Epílogo

Los ciudadanos plateenses ganaron holgadamente aquella batalla. El ejército de Tebas acabó destrozado por el ímpetu desplegado por toda una ciudad que supo luchar perfectamente unida. Los hombres de Platea desmontaron las defensas, penetraron en el ágora y lanzaron un ataque tan enérgico y tenaz que los soldados tebanos fueron incapaces de mantener su posición. Éstos comenzaron plantando cara a la muchedumbre, pero al cabo de unos instantes comprobaron su manifiesta inferioridad y decidieron dispersarse, huyendo despavoridos por las calles de Platea. Dado que todas las puertas de la ciudad se mantuvieron cerradas, los tebanos quedaron enjaulados y sin posibilidad de escapatoria. La mayoría de ellos se vieron rodeados por grupos de furiosos plateenses y fueron linchados a golpes, pedradas y cuchillazos. Los que consiguieron alcanzar las murallas prefirieron jugarse la vida antes que afrontar una muerte segura, de manera que decidieron encaramarse a ellas y lanzarse hacia el exterior. Algunos otros descubrieron la entrada de un edificio adosado a la muralla y se colaron por ella creyendo que correspondía a una de las puertas de la ciudad. Pero aquello no tenía salida directa al exterior, así que los soldados tebanos se quedaron atrapados dentro de la vivienda. Un grupo de ciudadanos plateenses bloquearon la salida y estuvieron a punto de quemarlos allí mismo, pero finalmente decidieron apresarlos para utilizarlos como rehenes o como esclavos.

En definitiva, la victoria de Platea sobre sus invasores fue total. Cuando llegaron las tropas tebanas de apoyo, no sólo se encontraron con que ninguno de sus soldados podía abrirles las puertas de la ciudad, sino que en su interior no quedaba nadie a quien auxiliar.

Alceo y yo regresamos esa misma tarde a Kefisia transportando el cadáver de mi padre a lomos de su caballo. El viaje fue penoso y desolador. Al amanecer del día siguiente, cuando llegamos a la hacienda, afronté el momento más amargo de toda mi vida al comunicar a mi madre que su querido compañero había muerto.

Ella y yo lavamos el cuerpo de mi padre, lo ungimos con perfumes, lo vestimos con su túnica favorita y lloramos desconsoladamente sobre su pecho durante largas horas. El día después lo enterramos al pie de su olmo preferido, cerca de la tumba de mi abuelo. No faltó ninguno de sus mejores amigos, quienes me brindaron su calor y me felicitaron por la fortaleza y la madurez que demostré en los momentos difíciles. Esas palabras me reconfortaron considerablemente por el hecho de provenir de aquellos hombres que tanta importancia tuvieron para mi padre. Mi madre, por su parte, se comportó en todo momento con una enorme entereza. Continuó amando a Isómaco durante el resto de su vida con la misma intensidad que hasta entonces, actuando habitualmente como si su marido nunca hubiera muerto y siguiera permaneciendo a su lado. Empleó toda su fortaleza y su vitalidad para sacar adelante a la familia y, además, supo transmitir íntegramente sus virtudes a mi hermana Frime.

A las pocas semanas, el demarca de Kefisia vino a visitarnos a la hacienda y nos indicó que debíamos trasladarnos al interior de las murallas de Atenas, pues tras lo sucedido en Platea, la invasión del Ática por parte de Esparta era inminente. Después de recibir aquella advertencia, nos deshicimos de las mercancías y de los objetos de valor para evitar que los espartanos encontraran nada de provecho en la hacienda y, posteriormente, nos vimos obligados a malvender nuestros caballos y casi todos nuestros esclavos. Alceo vino para ofrecernos su casa de manera indefinida, así que mi madre, Frime y yo cargamos con nuestras pertenencias más queridas y nos marchamos con él. La triste mañana en que abandonamos la hacienda no sospechábamos que sería para siempre; sin embargo, ninguno de nosotros volvería a verla nunca más.

En unos pocos días Atenas se convirtió en un lugar caótico y afligido. Miles de personas como nosotros, ciudadanos que vivían en sus granjas, en sus haciendas y en aldeas de todo el Ática, se vieron obligados a abandonarlo todo y refugiarse dentro de las murallas. Los que contaban con algún familiar o amigo que los cobijase comenzaron una nueva vida en sus casas. Pero otros muchos no gozaban de esta suerte y tuvieron que acomodarse donde pudieron. Las plazas, los templos, los jardines, el ágora, todos los rincones de Atenas se vieron inundados por tiendas de tela y endebles cabañas en las que malvivían ciudadanos y esclavos. Las murallas de la ciudad, en su largo recorrido protegiendo el camino que conducía al puerto, sirvieron de apoyo para que otros muchos atenienses levantaran una interminable fila de casetas de madera y cañas. Todos ellos emprendieron la nueva etapa con la esperanza de que aquella angustiosa situación fuera pasajera, pero el paso del tiempo fue degradando paulatinamente sus ánimos, su convivencia y hasta su dignidad.

Los espartanos arrasaron Platea a finales de la primavera, en venganza por la deshonrosa derrota sufrida por el ejército tebano. Después de todo, la épica victoria que lograron los conciudadanos de Demeas no sirvió absolutamente para nada. Aquello menoscabó en gran medida la confianza que se respiraba en Atenas, puesto que la ciudad amiga cayó estrepitosamente a pesar de que nuestro ejército, esta vez sí, auxilió a los plateenses en su defensa. La ayuda que Demeas reclamaba con tanta insistencia llegó a Platea, pero no bastó para salvarle a él ni a los suyos. Poco después, las tropas espartanas invadieron el Ática. La guerra, la tan temida guerra que enfrentaba a todos los pueblos helenos entre sí, se había desencadenado definitivamente.

Desde lo alto de las murallas de Atenas, Alceo, su hijo Lico y yo contemplábamos cada día con suma consternación cómo se alzaban hacia el cielo numerosas columnas de humo a lo largo y ancho de la llanura. Lo que veíamos arder no era sino las haciendas y las granjas del Ática: los distintos batallones del ejército del rey Arquidamo las tomaban como cuarteles durante unos días, se aprovisionaban de todo aquello que les pudiera resultar útil y, antes de marcharse, talaban los olivos y prendían fuego a las casas. Así, una tras otra. Incluida, para mi abatimiento, nuestra hacienda.

En la ciudad se fue creando un ambiente insoportable. La gente se enfurecía al contemplar cómo sus propiedades eran incendiadas y sus campos arrasados, pero se encrespaba todavía más al comprobar que Pericles no ordenaba actuar a su ejército para evitarlo. Qué clase de general era ése, decían, que tenía una ingente fuerza militar a su disposición y no la utilizaba para proteger las propiedades de sus ciudadanos. Pericles, por su parte, insistía una y otra vez en que nadie debía desesperarse por haber perdido sus pertenencias. Cuando terminara la guerra las casas podrían ser reconstruidas, y los campos, sembrados de nuevo. Los atenienses debían de pensar que toda la tierra del mundo que pudiera alcanzarse por mar estaba a su disposición. El poder de la ciudad residía en su fuerza naval, y ahí es donde tenían que concentrar toda su estrategia. Sería un error, aseguraba el general, entregarse en una batalla campal contra los espartanos, pues ése era su único punto fuerte y precisamente por eso ellos buscaban obsesivamente el enfrentamiento cuerpo a cuerpo.

Durante varias semanas, los ciudadanos atenienses dedicaron su tiempo a la exasperante tarea de mirar con impotencia cómo los espartanos arrasaban el Ática con toda comodidad mientras el ejército de su ciudad se limitaba a vigilar las murallas. El clamor popular contra Pericles no cesó de aumentar hasta que, poco antes de la llegada del otoño, el estratego envió una flota de cien naves que realizó una exitosa incursión en las desprotegidas costas del Peloponeso.

Aquel verano la ciudad ya sufrió algunos casos de peste, la espantosa enfermedad que en los años siguientes iba a acabar con la vida de miles de atenienses, incluido la del primero de ellos, Pericles. El hacinamiento de la gente y la consiguiente acumulación de suciedad trajeron consigo la plaga, que se expandía con una rapidez demoníaca y que acarreaba una terrorífica muerte entre fiebres, diarreas y espasmos.

Una mañana de finales de verano en que estaba ejercitándome con la espada en compañía de Lico, mi madre vino a buscarme para dar un paseo por la ciudad. Durante el mismo, me contó que le acababan de informar de que al día siguiente iba a zarpar del Pireo un barco con destino a Sicilia. Se trataba de un carguero que había arribado esa misma mañana con provisiones de trigo para la ciudad. Me dijo con mucha convicción que se trataba de una magnífica ocasión para marcharnos, ya que conocía con quién debía contactar para que ella, Frime y yo pudiéramos embarcar en la nave. En Atenas, añadió, ya no teníamos nada que hacer. Se preveía que la guerra iba a ser larga, puesto que ambos bandos habían declarado que no buscaban ganar una o varias batallas, sino que perseguirían la destrucción total de su rival. Mi padre había muerto, y yo no podía prestar ningún servicio a la ciudad pues aún me faltaban varios años para alcanzar la edad de enrolarme en el ejército. Por otra parte, nuestra hacienda había sido destruida, así que ya no teníamos ningún bien que proteger. Vivíamos en casa de Alceo y, aunque por entonces nos encontrábamos cómodos en ella, pronto los amigos de mi padre partirían a la guerra y nos quedaríamos completamente solos. Y, lo que era peor, la escasez no tardaría en llegar. Los víveres y las reservas de la ciudad se iban agotando y encareciendo día a día. Mi madre no quería que mi hermana y yo creciéramos rodeados de penuria y enfermedades, sino en un lugar próspero y pacífico. Aquella era, por tanto, nuestra oportunidad. Cuanto más tarde intentáramos partir, mayor peligro correríamos. Aunque resultaba duro planteárselo así, lo cierto era que casi nada nos ataba ya a Atenas. Lo único que nos quedaba era un grupo de amigos que en breve marcharían a la guerra y una cantidad considerable de dinero, un dinero que inevitablemente perdería gran parte de su valor si nos quedábamos en la ciudad, pero que en esos momentos nos podía conducir hacia un futuro esperanzador. Desde Sicilia no nos resultaría difícil encontrar a alguien que nos llevara hasta Massalia o hacia las costas de Iberia. Nos instalaríamos en una colonia tan alejada de la Hélade que permaneciera al margen de la guerra, y en ella intentaríamos adquirir una granja y reencontrar la serenidad que nos había sido arrebatada.

La idea de mi madre me pareció excelente, y así se lo hice saber. No era suficiente lamentarse de que desde la compra de Neleo, hacía poco más de un año, se había desvanecido la paz de mi familia, la vida de mi padre y la casa que tanto amábamos, sino que había que comprender que nuestra existencia iba a ser cada vez más penosa y con menos perspectivas de futuro. Era el momento de escapar de Atenas y tratar de desprendernos de aquel corrosivo desánimo que nos iba invadiendo poco a poco. Por tanto, aquella misma noche nos reunimos con Alceo y le contamos nuestro plan. Atenué su rechazo inicial asegurándole que cuando acabara la guerra intentaríamos volver y reconstruir nuestra hacienda. Finalmente, nuestro fiel amigo lamentó profundamente nuestra separación, pero supo entender que era lo mejor para nosotros.

Así fue como, largo tiempo después, mi madre, Frime y yo llegamos a Hemeroskopeion, una maravillosa colonia focense situada en la amable costa de Iberia, al pie de una ciclópea montaña caprichosamente esculpida por los dioses del lugar. La ciudad es pequeña, básicamente una plaza pública y un templo dedicado a Artemisa, pero tiene mucho dinamismo porque reúne a mercaderes procedentes de múltiples lugares que comercian con los indígenas íberos, un pueblo atrasado pero muy trabajador. Aquí compramos un grupo de esclavos y una parcela de tierra fértil, y a partir de entonces rehicimos nuestras vidas a base de mucho esfuerzo, descubrimos un mundo apasionante y disfrutamos por fin de una existencia feliz.

La guerra entre Atenas y Esparta duró veintisiete miserables años. Durante ese extensísimo período se sucedieron las peores atrocidades a lo largo y ancho de la Hélade, desde las colonias de Asia Menor hasta Sicilia. Esparta se alzó con la victoria en la última batalla, desintegrando el más ambicioso de los proyectos ideados y desarrollados por Pericles, la liga délica. No obstante, ambas ciudades fueron igualmente arrasadas por el odio y la destrucción. Las dos potencias quedaron reducidas a grupos de mujeres y ancianos sumidos en la miseria y aferrados a la inútil ilusión de que algún día regresarían los familiares que marcharon a batallar.

Aquella despiadada contienda fratricida prácticamente eliminó a toda una generación de hombres, precisamente la que se suponía la más civilizada de nuestra historia. Sin embargo, soy de la opinión de que las virtudes de los pueblos deben juzgarse exclusivamente por sus logros. Y si los helenos de tiempos de mi abuelo fueron capaces de unirse y derrotar a los ejércitos del inmenso imperio persa, la generación de mi padre dejó como principal legado la discordia y la desolación.

Nunca más volvimos a saber de Alceo, de Aristogitón ni de ninguno de los amigos de mi padre. Estoy seguro de que defenderían su ciudad y sus ideas con valentía, pero desconozco qué deparó el destino a cada uno de ellos. En cuanto a Fidias, Anaxágoras, Sófocles, Sócrates y todos los genios que formaron parte de aquella maravillosa sociedad, fueron desapareciendo poco a poco sin poder entregar el relevo a discípulos de su talla.

A pesar de que cuando finalizó la guerra aún me quedaba mucha vida por delante, nunca me decidí a volver a Atenas. Me aterrorizaba conocer con exactitud la cantidad de amigos y conocidos que habían muerto inútilmente y preferí preservar intacto el recuerdo de la ciudad tal y como era antes del comienzo de la barbarie. Por otra parte, durante el transcurso del conflicto experimenté un paulatino desengaño motivado por la decepcionante política llevada a cabo por los dirigentes atenienses, los cuales atentaron contra casi todos los principios que habían inspirado la democracia. Su estrategia bélica resultó en algunos casos temeraria y en otros desproporcionada, pero la medida que más indignación me causó fue la sanguinaria represión con que se atajó la sublevación de algunos de los antiguos aliados de Atenas que se negaban a seguir aportando sus hombres y sus recursos a aquella guerra interminable.

La perspectiva que me proporcionó el transcurso de la guerra, junto con mi alejamiento de Atenas, me permitió mirar a Esparta a través de un nuevo prisma. No sólo pude comprender, por lo menos en parte, el porqué de los odios que mi ciudad había despertado en diversas regiones de la Hélade, sino que descubrí en los espartanos una serie de virtudes, como son su abnegada entrega a la comunidad, su austeridad y su sentimiento de unidad, que rehízo la concepción que hasta entonces había tenido de ellos. Entendí por qué Neleo, a pesar de sus circunstancias, solía hablar de un modo tan respetuoso de Esparta. De haberse generalizado entre los atenienses algunos de los ejemplos de sus enemigos, sin duda el transcurso de los acontecimientos habría variado considerablemente.

En numerosas ocasiones me he planteado qué habría sido de Ismene. Espero que aquella buena mujer viviera serenamente conservando hasta sus últimos días la esperanza de que Neleo apareciera en Reitea para poder abrazarlo. Deseo con toda mi alma que nunca llegara a saber que el único hombre que amó a lo largo de su vida asesinó despiadadamente al hijo de ambos.

Tampoco supe nunca nada más sobre Alké. La última vez que la vi había sido en Atenas, en la puerta de una mísera cabaña donde se alojaba en compañía del resto de los esclavos de su hacienda. Su rostro estaba demacrado por la mala alimentación y por las penurias, a pesar de lo cual conservaba gran parte de su dulzura y de su belleza. Al día siguiente regresé y le entregué una cesta con carne de cordero y un pequeño saco de monedas junto con un emotivo abrazo. Es cuanto pude hacer por ella.

A veces pienso que estos tristes acontecimientos que acabo de relatar fueron el precio que pagué por ingresar en el mundo de los adultos, con sus conflictos y sus ambigüedades. Aprendí que, a pesar de que los hombres poseen una admirable capacidad para amar y para conseguir grandes hazañas, la seducción que ejercen el poder y el dinero acaba imponiéndose, desencadenando así el proceso que conduce hacia el aniquilamiento de las sociedades.

Aquellas experiencias constituyeron para mí una magnífica aletheia, ya que gracias a ellas descubrí los valores que deben regir una vida virtuosa. La guía que rae sirvió como referencia fue la personalidad de mi padre. Él buscó obsesivamente la areté, hasta el punto que, exceptuando a Sócrates, nunca he conocido a nadie que consiguiera aproximarse tanto a ella. No obstante, las circunstancias le forzaron a abandonar la razón y a sumergirse en el mundo de las sombras. Su enfrentamiento con Alcinoo fue una premonición de lo que poco después iba a ocurrir entre Atenas y Esparta: en ambos casos, se desató violentamente la contraposición de dos fuerzas tan poderosas como antagónicas, predestinadas por tanto a combatir entre sí hasta alcanzar su destrucción mutua.

En un mismo espacio temporal convivieron dos hombres y dos ciudades totalmente incompatibles. Tanto aquéllos como éstas se convirtieron en feroces adversarios cuyos destinos, tal como anunció el inapelable oráculo de Delfos, acabarían cruzándose inevitablemente, creando una encrucijada en la que desembocaron sus inmensas ansias por aniquilarse. Los dioses habían decidido por ellos: ambos hombres y ambas ciudades desecharon sus magníficas virtudes y se perdieron en las sombras de la irracionalidad y la muerte.