Un año después de mi conversación con Rico, regresé a la panadería de Boston dónde veinticinco años antes, mientras investigaba para el libro The Hidden Injuries of Class, había entrevistado a un grupo de panaderos. En un principio había ido a preguntarles sobre su visión de clase en Estados Unidos. Al igual que todos los americanos, me dijeron que eran de clase media; aparentemente, la idea de clase social en Estados Unidos significaba poco para ellos. Los europeos, a partir de Tocqueville, tienden a tomar el valor nominal por realidad; algunos deducen que nosotros, los americanos, somos de hecho una sociedad sin clases, al menos en nuestras costumbres y creencias —una democracia de consumidores—; otros, como Simone de Beauvoir, mantienen que estamos irremediablemente confundidos en lo tocante a nuestras diferencias reales.
Las personas que entrevisté hace un cuarto de siglo no eran ciegas; tenían una manera bastante legible de calcular la clase social, aunque no a la manera europea. La clase implicaba una estimación bastante más personal del yo y las circunstancias. De este modo se pueden trazar líneas muy nítidas entre las personas; los clientes de los restaurantes americanos de comida rápida en Estados Unidos tratan a los que les sirven con una indiferencia y una mala educación que sería inaceptable en un club inglés o un café francés. Las masas no parecen dignas de ser consideradas seres humanos, y, por eso, lo que importa es cuánta gente se distingue de la masa. La obsesión americana por el individualismo expresa la necesidad de status en estos términos; uno quiere ser respetado por sí mismo. En Estados Unidos, la clase tiende a interpretarse como una cuestión de carácter personal. Por eso, cuando el 80% de un grupo de panaderos dice que es de clase media, en realidad no están contestando a la pregunta de cuánto dinero tienen, o cuánto poder, sino de cómo se valoran a sí mismos. La respuesta es: «Soy bastante bueno». Las medidas objetivas de posición social tal como las calculan los europeos económicamente en términos de clase, los americanos suelen relacionarlas más con la raza y la identidad étnica. Cuando entrevisté por primera vez a los panaderos de Boston, momento en que la panadería tenía aún un nombre italiano y se preparaban panes italianos, la mayoría de los trabajadores eran griegos; estos griegos eran hijos de panaderos que habían trabajado para la misma empresa. Para estos grecoamericanos, «negro» era sinónimo de «pobre», y «pobre», a través de la alquimia que, convertía una posición social objetiva en carácter personal, era un signo relacionado con «degradación». A las personas que entrevisté en aquella época les enfurecía que la élite —es decir, los médicos, abogados, profesores y otros blancos privilegiados— sintieran más pena por esos negros supuestamente perezosos y dependientes que por las luchas de los trabajadores americanos de mentalidad independiente que se hallan en posición media. Así, el odio racial delataba una especie de conciencia de clase.
La identidad étnica de los panaderos griegos les ayudaba a medir su posición relativamente baja en la escala social. Los griegos daban mucha importancia al hecho de que los dueños de la panadería fueran italianos. Muchos italianos de Boston eran igual de pobres que otros grupos étnicos, pero en las otras comunidades de inmigrantes era un lugar común afirmar que los italianos, que habían ascendido socialmente recibían ayuda de la mafia. Los panaderos se preocupaban por la movilidad social ascendente entre ellos; temían que sus hijos perdieran sus raíces griegas al volverse más americanos. Y los panaderos estaban seguros de que ciertos blancos anglosajones protestantes de Boston despreciaban a los inmigrantes como ellos —tal vez era una apreciación realista.
El enfoque marxista tradicional de la conciencia de clase se basa en el proceso de trabajo, concretamente en la manera como los trabajadores se relacionan entre sí a través del trabajo. La panadería unía efectivamente a sus empleados creándoles una conciencia de sí mismos. En cierto modo, el lugar se parecía más a la fábrica de papel de Diderot que a la fábrica de clavos de Smith, la preparación de pan era un ejercicio coreográfico que requería años de entrenamiento para salir bien. No obstante, en la panadería imperaba el bullicio; el olor a levadura se mezclaba con el del sudor humano en las salas calientes; las manos de los panaderos se sumergían constantemente en la harina y el agua; los hombres usaban la nariz y los ojos para decidir cuándo estaba listo el pan. El orgullo del oficio era fuerte, pero los hombres decían que no disfrutaban con su trabajo, y yo les creí. A menudo se quemaban con el horno; la amasadora primitiva requería mucha fuerza; además, era trabajo nocturno, lo cual significaba que esos hombres, tan centrados en la familia, raramente la veían durante la semana.
Sin embargo, yo tuve la impresión, al verlos luchar, de que la solidaridad étnica provocada por el hecho de ser griego posibilitaba su solidaridad en ese trabajo difícil: ser buen trabajador significa ser un buen griego. La ecuación de buen trabajo y buen griego tenía un sentido en lo concreto más que en lo abstracto. Los panaderos necesitaban colaborar estrechamente entre sí para coordinar las diversas tareas de la panadería. Cuando dos de los trabajadores —dos hermanos, los dos alcohólicos— aparecían escayolados en el trabajo, los otros los reprendían hablándoles de los problemas que les estaban ocasionando a su familia y la pérdida de prestigio de sus familias en la comunidad en la que vivían todos los griegos. No ser un buen griego era una poderosa herramienta de vergüenza, y, en consecuencia, de disciplina en el trabajo.
Igual que Enrico, los panaderos griegos de la panadería italiana tenían una serie de directrices burocráticas para organizar su experiencia a largo plazo. Los puestos de trabajo habían pasado de padres a hijos a través del sindicato local, que también estructuraba rígidamente los salarios, los beneficios y las pensiones. Para estar seguro, las certezas en este mundo de panaderos requerían ciertas ficciones. El primer propietario de la panadería había sido un judío muy pobre, que ganó un poco de dinero, luego vendió el negocio a una organización de tamaño medio que empleó a gerentes con apellidos italianos; pero las cuestiones se aclaraban simplemente equiparando Jefe con Mafia. El sindicato que organizaba sus vidas era en realidad un desastre, y algunos de sus funcionarios hacían frente a penas de prisión por corrupción; el fondo de pensiones estaba saqueado y agotado. Sin embargo, los panaderos me dijeron que esos sindicalistas corruptos comprendían sus necesidades.
Éstas eran algunas de las maneras en que un grupo de trabajadores hacía legible en un idioma más personal las condiciones que un europeo podría leer en términos de clase. La raza medía hacia abajo; la pertenencia étnica hacia arriba, hacia «nosotros». En el trabajo, el carácter de los trabajadores se expresaba actuando honradamente, trabajando cooperativamente y limpiamente con otros panaderos porque pertenecían a la misma comunidad.
Cuando regresé a la panadería después de hablar con Rico, me sorprendió ver lo mucho que había cambiado.
El dueño es ahora una cadena gigante del ramo de la alimentación, pero en este caso no es una operación de producción en masa. Trabaja según los principios de Piore y Sabel de la especialización flexible, utilizando máquinas complejas y reconfigurables. Un día los panaderos pueden hacer mil barras de pan francés, y al día siguiente mil bagels, bollos con forma de rosquilla, según la demanda del mercado de Boston. La panadería ya no huele a sudor y es asombrosamente fresca, mientras que antes el calor hacía vomitar con frecuencia a los trabajadores. Bajo las relajantes lámparas fluorescentes, todo tiene ahora un aspecto extrañamente silencioso.
Desde el punto de vista social, ésta ya no es una panadería griega. Todos los hombres que yo conocía se han jubilado; algunos jóvenes italianos trabajan ahora aquí, junto con dos vietnamitas, un hippy WASP incompetente y algo mayor y varios individuos sin una identidad étnica discernible. Además, ya, no sólo trabajan hombres; uno de los italianos es una chica recién salida de la adolescencia, otra, una mujer con dos hijos adultos. Los trabajadores vienen y van a lo largo del día; la panadería es una compleja red de horarios a tiempo parcial para las mujeres e incluso para algunos hombres; el antiguo turno de noche ha sido reemplazado por una jornada de trabajo mucho más flexible. El poder del sindicato de panaderos se ha debilitado en la panadería; como resultado, los más jóvenes no están cubiertos por contratos sindicales y trabajan con un régimen contingente y horarios flexibles. Lo más sorprendente de todo, dados los prejuicios que imperaban en la antigua panadería, es que el capataz es negro.
Desde el mirador del pasado, todos estos cambios deberían ser confusos. Esta mezcla de etnias, sexos y razas no permite leer el fenómeno fácilmente a la antigua usanza. Sin embargo, sigue prevaleciendo la peculiar disposición americana a traducir la clase en términos más personales de status. Lo realmente nuevo es que en la panadería tuve la visión de una tremenda paradoja. En este lugar de trabajo flexible y altamente tecnologizado donde todo es de fácil manejo, los trabajadores se sienten personalmente degradados por la manera en que trabajan. En este paraíso del panadero, esa reacción a su trabajo es algo que ni ellos mismos comprenden. Desde el punto de vista operacional, todo es perfectamente claro; desde el punto de vista emocional, en cambio, terriblemente ilegible.
La panadería informatizada había cambiado profundamente las actividades físicas coreográficas de los trabajadores. Ahora, los trabajadores no tenían contacto físico con los ingredientes ni con los panes, supervisaban todo el proceso en pantalla, mediante iconos que representaban, por ejemplo, imágenes del color del pan derivadas de datos acerca de la temperatura y el tiempo de cocción de los hornos; pocos panaderos ven en realidad las hogazas de pan que fabrican. Las pantallas de trabajo están organizadas según la conocida manera Windows. En una de ellas, se ven iconos de las muchas más clases diferentes de panes que fabricaban en el pasado: pan ruso, pan italiano, pan francés, todas ellas posibles con sólo acercar un dedo a la pantalla. El pan se ha convertido en una representación en pantalla.
Como resultado de este método de trabajo, en realidad los panaderos ya no saben cómo se hace el pan. El pan automatizado no es una maravilla de la perfección tecnológica; las máquinas a veces se equivocan en los panes que están cocinando, por ejemplo, y no calculan correctamente la fuerza de la levadura o el color real del pan. Los trabajadores pueden juguetear con la pantalla para corregir un poco esos defectos; lo que no pueden hacer es arreglar las máquinas o, lo que es más importante, preparar pan manualmente cuando las máquinas se estropean, cosa que ocurre con bastante frecuencia. Los trabajadores dependen de un programa informático y, en consecuencia, no pueden tener un conocimiento práctico del oficio. El trabajo ya no les resulta legible, en el sentido de que ya no comprenden lo que están haciendo.
Los horarios de trabajo flexible en la panadería aumentan las dificultades de este método de trabajo. La gente suele irse a casa justo cuando está a punto de salir un desastre del horno. No quiero decir que los trabajadores sean irresponsables; antes bien, su tiempo tiene otras exigencias, tienen hijos a los que atender, u otros empleos a los que han de llegar puntualmente. Para manejar las hogazas informatizadas que fallan es más sencillo tirar a la basura las hogazas estropeadas, reprogramar el ordenador y volver a empezar. Antiguamente se desperdiciaban muy pocos panes; ahora todos los días los enormes cubos de plástico de la panadería están llenos de montones de panes quemados. Los cubos de basura pueden parecer un símbolo apropiado de lo que le ha ocurrido al arte de hacer pan. No hay ninguna razón para darle un toque romántico a esta pérdida de oficio; sin embargo, como apasionado cocinero aficionado descubrí que la calidad del pan que sobrevive al proceso de producción era excelente, opinión que por lo visto comparten muchos bostonianos, pues la panadería es popular y rentable.
Según las antiguas ideas marxistas de clase, los trabajadores deberían estar alienados por esta pérdida de oficio; deberían estar enfadados por las increíbles condiciones del lugar de trabajo. Sin embargo, la única persona que encontré en la panadería que se ajustaba a esta descripción era el capataz negro, que estaba en el peldaño más bajo de la escala de mandos.
Rodney Everts —así lo llamaré— es un jamaicano que llegó a Boston cuando tenía diez años y que se ha abierto camino a la manera de antes, desde aprendiz a maestro panadero, y luego, encargado de la panadería. Esa trayectoria representa veinte años de lucha. Fue puesto a la fuerza en la vieja dirección como parte de una reglamentación que, tenía en cuenta la igualdad de razas; soportó la frialdad de los antiguos panaderos griegos, pero hizo carrera gracias a su determinación y sus méritos. En su cuerpo se detectan algunos recuerdos de esa lucha; es obeso, come por ansiedad; al principio nuestra charla giró en torno a cultivos y dietas a base de levadura. Rodney Everts recibió con entusiasmo el cambio en la dirección, considerándolo una liberación, pues la nueva compañía nacional era menos racista, y también recibió con satisfacción los cambios tecnológicos pensando que reducían su riesgo de infarto, También celebró el retiro de los griegos y la contratación de una fuerza de trabajo políglota. De hecho, es responsable de la selección de la mayoría de los trabajadores. Pero también le enfurece la manera ciega como se trabaja ahora, aunque comprende que el bajo nivel de solidaridad y técnica no es culpa de ellos. La mayoría de las personas que escoge permanecen, a lo sumo, dos años en la panadería; los jóvenes trabajadores no afiliados a un sindicato son los que duran menos. También le da rabia que la compañía prefiera a esos trabajadores; Everts está convencido de que, si se les pagara mejor, se quedarían más tiempo. Y tampoco le gusta que la compañía use el horario flexible como compensación al trabajo mal remunerado. Quiere que todo su personal esté en la panadería al mismo tiempo, para tratar juntos los problemas lo mejor posible. Y los cubos de basura repletos lo sacan de sus casillas.
Me entusiasmé con Rodney Everts cuando me dijo que creía que muchos de esos problemas podían salvarse si los trabajadores fueran los dueños de la panadería. Si de una cosa no se le puede acusar es de pasividad ante la incapacidad de los trabajadores de hacer pan; ha dado varios seminarios voluntarios sobre el arte de hacer pan, al cual sólo asistieron los dos vietnamitas, que a duras penas entienden su inglés. Sin embargo, lo que más me sorprendió fue su capacidad de tomar distancia y contemplar la situación con claridad. «Cuando era un aprendiz, usted comprenderá, tenía la rabia ciega del negro»: devoto lector de la Biblia, tiene algo de las cadencias de la Biblia de King James[*] en su discurso. «Ahora, veo este lugar». Esa claridad es lo que el Marx humano entendía como alienación, la conciencia infelizmente disociada que revela, no obstante, las cosas como son y el lugar donde una persona está.
Pero el capataz está solo. La gente que tiene a su cargo no se ve a sí misma con la misma claridad. En lugar de alienación, su sentido de la vida cotidiana en la panadería está marcado por la indiferencia. Por ejemplo, para ser contratada, la gente tiene que probar que sabe manejar ordenadores. No obstante, no usarán mucho este conocimiento en el trabajo, donde lo único que tienen que hacer es apretar botones en un programa de Windows diseñado por otros. «Hacer pan, zapatos, trabajos de imprenta, pídame lo que quiera, yo puedo hacerlo», me dijo una de las mujeres de la panadería riendo, mientras mirábamos los cubos de basura. Uno de los italianos me dijo: «En casa sí que hago pan, soy panadero. Aquí aprieto botones». Cuando le pregunté por qué no había asistido al seminario de Everts, me respondió: «No importa, no voy a hacer esto el resto de mi vida». Una y otra vez, la gente dijo lo mismo con otras palabras: en realidad, no soy panadero. Son personas con una identidad laboral débil. Si Bill Gates no siente mucho apego por productos específicos, esta nueva generación es indiferente a los trabajos específicos.
No obstante, la falta de apego también va unida a confusión. Esta fuerza de trabajo políglota y flexible tampoco veía con mucha mayor claridad el lugar que ocupaban en la sociedad. Los criterios raciales y étnicos son menos útiles para ellos que para los griegos que antes trabajaban aquí. Aceptaban al negro Rodney Everts como jefe legítimo, y su autoridad se basaba en su capacidad real. Las mujeres de la panadería utilizaban agriamente la palabra «feminista». Cuando les formulé la misma pregunta que les planteé veinticinco años antes —«¿A qué clase social pertenece usted?»—, obtuve la misma respuesta: clase media. Sin embargo, ahora los viejos subtextos organizadores no existían. Al hacer esta generalización, tengo que exceptuar a los dos vietnamitas, con quienes tuve que hablar en francés; en sus lazos comunales se parecían a los griegos que trabajaban aquí antes.
La falta de apego a tareas particulares y la confusión sobre la posición social podrían ser tolerables si también hubiera desaparecido la disposición típicamente americana a interpretar las circunstancias materiales en términos de carácter personal. Pero eso no ha ocurrido. La experiencia en el trabajo aún parece intensamente personal. Estas personas se sienten fuertemente inclinadas a interpretar su trabajo como algo que se refleja en ellos en cuanto individuos. Hace veinticinco años les pregunté a los panaderos griegos: «¿Por qué quiere usted que se le respete?». La respuesta era sencilla: ser un buen padre, seguido de un buen trabajador. Cuando les hice la misma pregunta a las aproximadamente veinte personas de la panadería, el sexo y la edad complicaron el lado familiar de la respuesta, pero, igual que antes, ser un buen trabajador seguía siendo importante. Ahora, sin embargo, en el régimen flexible, las cualidades personales de ser un buen trabajador parecían más difíciles de definir.
En la panadería, la tecnología desempeña un papel importante en esa débil identidad laboral, pero no realmente en el sentido que cabría esperar. Más que hostiles, en este lugar de trabajo las máquinas son todas supuestamente fáciles de utilizar; tienen claros iconos visuales y ventanas bien organizadas que se parecen a las pantallas de los ordenadores domésticos. Un vietnamita que apenas habla inglés y que no entiende realmente la diferencia entre una baguette y un bagel puede hacer funcionar estas máquinas. Hay una base económica para estas mezcladoras, amasadoras y hornos fáciles de usar: permiten a la empresa contratar trabajadores con salarios inferiores que en el pasado, cuando los trabajadores, no las máquinas, eran los cualificados, aunque ahora todos tienen cualificaciones técnicas altas y certificadas.
Al final me di cuenta de que la misma facilidad de uso de la panadería es lo que puede explicar, en parte, la confusión que los trabajadores sienten respecto de sí mismos en cuanto panaderos. En todas las formas de trabajo, desde la cultura a servir comidas, la gente se identifica con las tareas que son un reto para ellos, tareas que son difíciles; pero en este lugar de trabajo flexible, con sus trabajadores de distintas lenguas que entran y salen cumpliendo un horario irregular, con pedidos radicalmente distintos cada día, la maquinaria es el único criterio real de orden, y por eso tiene que ser sencilla para todos. La dificultad es contraproducente en un régimen flexible. Por una terrible paradoja, cuando reducimos la dificultad y la resistencia, creamos las condiciones para una actividad acrítica e indiferente por parte de los usuarios.
A este respecto, tuve la suerte de encontrarme en la panadería cuando una de las máquinas de amasar explotó. Aunque de fácil manejo, la máquina era de complejo diseño; su sistema de funcionamiento por ordenador era opaco, como dicen los diseñadores industriales, más que transparente. Decir «de fácil manejo» significaba una versión bastante unilateral de la sencillez. Ese día cortaron la electricidad, hicieron una llamada por teléfono y estuvimos dos horas sentados esperando que llegara el servicio técnico de la empresa que había diseñado las máquinas.
Cuando volvieron a conectar las máquinas, los trabajadores que habían estado esperando se veían taciturnos y disgustados. Un incidente similar ya había ocurrido antes, pero no había forma de que nadie en la panadería pudiera penetrar en la opaca arquitectura del sistema para comprender, y no digamos solucionar, el problema. Los panaderos no eran indiferentes al hecho elemental de conseguir que se hiciera el trabajo. Querían sentirse útiles, hacer que las cosas funcionaran, pero no podían. En un estudio dedicado a los camareros de los restaurantes McDonald’s, Katherine Newman descubrió que trabajadores supuestamente no cualificados de repente despliegan toda clase de aptitudes improvisadas para que al negocio siga en marcha cuando se enfrentan a una crisis mecánica como la ocurrida en la panadería[50]. Los panaderos sentían ese impulso, pero estaban desconcertados por la tecnología.
Por supuesto, sería absurdo echar la culpa a las máquinas. Fueron diseñadas y construidas para trabajar de una manera determinada; la empresa toleraba el desperdicio y los desperfectos como parte del coste de hacer negocio. A niveles más altos del trabajo técnico, el advenimiento del ordenador ha enriquecido el contenido de muchos trabajos. El lado más positivo de la tecnología aparece, por ejemplo, en el estudio realizado por Stanley Aronowitz y William DiFazio sobre el impacto del auto-CAD, o diseño asistido por ordenador, sobre un grupo de ingenieros civiles y arquitectos que trabajan para la ciudad de Nueva York: o personas habituadas a dibujar a mano, se sintieron entusiasmadas por las posibilidades de manipular imágenes en una pantalla flexible. Un arquitecto les dijo: «Al principio pensaba que sólo serían máquinas de dibujar… pero ahora realmente estoy entusiasmado, es como si pudiera manipular y desglosar cualquier diseño. Puedo estirarlo, moverlo, quitarle una parte»[51]. Este uso de la máquina ha estimulado ciertamente a pensar a sus usuarios de alto nivel.
Sin embargo, sería igualmente erróneo excluir la maquinaria del desapego y las confusiones. Esto se debe a que la nueva herramienta del capitalismo contemporáneo es una máquina mucho más inteligente que los artefactos mecánicos del pasado. Su propia inteligencia puede sustituir a la de los usuarios, y así llevar a nuevos extremos la pesadilla de Smith del trabajo mecánico. Cuando el CAD se introdujo en el programa de arquitectura del Instituto de Tecnología de Massachusetts, por ejemplo, uno de los arquitectos objetó lo siguiente:
Cuando dibujas un sitio, cuando se ponen las líneas de casas y los árboles, ese dibujo arraiga en tu mente. Llegas a conocer el sitio de una manera que el ordenador no te permite conocer… Llegas a conocer un terreno trazándolo y volviéndolo a trazar, sin dejar que el ordenador lo «regenere» por ti[52].
De manera similar, el físico Victor Weisskopf dijo una vez a un grupo de estudiantes que trabajaban exclusivamente con experimentos informatizados: «Cuando me enseñan ese resultado, el ordenador entiende la respuesta, pero no creo que ustedes la comprendan»[53].
Al igual que cualquier acto de pensamiento, la inteligencia en el uso de las máquinas es aburrida cuando es operativa más que autocrítica. La analista de sistemas tecnológicos Sherry Turkle cuenta una entrevista que le hizo a una niña muy inteligente acerca de la mejor manera de jugar a SimCity, un juego de planificación de ciudades para niños: una de las reglas más eficaces era «Subir los impuestos siempre termina en disturbios»[54]. La hiña no cuestiona por qué motivo subir los impuestos siempre trae problemas; ella sólo sabe que esta regla hace el juego más sencillo. En auto-CAD, se puede trazar en la máquina un trozo de un objeto y ver casi inmediatamente el todo; si queremos saber cómo se verá una escena ampliada, reducida, cabeza abajo, desde atrás, unas cuantas teclas nos lo dirán; pero no nos dirán si la imagen sirve de algo.
El desapego y la confusión que encontré entre los panaderos de Boston es una reacción a estas propiedades particulares del ordenador utilizado en un lugar de trabajo flexible. No sería una novedad para estos hombres y mujeres que la resistencia y la dificultad son fuentes importantes de estimulación mental, y que cuando tenemos qué luchar para aprender algo lo aprendemos bien. Sin embargo, estas verdades no tienen hogar. La dificultad y la flexibilidad son contrarias al proceso de producción corriente en la panadería. En momentos de crisis, los panaderos se encontraron de repente excluidos de su trabajo, y eso repercutió en su sensación de persona que trabaja. Cuando la mujer de la panadería dice: «Hacer pan, zapatos, trabajos de imprenta, pídame lo que quiera», su sentimiento por la máquina es sencillo, amistoso, pero también, como me repitió varias veces, le hace sentir que ella no es panadera. Estas dos afirmaciones están íntimamente ligadas. Su comprensión del trabajo es superficial; su identidad como trabajadora, frágil.
Es un lugar común decir que las identidades modernas son más fluidas que las tajantes divisiones de las sociedades clasistas del pasado. «Fluido» puede querer decir adaptable; pero en otra línea de asociaciones, fluido también implica facilidad, el movimiento fluido requiere que no haya impedimentos. Cuando las cosas nos resultan fáciles, como en el trabajo que he descrito en este capítulo, nos volvemos débiles; nuestro compromiso con el trabajo se vuelve superficial, pues nos falta la comprensión de lo que estamos haciendo.
¿No es éste el mismo dilema que preocupaba a Adam Smith? No lo creo. En la fábrica de clavos nada se le ocultaba al obrero, en cambio, en la panadería hay muchas cosas que los trabajadores no ven. Un trabajo tan claro y, sin embargo, tan oscuro. La flexibilidad crea distinciones entre superficie y profundidad, y los sujetos menos poderosos de la flexibilidad están forzados a permanecer en la superficie.
Los viejos panaderos griegos tenían una gran dificultad física para hacer su trabajo: nadie querrá que vuelva esa época. El trabajo era cualquier cosa menos superficial, debido a sus lazos étnicos, y en el Boston moderno esos lazos de honor comunal tal vez hayan desaparecido para siempre. Lo que importa ahora es saber qué ha ocupado su lugar, la asociación de lo flexible y lo fluido con lo superficial. Las superficies brillantes y los mensajes sencillos que anuncian los productos globales son demasiado conocidos, demasiado fáciles de manejar. No obstante, algunos de ellos dividen entre superficie y profundidad el proceso productivo flexible, con sus tareas sencillas cuya lógica más profunda no puede ser resquebrajada.
Del mismo modo, la gente puede padecer de superficialidad al tratar de leer el mundo que la rodea y leerse a sí misma. Las imágenes de una sociedad sin clases, una manera común de hablar, de vestir y de ver, pueden también servir para ocultar unas diferencias más profundas; hay una superficie en la cual todo el mundo parece estar en el mismo plano, pero romper esa superficie puede requerir un código del cual la gente carece. Y si lo que la gente sabe sobre sí misma es sencillo y directo, puede ser demasiado poco.
Las superficies opacas del trabajo contrastan con los entusiasmos de Davos. En el régimen flexible, las dificultades cristalizan en un acto particular, a saber: el acto de asumir riesgos.