5. Riesgo

Hasta que cerró sus puertas, el Trout Bar era uno de mis lugares favoritos para relajarme en Nueva York. Situado en el edificio de una vieja fábrica de Soho, el Trout no era un lugar precisamente acogedor; en realidad, era un sótano, y la vista de la que se disfrutaba por las ventanas era una democrática perspectiva de zapatos y tobillos anónimos. El Trout era el reino de Rose.

Apenas concluidos los estudios secundarios, Rose se había casado bien con un hombre de mediana edad, fabricante de fieltro, en los días en que los hombres llevaban sombrero. Tal como era costumbre hace treinta años, no tardó en tener dos hijos. El fabricante murió igual de rápido; lo que sacó al vender su negocio, Rose lo destinó a adquirir el Trout. Al parecer, para abrirse camino en el mundo de los bares en Nueva York hay que ponerse de moda o no preocuparse por la moda; lo primero significa atraer a la población flotante de modelos, ricos aburridos y peces gordos de los medios de comunicación que pasan por ser los «elegantes» de la ciudad; lo segundo, atraer a una sedentaria clientela local. Rose escogió el segundo camino como el más seguro, y el Trout siempre estaba lleno.

En su bar la comida era sólo para los atrevidos. Los cocineros, Ernesto y Manolo, no tenían la menor idea de la función que desempeña el calor en el proceso de cocción de los alimentos, de modo que una hamburguesa con queso poco hecha solía llegar a la mesa convertida en un objeto seco y correoso para el que hacía falta tener a mano un cuchillo bien afilado. Pero Ernesto y Manolo eran los «chicos» de Rose; la dueña bromeaba con ellos, les gritaba, y ellos le replicaban con groseros comentarios en español. Fuera de la cocina, la vida social era diferente; la gente iba al Trout a que la dejaran en paz. Supongo que todas las ciudades tienen oasis como éstos. Vi allí a los mismos clientes habituales durante toda una generación, y mantuve con ellos conversaciones interminables, pero nunca nos hicimos amigos.

Aunque en realidad era una neoyorquina trabajadora y sensata, Rose parecía el «personaje» que la bohemia de Nueva York prefiere, y hablaba como tal. Los ojos agrandados bajo unas enormes gafas cuadradas que sólo parecían poner de relieve su voz, una trompeta nasal que soltaba con frecuencia comentarios mordaces. Su verdadero carácter estaba escondido bajo esa fachada. Rose me habría gruñido si alguna vez le hubiera dicho que era sensible e inteligente; pero su problema era que sentía que no estaba haciendo nada por sí misma sirviendo cafés y copas a los actores en paro del barrio, a escritores cansados y ejecutivos rollizos. Y tuvo la necesaria crisis «en mitad del camino de la vida».

Hace unos años decidió salir del territorio cómodo y rentable que se había construido en el Trout. Era un momento razonable para cambiar; una de sus hijas se había casado, la otra acababa de terminar sus estudios universitarios. A Rose la habían encuestado varias veces investigadores de una agencia de publicidad especializada en bebidas y que promocionaba bebidas alcohólicas en revistas. Le hablaron de un contrato de dos años en la agencia para alguien que infundiera nueva vida a la venta de licores fuertes, pues la cuota de mercado del escocés y el bourbon estaba descendiendo. Rose aprovechó la oportunidad, se presentó y la aceptaron.

Nueva York es un centro internacional de la publicidad, y los neoyorquinos reconocen fácilmente a la gente de la industria de la imagen. Los hombres de los medios de comunicación cultivan menos el aspecto de funcionario acartonado que el del artista próspero: camisas de seda negra, trajes negros, mucho negro y todo muy caro. Tanto los hombres como las mujeres del ramo prosperan gracias a una red de citas a la hora del almuerzo y del cóctel, fiestas en galerías de arte y noches de club en club. Un agente publicitario de la ciudad me dijo una vez que sólo hay quinientas personas realmente importantes en el negocio de los medios de comunicación de Nueva York, porque salen, andan por ahí, son visibles; los otros miles que se desloman trabajando en los despachos, habitan en una especie de Siberia. La red de élite opera por medio de lo que ellos llaman «zumbido», esa corriente de alto voltaje de rumores que fluye de día y de noche por la ciudad.

No parecía un buen entorno para que Rose levantara el vuelo. Por otra parte, se puede llegar a un punto en que parece que, si uno no hace algo nuevo en su vida, como un traje muy gastado se irá convirtiendo poco a poco en un harapo.

En opinión de todos sus clientes habituales, el Trout experimentó una sutil pero profunda decadencia tras la marcha de Rose. La nueva dueña era despiadadamente cordial. Llenó las ventanas de plantas de interior y en lugar de los cacahuetes grasientos de antes —los que los clientes siempre habían preferido—, ella servía salsa de tomate y cositas para picar. Tenía esa combinación de indiferencia humana e higiene corporal que yo asocio con la cultura californiana.

Pero, al cabo de un año, Rose regresó. La vista, libre de plantas, volvió casi de inmediato a ser la de los conocidos pies y tobillos; con Rose regresaron también los cacahuetes grasientos de toda la vida. La mujer de California siguió allí durante una semana, y luego ella también desapareció. Sentimos un inmenso alivio, por supuesto, pero estábamos intrigados. Al principio Rose decía solamente cosas como «No se puede ganar dinero de verdad en una empresa», afirmación que al parecer sonaba muy lógica a los actores sin trabajo. Para mí, en cambio, Rose contestaba con algo nada típico de ella. Durante las primeras semanas soltaba de vez en cuando comentarios amargos del tipo «chicos pijos de la zona alta». Al final, y sin que viniese a cuento, dijo: «Me derrumbé».

La razón más sencilla para explicar por qué Rose había vuelto pronto era, para mí, el choque cultural. En fuerte contraste con los cálculos diarios de fracasos y éxitos, de ganancias y pérdidas, que practicaba cuando llevaba un negocio pequeño, la empresa de publicidad operaba de una manera misteriosa, aunque en este negocio los enigmas tienen que ver con el fracaso y el éxito humanos más que con el funcionamiento de las máquinas. Un día, en el Trout, me habló de una «cosa rara» de la gente que trabaja en el mundo de la imagen. Las personas que triunfan en la publicidad no son necesariamente las más ambiciosas, puesto que todo el mundo lo es. Los verdaderos triunfadores parecen ser los más aptos para mantenerse apartados del desastre, y dejan a otros la patata caliente; el éxito consiste en evitar los cálculos del balance final del contable. «El truco consiste en no dejar que nada se te pegue». Está claro que en todas las empresas siempre hay un balance final. Lo que a Rose le sorprendió fue que, incluso después de ese cálculo, el registro de los fracasos pasados de una persona contaba para los empleadores menos que sus contactos y capacidad para trabajar en red.

Ese descuento de rendimiento real también se le aplicó a ella. Aunque tenía un contrato de dos años en toda regla, le «dejaron claro que podían licenciarme y dejarme marchar en cualquier momento». Puesto que había alquilado el bar, no fue para ella una amenaza mortal. Lo que la inquietaba era algo más sutil: se sentía constantemente a prueba y, sin embargo, no sabía nunca exactamente en qué lugar se encontraba. No había medidas objetivas para definir qué era un buen trabajo, aparte de llevar y traer rumores y la misteriosa capacidad de «no dejar que nada se te pegue». Y esto era especialmente perturbador porque Rose estaba haciendo un experimento personal. No había entrado en ese mundo para hacer mucho dinero, sino para hacer algo más interesante, con su vida. Año tras año me repetía: «No me parecía que fuese a ninguna parte; simplemente no sabía qué hacer».

En situaciones inciertas como ésta, la gente tiende a centrarse en las minucias de los sucesos cotidianos, busca en los detalles algún indicio, un significado, en cierto modo como los sacerdotes de la Antigüedad examinaban las entrañas de animales sacrificados. Cómo te saludó el jefe por la mañana, a quiénes invitaron sólo a una copa en la recepción y a quiénes invitaron a la cena después: éstas son las señales de lo que realmente ocurre en la oficina. Rose podía manejar prácticamente este tipo de ansiedad trivial y cotidiana; era uno de los seres humanos más tenaces que he conocido. Pero la sensación de que no tenía un ancla en los satinados mares de la publicidad la fue royendo por dentro.

Además, en la agencia de publicidad aprendió una amarga verdad sobre la experiencia pasada que había llevado con ella en su apuesta por una vida diferente: a la gente de mediana edad como ella se la trata como a inútiles, y se atribuye poco valor a la experiencia acumulada. Todo en la oficina se centraba en el momento inmediato, en lo que estaba a punto de ocurrir, en salir bien parado; en la industria de la imagen los ojos se ponen vidriosos cuando alguien comienza una frase diciendo: «Una cosa que aprendí en el pasado…».

Se necesita coraje para que una persona de la edad de Rose se arriesgue a algo nuevo, pero la incertidumbre combinada con la negación de su experiencia anterior le destrozó los nervios. «Cambio», «oportunidad», «nuevo»: todas estas palabras le sonaban huecas en el momento en que decidió regresar al Trout. Pese a que su voluntad de riesgo era desacostumbrada, y aunque el negocio de la publicidad es increíblemente inconsistente y superficial, el fracaso de Rose ilustra algunas confusiones de carácter más general sobre la manera de orientarse en un mundo flexible.

En muchas circunstancias diferentes, asumir el riesgo puede ser una fuerte prueba de carácter. En las novelas del siglo XIX, personajes como el Julien Sorel de Stendhal o el Vautrin de Balzac se desarrollan psíquicamente asumiendo grandes riesgos, y en su disposición a arriesgarlo todo se vuelven personajes casi heroicos. Cuando el economista Joseph Schumpeter invoca la destrucción creativa practicada por el empresario, escribe en el espíritu de esos novelistas: los seres humanos excepcionales se desarrollan viviendo continuamente al límite. Los rasgos de carácter que se evidencian en Davos, desprenderse del pasado y vivir en el desorden, son también maneras de vivir al límite.

La disposición a arriesgar ya no es el territorio exclusivo de los capitalistas de riesgo o de individuos sumamente temerarios. El riesgo tiende a volverse una necesidad diaria sostenida por las masas. El sociólogo Ulrich Beck afirma que «en la modernidad avanzada la producción social de riqueza va sistemáticamente acompañada de la producción social de riesgos»[55]. En una vena más casera, los autores de Upsizing the Individual in the Doumsized Organization invocan la imagen del trabajo continuamente cambiado de tiesto, como una planta en crecimiento, y con el trabajador como jardinero. La inestabilidad misma de las organizaciones flexibles impone a los trabajadores la necesidad de «cambiar de tiesto», es decir, de asumir riesgos en su trabajo. El manual de empresariales es típico en el sentido de hacer de esa necesidad virtud. La teoría es que asumir riesgos rejuvenece, y las energías se recargan sin cesar[56]. Esta actividad de cambiar la plantita de un tiesto a otro es una imagen tranquilizadora: da un toque hogareño al heroísmo del riesgo. En lugar del drama estremecedor de las apuestas de Julien Sorel, el riesgo se vuelve algo normal y corriente.

La palabra riesgo procede del italiano risicare. La raíz sugiere, en efecto, una actitud de bravuconería y de seguridad, pero ésa no es toda la historia. Hasta hace relativamente poco, los juegos de azar y de riesgo parecían desafiar a los dioses. La expresión moderna «desafiar al destino» procede de la tragedia griega, en la cual Ate, la fuerza del sino, castiga a mujeres y hombres por el orgullo de arriesgar demasiado y abusar del futuro. Fortuna, la diosa romana, determinaba cada lance de los dados. En ese universo gobernado por dioses o por Dios, había espacio para la audacia pero no demasiado para el azar.

Un libro famoso sobre el riesgo, el Liber Abaci de Fibonacci, marcó un hito al afirmar tanto el carácter puramente aleatorio de los hechos como la capacidad humana de manejar sus riesgos. El quinto libro de Fibonacci apareció en 1202, y se inspiraba en la práctica de los matemáticos árabes de escribir los números en guarismos como 1,2 o 8047238, que permitían una clase de cálculos que no se podía hacer fácilmente con los viejos números romanos como I, II o MCIV. Los «conejos» de Fibonacci ocupaban la parte más popular del libro; el autor intentaba predecir cuántos conejos nacerían en un año de una sola pareja. De esos cálculos nació toda una ciencia matemática dedicada a predecir resultados. Los matemáticos italianos del Renacimiento, como Paccioli y Cardano, siguieron la nueva ciencia del cálculo del riesgo, como hicieron Pascal y Fermat en Francia. Muchas de las estrategias de cálculo utilizadas en ordenadores modernos derivan a su vez de los trabajos de Jacob Bernoulli y su sobrino, Daniel Bernoulli, en los albores de la Ilustración.

A mediados del siglo XVII, la gente trataba de comprender el riesgo simplemente mediante la discusión verbal; la compañía aseguradora Lloyd’s de Londres, por ejemplo, comenzó como una cafetería en la que gente desconocida charlaba e intercambiaba información sobre los barcos y otras empresas arriesgadas; algunos de ellos tomaban decisiones de inversión basándose en lo que allí oían[57]. La revolución iniciada por Fibonacci acabó reemplazando la discusión con el cálculo impersonal, como en las proyecciones que posibilitan las complejas apuestas secundarias, las derivadas y las coberturas de la moderna maquinaria financiera.

Aun así, el temor de desafiar al destino ha pendido sobre la gestión del riesgo. «¿Quién puede pretender haber penetrado tan hondo en la naturaleza de la mente humana o en la maravillosa estructura del cuerpo [de las cuales] dependen los juegos», se preguntaba Jacob Bernoulli en 1710, «como para aventurarse a predecir cuándo tal o cual jugador perderá o ganará?»[58] El cálculo puramente matemático no puede desplazar los aspectos psicológicos del análisis del riesgo; en su Tratado de la probabilidad, John Maynard Keynes afirmaba que «es poco probable que se descubra un método de reconocer las probabilidades concretas sin ayuda alguna de la intuición o del juicio directo»[59]. Según argumenta el psicólogo Amos Tversky, el foco emocional de la mente es la pérdida.

Como resultado de numerosos experimentos realizados en laboratorio, Tversky llegó a la conclusión de que, en la vida cotidiana, la gente se preocupa más por las pérdidas que por las ganancias cuando asumen riesgos en sus carreras o matrimonios, igual que en la mesa de juego; que «la gente es mucho más sensible a los estímulos negativos que a los positivos… Hay pocas cosas que hacen que uno se sienta mejor, pero la cantidad de cosas que nos hacen sentir peor es infinita»[60]. Tversky y su colega Daniel Kahneman han tratado de descubrir en particular lo que podría llamarse una matemática del riesgo. Su trabajo se basa en el fenómeno de regresión, a saber: el hecho de que una apuesta a los dados que salga bien no implica necesariamente una siguiente apuesta con resultado similar, sino más bien el regreso a una media indeterminada; la jugada siguiente puede ser buena o mala[61]. El momento inmediato lo rige la suerte ciega, no Dios.

Es por todas estas razones que asumir un riesgo es algo diferente de un cálculo risueño de las posibilidades contenidas en el presente. Las matemáticas del riesgo no ofrecen garantías, y la psicología del riesgo se centra de un modo bastante razonable, en lo que podría perderse.

Así es como funcionaban las apuestas vitales de Rose. «Me sentí fantástica las primeras semanas. Adiós, Manolo, y adiós también al dulce Richard. Ya era una ejecutiva. Después, por supuesto, empecé a extrañarlos a todos, un poquito, y también detestaba lo que esa rubia estaba haciendo con mi bar». Rose hizo una pausa. «Pero lo que de verdad me dolía no era en realidad nada tan concreto». Por supuesto, le dije, cualquier persona de nuestra edad se sentiría preocupada; el lugar parecía caótico e irracional. «No, ni siquiera eso. Estaba deprimida por el mero hecho de hacer algo nuevo». La investigación de Tversk y Kahneman sugiere que, al hablar sobre el riesgo, utilizamos la expresión «exponerse al riesgo», algo que en sí es más deprimente que prometedor. Vivir en continuo estado de vulnerabilidad es la propuesta que, tal vez sin querer, hacen los autores de los manuales de empresariales cuando celebran el riesgo cotidiano de la empresa flexible. Es evidente que Rose no estaba clínicamente deprimida; al parecer hizo su trabajo con mucho ahínco. Lo que ocurrió fue más bien que conoció una clase de preocupación monótona y constante reforzada por la exagerada ambigüedad del éxito y del fracaso en la industria publicitaria.

Lo inherente de todo riesgo es la regresión a la media. Los dados caen siempre al azar. Dicho de otra manera, al riesgo le falta matemáticamente el aspecto de una narración en la que un suceso conduce al siguiente y lo condiciona. Por supuesto, la gente puede negar el hecho de la regresión. El jugador lo hace cuando dice que tiene un día de suerte, una buena racha, que es hábil; el jugador habla como si los lances de los dados estuvieran de algún modo conectados entre sí, y, por lo tanto, la acción de arriesgar adquiere los atributos de una narración.

Sin embargo, ésta es una historia peligrosa. En la evocadora formulación de Petet Bernstein: «Prestamos excesiva atención a los sucesos de baja probabilidad acompañados de un gran dramatismo, y pasamos por alto los hechos que ocurren de manera rutinaria… Como resultado de ello, nos olvidamos de la regresión a la media, abusamos de nuestra posición y terminamos metidos en líos»[62]. El jugador de Dostoievski podría haberle servido a Bernstein, Tversky y Kahneman de ejemplo de cómo el deseo de una dramática historia de riesgo se ve desinflado por el conocimiento del carácter ficticio del azar. En la novela, como en la vida, la necesidad de que las cosas funcionen se combina con el conocimiento del jugador, que sabe que no es forzoso que lo hagan.

Le formulé a Rose una versión más concreta de la pregunta que le había hecho a Rico: ¿Qué historia contarías de ese año en la parte alta de la ciudad? «¿Historia?». Sí. ¿Cómo cambiaron las cosas ese año? «Bueno, no cambiaron mucho que digamos. Me sentía siempre volviendo a empezar de cero». Pero eso no puede ser cierto; a ti te mantuvieron y despidieron a cuatro nuevos. «Sí, sobreviví». Entonces, tu trabajo debió de gustarles. «Mira, esos caballeros tienen una memoria muy corta. Como te dije, ahí siempre estás volviendo a empezar, tienes que demostrarte que vales todos los días». Estar continuamente expuesto al riesgo puede desgastar nuestra sensación de carácter. No hay narración que pueda vencer la regresión a la media; uno está siempre «volviendo a empezar».

Sin embargo, esta historia elemental podría tener un color diferente en una sociedad diferente. La dimensión sociológica de la exposición de Ross al riesgo reside en la manera en que las instituciones moldean los esfuerzos de un individuo para cambiar su vida. Hemos visto algunas de las razones por las que las instituciones modernas no son rígidas y claramente definidas; su carácter incierto surge por el hecho de atacar la rutina como objetivo, haciendo hincapié en las actividades a corto plazo, creando redes amorfas y sumamente complicadas en lugar de burocracias de estilo militar. Rose asumió un riesgo en una sociedad que intenta desregular a la vez el tiempo y el espacio.

El riesgo es, en el fondo, moverse de una posición a otra. Uno de los más lúcidos análisis del movimiento en la sociedad moderna se debe al sociólogo Ronald Burt. El título de uno de sus libros Structural Holes (Agujeros estructurales) sugiere la peculiaridad de cambiar de lugar en una organización flexible; cuantas más brechas, desvíos o intermediarios entre la gente que forma una red, mayor es la facilidad con la que los individuos pueden moverse. En la red, la incertidumbre fomenta las oportunidades de movimiento; un individuo puede aprovechar oportunidades no previstas por otros, puede explotar los controles débiles de la autoridad central. Estos «agujeros» en una organización son los sitios de la oportunidad, no las ranuras claramente definidas para un ascenso en la pirámide burocrática tradicional.

Naturalmente, el nuevo caos por sí solo no puede ser el amigo de los que se arriesgan. El sociólogo James Coleman señala que la gente debe echar mano de un fondo de capital social —experiencias pasadas compartidas así como logros y talentos individuales— para ayudarse a navegar por una red poco precisa. Otros sociólogos que han estudiado la movilidad en la red subrayan que una persona que se presenta a un nuevo empleador o grupo de trabajo tiene que ser atractiva y estar disponible; el riesgo implica algo más que una simple oportunidad[63].

El trabajo de Burt apunta a un hecho humano importante que también ejemplifica la corte de Davos: el amigo del riesgo tiene que vivir en la ambigüedad y la incertidumbre. Los hombres de Davos han demostrado destacar en este terreno. Los individuos menos fuertes que intentan explotar la ambigüedad acaban sintiéndose exiliados. O, al moverse, pierden el rumbo. En el capitalismo flexible, la desorientación que implica moverse hacia la incertidumbre, hacia esos agujeros estructurales, se verifica de tres maneras concretas: «movimientos ambiguamente laterales», «pérdidas retrospectivas» e «ingresos impredecibles».

A medida que las jerarquías piramidales van siendo reemplazadas por estructuras más flexibles, la gente que cambia de trabajo experimenta con gran frecuencia lo que los sociólogos han denominado «movimientos ambiguamente laterales». Son movimientos en los que una persona se mueve en realidad hacia un lado aun cuando cree que se mueve hacia arriba en la red flexible. Según el sociólogo Manuel Castells, estos pasos de cangrejo se producen aunque los ingresos se estén volviendo más polarizados y desiguales; las categorías de los puestos de trabajo se vuelven más amorfas[64]. Otros estudiosos de la movilidad social hacen hincapié en las llamadas «pérdidas retrospectivas» en una red flexible. Puesto que la gente que se arriesga a moverse en organizaciones flexibles suele tener poca información fiable sobre lo que conlleva una nueva posición, sólo retrospectivamente se da cuenta de que ha tomado decisiones equivocadas. Si lo hubieran sabido, no se habrían arriesgado. Sin embargo, las organizaciones suelen estar tan a menudo en un estado de flujo interno que es inútil intentar tomar decisiones racionales sobre el futuro personal basándose en la estructura actual de la empresa[65].

El cálculo más realista que la gente quiere hacer cuando cambia de trabajo es saber si ganará más dinero; las estadísticas sobre los ingresos del cambio en la economía actual son desalentadoras. Hoy, la mayoría pierde cuando cambia de trabajo; el 34% experimenta pérdidas importantes, y el 28% unas ganancias considerables (véase la Tabla 8). Hace una generación, las cifras eran aproximadamente a la inversa; se mejoraba un poco más pasándose a una nueva empresa que por medio de un ascenso dentro de la antigua. Así y todo, la tasa de cambios interempresas era entonces menor que hoy; factores como la seguridad en el empleo y el compromiso con la empresa mantenían a la gente en su lugar.

Quisiera recalcar que los caminos estadísticos que establecen estas pautas requieren una compleja incursión en un matorral en el que se mezclan edad, clase social de los padres, raza, educación y suerte. Poco se aclaran las cosas haciendo distinciones más sutiles. Por ejemplo, parece que los corredores de bolsa despedidos por «bajo rendimiento» tienen doble probabilidad de ganar que aquellos que dicen que han dejado una empresa por voluntad propia. No es obvio por qué esto tiene que ser así. Son pocos los que pueden hacer su propia investigación.

Por estas tres razones, la movilidad laboral en la sociedad contemporánea es, a menudo, un proceso ilegible. Se opone, por ejemplo, a las negociaciones entre los sindicatos que representan a un importante número de trabajadores y los empresarios que controlan instituciones igualmente grandes. Éstas hicieron claras ganancias colectivas y pérdidas de ingresos, y determinaron también ascensos y descensos de categoría; estos tratos entre los trabajadores y la patronal fueron totalmente categóricos. Recordando la apropiada expresión de Rosabeth Moss Kantor, analista de empresas, ahora los viejos «elefantes» burocráticos «están aprendiendo a bailar»[66]. Parte de esa nueva danza consiste en resistir las negociaciones de este tipo en las grandes instituciones, y elaborar, en cambio, caminos más fluidos e individualizados para la promoción o el aumento de sueldo. En General Motors, la escala salarial y la definición de los puestos de trabajo son hoy infinitamente más complicadas que a mediados de siglo, cuando Daniel Bell encontró un rígido régimen colectivo.

Si la gente no sabe qué va a pasar cuando asume el riesgo del cambio, ¿por qué apostar? La panadería de Boston es un caso interesante a este respecto, porque la empresa nunca ha tenido que reducir sus operaciones; al contrario, está constantemente buscando trabajadores. Los empleados no son forzados a marcharse; son ellos los que se marchan voluntariamente, como en efecto hizo el hombre que me dijo: «No voy a pasarme haciendo esto el resto de mis días». Los directivos están a la defensiva ante estos hechos; destacan lo seguro, atractivo y moderno que es el lugar de trabajo. Rodney Everts lo está menos, pero se siente igualmente perplejo. «Cuando me dicen que aquí no hay futuro, les pregunto qué quieren. No lo saben; me dicen que no hay que quedarse fosilizado en un lugar». Por suerte, el mercado de trabajo en Boston para trabajadores de bajo salario es fuerte en este momento, pero hay algo intrigante en el mero impulso de marcharse.

Cuando le hablé a Everts de los estudios sociológicos sobre los agujeros estructurales me respondió: «O sea, que la ciencia nos enseña que a los seres humanos nos atrae el peligro, como a la palomilla le atrae la luz.» (Como he dicho antes, Everts es un atento lector de la Biblia de King James). Sin embargo, el impulso a arriesgarse, ciego, incierto, peligroso, dice más de una serie de motivaciones más culturales.

Si bien todo riesgo que se asume es un viaje a lo desconocido, el viajero por lo general tiene en mente algún destino. Ulises quería encontrar el camino a casa; Julien Sorel quería encontrar el camino a las clases superiores. La cultura moderna del riesgo se caracteriza porque no moverse es sinónimo de fracaso, y la estabilidad parece casi una muerte en vida. Por lo tanto, el destino importa menos que el acto de partir. Inmensas fuerzas económicas y sociales dan forma a la insistencia de marcharse; el desorden de las instituciones, el sistema de producción flexible, realidades materiales que se hacen a la mar. Quedarse quieto equivale a quedar fuera de juego.

Por lo tanto, la decisión misma de marcharse se parece ya a llegar a algún sitio; lo que importa es que uno ha decidido partir. Numerosos estudios del riesgo señalan que el «subidón» estimulante viene cuando se decide cambiar, marcharse. Lo mismo es válido también para Rose; pero, después de esta liberación inicial, el cuento no termina. Rose estaba siempre volviendo a empezar, exponiéndose todos los días. Las matemáticas de la oportunidad, deprimentes en sí mismas, aumentaban para ella en un mundo empresarial en el que nunca sabía qué estaba en juego. Esa indeterminación es cierta para otros que buscan ganar más dinero o una posición mejor.

Para la gente con vínculos débiles o superficiales con el trabajo, como los panaderos, hay muy pocas razones para permanecer en tierra. Algunos indicadores materiales del viaje serían laborales o salariales, pero los movimientos laterales, las pérdidas retrospectivas y unas pautas salariales ilegibles borran estos indicadores de los progresos realizados. Por eso se vuelve tan difícil orientarse socialmente, más difícil que en el sistema de clases del pasado.

No es que la desigualdad y la diferencia social hayan desaparecido; nada más lejos que eso. Antes bien, es como si ponerse en movimiento suspendiera de repente la realidad personal: nadie es tan calculador ni escoge tan racionalmente, pero espera que algo surja con el cambio. Gran parte de la bibliografía sobre el riesgo analiza la estrategia y los planes de juego, los costes y los beneficios, en una especie de sueño académico. En la vida real, el riesgo avanza de una manera más elemental llevado por el miedo a dejar de actuar. En una sociedad dinámica, la gente pasiva se marchita.

Podría parecer, en consecuencia, que el riesgo sería menos descorazonador si fuera posible realizar el sueño del estratega académico, calcular ganancias y pérdidas de una manera racional, hacer el riesgo legible. Sin embargo, el capitalismo moderno ha organizado ciertos tipos de riesgo de un modo tal que esa claridad no es necesariamente más estimulante. Las nuevas condiciones del mercado obligan a un gran número de personas a asumir riesgos muy pesados aunque los jugadores saben que las posibilidades de recompensa son escasas.

Como ejemplo, quisiera extenderme en un comentario casual que hizo Rose una tarde sobre lo que ocurría cada vez que en la agencia despedían a uno de los hombres de negro. «Había gente haciendo cola fuera, llegaban cientos de currículos, chicos que nos imploraban que les diéramos una oportunidad, aunque sólo fuera la oportunidad de entrevistarlos». El problema es demasiado conocido; hay una oferta excesiva de jóvenes trabajadores cualificados en muchos otros campos, como arquitectura, humanidades y derecho.

También hay, sin duda, sólidas razones materiales para sacarse un título. Los datos norteamericanos (representativos de todas las economías avanzadas) demuestran que los aumentos en los ingresos en la última década fue un 34% mayor para los trabajadores con título universitario que para aquellos con un diploma de educación secundaria: es decir, los que habían pasado por la universidad, y que comenzaron ganando más, aumentaron en un 34% la disparidad entre ellos y los que tenían, un nivel inferior de educación en una sola década. La mayoría de las sociedades occidentales han abierto las puertas de las instituciones de enseñanza, superior; se calcula que en el año 2010, en Estados Unidos el 41% de las personas de veinticinco años tendrá un título universitario correspondiente a una carrera de cuatro años; el 62%, un título de una carrera de dos años; en el Reino Unido y Europa occidental, se prevé que estas cifras serán un 10% inferiores[67]. Sin embargo, sólo una quinta parte de los puestos de trabajo en el mercado norteamericano requiere un título universitario, y el porcentaje de estos puestos de trabajo altamente cualificados sólo asciende muy lentamente (véase la Tabla 9).

El exceso de cualificaciones es un signo de la polarización que caracteriza al nuevo régimen. El economista Paul Krugman explica la creciente desigualdad en relación con el valor de la capacidad técnica: «Elevamos el salario de la gente cualificada que produce aviones [y otros productos de alta tecnología] y bajamos los salarios de los no cualificados»[68]. Un importante banquero de inversiones y diplomático coincide: Félix Rohatyn cree que se está produciendo un terrible cambio en la sociedad, «una inmensa transferencia de riqueza de la clase media americana con bajas cualificaciones a los propietarios de bienes de capital y a la nueva aristocracia tecnológica»[69]. En su ensayo Meritocracy, el sociólogo Michael Young previó hace cincuenta años que esta élite tecnológica se define, y está certificada, por la educación oficial[70]. En estas condiciones, toma forma una especie de riesgo extremo: grandes cantidades de gente joven apuestan a que ellos serán unos de los pocos escogidos. Esa asunción de riesgo se da en lo que los economistas Robert Frank y Phillip Copk llaman los mercados de «el-ganador-se-lo-lleva-todo». En este paisaje competitivo, los que ganan barren con las ganancias mientras que la masa de perdedores tiene que repartirse las migajas. La flexibilidad es un elemento clave para la formación de ese mercado. Sin un sistema burocrático que canalice las ganancias de riqueza a través de una jerarquía, las recompensas tienden a ir a parar a las manos del más poderoso; en una institución sin restricciones, los que están en condiciones de arrasar con todo lo hacen. La flexibilidad acentúa la desigualdad a través de ese mercado en que el ganador se lo lleva todo[71].

En opinión de estos economistas, la «estructura de base retributiva [de la economía moderna] ha llevado a muchos individuos a abandonar las alternativas productivas en busca de los primeros premios»[72]. Por supuesto, éste es un buen consejo paternal: «Sé realista», pero este consejo está teñido de una creencia que se remonta hasta Adam Smith, según la cual tales riesgos se asumen con un nivel de autoestima nada realista. En La riqueza de las naciones Smith escribió sobre «el desmesurado engaño que la mayor parte de los hombres tiene de sus capacidades… todos sobrevaloran más o menos las posibilidades de ganar, y la mayoría subestima las posibilidades de perder»[73]. Frank y Cook citan a este respecto un estudio reciente realizado en Estados Unidos con un millón de estudiantes de instituto del último curso según el cual el 70% se atribuía una capacidad de liderazgo superior a la media; y sólo el 2% creía estar por debajo de la media.

Pero «engaño desmesurado» me parece una lectura equivocada de la relación entre riesgo y carácter. No apostar significa aceptarse de entrada como un fracaso. La mayoría de las personas que entran en los mercados de los ganadores conocen la probabilidad de fracaso, pero la dejan en suspenso. Al igual que con el riesgo que se da en condiciones menos definidas, el entusiasmo inmediato que produce la idea de ponerse a trabajar por cuenta propia puede hacer olvidar el conocimiento racional sobre las probabilidades de éxito. E incluso si alguien entra en un mercado de ganadores y no pierde nunca la lucidez, no hacer nada parece una actitud pasiva y no prudente.

Esa actitud puede encontrarse, como idea, ya en las primeras celebraciones del comerciante que aparecen en la economía política de Smith y de Mili. El imperativo «arriesgarse» está más ampliamente divulgado en la cultura moderna. El riesgo es una prueba de carácter: lo importante es hacer el esfuerzo, aprovechar la oportunidad, aun cuando sepamos que estamos condenados a fracasar, una actitud que se ve reforzada por un fenómeno psicológico común.

Confrontada a un hecho conflictivo, la atención de una persona puede quedar paralizada en lo relativo a sus circunstancias inmediatas más que a largo plazo. La psicología social llama a la atención así formada «disonancia cognitiva» —marcos de significado conflictivos—. (Hay diversos estudios sobre la disonancia cognitiva realizados por Gregory Bateson, Lionel Festinger y yo mismo)[74]. Rose necesitaba una prueba de que estaba haciendo un buen trabajo aun cuando la empresa de Park Avenue no se la proporcionara; ésta es una forma clásica de disonancia cognitiva. El manejo de esos conflictos suscita una «atención focal», lo cual significa simplemente que una persona marca un problema como necesitado de atención focalizada y urgente.

Cuando una persona no cree que se puede hacer cualquier cosa para solucionar el problema en cuestión, el pensamiento a largo plazo puede quedar suspendido, y considerarse como inútil. No obstante, la atención focal puede permanecer activa. En este estado, la gente le dará vueltas y vueltas a las circunstancias inmediatas en las que está atrapada, consciente de que es necesario hacer algo aunque no haga nada. La atención focal suspendida es una reacción traumática que se encuentra en todos los animales superiores; los ojos del conejo se concentran demasiado en las patas del zorro.

Para un ser humano, la consecuencia de un acto de riesgo puede desembocar en este tipo de atención focal en suspenso. «No llegar nunca a ninguna parte», «volver siempre a empezar de cero», así, confrontados con un éxito aparentemente insignificante o con la imposibilidad de obtener recompensa por los esfuerzos realizados: en todos estos estados emocionales, el tiempo parece estancarse y la persona en este atolladero se vuelve prisionera del presente, fijada en sus dilemas. Este trauma inmovilizador tuvo presa a Rose varios meses, hasta que se recuperó del riesgo corrido y regresó al Trout.

La afirmación de Rose «me derrumbé» señala un modo más brutal y menos complicado de sentirse en situación de riesgo, algo que deriva del hecho de entrar en la madurez. Las actuales condiciones de la vida empresarial están llenas de prejuicios contra esa edad y niegan el valor de la experiencia pasada de una persona. La cultura empresarial trata a la gente de esa edad como reacios al riesgo, en el sentido que le daría un jugador. Son prejuicios difíciles de combatir. En el cambiante mundo de alta presión de la empresa moderna, la gente de mediana edad puede temer muy fácilmente estar erosionándose desde dentro.

Para Rose, el choque inicial que recibió al pasarse a la colmena de Park Avenue fue que, de repente, tomó conciencia de la edad que tenía, de una edad no sólo biológica sino también social. «Miraba a esas chicas profesionales, y eran niñas, de muy buen ver, claro…, y ese acento de Locust Valley» (el acento de la clase alta neoyorquina), Rose nunca pudo eliminar su acento nasal de clase media baja, pero intentó modificar su aspecto para parecer más joven. «Pagué a una mujer de Bloomingdale’s para que me comprara ropa mejor; me puse unas lentillas blandas, que eran un horror», por alguna razón le irritaban los ojos, en la oficina parecía una mujer siempre al borde de las lágrimas. Los prejuicios contra su edad se le manifestaban de maneras no necesariamente hirientes. «Cuando me puse las lentillas, las chicas de la oficina se deshacían en zalamerías: Oh, qué guapa estás ahora. No sabía si creerlas o no».

Pero tal vez lo más importante fue que su experiencia acumulada sobre las maneras de beber y de comportarse en los bares contó muy poco. «Una vez, en una reunión se pusieron a hablar de cosas light, y yo dije: "Nadie va a un bar a perder peso"». ¿Cómo se lo tomaron los demás? «Como si yo fuera una pieza de museo, una camarera del siglo pasado». La mordaz capacidad de comunicación de Rose —todo hay que decirlo— no es precisamente de la que se enseña en una escuela de empresariales, pero ella no dejó nunca de sentir la molestia de su edad, especialmente cuando se la hacían notar en tono de compasión los colegas más jóvenes que sentían que ella estaba fuera de su juego; como los jefes de la empresa, actuaban basándose en sus prejuicios, y no la invitaban a los clubs ni a los bares after-hours donde en realidad se cuece la mayor parte del trabajo de publicidad. A Rose la desconcertaba profundamente haber sido contratada por su conocimiento práctico, para ser luego descartada como alguien demasiado viejo, al que ya se le había pasado el cuarto de hora.

Un fundamento estadístico para las actitudes respecto a la edad en el moderno lugar de trabajo se manifiesta en la reducción gradual del marco temporal en que la gente está empleada. En Estados Unidos, la cantidad de hombres de cincuenta y cinco a sesenta y cuatro años que trabajan ha descendido de casi el 80% en 1970 al 65% en 1990. Las cifras del Reino Unido son virtualmente las mismas; en Francia, el número de hombres que trabajan al final de la llamada edad mediana ha bajado del 75% a casi un poco más del 40%; en Alemania, de casi el 80% a muy poco más del 50%[75]. Al comienzo de la vida laboral se constata también una disminución, pero menor; la edad en que la gente joven empieza a trabajar se retrasa unos cuantos años a causa del énfasis creciente en la educación. En Estados Unidos y Europa occidental, el sociólogo Manuel Castells predice que «el tiempo de trabajo real podría reducirse a treinta años» (de los veinticuatro a los cincuenta y cuatro con un tiempo de vida real de 75-80 años)[76]. El periodo de vida productiva se está reduciendo a la mitad de la vida biológica, y los trabajadores de más edad abandonan la escena mucho antes de estar mental o físicamente incapacitados. Mucha gente de la edad de Rose (tenía cincuenta y tres cuando se pasó a la publicidad) ya está preparándose para la jubilación.

Dar importancia a la juventud es una consecuencia de la compresión de la vida laboral. En el siglo XIX, preferir a la juventud sólo era cuestión de mano de obra barata; las «chicas obreras» de Lowell, Massachusetts, y los «adolescentes mineros» del norte de Inglaterra trabajaban por salarios mucho más bajos que los adultos. En el capitalismo actual, esa relación entre salario bajo y juventud aún existe, muy especialmente en fábricas y talleres de las zonas menos desarrolladas del mundo, donde las condiciones de contratación e higiene son pésimas. Sin embargo, son otros los atributos de la juventud que hoy parecen hacerla atractiva en niveles más altos del mundo laboral, y estos atributos pertenecen más al ámbito de los prejuicios sociales.

En un número reciente del California Management Review, por ejemplo, se intentó explicar los puntos a favor de la juventud y los aspectos negativos de la edad en las organizaciones flexibles. Se argumentaba que los trabajadores mayores tienen modos de pensar inflexibles y son reacios al riesgo, y también carecen de la energía física necesaria para hacer frente a las exigencias de la vida en un trabajo flexible[77], convicciones que se expresan en imágenes como «personal inútil». Un ejecutivo publicitario le dijo a la socióloga Katherine Newman: «En el mundo de la publicidad, después de los treinta estás muerto. La edad es una asesina». Un ejecutivo de Wall Street le dijo: «Los empleadores creen que [si tienes más de cuarenta años] ya no eres capaz de pensar. Más de cincuenta y [piensan] que estás acabado»[78]. La flexibilidad es sinónimo de juventud; la rigidez es sinónimo de vejez.

Estos prejuicios sirven a diversos propósitos. Por ejemplo, encasillar a los trabajadores de más edad en un banco de candidatos fácilmente disponibles para el despido cuando llega la hora de la reconversión empresarial. En los regímenes angloamericanos, en los últimos veinte años la tasa de despido se ha duplicado para los hombres entre los cuarenta y principios de los cincuenta. La asociación edad-rigidez también explica gran parte de la presión que las empresas ejercen hoy sobre sus ejecutivos para que se retiren cuando se acercan a los sesenta, aunque mentalmente puedan estar en su mejor momento.

Los trabajadores mayores y con más experiencia tienden a ser más críticos con sus superiores que los que están empezando. Su conocimiento acumulado los dota de algo que el economista Albert Hirschmann llama poderes de «voz», lo cual significa que es más probable que los empleados de mayor edad critiquen lo que a su entender sea una mala decisión, aunque casi siempre lo hagan más por lealtad a la institución que por criticar a un directivo en concreto. En general los trabajadores más jóvenes son más tolerantes a la hora de aceptar órdenes «desacertadas». Si están descontentos, es muy probable que se marchen antes de pelear dentro de la empresa y por la empresa. Están dispuestos, en palabras de Hirschmann, a «hacer mutis»[79]. En la agencia de publicidad, Rose descubrió que, efectivamente, los de mayor edad muy a menudo se pronunciaban en contra de jefes que solían ser más jóvenes que ellos, y con mayor frecuencia que los empleados más jóvenes. Uno de esos empleados antiguos de la empresa se veía a su vez hostigado por su jefe: «Puede que no te guste estar aquí, pero eres demasiado viejo para conseguir trabajo en otra parte».

Para los trabajadores mayores, los prejuicios en contra de la edad envían un mensaje potente: a medida que se acumula la experiencia de una persona, pierde valor. Lo que un trabajador mayor ha aprendido en el curso de los años acerca de una compañía o una profesión particular puede ser un obstáculo para los nuevos cambios dictados por los superiores. Para la estrategia de la institución, la flexibilidad de los jóvenes los hace más maleables en términos de riesgo y de sumisión directa. Sin embargo, ese potente mensaje tiene para los trabajadores un significado más personal, aparte de los prejuicios de poder.

Fue Rico quien me hizo tomar conciencia de este problema, cuando habló de la erosión de sus capacidades técnicas. En un momento de nuestro vuelo, yo le dije que cada vez que me pongo a escribir tengo la sensación de empezar de cero; al margen de los libros que publique no me siento más seguro. Joven, robusto, lleno de energía, Rico me respondió con empatía que a menudo él en su profesión sentía que se le había pasado el cuarto de hora. Le preocupaba que su capacidad se estuviera erosionando por dentro; aunque era veinte años más joven que Rose, dijo que, como ingeniero, ahora era «sólo un observador».

Al principio me pareció un disparate absoluto. Lo que Rico me dijo para explicármelo es que el conocimiento científico que adquirió en la universidad ya no es lo más avanzado; él entiende lo que está ocurriendo en el floreciente campo de la tecnología de la información, pero dice que ya no puede estar un paso por delante en ese campo. Ahora que está al final de la treintena, los ingenieros más jóvenes, los de veinte años, lo tratan como si fuera algo gastado. Le pregunté si pensaba volver a la universidad para «reciclarse», me miró con amargura, «No estamos hablando de aprender a apretar nuevos botones. Soy demasiado viejo para volver a empezar».

Según Rico, las habilidades complejas como las suyas ya no son aditivas, de las que permiten construir siempre más alto sobre los mismos cimientos. El desarrollo de nuevos campos requiere un enfoque fresco desde el comienzo, una aproximación que las caras nuevas realizan con mayor eficacia.

Un ingeniero europeo o norteamericano que se queda sin trabajo en beneficio de un colega indio que trabaja por un salario inferior ha pasado por la experiencia de ver cómo le quitan sus capacidades: una versión de lo que los sociólogos llaman «descalificación». Nadie le ha quitado a Rico sus conocimientos de ingeniería. El miedo de Rico apunta a una debilidad que él siente que se da dentro de él por el mero paso del tiempo. Me dijo que a menudo se enfurece cuando lee revistas técnicas; «descubro cosas y me digo que debería haber pensado en eso. Pero no lo hice». Rico difícilmente encaja en el estereotipo de «trasto inútil», pero en lo tocante a su competencia técnica cree con igual firmeza que ya está «demasiado viejo», Así, el hincapié que se hace en la juventud se combina con su interpretación individual del envejecimiento: el prejuicio social refuerza el miedo interno a perder energía.

Rico ve también cómo estos dos aspectos se combinan en su trabajo. En su consultoría emplea a tres jóvenes ingenieros muy brillantes, diez años menores que él. «Mi mayor problema es retenerlos». De hecho, está seguro de que aquellos con conocimientos más novedosos lo abandonarán. «Los que pueden marcharse, lo hacen en cuanto se les presenta una oportunidad». Poco preocupados por la lealtad, los jóvenes brillantes están listos para marcharse aun cuando Rico esté dispuesto a darles auténtica voz en la empresa. Rico cree que es muy poco lo que puede hacer. «No tengo autoridad sobre ellos». Su experiencia no les infunde respeto.

En su rincón, mucho más modesto, el tiempo que Rose pasó en Park Avenue le dejó la sensación de que sus conocimientos se estaban erosionando desde dentro. Para mayor y eterno crédito suyo (en mi opinión), Rose nunca había preparado nuevos cócteles tan exóticos —y mucho menos oído hablar de ellos— como Highland Landmine (una medida de whisky escocés de malta y dos medidas de vodka sobre hielo picado), pero le molestaba no saber, especialmente cuando tuvo que fingir que sabía en una reunión sobre esas pociones tan modernas. Por supuesto, habría hecho mejor diciendo la verdad, pero tenía miedo de que, si lo hacía, daría una muestra más de estar fuera de onda. Dudo que Rico esté tan gastado como cree; sé que Rose no lo estaba, puesto que sobrevivió mientras otros empleados jóvenes eran despedidos, pero los dos, cuando se les interroga, temen que la experiencia pasada no cuente.

El nuevo orden no tiene en cuenta que el mero paso del tiempo necesario para acumular experiencia le da a una persona posición y derechos; valor en un sentido material. El nuevo orden considera que estas reivindicaciones basadas en el paso del tiempo representan otra cara del mal del viejo sistema burocrático en el que los derechos de antigüedad paralizan las instituciones. El régimen se centra en la capacidad inmediata.

La práctica de la empresa gubernamental flexible, así como la actual política laboral en el Reino Unido y Estados Unidos, se basan en la asunción de que el cambio rápido de capacidades es la norma. De hecho, históricamente, descartar gente con capacidades «anticuadas» es algo que, por lo general, ha ocurrido lentamente. A finales del siglo XVIII se necesitaban dos generaciones para desplazar una habilidad como tejer, y los cambios en la fábrica de Ford en Highland Park requerían casi veinte años a principios del siglo XX. Hoy, tal vez de manera sorprendente, en muchas actividades de manufacturas y administrativas, el ritmo del cambio tecnológico es todavía relativamente lento; como han observado muchos sociólogos industriales, las instituciones tardan mucho en digerir las tecnologías que ingieren[80]. El paso del tiempo también es necesario para desarrollar nuevas capacidades; no se es carpintero sólo con leer un libro de carpintería.

El marco temporal del riesgo ofrece poco consuelo personal, pese a estas tendencias históricas a largo plazo. En efecto, la ansiedad personal sobre el tiempo está profundamente entrelazada con el nuevo capitalismo. Un escritor del New York Times declaró recientemente que «la aprensión al trabajo se ha introducido en todas partes, y ha desleído la autovaloración, dividido familias, fragmentado comunidades, alterado la química del trabajo»[81]. Muchos economistas han considerado esta opinión una estupidez; los hechos de la creación de empleo en el orden neoliberal parecían demostrar sin lugar a dudas que era falso. Sin embargo, el autor no se equivocó cuando utilizó la palabra «aprensión». Una aprensión es una ansiedad por lo que puede ocurrir; la aprensión la crea un clima en el que se hace hincapié en el riesgo constante, y aumenta cuando la experiencia pasada no parece una guía para el presente.

Si la negación de la experiencia fuera nada más que un prejuicio impuesto, nosotros, las personas de mediana edad, seríamos simplemente las víctimas del culto a la juventud; pero la aprensión al paso del tiempo está más profundamente arraigada en nosotros. El paso del tiempo parece vaciarnos. Nuestra experiencia parece una cita vergonzosa de un trasto pasado de moda. Estas convicciones, más que animarnos a apostar, ponen en peligro la percepción de nuestra propia valoración a través del paso inexorable de los años.

De vuelta en el Trout, Rose recuperó su temple; otra vez al mando, hasta que murió de cáncer de pulmón. «Supongo que fue un error», dijo una vez, entre copas y cigarrillos, del tiempo que pasó en la agencia de publicidad, «pero tuve que hacerlo».