en la que habían trabajado, por ser característico. Hasta mediados de la década de los ochenta, IBM practicó un capitalismo paternal con una venganza[116]. El hombre responsable del crecimiento de IBM, Thomas Watson padre, llevaba la empresa como un feudo personal y se llamaba a sí mismo «padre moral» de la empresa. La antigua canción de la empresa decía: «Con el señor Watson al frente, cada vez más ascenderemos, y mantendremos a IBM respetada a los ojos del mundo»[117]. «La lealtad», decía Watson, «evita el desgaste que produce tomar decisiones diarias respecto a lo que es mejor»[118]. Desde el punto de vista institucional, IBM se parecía a una empresa estatal francesa o italiana, con empleo fijo para la mayoría de sus empleados y una especie de contrato social entre la dirección y los trabajadores.
En 1956, Thomas Watson hijo relevó a su padre. El nuevo jefe delegó más y escuchó mejor, pero el contrato social siguió en vigor. IBM daba a sus trabajadores unas pensiones y un seguro de enfermedad excelentes; fomentaba la vida social con cursos de golf organizados por la empresa, atención de los niños e hipotecas; todos los estados de una carrera diseñada para gente de la que se esperaba que se quedase y ascendiera. IBM podía hacerlo porque, en sus mercados, era prácticamente un monopolio.
A consecuencia de graves errores de cálculo sobre el crecimiento de la industria informática en los años ochenta, IBM entregó virtualmente el control del sector de los ordenadores personales, a principios de 1990 la empresa agonizaba en medio de un periodo de agitación. Watson hijo se había retirado; cuatro nuevos presidentes cayeron. En 1992, la empresa sufrió una pérdida masiva de seis mil seiscientos millones de dólares; ocho años antes había acumulado los mayores beneficios jamás registrados por una empresa norteamericana. La compleja burocracia interna había demostrado ser paralizante cuando Microsoft, de Bill Gates, la hizo a un lado. IBM también se enfrentaba a una dura competencia de los japoneses y americanos advenedizos. En 1993, con un nuevo presidente —Louis Gerstner—, la empresa comenzó a reformarse con vistas a ser una máquina competitiva, e hizo un giro igualmente radical, intentando reemplazar la rígida estructura jerárquica del trabajo con fórmulas más flexibles de organización y con una producción flexible orientada a colocar en el mercado más productos y con mayor rapidez.
La plantilla de cuatrocientos mil empleados fue el blanco principal de la campaña. Al principio se tentó a algunos para que se marcharan, y luego muchos más tuvieron que irse a la fuerza. En los primeros seis meses de 1993, la empresa prescindió de una tercera parte de los empleados de las tres fábricas de IBM, situadas en Hudson Valley, Nueva York, y la compañía redujo las operaciones donde fuera posible. La nueva dirección cerró los campos de golf y los clubs, y retiró su apoyo a las comunidades en las que la empresa operaba.
Quise saber más acerca de este giro hacia una IBM más eficiente, con menos personal y más flexible, en parte porque muchos de los directivos e ingenieros de mediana edad víctimas del cambio son vecinos míos en el norte del estado de Nueva York. Sin trabajo a una edad demasiado temprana, se han forjado un empleo como «consultores», lo cual significa repasar sus agendas con la esperanza, a menudo vana, de que los contactos fuera de la organización aún recuerden que existen. Algunos han vuelto a trabajar para la empresa, pero como trabajadores con contactos a corto plazo, sin beneficios sociales ni un puesto en la institución. Al margen de cómo se las han ingeniado para sobrevivir los últimos cuatro años, no pueden dejar de prestar atención a las duras realidades del cambio y los efectos de éste en su vida.
El River Winds Café, no lejos de los antiguos despachos de mis vecinos, es una alegre hamburguesería antes frecuentada durante el día sólo por mujeres que salían de compras o por adolescentes de expresión sombría que iban allí a pasar el rato después del colegio. En este sitio les he oído desgranar su historia a estos hombres de camisa blanca y corbata negra que beben tazas de café sentados muy atentos como si estuvieran en una reunión de negocios. Un grupo de seis o siete hombres que se mantienen unidos: antes eran programadores de ordenadores centrales y analistas de sistemas de la antigua IBM. El más comunicativo de todos ellos era Jason, un analista de sistemas que llevaba en la empresa cerca de veinte años, y Paul, un programador más joven al que Jason despidió en la primera oleada de reducción de plantilla.
Comencé a reunirme con ellos esporádicamente, a últimas horas de la tarde, en 1994, un año después de que todos, menos Jason, hubieran sido despedidos, y un año después de encontrarme a Rico en el vuelo a Viena. En el River Winds Café, el esfuerzo de estos hombres por verle un sentido a lo ocurrido se dividió, grosso modo, en tres etapas. Cuando me sumé a sus conversaciones, los hombres se sentían víctimas pasivas de la empresa, pero cuando esas conversaciones llegaron a una conclusión, los empleados despedidos se habían concentrado en su propio comportamiento.
Cuando el dolor por el despido aún seguía en carne viva, la conversación giraba en torno a las «traiciones» de IBM, como si la empresa los hubiera engañado. Los programadores desenterraban hechos o comportamientos pasados de la empresa que parecían presagiar los cambios que se registraron posteriormente. Estos recuerdos incluían algunas pruebas, como el hecho de que a un ingeniero se le negara el uso del campo de golf para jugar un partido, o viajes sin explicación de un jefe de programadores a lugares no identificados. En esta fase, los hombres querían pruebas de premeditación por parte de sus superiores, pruebas que luego justificarían su indignación. Ser engañado o traicionado es un desastre que difícilmente puede considerarse un error propio.
De hecho, la sensación de una traición por parte de la empresa afectó con mayor fuerza a los observadores externos que la visitaron en aquella época: profesionales altamente cualificados en una empresa paternalista tratados ahora con una consideración no mayor que la que se da a los empleados administrativos inferiores o a los porteros. En el proceso de reducción de plantilla, la empresa parecía haberse destrozado a sí misma. El periodista inglés Anthony Sampson, que visitó las oficinas centrales de la empresa a mediados de los años noventa, encontró en el seno de IBM un estado de profunda desorganización social y no un personal con nuevos bríos. Un funcionario admitió lo siguiente: «Hay mucho más estrés, violencia interna y necesidad de ayuda psicológica, y todo se relaciona directamente con los despidos»[119]. Los que habían sobrevivido se comportaban como si vivieran con tiempo prestado, y no sentían que habían sobrevivido por alguna razón válida. En lo tocante a los despedidos, un pastor de una iglesia local y anterior trabajador de IBM comentó a Sampson: «Se sienten amargados y traicionados… Nos hicieron sentir como si fuéramos la causa de su fracaso mientras los peces gordos hacían millones».
Paul Carroll, otro estudioso de este debate, cuenta que, a la encuesta anónima sobre la moral de los empleados, una persona respondió a la nueva insistencia de la compañía en su respeto por el esfuerzo individual más que por la lealtad corporativa: «¿Qué respeto?… IBM es una compañía muy poco sólida y hace pomposas declaraciones públicas sobre el respeto, la sinceridad y la sensibilidad mientras a un nivel más bajo practica la administración opresiva y discriminatoria». «La lealtad a la empresa ha muerto», afirmó rotundamente un consultor de administración de empresas[120]. Y en ATT, un monstruo empresarial asociado que atravesó el mismo proceso, se vivía, en palabras de un ejecutivo, en «un clima de terror. Antes también había miedo, pero cuando eliminan cuarenta mil puestos de trabajo, ¿quién va a criticar a un supervisor?»[121].
Sin embargo, en el River Winds Café estas primeras reacciones no duraron. Los programadores comprendieron que, como explicación, la traición premeditada no pasaba la prueba de la lógica. Muchos de los superiores que los habían despedido en la primera fase de la reconversión empresarial fueron a su vez despedidos más tarde; como Jason, ahora también se los veía en el River Winds. Otra vez, puesto que era obvio que durante gran parte de los años ochenta y principios de los noventa a la compañía le iba bastante mal, los hechos desagradables se reflejaban demasiado claramente en el balance anual; más que ocultarse, quedaban al descubierto las disfunciones de la antigua cultura empresarial.
Más que nada, como adultos con uso de razón, los programadores llegaron a entender que la teoría de la traición, planificada o no, convertía a los jefes en rígidas figuras del mal. Cuando Paul mencionó por cuarta o quinta vez los misteriosos viajes del jefe de programación, los que estaban en la mesa se le lanzaron encima. «Venga», dijo Jason, «sabes que era un tipo decente. Lo más probable es que fuera a visitar a su novia. Nadie sabía lo que se nos venía encima». Ante esta perspectiva, los otros también llegaron a estar de acuerdo. El efecto de este consenso fue hacerles ver como más reales los males de este lastre empresarial, y menos como productos de la fantasía.
Así, en una segunda fase de interpretación, se centraron en buscar las fuerzas externas a las que echarles la culpa. En el River Winds Café, la «economía global» parecía ahora ser la fuente de sus infortunios, en especial por recurrir a los servicios de trabajadores extranjeros. IBM había comenzado a encargar fuera parte de su trabajo de programación, y pagaba a gente en la India una fracción del salario que pagaban a los norteamericanos. Los salarios bajos de estos profesionales extranjeros se citaban como una razón por la cual la empresa había prescindido de los norteamericanos. Lo más sorprendente es que la red de comunicaciones de la empresa sirviera como la Ellis Island de los indios, su puerto de inmigración, pues el código escrito en Amenadabab llegaba a la mesa de trabajo de un supervisor con la misma rapidez que el escrito en la casa. (A este respecto, Jason me contó un hecho bastante paradójico que había aprendido de los supervivientes de su misma oleada de despidos: en esta compañía de alta tecnología, la gente rara vez ponía on-line sus opiniones y críticas; no querían dejar huellas por las que pudieran atribuírseles responsabilidad alguna).
El temor de que los extranjeros socaven los esfuerzos de los nativos es un temor profundamente arraigado. En el siglo XIX, eran los inmigrantes muy pobres y sin cualificaciones los que parecían llevarse los trabajos, por su disposición a trabajar por menos. Hoy, la economía global desempeña la función de suscitar este viejo miedo, pero aquellos amenazados en su país no parecen ser sólo los no cualificados, sino también las clases medias y los profesionales atrapados en el flujo del mercado de trabajo global. Muchos médicos norteamericanos han citado, por ejemplo, el flujo de «doctores baratos» de los países del Tercer Mundo como una de las razones por las cuales su propia seguridad se ve amenazada por las compañías de seguros y de asistencia sanitaria. Economistas como Lester Thurow han intentado generalizar esta amenaza argumentando que el cambio de trabajo a lugares del mundo con menores salarios debilita los salarios en economías más avanzadas, como Estados Unidos. Desde un punto de vista racional, es posible matizar este miedo al mercado de trabajo global; Paul Krugman señala, por ejemplo, que sólo el 2% de la renta nacional en América procede de importaciones de economías de bajo salario de otras partes del mundo. Sin embargo, la creencia en el riesgo personal causado por la amenaza externa posee raíces profundas y no tiene en cuenta los hechos.
Por ejemplo, en esta fase «proteccionista» de la discusión, que duró varios meses, los hombres del café intentaron explicar sus propios problemas igualando la influencia extranjera y los «desconocidos» norteamericanos haciéndose con la empresa; señalaron repetidas veces el hecho de que el nuevo presidente de IBM, Louis Gerstner, era judío. Desgraciadamente, esta fase tuvo lugar durante las elecciones de 1994; varios de los hombres votaron por candidatos de extrema derecha que les habrían parecido absurdos en tiempos más seguros.
Pero, otra vez más, esta interpretación compartida no duró. El momento crucial en el proceso que les llevó a negar la perfidia de los «de fuera» llegó cuando los empleados empezaron a hablar de sus respectivas carreras, y, en particular, de sus valores profesionales. Como ingenieros, científicos, los programadores creían en las virtudes de los desarrollos tecnológicos como las comunicaciones digitales globales. También reconocieron la calidad del trabajo realizado en la India.
Este reconocimiento significaba algo más que una obediencia abstracta a los estándares profesionales. El hecho de que los hombres estuvieran hablando juntos importaba. Durante la fase en la cual los programadores achacaban sus males a la perfidia de los indios que reventaban los salarios y las maquinaciones del presidente judío de IBM, los hombres tenían poco que compartir entre sí acerca del contenido de su trabajo. Se hicieron varios silencios en la conversación; la traición dentro y fuera de la compañía y la victimización externa mantuvieron la conversación fuera de los confines de la queja. En efecto, centrarse en el enemigo extranjero no contribuía en nada a darles a los programadores prestigio profesional. La historia sólo se refería a acciones de otros, desconocidos y no vistos en ningún sitio; los programadores se convirtieron en agentes pasivos de las fuerzas globales.
Jim, el mayor de los empleados de IBM y, en consecuencia, el que había tenido más problemas para volver a situarse, me señaló: «¿Sabe una cosa? Durante la guerra de Corea pensaba que sólo era un títere en ese fango, sentía que no era nadie. Pero me volví más títere en IBM». Cuando comenzó la tercera fase de la interpretación, Paul, que una vez había sospechado de la traición de aquel superior que hacía tantos viajes, se volvió contra Jim, a quien admiraba mucho, y le recordó que ellos tampoco habían estado dedicando su tiempo a IBM. Claro que una vez habían creído en la empresa, pero, afinando un poco más, Jim dijo: «Nos gusta nuestro trabajo». A lo cual Jim respondió: «Es cierto. A mí me sigue gustando…, cuando tengo». Y así, poco a poco, los hombres comenzaron a hablar de manera diferente.
La tercera fase de la explicación les devolvió parte de su sentido de integridad en cuanto programadores, pero a un alto precio. Ahora, el centro de atención estaba más en la historia del trabajo de alta tecnología, en su inmenso crecimiento reciente, en las capacidades necesarias para hacer frente a los desafíos industriales y científicos. Algo ocurrió en la voz de los hombres que hablaban en el café cuando dejaron de obsesionarse con el daño que les habían hecho. Cuando se pusieron a hablar de su profesión, los programadores se concentraron en lo que podrían y deberían haber hecho anteriormente en sus propias carreras con vistas a prevenir las dificultades en que se encontraban. En esta tercera fase apareció por fin el discurso sobre la carrera tal como pudo haberla imaginado Walter Lippmann. Cuestiones como voluntad y opción personal, criterios profesionales, narrativas del trabajo, todo eso surgió, con la salvedad de que el tema de este discurso era, más que el dominio, el fracaso.
De hecho, estas discusiones se basaban en el hecho de que IBM se había limitado a programadores de ordenadores centrales en una época en que el crecimiento en la industria se dio en el sector de los ordenadores personales; la mayor parte de estos programadores eran del otro sector. Los hombres de IBM comenzaron a acusarse de haber dependido tanto de la empresa, de haber creído en las promesas de la cultura empresarial, de haber interpretado un escenario profesional que no era de creación propia. «Acusarse» puede sugerir culpa. No percibí el temblor de la culpa en las voces, al menos no culpa del tipo recargado y autocompasivo. La charla iba de ordenadores centrales, terminales de trabajo, las posibilidades de Java, los problemas de la amplitud de banda, y el yo.
En esta tercera fase, los desempleados recitaron los éxitos de los que diez o doce años atrás entraron en el sector de los ordenadores personales con arriesgados negocios propios, o de los que previeron las posibilidades de Internet. Los programadores del River Winds piensan que habrían debido hacer lo mismo, es decir, convertirse en empresarios hijos de Silicon Valley, la cuna de la pequeña tecnología.
«Tuvimos el ejemplo», dijo un día Kim a un especialista en redes. «Sabíamos que todo se estaba cociendo en la Costa [Oeste], y no hicimos nada». Todos menos Jim asintieron; él mencionó el problema que significa reunir el capital. «Tonterías», replicó Kim. «Este negocio no es cuestión de hoy, sino de lo que podría ocurrir. Para eso se consigue el dinero». La historia de los graves errores internos de IBM, la reorganización empresarial motivada por el deseo de flexibilidad, el advenimiento del mercado de trabajo global puesto de manifiesto por el recurso a los programadores indios: todo se reinterpretó como señales de que era hora de salir y de que debieran haberse arriesgado.
Durante el último año, la historia de lo que le ocurrió a IBM y a ellos ha descansado aquí. Y me di cuenta de que esta última interpretación ha coincidido con un cambio en la conducta de mis vecinos en la comunidad. Antes eran concejales y miembros de juntas escolares; ahora han dejado estos cargos. No les da miedo ir por la ciudad con la cabeza bien alta, pues aquí hay mucha gente que ha sido despedida por IBM o que ha sufrido pérdidas como propietarios de tiendas y comerciantes a raíz de la gran reorganización, pero han perdido interés por los asuntos cívicos.
El único compromiso comunitario que los hombres mantienen, y que de hecho cumplen cada vez con mayor vigor, es ser miembros de las Iglesias locales y participar en su administración. Para ellos es una actividad importante, debido al contacto personal con otros miembros de la Iglesia. En esta parte del campo, como en cualquier otra, el fundamentalismo y las formas evangélicas del cristianismo han experimentado un repentino auge. Paul, el más joven, me dijo: «Cuando volví a nacer en Cristo, comencé a aceptar mejor las cosas, a esforzarme menos». Si mis vecinos han asumido la responsabilidad por sus biografías, ese acto ético ha puesto su conducta en una dirección particular: se han refugiado en su interior.
Un empresario de éxito de Silicon Valley que lea esta explicación podría muy bien comentar: «Esto en realidad demuestra que debieron haberse arriesgado más. Una vez que estos hombres comprendieron la naturaleza de una carrera moderna, hicieron bien al considerarse a sí mismos responsables. No actuaron». Por supuesto, este severo juicio da por sentado que los programadores eran previsores. Con todo, las discusiones del River Winds Café podrían tomarse sencillamente como un cuento con moraleja acerca de la vulnerabilidad agravada de las carreras hoy día.
Sin embargo, dejar el asunto así excluiría el trabajo real en el que estaban comprometidos estos hombres: hacer frente a su fracaso, sacar un sentido de él en relación con su respectivo carácter.
En una entrevista a Michel Foucault poco antes de morir, el filósofo le hizo al periodista que le entrevistaba esta pregunta: ¿cómo uno se «gobierna a sí mismo?»
¿Cómo «gobernarse a sí mismo» realizando acciones en los que uno es el objeto de esas acciones, los dominios en que se aplican, los instrumentos a los cuales tienen que recurrir y el sujeto que actúa?[122]
Los programadores tuvieron que responder a esa pregunta buscando maneras de hacer frente a la realidad del fracaso y los límites personales. Ese esfuerzo de interpretación está también en el espíritu del «dominio» de Lippmann, en el sentido de dejar de sufrir el cambio pasiva y ciegamente; en cualquier caso, es una acción real. Están venciendo al tabú del fracaso, sacándolo a la luz. Por esta razón, es importante comprender su manera de hablar.
Los hombres prueban tres historias. Las tres versiones giran alrededor de un punto decisivo; en la primera, ese punto aparece cuando la dirección de la empresa comienza a traicionar a los profesionales; en la segunda, cuando los intrusos entran en escena; en la tercera, en el momento en que los programadores no se deciden a abandonar la empresa: Ninguna toma la forma de una historia en la que el desastre personal es largo y lento, desde la época de Thomas Watson padre en adelante.
Crear una narrativa alrededor de momentos repentinos y cruciales del cambio es, por supuesto, una convención común tanto en novelas como en autobiografías. Jean-Jacques Rousseau, por ejemplo, en sus Confesiones, declara a propósito de unos azotes que le aplicó cuando era niño la señorita Lambercier: «Quién habría podido suponer que ese castigo infantil, recibido a la edad de diez años de manos de una mujer de treinta, determinaría mis gustos y deseos, mis pasiones, mi mismo yo para toda la vida»[123]. Este indicador del cambio ayuda a Rousseau a definir, pese al violento flujo interior, una forma para su historia personal, como cuando declara que «hay veces en que soy tan distinto del que soy que podrían tomarme por alguien de un carácter totalmente opuesto»[124]. La convención del momento crucial es una manera de hacer el cambio legible y claro, más que una combustión caótica, ciega o simplemente espontánea. Esta última clase de cambio aparece en la autobiografía de Goethe; al decidirse a abandonar su vida pasada, Goethe dice de sí mismo: «¿Adónde irá ahora? Apenas puede recordar de dónde viene»[125].
Al igual que para Rousseau, la convención del momento definidor y clarificador ayuda a los programadores a encontrarle un sentido a la forma de sus carreras. Por supuesto, sus conversaciones no eran tres capítulos claros y bien acabados; la charla relajada vagabundea y serpentea inevitablemente. Sin embargo, en las dos primeras versiones, molestas verdades se cuelan en el camino de los hechos decisivos. La primera versión pierde credibilidad porque los hombres conocían la situación de IBM; la segunda hace aguas por la creencia de los hombres en el progreso tecnológico y su sentido de calidad profesional. Sin embargo, la tercera versión libera a las personas que participan en la conversación y les permite hacerse con el control de la narrativa. Ahora, la historia puede fluir: tiene un centro sólido, «yo», y una trama bien construida. «Lo que debiera haber hecho es coger mi vida con mis propias manos». El momento clave se da cuando los programadores dejan de ser víctimas pasivas y asumen una posición más activa. Ahora son sus propias acciones las que importan. El despido ya no es el hecho clave; la acción crucial es el paso que deberían haber dado en 1984 y 1985. El momento clave se convierte en responsabilidad personal. Unicamente haciendo este cambio pueden comenzar a hacer frente al hecho de que han fracasado en sus carreras.
Los tabúes que rodean al fracaso significan que a menudo es una experiencia profundamente confusa y mal definida. Un golpe solo, un rechazo, no bastan. En un soberbio estudio de la clase media en movilidad descendente, la antropóloga Katherine Newman observa que «pese a sus diversos resultados, la movilidad descendente de la clase directiva genera una condición liminal, flotante, ambigua». Ser un ejecutivo venido a menos, dice Newman, significa «descubrir, en primer lugar, que uno no es una persona tan buena como pensaba que era, y, luego, terminar sin saber quién, o qué eres»[126]. Los hombres del River Winds Café se salvaron de esa ambigüedad subjetiva.
Podría parecer que este funcionamiento narrativo del fracaso es arbitrario. En Así habló Zaratustra, Nietzsche dice que el hombre corriente es un furioso espectador del pasado, y que le falta el poder para «desear hacia atrás»[127]. Sin embargo, los programadores no podían vivir como espectadores furiosos de su pasado, y por eso llevaron sus deseos hacia atrás. Y, en la evolución de la historia narrada, los hombres del River Winds Café dejaron finalmente de hablar como niños de una empresa paternalista; se desprendieron de la opinión de que los poderosos son demonios maquinadores y los sustitutos de Bombay intrusos ilegítimos. De ese modo, su interpretación se hizo más realista.
¿De qué manera esta forma narrativa elimina la sensación de deriva interior que Lippmartn consideraba tan corrosiva? Consideremos otra clase de narrativa que podría adaptarse mejor a las circunstancias contemporáneas. El novelista Salman Rushdie afirma que el yo moderno es un «edificio tembloroso que construimos con retales, dogmas, injurias infantiles, artículos de periódico, comentarios casuales, viejas películas, pequeñas victorias, gente que odiamos, gente que amamos»[128]. Para él, una narrativa vital parece un collage, una colección de accidentes, de cosas encontradas e improvisadas. El mismo énfasis en la continuidad aparece en los escritos del filósofo Zygmunt Bauman y el teólogo Mark Taylor; ambos celebran los esfuerzos de novelistas como Joyce o Calvino por trastocar tramas bien construidas para poder transmitir el flujo de la experiencia ordinaria[129]. La psique vive en estado de interminable devenir —una mismidad que nunca termina—. En estas condiciones, no puede haber una narración vital coherente, ni momento clarificador de cambio que ilumine el conjunto.
Estas visiones de la narrativa, a veces llamadas «postmodernas», reflejan, en efecto, la experiencia del tiempo en la moderna economía política. Un yo maleable, un collage de fragmentos que no cesa de devenir, siempre abierto a nuevas experiencias; éstas son precisamente las condiciones psicológicas apropiadas para la experiencia de trabajo a corto plazo, las instituciones flexibles y el riesgo constante. Sin embargo, hay poco espacio para comprender el derrumbe de una carrera si creemos que toda la historia de una vida sólo es una colección de fragmentos. Tampoco hay espacio para analizar la gravedad y el dolor del fracaso si no es más que otro incidente.
La fragmentación del tiempo narrativo está particularmente marcada en el medio profesional de los programadores. En City of Bits, el arquitecto William Mitchell describe el ciberespacio como «una ciudad no arraigada en ningún lugar definido de la superficie de la Tierra… y habitado por sujetos incorpóreos y fragmentados que existen como colecciones de alias y de agentes»[130]. La analista de tecnologías Sherry Turkle cuenta que una persona joven le dijo: «Sólo giro alrededor de una parte de mi mente y luego de otra cuando voy de ventana en ventana. De alguna manera soy una especie de argumento en una ventana y trato de dar con línea chica… en otra, y en otra ventana puedo tener abierta una hoja de cálculo»[131]. Fredric Jameson habla de esta «incesante rotación de los elementos» en la experiencia moderna, tal como ocurre al moverse de ventana en ventana por la pantalla del ordenador[132].
Los programadores han recuperado hablando de falta de conexión ausente en la pantalla. Su narrativa parece en realidad preposmoderna en su esfuerzo por tener coherencia y una autoría sólida: «yo». Podría decirse que la suya es —para usar otra expresión de moda— una narrativa de resistencia, pero, en su alcance ético, el desenlace de esta conversación fue más profundo.
Al final, los programadores hablaban con un aire más de irrevocabilidad resignada que de rabia por sentir que «habían perdido el tren», por haber desperdiciado sus posibilidades, aunque estén en su mejor momento físico. En esta tercera versión, los hombres sintieron el alivio de no tener ya que luchar; antes sentían ese cansancio tan hondo de la vida que sobrecoge a mucha gente de mediana edad. Cualquiera que haya saboreado de verdad el fracaso reconocerá el impulso: ante la pérdida de la esperanza y el deseo, la preservación de la voz activa es la única manera de hacer el fracaso soportable. No es suficiente con declarar simplemente la voluntad de durar. Rico está lleno de principios orientadores, y tiene un montón de consejos que darse a sí mismo, pero estas panaceas no le evitan sus temores. El consejo que los ingenieros se dan a sí mismos se expresa en locuciones como: «Debiera haberlo sabido…» y «Si hubiera,…». En este lenguaje, el alivio se parece a la resignación, y la resignación es una manera de reconocer el peso de la realidad objetiva.
Así, su narrativa fue, de alguna manera, una especie de autocuración. En general, la narrativa sólo hace el trabajo de curar por su estructura, no por medio de consejos. Incluso las grandes alegorías, incluso aquellas que no tienen ningún reparo en moralizar, como El Peregrino de Bunyan, trascienden el intento de enseñarle al lector cómo ha de actuar. Bunyan, por ejemplo, hace las tentaciones del mal tan complicadas que el lector se demora demasiado en las dificultades de Cristiano, el protagonista, y no intenta imitar sus soluciones. La curación que produce la narrativa viene precisamente del compromiso con la dificultad. El trabajo terapéutico no limita su interés a hechos que se resuelvan de la manera correcta. En cambio, una buena narrativa reconoce y prueba la realidad de todas las maneras erróneas en que puede salir la vida y, en efecto, sale. El lector de una novela, el espectador de una pieza de teatro, experimenta un particular consuelo al ver que la gente y los hechos encajan en una estructura temporal; la «moraleja» de la narrativa reside en la forma, no en el consejo.
Finalmente, podría decirse que estos hombres se han confrontado con el fracaso pasado, dilucidado el valor de su carrera, pero no han encontrado maneras de salir adelante. En el presente flexible y fragmentado sólo puede parecer posible crear narrativas coherentes sobre lo que ha sido, y ya no es posible crear narrativas predictivas sobre lo que será. El hecho de que los hombres del River Winds Café hayan dejado ahora sus compromisos activos sólo parece confirmar esta condición de tiempo pasado. El régimen flexible parece engendrar una estructura de carácter constantemente «en recuperación».
Irónicamente, éstos son los Davides que se enfrentan al Goliat del régimen flexible. Es en cuanto individuos —la clase de individuos admirados por Walter Lippmann— que los programadores encontraron un camino de discutir el fracaso entre sí, para de esa manera encontrar una sensación más coherente de su yo y de su tiempo. Mientras que deberíamos admirar esa fuerza individual, el giro hacia su interior y a relaciones íntimas muestra los límites de la coherencia que han conseguido. Un sentido más amplio de comunidad, y un sentido más pleno del carácter, es lo que necesita el número creciente de personas que, en el capitalismo moderno, están condenadas al fracaso.