2. Rutina

Hay buenas razones para que Rico luche por darle un sentido al tiempo que le ha tocado vivir. La sociedad moderna se rebela contra la rutina, el tiempo burocrático que puede paralizar el trabajo, el gobierno u otras instituciones. El problema de Rico es qué hacer consigo mismo cuando esta rebelión contra la rutina triunfa.

Sin embargo, en los albores del capitalismo industrial, no era tan evidente que la rutina fuera una lacra. A mediados del siglo XVIII parecía que el trabajo repetitivo podía conducir en dos direcciones diferentes: una positiva y fructífera, otra destructiva. El lado positivo de la rutina aparece descrito en la gran Enciclopedia de Diderot publicada entre 1751 y 1772; el lado negativo de la jornada de trabajo regular se describe con tintes radicalmente distintos en La riqueza de las naciones de Adam Smith, publicado en 1776. Diderot creía que la rutina en el trabajo podía ser como cualquier otra forma de memorización, un proceso necesario; Smith, por su parte, creía que la rutina embotaba la mente. Hoy, la sociedad está del lado de Smith. Diderot sugiere lo que podríamos perder si nos decantamos por su contrario.

Para el público lector culto, los artículos más sorprendentes de la Enciclopedia de Diderot eran los que se centraban en la vida cotidiana: Artículos de diversos autores sobre la industria, los oficios y la agricultura. Estos artículos iban acompañados de una serie de grabados que ilustraban cómo se hacía una silla o se tallaba la piedra. El dibujo de mediados del siglo XVIII se caracteriza por la elegancia de la línea, pero la mayor parte de los artistas desplegaba esa elegancia en paisajes o en escenas de la ociosa vida aristocrática; los ilustradores de la Enciclopedia ponen esa elegancia al servicio de dibujos de martillos, prensas de papel y martinetes. El objetivo de la imagen y el texto era justificar la dignidad intrínseca del trabajo[10].

La especial dignidad de la rutina aparece en el Volumen 5 de la Enciclopedia en una serie de láminas que muestran una auténtica fábrica de papel, L’Anglée, situada a unos noventa kilómetros al sur de París, en las cercanías de Montargis. La fábrica está diseñada como un castillo, con un bloque principal que conecta en dos ángulos rectos con naves menores; en el exterior vemos parterres y alamedas que rodean la fábrica, iguales a las que se verían en el parque de la mansión de un aristócrata rural.

El marco de esta fábrica modelo —tan bonita a nuestros ojos— en realidad escenifica una importante transformación del trabajo que comenzó en la época de Diderot: la casa estaba separada del lugar de trabajo. Hasta mediados del siglo XVIII, la casa era el centro físico de la economía. En el campo, la familia fabricaba la mayoría de las cosas que consumía; en ciudades como París o Londres, los oficios también tenían su sede en la vivienda familiar. Por ejemplo, en la casa de un panadero, los oficiales, los aprendices y la familia del amo, «todos comían juntos, y la comida se servía a todos juntos, pues de todos se esperaba que durmieran y vivieran en la casa», escribe el historiador Herbert Applebaum; «el coste de hacer pan incluía la vivienda, la comida y la ropa de todas las personas que trabajaban para el amo. El pago en efectivo era una fracción de los costes»[11]. El antropólogo Daniel Defert llama a este sistema economía del domus en lugar de un salario de esclavo, reinaba una inseparable combinación de protección y subordinación de la voluntad de un amo.

Diderot describe en L’Anglée un nuevo orden de trabajo, separado del domus. La fábrica no daba alojamiento; de hecho, esta fábrica fue la primera en Francia que contrataba a trabajadores que vivían bastante lejos y que iban a trabajar a caballo en lugar de hacerlo a pie. También fue una de las primeras en pagar el salario directamente a los trabajadores adolescentes en lugar de pagarlo a sus padres. El aspecto atractivo, elegante incluso, de la fábrica, sugiere que el grabador veía esta separación como algo positivo.

Lo que vemos del interior también lo es: reina el orden. La preparación de pasta de papel era, durante el siglo XVIII, una operación sucia y maloliente; los andrajos empleados para hacer papel solían proceder de cadáveres y se dejaban pudrir meses enteros en cubas para que las fibras se desintegraran. Sin embargo, en L’Anglée los suelos brillan inmaculados y no se ve a ningún trabajador a punto de vomitar. En la sala donde se apalean las fibras hasta convertirlas en pulpa —la más sucia de todas las actividades— no se ven seres humanos. En la sala donde tenía lugar la más delicada división del trabajo —recoger la pulpa con palas y luego presionarla hasta convertirla en delgadas hojas—, tres artesanos trabajan con la coordinación propia de un ballet.

El secreto de este orden industrial radica en sus exactas rutinas. L’Anglée es una fábrica en la cual todo tiene un lugar fijo y en la que todo el mundo sabe lo que tiene que hacer. No obstante, para Diderot, esta clase de rutina no implicaba la simple e interminable repetición mecánica de una tarea. El maestro que le insiste a un alumno para que memorice cincuenta versos de un poema, lo que quiere es ver la poesía almacenaba en el cerebro de su alumno, como dato siempre disponible y utilizable para juzgar otros poemas. En La paradoja del comediante, Diderot intentó explicar cómo actores y actrices dilucidan poco a poco los misterios de un personaje repitiendo la letra una vez tras otra. Y en el trabajo industrial esperaba encontrar las mismas virtudes de la repetición.

Fabricar papel no es una actividad mecánica; Diderot creía —nuevamente por analogía con las artes— que sus rutinas sufrían una evolución constante a medida que los trabajadores aprendían a manipular y alterar cada estado del proceso de producción. En gran parte, «ritmo» de trabajo significa que si repetimos una operación dada, descubrimos cómo acelerar o aminorar la marcha, aprendemos a hacer variaciones, jugar con los materiales, desarrollar nuevas prácticas, igual que un músico aprende a manejar el tiempo mientras interpreta una pieza. Gracias a la repetición y al ritmo, el trabajador puede alcanzar, según Diderot, «la unidad de la mente y la mano»[12].

Naturalmente, esto es sólo un ideal. Diderot nos ofrece una prueba visual muy sutil para hacer que suene convincente. En la fábrica de papel, los jóvenes que cortan trapos grasientos trabajan solos en una sala, sin la presencia de un supervisor adulto. En las salas de encolado, secado y acabado, hombres y mujeres jóvenes y hombres fornidos trabajan codo con codo; en esas ilustraciones veía el público de la Enciclopedia qué significaban «igualdad» y «fraternidad». Lo que hace que las imágenes resulten convincentes son las caras de los trabajadores. No importa cuán exigentes sean las tareas que realizan, los rostros que vemos son serenos, un reflejo de la idea de Diderot según la cual, gracias al trabajo, los seres humanos logran estar en paz consigo mismos. «Trabajemos sin teorizar», dice Martín en el Cándido de Voltaire. «Es la única manera de que la vida sea soportable». Aunque Diderot era más inclinado a teorizar, creía, como Voltaire, que al dominar la rutina y sus ritmos la gente llegaba a dominar su trabajo y se tranquilizaba a la vez.

Para Adam Smith, estas imágenes de evolución ordenada, de fraternidad y serenidad, representan un sueño imposible. La rutina ahoga el espíritu. La rutina, al menos en la forma del capitalismo emergente que él observó, parecía negar cualquier conexión entre el trabajo corriente y el papel positivo de la repetición en el arte. Cuando Adam Smith publicó en 1776 La riqueza de las naciones, se lo leía —y se lo sigue leyendo— como apóstol del nuevo capitalismo, básicamente por la declaración que hace al principio del libro a favor de la libertad de mercado. Sin embargo, Smith es algo más que un apóstol de la libertad económica, pues era plenamente consciente del lado oscuro del mercado, una conciencia que desarrolló especialmente al considerar la organización rutinaria del tiempo en el nuevo sistema económico.

La riqueza de las naciones se basa en un solo gran concepto: Smith creía que la libre circulación de dinero, bienes y trabajo exigiría que la gente hiciera trabajos cada vez más especializados. El crecimiento del mercado libre va acompañado de una división del trabajo en la sociedad. La idea que Smith tenía de la división del trabajo se comprende fácilmente al observar un panal; a medida que aumenta de tamaño, cada una de sus celdillas se convierte en el lugar de una tarea específica. Dicho seriamente, las dimensiones numéricas del intercambio —sea el tamaño de la masa monetaria o la cantidad de bienes en el mercado—, son inseparables de la especialización de la función productiva.

El ejemplo gráfico que brinda Smith es el de una fábrica de tachuelas y clavos pequeños empleados en carpintería. Smith calculó que un fabricante de clavos que lo hiciera todo solo podía producir unos cuantos cientos al día; en una fábrica que operase con las nuevas divisiones del trabajo, donde la producción estuviera desglosada en todas sus partes componentes y cada trabajador hiciera sólo una de ellas, un fabricante podía elaborar más de dieciséis mil al día[13]. La industria en la que el fabricante se introduce en el sistema del mercado libre, no hará sino estimular la demanda del producto y conducirá a la creación de empresas cada vez más grandes y con una división del trabajo más compleja.

Al igual que el molino de papel de Diderot, la fábrica de Smith es un lugar para trabajar, no para vivir. La separación de la casa y el trabajo es, según Smith, la más importante de todas las divisiones modernas del trabajo. Y, al igual que la de Diderot, la fábrica de Smith funciona de manera ordenada gracias a una rutina en la que cada trabajador desempeña una sola función. Es la visión de Smith la que diferencia a la fábrica de clavos del molino de papel, pues para él, desde el punto de vista humano, es desastroso organizar así la jornada de trabajo.

El mundo en el que vivió Smith estaba, por supuesto, familiarizado con la rutina y la programación del tiempo. A partir del siglo VI, las campanas de las iglesias habían dividido el día en sus unidades religiosas; a comienzos de la Edad Media los benedictinos dieron un paso importante al instituir el repique de campanas para distinguir las horas de trabajo de las horas de comida, así como las horas para la oración. Más próximos a los días de Smith, los relojes mecánicos reemplazaron las campanas, y, a mediados del siglo XVIII, los relojes de bolsillo estaban ya muy difundidos. La hora matemáticamente exacta podía saberse al margen del lugar en que se encontrara una persona. Ya no importaba que estuviera cerca de una iglesia o en un lugar desde el que pudiera oír las campanadas; así, el tiempo dejó de depender del espacio. ¿Por qué razón esta planificación del tiempo resultaría más tarde un desastre humano?

La riqueza de las naciones es un libro muy largo, y los defensores de la nueva economía en los tiempos de Smith tendían a referirse únicamente a su espectacular y esperanzador comienzo. No obstante, a medida que nos adentramos en el texto el panorama se ensombrece, la fábrica de clavos se convierte en un lugar más siniestro. Smith reconoce que dividir las tareas en las partes integrantes de un clavo condenaría a los individuos a un día mortalmente aburrido, en el que se pasarían realizando una minúscula porción del trabajo hora tras hora; en un momento dado, la rutina se vuelve autodestructiva, porque los seres humanos pierden el control sobre sus propios esfuerzos; la falta de control sobre el tiempo de trabajo significa la muerte mental de las personas.

Smith creía que el capitalismo de su época estaba cruzando esa gran línea divisoria; cuando afirma que «los que trabajan más ganan menos», piensa en términos humanos más que en términos de salario[14]. En uno de los pasajes más pesimistas de La riqueza de las naciones, escribe:

En el curso de la división del trabajo, la función de la mayor parte de aquellos que viven de su trabajo termina reducida a unas pocas operaciones muy sencillas; por lo general, una o dos.

…El hombre que se pasa toda la vida dedicado a pocas operaciones …suele volverse todo lo estúpido e ignorante que puede volverse un ser humano[15].

El trabajador industrial no sabe nada de la presencia de ánimo y expresividad del actor que ha memorizado mil versos; la comparación de Diderot es, en consecuencia, falsa, porque el obrero no controla su trabajo. El obrero que fabrica clavos se vuelve una criatura «estúpida e ignorante» por culpa de la división del trabajo; la naturaleza repetitiva de su trabajo lo ha embotado. Por estas razones, la rutina industrial amenaza con aplacar el carácter humano en sus mismas raíces.

Si éste parece un Adam Smith sumamente pesimista, tal vez sólo sea porque era un pensador mucho más complejo del que nos ha presentado la ideología capitalista. En la Teoría de los sentimientos morales, un libro anterior a La riqueza de las naciones, Smith había abogado por las virtudes de la solidaridad mutua y la capacidad de identificarse con los sentimientos ajenos. La solidaridad, decía, es un sentimiento moral espontáneo, estalla cuando un hombre o una mujer comprenden de repente los sufrimientos o las tensiones de otro. No obstante, la división del trabajo aplaca los estallidos espontáneos; la rutina reprime la solidaridad. Sin duda alguna, Smith identificaba el crecimiento de los mercados y la división del trabajo con el progreso material de la sociedad, pero no con su progreso moral, y las virtudes de la solidaridad revelan algo quizá más sutil sobre el carácter individual.

El núcleo moral de Rico, como hemos visto, estaba en la afirmación decidida de su voluntad; para Smith, la erupción espontánea de solidaridad supera a la voluntad, arrastra a un hombre o a una mujer a emociones que escapan a su control, como la súbita identificación con los fracasos de la sociedad o la compasión por los cobardes o los mentirosos habituales. Los brotes espontáneos de solidaridad —territorio del tiempo espontáneo— nos empujan fuera de nuestros límites morales normales. No hay nada predecible ni rutinario en la solidaridad.

Al hacer hincapié en la importancia ética de tales estallidos emocionales, la voz de Smith se distinguió de la de sus contemporáneos, muchos de los cuales consideraban que el carácter humano, en su aspecto ético, tenía poco que ver con los sentimientos espontáneos o con la voluntad; en su Proyecto de ley de libertad religiosa (1779), Jefferson afirma que «las opiniones y creencias de los hombres no dependen de su voluntad; siguen involuntariamente la evidencia que se presenta a su mente»[16].

El carácter comienza a actuar cuando hacemos nuestro deber; como dijo James Madison en 1785, seguir los dictados de la conciencia es «también un derecho inalienable, porque lo que aquí es un derecho para con los hombres, es un deber para con el Creador»[17]. La Naturaleza y el Dios de la Naturaleza proponen; el hombre obedece.

Adam Smith habla del carácter con un lenguaje tal vez más cercano a nosotros. El carácter le parece formado por la historia y sus giros impredecibles. Una vez establecida, una rutina no permite muchas cosas en el sentido de construcción de una historia personal; para desarrollar el carácter, es necesario romper la rutina. Smith presentó con rasgos concretos esta proposición de carácter general; celebraba el carácter de los comerciantes, pues creía que actuaban de manera responsable y solidaria con las exigencias cambiantes de cada momento; del mismo modo se compadecía del estado del carácter de los obreros industriales, uncidos al yugo de la rutina.

No debería sorprendernos que Marx fuera un atento lector de Adam Smith, aunque de ningún modo elogiara el comercio y a quienes lo practicaban. En su juventud, Marx admiraba al menos la teoría general de la espontaneidad expuesta en la Teoría de los sentimientos morales; ya más adulto y sereno, se centró directamente en la descripción que hace Smith de los males de la rutina, la división del trabajo sin el control de los trabajadores. Éstos son los ingredientes básicos del análisis marxista del tiempo parcializado. A la descripción de Smith, Marx le añadió la comparación con prácticas más antiguas del sistema alemán del Tagwerk, en el que los trabajadores recibían la paga al final del día. En dicho sistema, el trabajador podía adaptarse a las condiciones de su entorno haciendo distintos trabajos según lloviera o hiciera un día despejado, u organizando las tareas de acuerdo con las entregas de suministros. Ese trabajo tenía un ritmo, porque era el trabajador quien lo controlaba[18]. En comparación, como escribió más tarde el historiador marxista Edward Thompson, en el capitalismo moderno los empleados «perciben una diferencia entre el tiempo de su empleador y su "propio" tiempo»[19].

Los temores que Adam Smith albergaba hacia el tiempo rutinario pasaron a nuestro siglo en el fenómeno conocido con el nombre de «fordismo». Es en el fordismo donde podemos documentar de manera más exhaustiva la aprensión de Smith hacia el capitalismo industrial emergente a finales del siglo XVIII, especialmente en el lugar que dio su nombre al fenómeno.

En los años 1910-1914, la Ford Motor Company de Highland Park se consideraba un glorioso ejemplo de división tecnológica del trabajo. En cierto modo, Henry Ford era un empleador humano; pagaba buenos sueldos según un régimen de cinco dólares diarios, equivalentes a ciento veinte dólares en 1997, e incluía a sus trabajadores en un plan de participación en los beneficios. En la fábrica, las operaciones eran otro asunto. Henry Ford pensaba que las preocupaciones por la calidad de la vida laboral eran «puras pamplinas», y que cinco dólares al día eran una retribución bastante atractiva por aburrirse.

Antes de que Ford creara las fábricas modelo como Highland Park, la industria del automóvil era de base artesanal, con trabajadores altamente cualificados dedicados a muchos trabajos complicados en un motor o en la carrocería en el curso de una jornada de trabajo. Estos trabajadores disfrutaban de una gran autonomía, y la industria del automóvil era, en realidad, un grupo de talleres descentralizados. «Muchos obreros cualificados», escribe Stephen Meyer, «que a menudo contrataban y despedían a sus ayudantes y les pagaban una proporción fija de sus ganancias»[20]. Alrededor de 1910, el sistema de la fábrica de clavos se introdujo en la industria del automóvil.

Cuando Ford industrializó el proceso de producción, favoreció el empleo de los llamados obreros especializados en detrimento de los artesanos cualificados; el trabajo reservado a los especializados eran las operaciones en miniatura que requerían poco esfuerzo de pensamiento o juicio. En la fábrica de Highland Park, la mayoría de esos trabajadores eran inmigrantes recién llegados, mientras que los artesanos cualificados eran alemanes y otros americanos más establecidos; tanto la dirección de la empresa como los «nativos» pensaban que los nuevos inmigrantes carecían de la inteligencia necesaria para hacer algo que no fuera trabajo rutinario. En 1917, el 55% de la fuerza de trabajo estaba formado por empleados especializados; otro 15% por trabajadores no cualificados y encargados de mantenimiento que rondaban por la cadena de montaje, y los artesanos y los trabajadores técnicos se habían reducido al 15%.

«Los hombres baratos necesitan plantillas caras», decía Sterling Bunnell, uno de los primeros partidarios de estos cambios, mientras que «los hombres con alto grado de cualificación necesitan poco más aparte de sus cajas de herramientas»[21]. Esta manera de entender el uso de la maquinaria complicada para simplificar el trabajo humano sentó las bases para que se hicieran realidad los miedos de Smith. Por ejemplo, el psicólogo industrial Frederick W. Taylor creía que la maquinaria y el diseño industrial podían ser terriblemente complejos en una gran empresa, pero que no era necesario que los trabajadores comprendieran esa complejidad; en realidad, afirma Taylor, cuanto menos se «distrajeran» tratando de comprender el diseño del conjunto, con mayor eficiencia se pondrían a hacer cada cual su trabajo[22]. Los infames estudios de Taylor sobre la relación tiempo/movimiento se realizaron con un cronómetro, midiendo en centésimas de segundo el tiempo que se tardaba en colocar un faro o un guardabarros. La gestión del tiempo/movimiento llevó la imagen de la fábrica de Smith a un extremo sádico, pero Taylor no dudaba de que sus cobayas humanas aceptarían pasivamente que se las midiera y manipulara.

De hecho, la aceptación pasiva de esta esclavitud rutinaria no fue la consecuencia necesaria. David Noble señala que «los trabajadores desplegaban un amplio repertorio de técnicas para sabotear los estudios de tiempo/movimiento y, por supuesto, hacían caso omiso de los métodos y especificaciones cuando se interponían en su camino o entraban en conflicto con sus propios intereses»[23]. Por otra parte, la criatura «estúpida e ignorante» de Smith se deprimía en el trabajo, lo cual reducía su productividad. Los experimentos efectuados en la fábrica de Hawthorn de General Electric demostraron que la productividad mejoraba cuando se trataba a los trabajadores como seres humanos sensibles. En consecuencia, los psicólogos industriales, como Elton Mayo, instaron a los empresarios a que se preocuparan más por sus empleados y que incorporaran consultas psiquiátricas en el lugar de trabajo. No obstante, los psicólogos como Mayo eran muy perspicaces. Sabían que podían suavizar los males de la rutina, pero no eliminarlos en esa jaula de hierro del tiempo.

Los males de la rutina tuvieron su culminación en la generación de Enrico. En un estudio clásico de los años cincuenta, «Work and Its Discontents», Daniel Bell intentó analizar esta agudización del problema en otra fábrica de automóviles, la de General Motors en Willow Run, Michigan. La colmena de Smith se había vuelto realmente gigantesca; Willow Run era una estructura de un kilómetro de largo y medio kilómetro de ancho, donde, bajo un solo techo, se reunían todos los materiales necesarios para fabricar automóviles, desde acero en bruto a tenerías de pieles pasando por bloques de cristal, y el trabajo se coordinaba mediante una burocracia altamente disciplinada de analistas y directores. Una organización tan compleja sólo podía funcionar por medio de reglas estrictas, lo que Bell llamaba una «racionalidad de ingeniería». Esta jaula inmensa y bien estructurada operaba basándose en tres principios: «la lógica del tamaño, la lógica del "tiempo métrico" y la lógica de la jerarquía»[24].

La lógica del tamaño era sencilla: cuanto más grande, más eficaz. Concentrar todos los elementos de producción en un solo lugar como Willow Run servía para ahorrar energía y transporte de los materiales, y combinaba la fábrica con las oficinas de ventas y de administración.

Sin embargo, la lógica de la jerarquía no era tan simple: Max Weber, al definir la jaula de hierro humana, había afirmado que «no se necesita ninguna prueba especial para demostrar que la disciplina militar es el modelo ideal para la fábrica del capitalismo moderno»[25]. En los años cincuenta, y en empresas como General Motors, Bell observó un modelo de control algo distinto. La «supraestructura que organiza y dirige la producción aparta del taller todo posible trabajo intelectual; todo se concentra en los departamentos de planificación, programación y diseño». Desde el punto de vista arquitectónico, este modelo requiere que los técnicos y directores estén lo más lejos posible de la ruidosa maquinaria de las fábricas. Los generales del trabajo perdieron así contacto físico con la tropa. No obstante, el resultado sólo reforzó los entumecedores males de la rutina para el «trabajador en la base, que sólo se ocupa de detalles y está apartado de toda decisión o modificación del producto en el que trabaja»[26].

Estos males de Willow Run seguían basándose en la lógica tayloriana del «tiempo métrico». El tiempo se calculaba minuciosamente en todas las secciones de la extensa fábrica, para que los directivos supieran con exactitud lo que se suponía que cada trabajador estaba haciendo en un momento dado. A Bell le sorprendió, por ejemplo, la manera como General Motors dividía «las horas en diez periodos de seis minutos… el trabajador cobra de acuerdo con el número de décimas de hora que trabaja»[27]. Esta estricta organización del tiempo de trabajo se aplicaba también a medidas del tiempo más largas en la empresa. La antigüedad se ajustaba con precisión al número total de horas trabajadas para General Motors; un trabajador podía calcular con total exactitud las vacaciones y las bajas por enfermedad. Asimismo, para todo lo relacionado con promociones y beneficios, la micrométrica del tiempo imperaba tanto en los escalones inferiores de los empleados administrativos como en el trabajo manual en la cadena de montaje.

Sin embargo, en la generación de Enrico, la métrica del tiempo se había convertido en algo distinto de un acto de represión y de dominación practicado por la empresa en beneficio del crecimiento de una organización industrial gigantesca. Intensas negociaciones sobre estos horarios preocupaban tanto al sindicato United Auto Workers como a la dirección de General Motors; las bases del sindicato prestaban suma atención, a veces apasionada, a los números en juego en esas negociaciones. El tiempo rutinario se había convertido en una arena en la cual los trabajadores podían, hacer valer sus reivindicaciones, una arena para la adquisición del poder.

Adam Smith no anticipó este resultado político. Las tormentas empresariales que Schumpeter evocó en la imagen de la «destrucción creativa» implicaban que la clase de fábrica retratada por Smith quebrara a lo largo del siglo XIX, y que su colmena racional fuera un diseño sobre papel que sobrevivió en metal y piedra, a menudo sólo por pocos años. En consecuencia, para preservarse de estos perturbadores cambios, los trabajadores intentaron rutinizar el tiempo colocando sus ahorros en mutualidades, o por medio de hipotecas para viviendas obtenidas mediante sociedades constructoras. Actualmente no estamos muy dispuestos a pensar en el tiempo rutinario como en una conquista, pero, dadas las tensiones, los periodos de auge y las depresiones del capitalismo industrial, a menudo fue así. Este proceso complicó el significado de la estructuración de un tiempo rutinario que surgió en la fábrica de Ford en Highland Park y encontró algo que podría calificarse de consumación en Willow Run. Hemos visto de qué manera Enrico, a partir de esta atención obsesiva a la programación del tiempo, construyó una narración positiva para su vida. La rutina puede degradar, pero también puede proteger; puede descomponer el trabajo, pero también componer una vida.

Con todo, el fondo del miedo de Smith seguía vivo en Daniel Bell, que entonces intentaba comprender por qué los trabajadores no se rebelaban contra el capitalismo. En cierto modo, Bell estaba a mitad del camino de despedida del socialismo. Había aprendido que las insatisfacciones del trabajo, incluso aquellas tan profundas que vacían el trabajo de toda satisfacción, no conducen a los trabajadores a la rebelión: la resistencia a la rutina no provoca la revolución. Sin embargo, Bell siguió siendo un buen hijo de la familia socialista. Creía que en la descontrolada fábrica de Willow Run había visitado la escena de una tragedia.

Un mismo hilo conectaba la fábrica de Bell con la de Ford en Highland Park, y, a su vez, con la fábrica de clavos de Adam Smith. En todos estos escenarios, la rutina aparece como degradante para la persona, como una fuente de ignorancia, y de una ignorancia de un tipo particular, además. El presente inmediato puede estar bastante claro mientras un trabajador mueve la misma palanca o la misma manivela, hora tras hora, pero lo que a este trabajador le falta es una visión más amplia de un futuro diferente, o el conocimiento necesario sobre cómo instrumentar un cambio. Reformulando esta crítica de la rutina, diríamos que la actividad mecánica no produce sensación alguna de estar insertado en una narración histórica más amplia: a Marx, los microrrelatos de la vida de trabajadores como Enrico le habrían parecido ininteligibles contrastados con la escala más amplia de la historia, o meras adaptaciones a las circunstancias.

Por este motivo, el viejo debate entre Denis Diderot y Adam Smith sigue vivo. Diderot no creía que la rutina fuera degradante; al contrario, creía que la rutina fomentaba la aparición de una narrativa a medida que las reglas y los ritmos del trabajo evolucionan gradualmente. Es irónico que este filósofo y boulevardier, criatura de los sospechosos salones del París de mediados del siglo XVIII, parezca hoy más un adalid de la dignidad inherente al trabajo que muchos de aquellos que han hablado en nombre del «Pueblo». El mayor heredero moderno de Diderot, el sociólogo Anthony Giddens, ha intentado mantener viva la idea de aquél, señalando el valor fundamental de la costumbre en las prácticas sociales y en la autocomprensión; probamos alternativas sólo en relación con hábitos que ya hemos dominado. Imaginar una vida de impulsos momentáneos, de acciones a corto plazo, desprovistas de rutinas sostenibles, una vida sin hábitos, es, en el fondo, imaginar una existencia sin sentido[28].

Hoy, en la cuestión de la rutina, nos encontramos en una línea divisoria. El nuevo lenguaje de la flexibilidad implica que la rutina está desapareciendo en los sectores dinámicos de la economía. Sin embargo, la mayor parte del trabajo sigue inscrito en el círculo del fordismo. Es difícil encontrar estadísticas sencillas, pero una buena estimación de los trabajos modernos descritos en la Tabla 1 es que al menos dos tercios de los empleos modernos son repetitivos en una forma que Adam Smith reconocería como afín a las practicadas en su fábrica de tachuelas y clavos. El uso de los ordenadores en el trabajo (véase la Tabla 7) implica, para la mayoría, tareas totalmente rutinarias, como la recogida de datos, por ejemplo. Si, como Diderot y Giddens, creemos que ese trabajo no tiene por qué ser intrínsecamente degradante, nos centraríamos entonces en las condiciones de trabajo en las que se realiza, y esperaríamos que las fábricas y las oficinas se parecieran más a una cooperativa, escenarios que favorezcan el trabajo tal como aparece retratado en los grabados de L’Anglée.

Si, no obstante, nos inclináramos a considerar la rutina como degradante en sí misma, entonces atacaríamos la naturaleza misma del proceso de trabajo, repudiaríamos la rutina y a su madre, la mano muerta de la burocracia. Puede que en gran parte nos mueva el deseo práctico de una mayor receptividad, productividad y beneficios del mercado, pero no es necesario que seamos capitalistas ambiciosos; podemos creer, como herederos de Adam Smith, que a la gente le estimula una experiencia más flexible, tanto en el trabajo como en otras instituciones. Podemos creer en las virtudes de la espontaneidad. En ese caso, la cuestión sería: ¿la flexibilidad, con todos los riesgos e incertidumbres que comporta, remediará el problema humano que se propone atacar? Aun suponiendo que la rutina tiene un efecto apaciguador sobre el carácter, ¿cómo podrá la flexibilidad producir un ser humano más comprometido?