Platea
Regresábamos a casa invadidos por la más profunda desesperación y consumidos por la humedad. Había comenzado a llover la tarde anterior, poco después de salir del templo de Apolo, y parecía que no iba a cesar jamás. No era una lluvia intensa, pero sí persistente y homogénea. Bella para ser contemplada desde cubierto, pero tremendamente incómoda de soportar en nuestras circunstancias.
Habíamos partido muy temprano, pues a pesar del temporal mi padre quiso abandonar Delfos lo antes posible. Después de recibir las sentencias del oráculo, el recinto de Apolo dejó de parecernos atractivo y se transformó en un lugar siniestro y ominoso, resultándonos desagradable permanecer allí una sola hora de más. A partir de entonces, lo único que importaba era reunirse con mi madre y con Frime cuanto antes. Las funestas explicaciones de los sacerdotes parecían confirmar, entre otras cosas, que nuestra familia continuaba fuertemente amenazada.
Cabalgábamos en silencio, meditabundos, con la vista fija en el camino embarrado, en las salpicaduras que levantaban nuestros caballos al atravesar los charcos, en las ondas que formaban las gotas al caer sobre el agua. Apenas soplaba viento. Los únicos sonidos que nos acompañaban eran el de los cascos de los caballos y el de la lluvia al estrellarse sobre las empapadas hojas de los árboles.
Desde la tarde anterior apenas habíamos conversado entre nosotros, pues los tres nos dedicábamos a meditar una y otra vez los mensajes que mi padre había recibido del oráculo. Cada uno repetía obsesivamente en su interior las dos frases, intentando desprender su ambigüedad y atribuir a ambas un significado convincente. Sin embargo, más que el sentido de las contestaciones, lo que nos preocupaba era la fuerza con que éstas emergieron. El significado completo de las sentencias sólo se obtendría con el transcurso del tiempo, pero resultaba indudable que el pneuma sagrado transmitido por la pitonisa contenía caos y tragedia en proporciones sobrenaturales. La expresión del sumo sacerdote después de realizar la segunda consulta constituía un elemento sólido a favor de nuestro pesimismo, pues denotaba haber presenciado una manifestación tan violenta que consiguió desbordarle por completo. Sin embargo, a pesar de su fuerza, esa segunda respuesta parecía contener un mensaje absurdo: el único dueño de Neleo era mi padre, y resultaba totalmente descabellado plantearse que él hubiera matado al esclavo.
Atravesábamos penosamente el oscuro bosque del Parnaso. Esta vez el paisaje parecía no existir, pues el abatimiento nos impedía levantar la mirada del camino o de la grupa del caballo que marchaba delante. Ascendimos la cordillera con dificultad. Las corrientes de agua se cruzaban continuamente a nuestro paso, y nuestras ropas estaban tan empapadas que cuando nos acercamos a la cumbre y se levantó el viento nos invadió una intensa sensación de frío. A pesar de nuestra desazón, decidimos acelerar la marcha con la intención de vencer el puerto y descender a la llanura cuanto antes. Más arriba, las gotas de lluvia se transformaron en aguanieve, hasta que poco después comenzó a nevar copiosamente. Cuando alcanzamos la cima de la montaña, el vendaval se desató con una furia imponente. El simple hecho de alzar la mirada requería un esfuerzo descomunal, a pesar de lo cual no pude dejar de asombrarme al descubrir el manto blanco que cubría las infinitas formas cónicas del bosque de abetos.
El descenso hasta la llanura fue terrible. El bóreas azotaba de pleno nuestros rostros sin otorgarnos ninguna opción de protegernos de él. Realizamos todo el trayecto tiritando de frío y sufriendo un intenso dolor en los pies y en las manos. Mi padre nos animó a resistir a toda costa y añadió que no debía de faltar mucho para alcanzar una posada situada al pie del Parnaso. El hastío y el desconsuelo fueron creciendo a cada paso. Habíamos perdido la sensibilidad en la cabeza y en las extremidades, y nuestras fuerzas se iban diluyendo poco a poco en la tempestad.
Finalmente, el camino se allanó y vislumbramos la posada a través de la niebla. Aliviados, nos desviamos con rapidez, descabalgamos y atamos los caballos a un poste de madera. Entramos con estrépito en el establecimiento y nos dirigimos directamente al fuego que ardía alegremente al otro lado de las mesas. Allí nos desprendimos de los zurrones y las capas, los dejamos en el suelo y nos sentamos en un banco dispuesto frente a la chimenea. Una placentera sensación nos invadió cuando nos sacamos las botas y nuestros pies comenzaron a absorber el calor del fuego. Contemplamos embelesados el crepitar de las llamas mientras nos frotábamos vigorosamente el tronco y los brazos, expulsando poco a poco la humedad que nos había estado corroyendo todo el cuerpo. Un rato después, cuando hubimos entrado totalmente en calor, nos sentamos en la mesa más cercana a la chimenea, en la que el posadero nos acababa de servir tres tazones de caldo negro muy caliente y una jarra de vino sin diluir. En aquella ocasión se trató por vez primera el tema de la contestación dada por el oráculo. Fue mi padre quien, sin alzar la vista de la mesa, provocó el inicio de la conversación.
—El oráculo no nos ha servido absolutamente de nada —dijo crudamente, empleando un tono de voz casi imperceptible.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Alceo, mirándole con extrañeza.
Mi padre permaneció callado, destinando su atención a girar su copa de vino con las yemas de sus dedos.
—¿Cómo puedes pensar eso después del prodigio que hemos presenciado? —insistió Alceo—. Resultaría ofensivo que continuaras sin creer en las predicciones de Apolo después de haber sido testigo de su presencia y de su poder.
—Por supuesto que tengo fe en el dios —contestó al fin Isómaco, levantando la mirada con desgana—. Es indudable que sentí su respiración. Yo no dudo de la veracidad del oráculo.
—¿Entonces, por qué niegas su utilidad? —volvió a preguntar Alceo.
—Dada mi situación, es muy difícil que me pueda servir de ayuda alguna —explicó Isómaco. Hablaba con la mirada perdida, como si pensara en voz alta; como si su intención no fuera la de conversar, sino que sólo quisiera darnos a conocer una muestra de sus reflexiones—. La razón por la que viajé hasta Delfos fue intentar descubrir el lugar donde se encuentra Alcinoo. Formulé la pregunta al oráculo y éste contestó que su destino se cruzará con el mío y, además, detalla que lo hará bajo el plenilunio. De acuerdo, pero ¿qué resuelve eso? Absolutamente nada. La frase no me indica, ni siquiera de una forma aproximada, adónde me tengo que dirigir. Quizás esa respuesta signifique que un día, o más bien una noche, ambos nos encontraremos cara a cara, pero no aclara nada más. Ni siquiera ayuda a conocer cuánto tardaré en encontrar a Alcinoo: ahora mismo estamos entrando en luna llena, con lo cual la contestación es válida para esta misma noche, para pasado mañana, para dentro de un mes o para un plenilunio que acontezca cuando yo haya alcanzado la vejez. Pero la cuestión principal es que sigo desconociendo dónde se producirá ese encuentro. Los sacerdotes no me han facilitado ninguna pista acerca de la zona hacia la cual debo encaminarme, así que realmente no he obtenido ninguna información práctica. Es posible, incluso, que si me hubiera quedado en la hacienda protegiendo a mi familia ya habría hallado y dado muerte a Alcinoo.
—La respuesta del oráculo tiene un enorme peso, y estoy seguro de que en su momento te servirá de ayuda.
—Respecto a la pregunta de quién es el hombre que mató a mi esclavo —continuó Isómaco, sin prestar la menor atención a las palabras de Alceo—, el oráculo me devuelve una frase totalmente incomprensible. Por más vueltas que le doy, no le encuentro ningún sentido, pues ¿quién, sino yo, era el verdadero dueño de Neleo? De alguna manera, las dos respuestas deben tener una explicación coherente, pero no las descubriré hasta que dé con Alcinoo. Es por ello por lo que la visita a Delfos no me va a ayudar a lograr mi objetivo. Lo que yo necesito no son abstracciones ni enigmas, sino indicaciones útiles acerca del paradero de mi enemigo.
—Las respuestas del oráculo son siempre abstractas —replicó Alceo—. Eso ya lo sabías cuando vinimos. No esperarías que la pitonisa te dijera que Alcinoo se encuentra en el ágora de Corinto esperándote pacientemente para luchar contra ti. Muchos oráculos son completamente indescifrables hasta que el transcurso del tiempo muestra el sentido de su mensaje. Yo sí creo, Isómaco, que este viaje va a resultar fructífero. Las respuestas que has obtenido están parcialmente camufladas, pero ya es posible extraer algunas conclusiones claras. En primer lugar, el oráculo te ha indicado algo muy importante: debes mantenerte alerta, pues es seguro que encontrarás a tu enemigo. Probablemente será innecesario que lo busques, puesto que está escrito que os cruzaréis, y es posible, por tanto, que siguiendo tu camino con normalidad te topes con él. En segundo lugar, el sumo sacerdote te ha informado de que todos estos acontecimientos forman parte de lo que él denomina un capricho del destino, una situación anómala y aciaga, por lo que debes estar preparado para afrontar la adversidad más cruda.
Se abrió entonces un amargo silencio durante el cual me tuve que esforzar para conseguir no desmoronarme y romper a llorar.
Mi padre alzó su brazo y llamó al posadero, dando así por finalizada aquella conversación. No llegué a saber si había escuchado los argumentos de Alceo o si ni siquiera reparó en que alguien estaba hablando con él. Lo que sí estaba claro es que ya no le importaban los argumentos de los demás ni los medios de los que servirse. Lo único que le interesaba era cumplir su objetivo: matar a Alcinoo.
En el transcurso de unos pocos meses mi padre había cambiado sustancialmente en todos sus aspectos. Habiendo destacado durante toda su vida por ser una persona dialogante y abierta, se había vuelto reservado e intransigente; de imaginativo, había pasado a ser monotemático; de simpático a arisco, y de equilibrado a irascible. No sólo había perdido su carácter extrovertido y encantador que atraía a tanta gente, sino que también había abandonado su profunda racionalidad y su fe ilimitada en la reflexión, dejándose caer en manos de los instintos. Ya no quedaba casi nada de lo que yo tanto había admirado en él, de todo aquello que hasta entonces me había servido como referencia. Me atrevería a afirmar que entre sus antiguas virtudes sólo mantenía su entereza y su perseverancia, y ahora las empleaba exclusivamente en perseguir su venganza. Mi única esperanza radicaba en que algún día mi padre alcanzara su objetivo y, desaparecidos su enemigo y sus temores, volviera a ser el de siempre. Sin embargo, el funesto desenlace que había vaticinado el oráculo y, sobre todo, la furia con que éste se había manifestado, dejaban muy poco margen para la ilusión.
* * *
El camino desde aquella posada hasta Platea no nos resultó tan duro, pues el viento gélido del Parnaso amainó y se tornó templado en la llanura de Beocia. Además, aunque no cesó de llover en toda la tarde, lo hizo de manera más suave que en la montaña. Sin embargo, nos encontramos con verdaderas dificultades para vadear algunos de los arroyos y barrancos que se cruzaban a nuestro paso. En una ocasión, mi caballo se vio arrastrado por la corriente y pude superar la situación gracias a que mi padre espoleó el suyo, se lanzó hacia mí desde un costado y enganchó con habilidad mis riendas.
A media tarde divisamos el monte Citerón, y, poco antes del crepúsculo, Platea. El río Asopo había experimentado una crecida tan fuerte que amenazaba la estructura del puente que permitía el acceso a la ciudad. Cuando alcanzamos sus murallas nos encontramos con que la puerta principal estaba congestionada por una multitud que se agolpaba contra ella. Comprobamos que se respiraba una gran tensión en el ambiente, ya que el control que ejercían los guardianes era tremendamente exhaustivo. Los soldados que montaban guardia cumplían instrucciones estrictas de no dejar pasar a ningún ciudadano corintio o espartano ni a ninguna persona sospechosa. Un grupo de hombres con acento dórico protestaban con violencia por denegárseles la entrada en la ciudad y, por tanto, tener que volver sobre sus pasos con un tiempo tan desapacible. Nosotros tres esperamos pacientemente y, como la vez anterior, al llegar nuestro turno nos permitieron pasar sin problemas. Dejamos los caballos en las cuadras, nos llevamos con nosotros las alforjas y las espadas y anduvimos por las embarradas calles de la ciudad en dirección al ágora. Cuando, por fin, llegamos a la posada de Demeas, éste nos recibió con la misma alegría que en el viaje de ida. Tenía reservada una habitación para cada uno de nosotros a pesar de que no sabía exactamente qué día íbamos a llegar. Le saludamos afectuosamente, pero no nos entretuvimos hablando con él pues estábamos ateridos por la humedad y ansiábamos un baño caliente.
Demeas nos prestó ropa limpia y ordenó que pusieran a secar la nuestra. Esa noche, señaló con un gesto de complicidad, nos invitaría a una suculenta cena que no olvidaríamos jamás. Subimos a nuestras habitaciones, en las que las esclavas nos prepararon unos magníficos baños aderezados con jabones y ungüentos exóticos que restauraron nuestra vitalidad. A continuación, nos vestimos con las túnicas prestadas y bajamos al patio interior de la posada, donde esperamos a que llegara Demeas mientras contemplábamos caer la lluvia sobre el coqueto jardín que crecía en el deslunado.
—Muy bien, amigos —exclamó el posadero, apareciendo desde la parte de detrás y portando una pequeña ánfora—, parece ser que ya os habéis recuperado de vuestro viaje. Ahora disfrutemos con la cena que mi mujer ha preparado para la ocasión. ¡Y ya veréis qué magnífico vino he rescatado de la bodega!
Salimos al exterior, cruzamos la calle cuidando de no embarrar nuestras sandalias y entramos en la acogedora taberna de Demeas. Éste nos guio hasta la mesa que había reservado para nosotros, la más cercana al fuego. Dejó el ánfora de vino en el suelo, junto a un pie de la mesa, y nos indicó que nos sentáramos. Llamó a Erina, su mujer, quien salió de la cocina, saludó calurosamente a mi padre y a Alceo y bromeó conmigo, diciéndome que desearía que todos sus clientes fueran tan jóvenes y guapos como yo. A continuación, hizo venir a dos muchachas que nos sirvieron sendas bandejas repletas de verduras y de pescados asados. Demeas, mientras tanto, cargó con un cochinillo desde la despensa y lo colocó en el fuego que ardía junto a nuestra mesa. Dio instrucciones a un esclavo para que le diera vueltas constantemente, y cuando se cercioró de que éste cuidaba correctamente el asado se sentó con nosotros y procedió a mezclar y servir el vino.
La taberna estaba completamente llena de gente. Pese al mal tiempo reinante, todas las demás mesas habían sido ocupadas por los hombres más variopintos: allí cenaban y bebían comerciantes que iban de paso, plateenses atraídos por la buena cocina que elaboraba Erina y peregrinos de camino a Delfos. Los gritos y las carcajadas invadían la atmósfera, creando un ambiente revuelto pero sano incluso para un muchacho como yo.
Antes de que comenzáramos a cenar, Demeas alzó su copa y propuso un brindis por que nuestra visita a Delfos ayudara a solucionar los problemas que afligían a Isómaco, cualesquiera que fueran, y por la vuelta de la concordia a Platea y a Atenas. Bebió su copa de un sorbo, se levantó e hizo una señal a uno de los esclavos que se encontraban al otro lado de la taberna. Éste se adentró en el almacén y trasladó la orden de Demeas, tras lo cual no tardaron en aparecer tres hombres que portaban un arpa, una cítara y una flauta doble. Los tres se colocaron en el centro de la taberna, en un hueco entre las mesas, se presentaron ante todos los allí presentes y comenzaron a interpretar una linda melodía beocia. Inmediatamente después, y sin dejar de tocar, el arpista anunció la llegada de la danzarina del grupo y señaló en dirección a la escalera, por donde descendió entre aplausos y vítores una muchacha de cuerpo voluptuoso y cabellos rubios y crespos. Cubría su desnudez un vaporoso quitón de seda acoplado a su cuerpo con broches de lapislázuli, mostrando tenuemente sus finos hombros, los firmes senos, sus prominentes y prietas nalgas y un pubis delicadamente recortado. La joven recorrió con sutileza la taberna dando pequeños y rápidos pasos sobre las puntas de sus pies descalzos, se situó junto a los músicos y comenzó a ejecutar una danza plena de sensualidad que acalló todas las voces del local.
Demeas, muy satisfecho, nos preguntó en voz baja si su nueva adquisición era de nuestro agrado. Disfrutó con el espectáculo como el que más, a la vez que observaba las reacciones que provocaba en sus clientes la presencia de aquella exuberante belleza que contorneaba su cuerpo como si fuera la misma musa de la danza. Vio entonces algo que le llamó la atención. En un rincón de su taberna había una mesa en la que cenaban tres hombres cuya presencia no le agradó en absoluto. No sólo daban la espalda a la bailarina, sino que continuaban hablando en voz baja mostrando una seriedad que desentonaba por completo en aquel ambiente tan distendido. Los tres estaban sentados rígidamente, incorporados hacia el centro de la mesa, con sus cabezas muy juntas unas de otras. Miraban a su alrededor de vez en cuando, como desconfiando de que alguien pudiera enterarse de qué hablaban. Su comportamiento le pareció tan sospechoso que en cuanto la danzarina se retiró, Demeas se disculpó ante nosotros, se levantó y se dirigió a la mesa de aquellos tres hombres. Les saludó educadamente y les preguntó si se encontraban satisfechos con la cena, con el vino y con el espectáculo. Ellos le contestaron con forzada simpatía que sí, que estaban disfrutando de la comida y, sobre todo, del ambiente. Cuando el posadero volvió con nosotros nos comentó con gesto de preocupación que había percibido algo misterioso en ellos y que, además, hablaban con acento tebano.
A la vez que presenciábamos el espectáculo de danza, habíamos tomado las verduras, los sargos y los salmonetes que nos había preparado Erina, y cuando la bailarina se marchó charlamos amenamente contemplando las últimas vueltas del cochinillo en el fuego. Mi padre no hablaba mucho, aunque estuvo bastante más animado que en días anteriores. Y es que Demeas era un conversador nato, un incansable proveedor de historias ante el que resultaba difícil permanecer serio o callado. Además, era tan grande y auténtica su cortesía que ninguno de los tres pudimos dejar de mostrar nuestro agradecimiento hacia él. Su mujer, que también nos colmó de atenciones y de bromas, sacó el cochinillo del fuego, nos lo sirvió en una bandeja y a continuación lo disfrutamos tranquilamente, sin prisas, anteponiendo la conversación a la cena.
Durante el transcurso de la misma, describimos a Demeas el ambiente tan enrarecido que habíamos presenciado al entrar en la ciudad. Él asintió y nos contó que en Platea actuaba desde hacía un tiempo un grupo de conspiradores que amenazaba su seguridad, y que el ejército, basándose en las denuncias de algunos ciudadanos, había decidido incrementar la vigilancia de las murallas. Se trataba de una facción compuesta por unos pocos, pero contaban con una gran capacidad de maniobra porque estaban financiados por un tal Nauclides, un rico oligarca con contactos e intereses en Tebas. Desde hacía unos días, Demeas sospechaba con especial intensidad que ese grupo intentaría entregar la ciudad a los tebanos, y por ello expresó su temor a que se produjera una matanza en Platea y reiteró a mi padre y a Alceo la importancia de obtener ayuda urgente de Atenas.
Más adelante se trataron en la mesa asuntos muy diversos. Demeas saltaba alegremente de un tema a otro, contando divertidas anécdotas y percances acaecidos a algunos de sus huéspedes o a él mismo. Narró cómo en una ocasión se alojó en la posada un hombre extremadamente gordo que solicitó que le llevaran toda clase de manjares a su habitación porque deseaba cenar mientras tomaba un baño. Horas más tarde, llamó a gritos pidiendo auxilio, y cuando Demeas consiguió abrir la puerta descubrió que su huésped había comido y bebido tanto que se había quedado encajado en la bañera. Nos contó también que hacía muchos años apareció un príncipe babilonio acompañado por sus siete esposas y alojó a cada una de ellas en una habitación distinta. Una tras otra, a lo largo de la noche yació con las siete, y a la mañana siguiente las reunió en un salón y, en función de lo que le habían hecho disfrutar, regaló a cada una un vestido de seda con distintos tintes. En los dos extremos, la mejor amante recibió un vestido rojo, y la peor, uno negro.
Terminados los postres, Demeas dejó a un lado las bromas y nos preguntó por el motivo de nuestro viaje a Delfos. Mi padre le contestó con franqueza, hablándole como a un amigo que siempre que había tenido ocasión le había demostrado su lealtad. Le contó con detalle el asesinato de Neleo, la coacción a que nuestra familia estaba sometida y la decisión de acudir al oráculo como último intento para encontrar una pista sobre el paradero de su enemigo. Cuando Demeas le preguntó por la respuesta a su consulta, mi padre miró a su alrededor con desconfianza y dudó unos instantes, pero a continuación venció su resistencia y detalló ambas respuestas al posadero, mostrándole asimismo su consternación por no ser capaz de descifrar el significado de aquellas palabras y su temor por su posible falta de utilidad. Demeas, por su parte, replicó que los oráculos no le parecían más que pamplinas, una forma de enriquecerse a costa de la desesperación de miles de hombres llegados de todas las partes del mundo. Añadió que él consideraba que se encontraría o no al asesino dependiendo únicamente del azar y de los esfuerzos que se emplearan en su búsqueda. Mi padre no realizó el más mínimo reproche a Demeas. En definitiva, los argumentos que éste acababa de exponer coincidían en gran medida con los que él había mantenido toda su vida.
Mientras estuvimos inmersos en la conversación, muchas de las mesas de la taberna se fueron quedando vacías y, sin embargo, los hombres de acento tebano continuaban en su rincón, sentados en la misma posición y hablando en voz baja. Demeas comentó que aquello le daba mala espina, que estaba claro que a esos tres no les unía ningún lazo de amistad, sino que uno de ellos parecía dar instrucciones a los otros dos mientras permanecían a la espera de algo o de alguien. Nos propuso entonces hablar con ellos e intentar averiguar qué estaban tramando. Mi padre y Alceo opinaron que se trataba de una buena idea, así que Demeas se levantó y se dirigió directamente hacia los forasteros.
—Disculpad, caballeros —les dijo, apoyando sus nudillos sobre la mesa—, pero por vuestro acento me pareció que provenís de la ciudad de Tebas. Si no es indiscreción por mi parte, ¿puedo preguntaros si estoy en lo cierto?
—Así es —contestó uno de ellos con desconfianza.
—Lo sabía —exclamó Demeas, fingiendo henchirse de satisfacción—. Yo soy plateense, pero admiro profundamente a los tebanos y sé reconocerles a distancia. Además, vuestro aspecto denota que sois ilustres ciudadanos. Me he permitido molestaros porque mi taberna no puede verse honrada con una visita tan significada como la vuestra sin invitaros a degustar nuestro mejor vino.
—No te preocupes, posadero —contestó otro con un tono que rallaba en lo despectivo—. Estamos bien.
—No, no, nada de eso —replicó Demeas tajantemente—. Desde que yo regento este local, cada vez que he identificado a un ciudadano de Tebas le he convidado a beber. Os ruego que no rompáis esta tradición, precisamente vosotros que sois tebanos de la más alta alcurnia. ¡Erina! —gritó, buscando con la mirada a su mujer—. Erina, lleva tres copas a nuestra mesa para estos caballeros. Beberán con nosotros, junto a la chimenea. Este rincón no es suficientemente espacioso ni digno de su rango.
Los tebanos demostraron carecer de reflejos suficientes para encontrar una excusa con la que rechazar la invitación, así que no les quedó más remedio que acompañar a Demeas hasta nuestra mesa. Cuando se acercaron, apreciamos claramente que no tenían ningunas ganas de abandonar su conversación ni de sentarse con nosotros. Demeas introdujo a los tres tebanos imprimiendo alegría a sus palabras y a sus gestos, disimulando en parte la tensión del momento, y a la vez actuó con una admirable habilidad atribuyéndonos nombres falsos, de manera que presentó a mi padre como Learco, a Alceo como Clinias y a mí como Laso. Sin embargo, el posadero no ocultó que éramos atenienses, ya que los tebanos inevitablemente iban a advertir cuál era nuestra procedencia por el acento. Nos pusimos de pie y apretamos sus manos con fingida cordialidad mientras memorizábamos los nombres que Demeas nos había asignado, conscientes de que una equivocación podría resultar peligrosa.
Dos de los tebanos eran de mediana edad, y el tercero no alcanzaría los veinte años. Los tres vestían lujosas túnicas de vivos colores adornadas con amplios bordados y colgantes, y hasta sus ademanes estaban perfectamente medidos y estudiados. El que ejercía de jefe dijo llamarse Antiménidas, y su aspecto era tan pomposo que desentonaba por completo en aquella taberna. Su cabello, minuciosamente recortado a la manera aristócrata, estaba fijado con aceites y ungüentos, y su barba canosa había sido afeitada de forma tan curiosa que dejaba parte de las mejillas al descubierto. Su cuerpo, fibroso y atlético, despedía el penetrante olor de algún perfume oriental. Los otros dos, cuyos nombres no recuerdo, no parecían mimar tanto su imagen, aunque era evidente que seguían en todo las pautas que marcaba su jefe. El muchacho, alto y muy apuesto, debía ser el efebo de Antiménidas, pues estaba pendiente de su protector y de cada uno de sus movimientos y deseos de una forma tan exagerada que resultaba grotesca. El tercer tebano, pese a que iba también muy acicalado y vestía con la misma suntuosidad que los otros dos, ofrecía un aspecto bastante más desagradable. Su ojo izquierdo permanecía casi cerrado, y desde el extremo del párpado partía una cicatriz que recorría el pómulo y la mejilla. Pero lo más llamativo de él era que parecía totalmente incapaz de disimular el desprecio que sentía por nosotros.
Erina apareció con las tres copas, llenó de vino la crátera que había en el centro de nuestra mesa y lo mezcló con un poco de agua. Mientras tanto, nos desplazamos hacia un lado para que los tebanos se sentaran en los bancos dispuestos en torno a la mesa. Una vez acomodados, intentamos entablar una conversación que les resultara agradable, abordando para ello temas que les pudieran interesar y tratando de hacerles partícipes de los mismos, pero pasó un buen rato sin que ninguno de ellos pronunciara una sola palabra. Los tres permanecían completamente callados y serios, mostrándonos su desconfianza con un descaro insultante. Fue Demeas, en colaboración con Alceo, quien se encargó de conducir a buen término aquella delicada situación. Comenzó utilizando lo mejor de su repertorio de chistes y de anécdotas y los ilustró acompañándolos con sus grotescas muecas y sus soberbias imitaciones. Continuó con la narración de su visita a los últimos juegos ístmicos y narró cada una de las carreras y combates que había presenciado, sin perder, eso sí, ninguna ocasión para ensalzar a los participantes de Tebas y de Esparta y ridiculizar a los atenienses y sus costumbres. De esa manera, aquellos tres fueron sintiéndose algo menos incómodos. Por poco predispuestos que estuvieran, era inevitable que aquellas hilarantes historias consiguieran arrancarles alguna sonrisa. El ambiente se fue relajando poco a poco, y los tebanos comenzaron a saborear el magnífico vino que había mezclado Erina y a intervenir en las conversaciones, de manera que al cabo de un rato incluso reían abiertamente al escuchar las narraciones de Demeas.
Una vez cumplido el objetivo de que se sintieran a gusto, Alceo tomó las riendas de la conversación para llevar a los tebanos al terreno que nos interesaba. Comenzó contando rumores sobre los dirigentes de Atenas y a continuación insertó hábilmente comentarios peyorativos sobre la ciudad. Habló con desprecio de Pericles, de su amada Aspasia y de sus seguidores y opinó sobre lo insensatas que le parecían las instituciones democráticas, en las que el vulgo ostentaba mayores parcelas de poder que las personas más capaces e inteligentes. Mi padre, por su parte, afirmó que los atenienses habían creado una sociedad descerebrada. En los últimos años, agregó, la ciudad había destinado la mayor parte de sus recursos a construir obras faraónicas sin ninguna utilidad y se había descuidado imprudentemente el gasto militar. La sociedad más perfecta de la Hélade, aseguró, era la espartana, la cual evitaba los dispendios superfluos y actuaba siempre con pulso firme. Su gobierno estaba compuesto por los mejores de la ciudad, y la disciplina que imponían a todos los ciudadanos les conduciría sin duda a la victoria en la gran guerra.
Los tebanos se complacieron al oír estas opiniones. Comenzaron a sentirse a gusto en nuestra compañía, pues todo lo que decíamos era de su agrado, y al ser expresado con tanta naturalidad no pudieron sospechar que nuestros comentarios eran fingidos. La sintonía con sus ideas resultaba sorprendente, afirmó el tuerto, y la consideraban muy valiosa teniendo en cuenta que procedíamos de Atenas. Alceo contestó que desde los tiempos inmemoriales en que Tebas era regida por Edipo y Creonte, y Atenas por Egeo y Teseo, ambas ciudades habían soportado una enconada rivalidad, pero él sentía que esa enemistad iba a desaparecer por fin. Aseguró que eran muchos los atenienses que estaban hartos de la democracia, y este rechazo provocaba una lógica voluntad de acercamiento a Tebas con el objetivo último de que ambas ciudades quedaran hermanadas bajo el amparo de la liga espartana.
La espontaneidad de Demeas nos había contagiado a todos. Incluso a mí, de modo que cuando uno de los tebanos me preguntó qué quería ser de mayor, le contesté sin dudar que desde pequeño me entrenaba para parecerme a Arquidamo, el rey de Esparta, y gobernar toda la Hélade después de la gran guerra. Nadie que no nos conociera habría sido capaz de sospechar que no era cierto que formáramos parte de la élite opositora a Pericles. Al sentirse relajados y en buena compañía, los tres tebanos comenzaron a beber con verdadera avidez, comentando lo excelente que les parecía el vino cada vez que Demeas rellenaba sus copas. La tertulia continuó en un tono distendido, con momentos realmente divertidos para los tebanos. Los pocos clientes que permanecían en la taberna se fueron marchando y, bien entrada la noche, nos quedamos completamente solos. Demeas autorizó entonces a sus esclavos a retirarse y a continuación todos nos despedimos de su mujer, quien también se marchó a dormir.
A partir de ese momento los tebanos participaron mucho más en la conversación. Nos hablaron largamente de su ciudad, de sus costumbres y del ambiente de preparación a la guerra que en ella se vivía. El que más intervino fue Antiménidas, quien retomó nuestros comentarios despectivos sobre Atenas y sobre Pericles, los amplió considerablemente ante nuestra bien fingida complacencia y se dedicó a continuación a ensalzar los sistemas oligárquicos de Esparta, de Argos y de Corinto.
Mi padre, vislumbrando las posibilidades que ofrecía la tertulia, se atrevió a preguntar a los tebanos a qué se dedicaban y qué les traía por Platea. Después de titubear levemente, Antiménidas contestó que él y el tuerto eran grandes terratenientes y que poseían inmensas haciendas donde se criaban los mejores caballos de Beocia. El tebano se explayó en la descripción de sus terrenos y de sus posesiones, utilizándola descaradamente para rehuir la segunda pregunta. La incomodidad que mostró al responder confirmó aún más que lo que habían estado haciendo aquellos tres en su mesa no era conversar de una forma amistosa, sino conspirar. Parecía claro que pertenecían al ejército y que estaban en Platea en una misión militar. Observamos también un gesto que delató que tenían algo importante que hacer esa misma noche: a pesar de que todos, excepto yo, bebían en abundancia, en una de las ocasiones en que el tuerto y el joven apuraron sus copas, Antiménidas les indicó con la mirada que no abusaran del vino. Aunque los tebanos se hicieran pasar por amigos, sus formas y su estricto respeto a la jerarquía les delataban. Pero lo más curioso de la situación era que parecían no tener ninguna prisa. Daba la impresión de que, por la razón que fuera, tenían que matar obligatoriamente aquellas horas mientras aguardaban algo o a alguien.
En el transcurso de la conversación conseguimos que los tres tebanos adquirieran un cierto grado de confianza en nosotros. Debimos parecerles unos viajeros simpáticos que les invitábamos a beber buen vino, que les resultábamos útiles para pasar a cubierto el rato que debían dedicar a esperar y, lo más importante de todo, ciudadanos de buena alcurnia que compartíamos sus mismas ideas políticas pese a ser atenienses. Así, llegó un momento en que los tebanos tomaron la iniciativa en la conversación, interviniendo bastante más que nosotros y, lo que de verdad nos interesaba, hablando de temas cada vez más delicados. Cuando terminaron de argumentar su convicción de que Atenas jamás lograría culminar su prolongado asedio a Potidea, mi padre aprovechó para preguntar si ellos conocían cuándo se iba a producir el ataque definitivo por parte de la liga espartana, pues deseaba que se pusiera fin de una vez a los excesos imperialistas de Atenas y a su infame sistema democrático. Los tebanos se miraron y dudaron en contestar. Entonces, Antiménidas sonrió y exclamó socarronamente que, por lo pronto, la ciudad donde nos encontrábamos en ese momento tardaría muy poco en ser liberada.
Al oír aquello comprendimos inmediatamente la situación: esos tres formaban parte de un grupo cuya misión consistía en preparar el terreno para una inminente invasión de Platea. No les llegamos a preguntar para cuándo estaba prevista, pues entendimos que en ese peligroso punto se encontraba el límite de nuestra confianza. Sin embargo, estaba claro que el ataque se iba a realizar en breve. Los cuatro aparentamos alegrarnos al conocer la noticia, aunque Demeas tuvo que esforzarse especialmente: le miré de reojo y aprecié con claridad cómo le hervía la sangre y cómo frenó sus impulsos de levantarse y matar allí mismo a los tres tebanos.
Mi padre alzó entonces su copa y brindó por la liberación de la ciudad, liberación que suponía un rayo de esperanza para nosotros, para los plateenses y para muchos atenienses. Alceo fue más allá y se ofreció a los tebanos para que contaran con nosotros en todo aquello que necesitaran, ya que sería un orgullo poder prestar nuestro apoyo a la causa común.
—Bueno —contestó Antiménidas, pensativo—, estoy seguro de que vuestra ayuda podría resultarnos de utilidad. Sin embargo, esa decisión no nos compete a nosotros sino a nuestro comandante, quien debería examinaros y, en caso de merecer su aprobación, atribuiros una función.
—Yo no creo que exista ningún problema —intervino alegremente el efebo de Antiménidas—. Nuestro comandante posee la ciudadanía ateniense, y él suele afirmar que los colaboradores más valiosos son los que gozan de libertad para actuar desde dentro de Atenas.
—¿Ciudadano ateniense? —preguntó Isómaco, con los ojos muy abiertos—. Quizá lo conozcamos. ¿Podemos saber cómo se llama vuestro comandante?
—Sí; es muy posible que lo conozcáis —contestó confiadamente el joven—. Su nombre es Alcinoo.
Los cuatro experimentamos un sobresalto al escuchar ese nombre, aunque Demeas, Alceo y yo supimos disimular bastante bien nuestra contrariedad. Sin embargo, mi padre nos puso en un serio aprieto, pues oír el nombre de Alcinoo le produjo una conmoción desmedida. Soy consciente de que lo intentó, pero al toparse con el rastro de su enemigo después de tanto tiempo no pudo evitar fruncir el ceño y colmar su mirada de agresividad. Moraba tanto odio en su interior que éste rezumaba a través de su rostro. Los tebanos, como es lógico, se dieron perfecta cuenta de su reacción y se incomodaron visiblemente.
—¿Qué es lo que ocurre aquí? —gritó Antiménidas, poniéndose en pie impetuosamente y mirando con indignación a mi padre—. Veo algo extraño en tu expresión, Learco. Si conoces a Alcinoo y no es de tu agrado, debes decirlo ahora mismo y nuestra recién estrenada amistad saltará en pedazos inmediatamente.
Se abrió un breve instante de silencio que nos pareció eterno, pues los cuatro éramos conscientes de que nos encontrábamos en un momento crítico. Ninguno de nosotros portaba armas, e intuíamos que ellos podían esconder alguna entre sus ropajes. Indudablemente, habíamos asumido un riesgo muy elevado al tratar de llevar a nuestro terreno a aquellos hombres. Observé impaciente cómo mi padre meditaba su respuesta, deseando con toda mi alma que no se demorara un instante más y que fuera capaz de remontar aquella comprometida situación.
—Tus palabras me han ofendido gravemente, Antiménidas —contestó por fin Isómaco, expresándose con resolución—. No puedes estar más equivocado en tu apreciación. Quizá te haya inducido al error el hecho de que en estos momentos me encuentre hondamente conmovido, pues constituye para mí una gratísima sorpresa el hecho de conocer que estáis al mando de Alcinoo y comprobar, por tanto, que él se encuentra bien. Debes saber que Alcinoo es un héroe para muchos atenienses, llegando a configurarse en los últimos tiempos en el emblema de nuestra lucha contra la democracia. Cuando se vio obligado a huir de Atenas no sólo perdimos un compañero, sino todo un símbolo, un referente esencial para el desarrollo de nuestros planes. Él es un luchador excepcional e irreemplazable. Por todo ello, no admito bajo ningún concepto que nadie insinúe que Alcinoo no es de mi agrado. Exijo, Antiménidas, que rectifiques ahora mismo tus desafortunadas palabras.
—Te ruego que me excuses, Learco —se disculpó el tebano, sentándose de nuevo en su banco—. Interpreté de un modo erróneo tu reacción, y por un momento me pareció que reflejaba justamente lo contrario. No volverá a suceder.
No sólo me sentí aliviado al comprobar que mi padre había sido capaz de reconducir la situación, sino que experimenté una inmensa alegría al descubrir que aún mantenía su vitalidad y su agilidad mental, cualidades que llegué a sospechar que había dejado olvidadas junto a sus principales virtudes.
—Acepto tus disculpas —contestó Isómaco—. En estos tiempos tan difíciles resulta muy fácil desconfiar de la gente, y no hay que olvidar que nosotros nos acabamos de conocer hace tan sólo un rato. Dejemos de lado este malentendido, mi buen Antiménidas, y tengamos presente en todo momento que viajamos en el mismo barco. Lo importante es que Alcinoo vive, y eso representa una magnífica noticia para nosotros. Te aseguro que acabo de recibir la satisfacción más grande en mucho tiempo. Desde hace varios meses, no hay nada en este mundo capaz de alegrarme tanto como saber de él.
—Me complace comprobar la nobleza de tus sentimientos hacia nuestro comandante —exclamó el tebano—. Si tuvisteis ocasión de conocerle personalmente, comprendo a la perfección vuestra admiración hacia él. Alcinoo es una persona excepcional por su inteligencia y su gallardía, y por ello su labor constituye un elemento fundamental para nuestra causa.
—Así es —dijo Isómaco—. El hecho de alegrarnos tan profundamente al descubrir que Alcinoo se encuentra bien se debe a que él ha sido nuestro guía durante años. Teníamos muchas esperanzas puestas en su capacidad para dirigir nuestros efectivos, y desde su huida de Atenas nos encontramos desorientados y asustados. Al no saber nada de él desde la pasada primavera, temíamos que el ejército ateniense le hubiera capturado. Dime, Antiménidas, ¿dónde está viviendo Alcinoo ahora? ¿En qué lugar ha hallado cobijo?
Mi padre acababa de formular la gran cuestión con toda naturalidad, escudando su evidente ansiedad en su supuesta devoción por Alcinoo. La contestación a la pregunta que tanto le había atormentado durante meses se hallaba allí mismo, al otro lado de la mesa.
—Nuestro comandante reside en una hacienda cercana a Tebas —contestó Antiménidas confiadamente—. Tras su huida de Atenas recorrió varias ciudades de la Hélade buscando refugio. Mucha gente le ofreció su casa, pero decidió instalarse en Tebas porque determinó que desde allí podría desplegar mejor sus planes. Desde hace un par de meses vive en una hacienda que pertenece a un jefe del ejército tebano, y en ella se encuentra seguro porque está entre amigos y porque sus esclavos le brindan toda la protección que necesita.
—¿Y cómo es que tuvo que huir de Atenas? —intervino Alceo, dando así un necesitado respiro a mi padre—. Nunca nos quedó claro el porqué de su marcha. ¿Es cierto, como se comenta, que Alcinoo se vio obligado a escapar a causa de las injurias que le dedicaron unos seguidores de Pericles?
—Es una larga historia que él mismo nos contó a los jefes militares que merecemos su confianza —manifestó Antiménidas, quien se henchía de orgullo cada vez que mostraba su proximidad a su comandante—. Os trasladaré su narración lo mejor que pueda. Durante años, Alcinoo destinó su tiempo y su fortuna a ayudar a Esparta en sus planes de intervención sobre Atenas. Reunió un formidable arsenal capaz de armar a miles de hoplitas y lo depositó en una hacienda ubicada en un lugar estratégico del Ática que cumplía la función de centro de operaciones. Reclutó a un nutrido grupo de mercenarios, a los que instaló en la hacienda y procuró una instrucción intensiva. Y desde el partido oligárquico, que él mismo financiaba con su dinero y con el que conseguía recaudar en Esparta, había creado una poderosa red de influencias que alcanzaba a jueces, políticos y grandes terratenientes. De esta manera, todo estaba preparado para que, en el momento de producirse el ataque de la liga espartana sobre Atenas, contáramos con un fuerte apoyo dentro de la ciudad que facilitara la invasión. El plan estaba perfectamente diseñado. Los mercenarios de Alcinoo atacarían por la noche a Pericles y a sus generales y tomarían los puestos de mando. El ejército espartano, que esperaría escondido en la hacienda donde se guardaba su arsenal, recibiría entonces un aviso por medio de un heraldo, de manera que al llegar a Atenas encontraría la puerta de Dipylon abierta de par en par. Todo estaba a punto para realizar la invasión con todas las garantías de éxito, pero se entrometió en este asunto un grupo de demócratas encabezados por un tal Isómaco. Desconocemos quién les facilitó la información, pero asaltaron la hacienda y descubrieron el arsenal y la plata almacenados en ella. Las armas y los lingotes que con tanto esfuerzo había conseguido reunir nuestro comandante fueron requisados por el ejército ateniense, con lo cual todo su plan se desmoronó. Alcinoo no supo quién había sido el responsable del asalto a la hacienda hasta que, veinte días después, Isómaco le denunció públicamente en la Asamblea. Como sabréis, Alcinoo no tuvo ocasión de defenderse, pues antes de que terminara la sesión se vio obligado a huir de Atenas a toda prisa.
En ese momento nos dimos cuenta de que Demeas nos había salvado la vida al presentarnos con nombres falsos. Si al principio de la conversación los tebanos hubieran sabido que uno de nosotros era Isómaco no habríamos tenido escapatoria. Mi padre, por su parte, pareció no inmutarse y continuó interpretando su papel.
—En alguna ocasión hemos oído hablar de ese Isómaco —comentó con perspicacia—. Sabíamos que era un tipo molesto, pero nunca creímos que se atreviera a llegar tan lejos.
—Sí, es un rival muy incómodo —contestó Antiménidas—. Tengo entendido que es hombre inteligente, y eso le hace más peligroso aún. Por su culpa Alcinoo se ha convertido en un fugitivo, ha visto sus planes echados por tierra y se encuentra totalmente arruinado.
—¿Arruinado? —interrumpió Alceo.
—En efecto —afirmó el tebano—. Tened en cuenta que él había invertido toda su fortuna en financiar al partido oligárquico y aprovisionar a su ejército de mercenarios.
—No obstante, esa situación sólo persistirá hasta que se lleve a cabo la invasión de Atenas —sugirió Alceo—. En ese momento Alcinoo podrá recuperar con creces su inversión.
—Por supuesto —admitió Antiménidas—. Pero mientras esa victoria no llegue, nuestro comandante deberá seguir viviendo a costa de sus compañeros de armas.
—¿Y por qué nadie ha eliminado a Isómaco? —preguntó mi padre, fingiendo indignación—. Es muy importante hacer desaparecer todo aquello que entorpezca nuestros planes. No entiendo por qué ese hombre no está muerto hace tiempo.
—Alcinoo ha intentado matarle en varias ocasiones —contestó Antiménidas—, pero parece ser que no resulta una tarea fácil. Isómaco se refugia en su hacienda como un conejo en el interior de su madriguera, y sus esclavos le protegen día y noche y vigilan todos los accesos. Cuando el comandante huyó de Atenas, estuvo merodeando la hacienda de su enemigo acompañado de dos de sus soldados. Aunque lo intentó durante varios días no encontró ocasión para atacar, pues Isómaco iba armado y escoltado en todo momento. Por ello, antes de marcharse con las manos vacías, Alcinoo decidió matar a su esclavo preferido. Eligió a ése porque sentía una especial repulsión por él, pues en una ocasión presenció cómo Isómaco tenía la desfachatez de pasear por Atenas en su compañía y, lo que es más indignante, algunos amigos suyos fueron testigos de que disfrutó de los servicios de la mejor hetaira de Atenas. Posteriormente, cuando Alcinoo huyó del Ática y se instaló en Tebas, continuó enviando periódicamente a algunos de sus soldados para que averiguaran si Isómaco había descuidado la vigilancia de su hacienda. Como éste no bajaba la guardia, el comandante ordenó a dos de sus mercenarios que entraran en sus cuadras y mataran a su caballo preferido. Desde entonces dicen que siente tanto pánico que ha convertido su hacienda en un fortín, pero aun así estoy seguro de que tarde o temprano Alcinoo encontrará la ocasión para matarle.
—Eso espero —aseveró Isómaco con firmeza—. Para lograr un objetivo, sobre todo si es tan complejo como el que nos ocupa, es esencial ir eliminando uno a uno los impedimentos que nos separan de él. Para ello podéis contar con nuestra ayuda, sea desde Atenas o dondequiera que se nos necesite. Realizaremos cualquier misión que Alcinoo nos ordene, pues todas nuestras esperanzas continúan depositadas en él. Y ahora, brindemos por la magnífica nueva con que nos habéis obsequiado. ¡Alcinoo sigue en pie! ¡Nuestro mito no ha sido derribado!
Mi padre culminó su brillante actuación asiendo su copa, levantándose del banco y alargando su brazo con energía. Los demás le imitamos y bebimos nuestro vino de un solo trago.
—¡Qué momento tan emotivo! —exclamó Antiménidas cuando nos volvimos a sentar, a la vez que se limpiaba la boca con la mano—. Estoy muy satisfecho por haberme encontrado con vosotros. Vuestra actitud y claridad de ideas son enormemente valiosas, sobre todo teniendo en cuenta cuál es vuestra procedencia.
—Yo también me alegro inmensamente —subrayó Isómaco—. Considero que si unimos nuestras fuerzas podremos alcanzar altísimas metas.
—Así lo creo yo también —contestó Antiménidas.
Alceo aprovechó aquel momento de cordialidad para lanzar a los tebanos una de las preguntas que había estado madurando durante el transcurso de la conversación.
—Quizá vosotros, que tanta confianza habéis entablado con vuestro comandante, conozcáis la respuesta a una cuestión que nos intriga a los que le idolatramos: ¿por qué Alcinoo, habiendo tenido la fortuna de nacer en Esparta, de joven decidió marcharse y trasladarse a vivir a Atenas?
Los tres tebanos se miraron sin saber qué contestar, y mientras tanto nosotros esperamos con cierta preocupación: aunque el momento parecía propicio para intentar recabar todas aquellas informaciones susceptibles de servirnos de utilidad, no resultaba fácil definir hasta dónde podían llegar nuestras indagaciones. Pasados unos instantes, Antiménidas observó a mi padre y a Alceo y esbozó una sonrisa presuntuosa.
—Ésa es una historia que muy pocos hombres conocen —declaró el tebano, haciendo gala de una jactancia que, de no ser por el momento en que nos encontrábamos, habría resultado cómica—. Yo soy uno de ellos, ya que el mismo Alcinoo me la contó durante una noche en la que ambos coincidimos como jefes de guardia. Es un relato muy personal y emotivo que muestra a la perfección el magnífico corazón que posee. Como nos encontramos en una situación muy especial y compruebo que sentís verdadera devoción por nuestro comandante, considero que por una vez puedo romper mi discreción y contároslo. Eso sí, necesito vuestro juramento de que jamás realizaréis ningún comentario al respecto.
Todos, incluidos los otros dos tebanos, asentimos con solemnidad. Antiménidas cogió su copa de vino, ordenó a Demeas que se la rellenase y bebió con una tranquilidad exasperante. Se sentía enormemente orgulloso de haberse erigido en el centro de atención de lo que él consideraba una distinguida audiencia.
—Vosotros, que parecéis poseer un excelente linaje —comenzó Antiménidas—, habréis podido adivinar que el comandante procede de una de las dinastías con mayor enjundia de Esparta. No en vano, su familia es propietaria de varias haciendas, minas de hierro, talleres de armas y de cientos de esclavos. Alcinoo era el primogénito y primer heredero de aquella fortuna. A los siete años ingresó en la escuela cuartel más prestigiosa de Esparta, donde, además de someterse a una férrea disciplina militar, fue educado por los pedagogos más cultos y entrenado por los atletas más laureados. A los diecisiete años estaba encaminado a ser el mejor en todos los ámbitos, destacando sobre los demás jóvenes de su entorno en política, retórica, historia y, sobre todo, en el manejo de la espada, con la que era imbatible. Además, consiguió ser designado representante de Esparta en los juegos ístmicos para las disciplinas de lucha y lanzamiento de disco. Sin embargo, por aquel entonces el destino quiso que el padre de Alcinoo incorporara una nueva esclava para su hacienda, y este suceso aparentemente insustancial iba a torcer aquella brillante trayectoria que le hubiera conducido directamente hasta la gloria. No se trataba de una esclava corriente, sino de una mesenia morena de ojos verdes, aproximadamente de su misma edad, simpática y poseedora de un cuerpo escultural. Dada la destreza que demostró y la confianza que inspiraba, la destinaron a cuidar de los bebés y los niños de la familia. Alcinoo entabló amistad con la esclava nada más conocerla, y al poco tiempo se encaprichó de ella y ésta le correspondió. A partir de entonces, siempre que disponían de una ocasión se citaban en secreto y se escondían en cualquier rincón de la casa. Ningún miembro de la hacienda supo de esta relación ya que, de lo contrario, habrían castigado con severidad a la esclava. Después de una larga temporada amándose apasionadamente, ésta comprobó que estaba embarazada. Comunicó de inmediato a Alcinoo el desdichado descubrimiento, y ambos, muy asustados, decidieron no contárselo a nadie. Dejaron transcurrir el tiempo, de modo que el secreto permaneció intacto hasta que llegó un momento en que la muchacha ya no pudo ocultar más su embarazo. Como ella jamás dijo una sola palabra sobre su relación con el hijo de su amo, nadie pudo sospechar quién era el verdadero padre y todos supusieron que aquel embarazo era fruto de una relación ocasional con algún esclavo de la hacienda o de alguna heredad contigua. Pero cuando se produjo el parto y Alcinoo se acercó a conocer a su hijo, le venció el amor que sentía por la esclava y, ante la sorpresa de todos, reconoció a aquel niño como suyo. Al enterarse del incidente, su padre decidió no reprenderle porque también admiraba la hermosura de aquella esclava, pero ordenó que se llevaran de inmediato al recién nacido y lo despeñaran desde un monte. Ante la conmoción que sufrió la esclava al oír aquello, el padre de Alcinoo argumentó inflexiblemente que la pureza de la sangre de su familia no podía desvirtuarse de ningún modo. Entonces Alcinoo se rebeló con violencia, declarando que amaba a aquella muchacha y a su hijo por encima de todo. La ira que invadió al padre de Alcinoo fue descomunal, pues aquello suponía una terrible deshonra para toda la familia. ¡Su primogénito y primer heredero de su patrimonio faltaba a su obediencia y se negaba a matar a su hijo bastardo, una criatura engendrada por una de sus esclavas! Ambos mantuvieron acaloradas discusiones a lo largo de dos días enteros, tras los cuales el padre de Alcinoo, comprobando que el empecinamiento de su hijo no disminuía, decidió expulsarlo de la familia y prohibirle volver nunca más a aquella mancillada casa. Su reacción fue tan exaltada que ni siquiera le permitió despedirse de la mesenia y de su hijo. Aquella misma tarde, varios esclavos introdujeron a Alcinoo en un carro, lo escondieron en su fondo como si se tratara de un apestado y salieron de la hacienda en silencio. A lo largo de la noche y de la mañana del día siguiente cruzaron el Peloponeso, y una vez atravesado el istmo le obligaron a apearse en el cruce con el camino que une Atenas y Tebas, recordándole las estrictas instrucciones de su padre de no regresar jamás. Eso sí, por lo menos Alcinoo no fue abandonado en una situación de desvalimiento, sino que su padre había ordenado a los esclavos que le entregaran un saco lleno de monedas de plata. De esta manera, unos días después nuestro comandante llegó a Atenas con el corazón desgarrado, aunque con aquella suma de dinero pudo adquirir una hacienda y, poco a poco, rehacer su vida.
—¿Qué ocurrió con la mesenia y con su hijo? —pregunté yo, tan intrigado como el que más.
—Al principio, Alcinoo convivió con la insufrible suposición de que su padre había ordenado matar a ambos —contestó Antiménidas—. Sin embargo, unos pocos meses después de su llegada a Atenas, su madre envió en secreto un heraldo para buscarle por toda la Hélade. Tras muchos esfuerzos, éste encontró la hacienda de nuestro comandante y, sin revelar quién le había enviado, le entregó un papiro y se marchó. Al abrirlo, Alcinoo descubrió una larga y cariñosa carta escrita por su madre en la que le comunicaba que la esclava mesenia y su hijo estaban a salvo. Quiso transmitirle ese mensaje para evitarle el tormento que debía estar padeciendo y para que su alma reencontrara la serenidad, pero le rogaba por todos los dioses que nunca fuera en su busca, pues tarde o temprano su padre sería informado de ello y ordenaría irremisiblemente dar muerte tanto a la esclava como a su hijo. Aquellas letras escritas por su madre le permitieron conocer también que fue ella quien salvó la vida a ambos, puesto que suplicó hasta la extenuación a su marido que no matara al recién nacido. Utilizó para ello el argumento de que ese niño portaba su misma sangre, por lo que los dioses considerarían una atrocidad que le infligiera cualquier mal. Finalmente, el padre de Alcinoo no tuvo más remedio que aceptar la petición de su esposa, pero impuso la condición de que la esclava y el niño se marcharan lejos y desaparecieran para siempre, de manera que si volvía a oír alguna vez una sola palabra sobre ellos ordenaría matarlos sin posibilidad alguna de clemencia. A continuación, la madre de Alcinoo se dirigió a la mesenia y le narró lo ocurrido. Le dijo que de inmediato pondría a su disposición un carro con dos hombres para enviar a ella y al niño lejos, cuanto más lejos mejor, allí donde nunca más se supiera de ellos. La esclava, muy asustada, contestó que el único lugar adonde podía dirigirse era Reitea, la aldea de Mesenia en que nació y que tuvo que abandonar siendo una niña; quizás allí perviviera algún familiar lejano que la reconociera y que consintiera en ayudarle. Y así, en el más estricto secreto, ese mismo día partió hacia Mesenia el carro que portaba al niño y a la madre, desapareciendo para siempre el rastro de ambos.
¡Reitea! En ese momento me quedé pasmado, totalmente paralizado por el asombro. No lo podía creer. ¡Esa era la aldea de Neleo! Aquello constituía una colosal coincidencia, pero no me cupo ninguna duda de que se trataba del mismo lugar porque él me había hablado de Reitea en numerosas ocasiones. Era una pequeña comunidad de las montañas de Mesenia, compuesta tan sólo por cuatro o cinco familias, donde Neleo creció y vivió hasta que los espartanos le raptaron. De repente, me asoló una espeluznante duda.
—¿Cu… cuántos años hace que ocurrió todo aquello? —pregunté, sin poder evitar trastabillarme.
—Unos veinte años, aproximadamente —contestó Antiménidas, un tanto extrañado por mi actitud.
¡Veinte años! Asentí con la cabeza y me llevé mi copa de vino a los labios para evitar que los tebanos apreciaran mi conmoción. ¡Esos veinte años coincidían con la edad de Neleo! ¿Cuántos muchachos criados en una minúscula aldea como Reitea podían tener por entonces unos veinte años? Seguramente, no más de uno. Recordé, además, que Neleo me comentó que él nunca había conocido a su padre y que, según le había contado su madre, su progenitor era un acaudalado espartano del que tuvo que separarse cuando él nació. No cabía ninguna duda: ¡Alcinoo era el padre de Neleo! Y, por lo tanto, ¡él mató a su propio hijo! A la vez que mi razonamiento avanzaba, los cabos que componían aquella trama se iban entrelazando trágicamente. Intenté despertar de mi estupor y me planteé si aquellas deducciones no serían más que un fruto de mi imaginación, pero entonces analicé la misteriosa contestación que el día anterior nos había otorgado el oráculo: «Su verdadero dueño mató a ese esclavo». En ese momento, adquirí la certeza más absoluta en la validez de mis conclusiones y una lámina de sudor frío cubrió mi cuerpo.
Observé a mi padre y a Alceo. Ambos continuaban inmersos en la conversación con los tebanos sin caer en la cuenta de aquella trágica coincidencia. Comprendí que ello no era de extrañar, pues deduje que ninguno de los dos sabía que la aldea de Neleo se llamaba Reitea. Quizá yo era el único que conocía ese dato, pues durante el período en que él ejerció de pedagogo ambos solíamos charlar al concluir sus lecciones y en esas charlas el esclavo me contaba numerosas historias de su infancia y de su juventud, hasta el punto que los habitantes de su aldea acabaron resultándome familiares. De aquel modo, siendo el nombre de Reitea desconocido para mi padre y para Alceo, era extremadamente difícil que supieran relacionar a Neleo con la historia que acabábamos de escuchar.
La conversación continuó su curso, pero yo me quedé al margen de la misma. Estaba desolado, así que bajé la cabeza y disimulé como pude la tormenta que se había desencadenado en mi interior. ¡Neleo, asesinado por su propio padre! Sin duda, aquello constituía el capricho del destino que el día anterior había vaticinado el oráculo. ¿Qué podía hacer yo en aquel momento? Debía contar a mi padre lo que acababa de descubrir; pero ¿cómo? Mientras permaneciéramos en compañía de los tebanos resultaría muy difícil encontrar una ocasión. Quizás podría aprovechar una de las veces en que él se levantara a orinar y acompañarle, pero era imposible prever cuándo se iba a presentar esa oportunidad. Continué repasando nuestra visita a Delfos y recordé la primera de las contestaciones otorgadas por el oráculo: «Los destinos de ambos adversarios se cruzarán bajo el plenilunio». Entonces sentí pánico. El hombre que buscábamos con tanta insistencia había comenzado a dar señales de vida y, además, lo estaba haciendo de la forma más inesperada e intrigante. ¿Iba a aparecer por fin el abyecto enemigo de mi padre? Traté de recordar, sin lograrlo, si nos encontrábamos bajo luna creciente o luna llena, pues las últimas noches habían sido nubladas. Sin embargo, vista la fuerza desbordante que contenían las coincidencias que se estaban desatando, lo que más me importaba era tratar de averiguar qué significaba exactamente eso de que los destinos de los dos adversarios se iban a cruzar.
Abandoné temporalmente mis tenebrosas reflexiones y volví a adentrarme en la conversación, que seguía versando sobre la narración de Antiménidas. Mi padre ensalzaba a Alcinoo y la gallardía que éste había demostrado desde joven, y añadió que el hombre verdaderamente valiente actúa como tal en lo público y en lo privado, en la guerra y en las cuestiones del amor. Alceo, por su parte, comentó que aquella historia era dura pero hermosa, y reflejaba de una forma diáfana la bondad del alma de Alcinoo. En su opinión, en el momento del nacimiento de su hijo se produjo un choque frontal entre la ley de su ciudad y la ley natural: la primera dictaba que ese niño debía morir por tratarse de un ser espurio, pero la ley natural establece que cuando un hombre engendra a un hijo debe protegerlo a toda costa, pues ambos son portadores de la misma sangre. Alcinoo eligió la obediencia a la ley natural, la cual constituye la norma suprema que debe imperar sobre todas las demás, y por tanto obró sabiamente.
Aunque las palabras de mi padre y de Alceo eran fingidas y, por consiguiente, huecas, me hicieron meditar de nuevo. Si Alcinoo actuó de esa manera, parecía evidente que de joven por lo menos una parte de él era justa y noble. Todo lo contrario a la persona en que se convirtió de adulto, un ser mezquino, cobarde, ambicioso y dominado por su rencor. Sólo alguien así es capaz de derrochar tanto odio como el que él empleó en el asesinato de Neleo. Resultaba chocante descubrir cómo un hombre que empleó sobre su vástago la actitud más noble y virtuosa, actitud que provocó la expulsión de su familia y el desmoronamiento de su magnífica trayectoria como ciudadano espartano, había podido cometer veinte años después el crimen más depravado sobre ese mismo hijo: Alcinoo no sólo buscó la muerte del que para él no era más que un pobre esclavo, sino que escondió su cadáver para causarle el peor de los males que se puede infligir a una persona, la perdición de su alma. Pensé entonces en la trayectoria de mi padre. También su personalidad había cambiado por completo: el odio y la sinrazón regían su mente y habían ido reemplazando una a una sus numerosas virtudes. La fascinación de los espartanos por la superstición y por el onirismo había llegado hasta él a través de algún medio desconocido, invadiendo su alma y provocando un vuelco en su escala de valores. De este modo, las evoluciones personales de Alcinoo y de mi padre guardaban sorprendentes coincidencias, pues el tiempo y las circunstancias habían borrado la inclinación hacia la areté que ambos guardaban antes de pervertirse. Parecía como si la primera predicción del oráculo hubiera comenzado a cumplirse, como si los destinos de los dos adversarios estuvieran ya encauzados para converger en la barbarie.
Cuando mi padre y Alceo hubieron terminado con el ensalzamiento de la figura de Alcinoo, los tebanos tomaron el relevo y comenzaron a opinar sobre las virtudes militares de algunos otros mandos de su ejército. Mi padre, viendo que la conversación se desviaba hacia temas que no nos interesaban, les interrumpió y preguntó con bien fingido entusiasmo cuándo tendríamos el honor de conocer personalmente a Alcinoo para poderle ofrecer nuestra ayuda. Los tebanos volvieron a consultarse con la mirada, esta vez con una expresión más dubitativa. Intercambiaron unas fugaces frases en dialecto tebano mientras les observábamos con cautela. No nos fiábamos de ellos lo más mínimo, por lo que nos manteníamos en una constante alerta por si en algún momento reaccionaban violentamente. En cualquier otra circunstancia, mi padre y Alceo habrían censurado a sus interlocutores su mala educación por desviar su atención de nosotros y comunicarse en una lengua desconocida, pero como lo único que importaba en esos momentos era conservar la calma e intentar extraer información a los tebanos, ambos se limitaron a esperar. Finalmente, cuando ya nos sentíamos realmente molestos e inquietos por la indecorosa actitud de los tebanos, Antiménidas hizo un gesto de asentimiento a sus dos esbirros y se giró hacia nosotros.
—Está bien, atenienses —dijo con expresión grave—. Hemos decidido contaros qué estamos haciendo realmente aquí, pues entendemos que sois merecedores de nuestra confianza y que sería conveniente que comenzarais a servir a nuestra causa cuanto antes. Escuchad muy atentamente. Esta misma noche se va a producir la invasión de Platea. Dentro de poco oiremos una señal y nosotros tres, junto con un grupo de plateenses afines que se encuentran esperando en sus casas, acudiremos a un almacén en el que están depositadas nuestras armas. Desde allí nos dirigiremos en silencio a las puertas de la ciudad, donde nos desharemos de la guardia y dejaremos vía libre para la entrada del ejército tebano y los mercenarios de Alcinoo. Al amanecer, Platea será por fin nuestra. Si todo marcha según lo planeado, mañana por la mañana estaremos celebrando la toma de la ciudad junto a nuestro comandante.
En ese momento comprendimos perfectamente la situación. Los tebanos habían elegido la taberna de Demeas para esperar a que llegara la hora de actuar. Consideraron que aquél sería el lugar más apropiado, pues se encontraba a sólo unos pasos del ágora y desde allí podían controlar el ambiente que se respiraba en las calles sin despertar sospechas. Su misión debía consistir en coordinar la acción del grupo de traidores plateenses que iban a abrir las puertas de la ciudad al ejército invasor. Me embargó entonces un miedo atroz. Esa misma noche se iba a producir una cruenta batalla en aquel lugar y el destino había deparado que nosotros estuviéramos allí. Pero aún me asusté más cuando pensé que las profecías del oráculo continuaban cumpliéndose indefectiblemente. Alcinoo iba a entrar en Platea y, por tanto, dentro de muy poco se iba a encontrar con mi padre. Quizás a lo largo de la noche se produciría el anunciado cruce de sus destinos.
Mi padre y Alceo se quedaron estupefactos ante la dimensión y la trascendencia de las declaraciones que habíamos conseguido sonsacar a aquellos miserables. Demeas, sin embargo, se levantó súbitamente de su asiento. Temí su reacción tras la revelación de Antiménidas, pues la combinación que formaban el profundo amor que sentía por su ciudad y su carácter temperamental podía resultar muy peligrosa.
—Ésa es una excelente noticia, señores —exclamó el posadero, sonriendo abiertamente a los tebanos—. Por fin Platea se va a hermanar con Tebas. Llevo mucho tiempo esperando este momento, tanto que creí que mis ojos no contemplarían jamás nuestra unión. Enhorabuena por vuestro magnífico plan. Y ahora, si me disculpáis, voy a acercarme a la bodega de mi posada a por otra ánfora de vino. Ésta de aquí se ha terminado ya.
—¡No, Demeas! No vayas a por más vino —ordenó Antiménidas con gesto adusto—. Deberías saber que celebrar la victoria antes de tiempo da mala suerte.
—¡Por Zeus, cómo dices eso! —le recriminó el posadero—. Nadie va a celebrar nada aún, pero considero que debemos verter las pertinentes libaciones para que los dioses nos ayuden a alcanzar el buen término de la operación.
Antiménidas asintió y pidió disculpas por sus palabras. Los otros dos tebanos sonrieron forzadamente y agradecieron el gesto de Demeas, quien salió de la taberna, cerró la puerta y cruzó la calle con rapidez en dirección a su posada.
Mi padre, Alceo y yo nos quedamos un tanto sorprendidos por la acción de Demeas. No comprendíamos cuál era el propósito de su repentina marcha, pero confiábamos en su sagacidad y estábamos seguros de que cualquier plan que hubiera trazado nos serviría de ayuda. Mientras tanto, mi padre continuó la conversación con total tranquilidad, haciendo gala de una frialdad pasmosa.
—Espero que todo esté bien atado —comentó a los tebanos—. No quisiera que surgiese ninguna sorpresa desagradable durante el transcurso de la maniobra. Es esencial tener controlado hasta el último detalle… ¿Cuántas personas, además de vosotros, se desharán de la guardia y abrirán las puertas de la ciudad?
—Unos veinte hombres más —contestó el tuerto.
—¿Plateenses?
—En su mayoría.
—¿Todos ellos son seguidores de Nauclides? —preguntó Isómaco.
—En efecto —afirmó el tuerto—. Son personas extremadamente leales.
—¿Quién ha diseñado la operación? —insistió mi padre.
—El propio Nauclides, en coordinación con un general tebano —señaló Antiménidas—. Alcinoo también ha participado de forma muy activa: no sólo aporta sus ideas, sino también un grupo de mercenarios excelentemente entrenados y motivados para aprehender un buen botín.
—Vosotros tres os halláis bajo su mando directo, ¿no? —volvió a preguntar Isómaco.
—Así es —contestó Antiménidas—. Cuando Alcinoo conoció nuestras virtudes militares y comprobó mi fidelidad hacia él, solicitó a nuestro general tenernos a sus órdenes.
—Bien, no me cabe duda de que todo estará muy estudiado y que la operación resultará un éxito —proclamó Isómaco—. En cuanto a nosotros cuatro, intentaremos contribuir a la consecución de la victoria en la medida de nuestras posibilidades: seguiremos vuestros pasos, nos armaremos en vuestro arsenal y actuaremos como si fuéramos unos hoplitas más. Ayudaremos a despejar las puertas para la entrada del ejército tebano y nos desharemos de todo aquel que se oponga a la liberación de la ciudad.
—Constituye todo un honor que insignes caballeros atenienses como vosotros os unáis a nuestra causa —exclamó Antiménidas con satisfacción—. Alcinoo se mostrará muy complacido cuando sea informado de ello.
—¡No creo que tengáis ocasión de contárselo! —gritó en ese mismo instante Demeas desde la puerta de la taberna. Nos giramos súbitamente y contemplamos sorprendidos su corpachón empapado por la lluvia y su expresión irónica y amenazante a la vez. Apreciamos también que traía consigo cuatro espadas: la de mi padre y la de Alceo en una mano y dos más en la otra.
Ante el desconcierto de los tebanos, mi padre, Alceo y yo nos levantamos de un salto. Corrimos hasta la puerta esquivando ágilmente las mesas y los bancos de la taberna y cada uno cogió su espada. Demeas se giró y cerró el pasador de la puerta, cerciorándose de que la salida quedaba inhabilitada. Los tebanos se alzaron entonces de sus asientos y se quedaron junto a la mesa sin saber qué hacer; no alcanzaban a entender lo que estaba ocurriendo, pero comenzaban a sospechar el tremendo error que habían cometido al confiar en nosotros.
—Está bien, tebanos malnacidos —espetó mi padre, empuñando firmemente su espada y acercándose a ellos con parsimonia—. Esta representación está llegando a su fin. Se acerca el desenlace final, el acto más trágico de la obra. ¡Sabed que yo soy Isómaco, el enemigo acérrimo de Alcinoo y de sus secuaces!
Los tres se quedaron inmóviles, petrificados por la sorpresa y por la repentina situación de peligro e indefensión en la que habían caído. Alceo, Demeas y yo permanecimos alerta unos pasos por detrás de mi padre.
—Estáis encerrados como conejos —continuó Isómaco, saboreando aquel momento—. Lo primero que vais a hacer ahora mismo es decirme en qué lugar se encuentra vuestro arsenal.
—¡Jamás te lo diremos! —exclamó Antiménidas, tratando de reponerse de su pasmo.
—No hablarías de ese modo si conocieras las ganas que tengo de rebanarte el cuello.
Antiménidas se sobrecogió aún más al escuchar la amenaza de mi padre.
—Has logrado esta posición de dominio de forma impropia para un caballero como tú, Isómaco —contestó—. Te dimos nuestra confianza y nos has traicionado.
—¿Acaso me estás llamando traidor? —replicó Isómaco, perdiendo repentinamente la calma—. ¿Eres capaz de acusarme de traición? ¿Precisamente a mí, que durante toda mi vida he luchado por mi ciudad y por los ideales en los que siempre he creído? Todo lo contrario, maldito tebano. Tú eres el traidor: tú elegiste actuar bajo el mando de Alcinoo, un ser corrompido y depravado cuyas únicas armas son el engaño y la ocultación.
Los tebanos seguían sin saber qué hacer ni qué decir. Les amedrentaba más el terrible gesto de odio de mi padre que los gritos que profería.
—¿Qué creéis? —continuó Isómaco—. ¿Que tenéis derecho a agredir a esta ciudad y convertir a sus ciudadanos en vuestros súbditos? ¿Pensáis que vais a invadir Platea tan fácilmente? No, no es así. Aquí la libertad se vende muy cara, pues se trata de un bien muy valioso que costó mucho sacrificio lograr. Vosotros tres habéis tenido la desgracia de topar con nosotros, al igual que vuestros soldados y mercenarios se van a encontrar con miles de plateenses dispuestos a morir matando antes que caer en la esclavitud.
—Harías bien retirando esas espadas ahora mismo, Isómaco —amenazó el tuerto tratando de disimular su zozobra—. Sois vosotros los que estáis encerrados, ya que nuestro ejército está a punto de entrar en Platea. Si rectificáis vuestra actitud, os protegeremos de él durante la toma de la ciudad y mañana os dejaremos marchar sin más. Si no lo hacéis, sabed que os encontraréis sin ninguna posibilidad de escapatoria. Podéis acabar con nosotros ahora mismo si ésa es vuestra voluntad, pero si no tenéis quien os defienda de los soldados tebanos, con toda seguridad estaréis muertos antes del amanecer.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Isómaco, con sorna—. ¿Creéis de verdad que estáis en disposición de bravuconear? Compruebo que sois muy temerarios, tebanos. De hecho, desde que os sentasteis en esta mesa no habéis cesado de cometer una imprudencia tras otra. Vuestras afiladas lenguas os van a conducir directamente a la perdición —mi padre blandió su espada hacia ellos y se acercó peligrosamente; en esos momentos había perdido por completo el control de sí mismo—. ¡Sois vosotros, malditos hijos de puta, los que vais a morir de inmediato si no me decís dónde está escondido el arsenal!
Mi padre se había aproximado tanto a los tebanos que, en un abrir y cerrar de ojos, el joven y el tuerto se abalanzaron sobre él y le sujetaron fuertemente sus brazos. Fue todo tan rápido que a Demeas, Alceo y a mí no nos dio tiempo a llegar hasta ellos e impedir que le retuvieran. En ese instante, Antiménidas extrajo una daga que guardaba en el interior de su túnica. Aquella visión nos inundó de pánico: aún nos encontrábamos a unos cuantos pasos de ellos y el tebano tenía a su alcance dar muerte a mi padre, quien, por fortuna, supo reaccionar a tiempo. Realizó un súbito y fortísimo movimiento con su brazo derecho, empleando para ello toda la rabia y el odio que poseía en su interior, y lanzó estrepitosamente al tebano más joven sobre la mesa en la que habíamos cenado. Levantó entonces su espada con rapidez y firmeza hacia Antiménidas, quien se abalanzaba en ese preciso instante sobre él para clavarle su daga, de manera que mi padre no tuvo más que aprovechar la propia energía desplegada por su enemigo para hundir el arma en su estómago y atravesarle de parte a parte. Antes de que los otros dos tebanos pudieran reaccionar, mi espada y la de Alceo apuntaban directamente a sus gargantas, con lo que ambos desistieron de realizar el más leve movimiento. Antiménidas se retorció en el suelo durante unos instantes con el hierro ensartado en su cuerpo. Dedicó sus últimos instantes a alzar su mirada hacia nosotros y dirigirnos toda clase de insultos y maldiciones. Su herida manaba sangre a borbotones, por lo que sus gritos desgarrados pronto se transformaron en gimientes balbuceos que fueron diluyéndose a la vez que su vida se desvanecía.
Demeas agarró del cuello al joven y al tuerto y los lanzó con fuerza contra el suelo. Ambos se quedaron completamente inmóviles, sin atreverse siquiera a levantar la vista. Estaban aterrados por la muerte de Antiménidas y por la violencia desplegada por mi padre. Eran conscientes de que habían cometido una imprudencia tremenda y que sus vidas corrían grave peligro.
Antes de que mi padre les amenazara de nuevo para que nos indicaran de una vez dónde estaba escondido su arsenal, escuchamos el zumbido de un cuerno que parecía proceder de unas pocas calles más allá. Los tebanos levantaron sus cabezas y nos miraron con gesto aturdido.
—¿Es ésa la señal? —les gritó Isómaco con furia—. ¿Es ése el aviso para que os dirijáis al arsenal?
—Sí, ésa es la señal que estábamos esperando —reconoció el tuerto con voz temblorosa—. En unos instantes las puertas de la ciudad estarán abiertas.
—Ya no podemos hacer nada —lamentó Alceo.
—Hemos perdido la oportunidad de adelantarnos por muy poco —afirmó Isómaco—. Demeas, ¿tienes una soga fuerte?
—Sí, en el almacén —contestó el posadero.
—Tráela aquí, rápido. Antes de irnos, ataremos y amordazaremos a estos dos —Isómaco se giró y miró con desprecio a los tebanos—. Merecéis morir ahora mismo, pero vais a tener suerte: no me gusta matar sin combatir en igualdad de condiciones.
Los tebanos respiraron aliviados al oír estas palabras. Mientras tanto, Demeas salió por la portezuela que daba al almacén y volvió enseguida con varias cuerdas en la mano. Él y mi padre comenzaron a maniatar al tuerto, y Alceo y yo al joven. Ninguno de los dos se resistió, pues temían a mi padre y sabían que si nos creaban el más mínimo problema seguirían la misma suerte que Antiménidas. Les atamos fuertemente de pies y manos, y les dejamos recostados en el suelo y en posición fetal. Mi padre cogió entonces el mantel de una de las mesas, lo rasgó en dos mitades, las arrugó y las metió bruscamente en las bocas de los prisioneros, evitando que pudieran emitir el más leve gemido.
Hecho esto, nos preparamos para marcharnos cuanto antes. Mi padre limpió apresuradamente con otro mantel la sangre que teñía su espada. Yo quise informarle entonces de la infausta coincidencia que había descubierto durante la conversación, pero me resultó completamente imposible. Él estaba muy agitado y Demeas ya había empezado a apagar las lámparas de la taberna. Llegué a decirle que tenía algo muy importante que contarle, pero me contestó con desdén que aquel no era el momento. Todos se colocaron sus mantos con rapidez y se dirigieron hacia la puerta llevando consigo sus espadas. Yo me apresuré y los imité. Antes de salir de la taberna, lancé una última mirada hacia su interior a través de la penumbra. Aquellos dos tebanos se quedaron allí, recostados sobre el suelo, atados y amordazados. A unos pocos pies de ellos yacía el cadáver de su jefe, que parecía flotar en el viscoso charco que había formado su propia sangre. Me giré y salí a la calle seguido de Demeas, quien cerró de un fuerte portazo y echó todos los cerrojos.
Seguía lloviendo con fuerza, aunque no soplaba viento ni hacía frío. Giramos a mano izquierda y recorrimos la calle en dirección al ágora, aproximándonos a las fachadas de las casas para mojarnos lo menos posible. Avanzamos en silencio entre la oscuridad hasta alcanzar el final de la calle. Una vez allí, nos asomamos con la máxima cautela al ágora, donde pudimos vislumbrar, en su extremo más alejado, unas tenues luces que se desplazaban hacia nosotros. Comprendimos enseguida que el ejército tebano estaba entrando sigilosamente en la ciudad y permanecimos quietos en la esquina observando sus movimientos. Los seguidores de Nauclides actuaron con rapidez, pues desde el momento en que escuchamos la señal habían acudido al arsenal, se habían deshecho de la guardia que custodiaba una de las puertas de la muralla y la habían abierto de par en par para que pasaran los tebanos.
La ciudad, mientras tanto, continuaba durmiendo apaciblemente totalmente ajena al peligro que se cernía sobre ella. No se oía ni la más tenue voz, ni el más leve sonido a excepción del murmullo de la lluvia al chapotear sobre el suelo encharcado. Los soldados tebanos, alumbrados por las antorchas que portaban los mandos que montaban a caballo, iban entrando ordenadamente en el ágora, formando largas filas que ocupaban poco a poco toda su extensión. Contemplamos sobrecogidos aquel silencioso espectáculo, conscientes de que debíamos ser los únicos en toda la ciudad que lo estábamos presenciando. Llegó un momento en que los soldados comenzaron a ocupar la parte del ágora más cercana a nuestra posición, así que nos vimos obligados a dar unos pasos hacia atrás y ocultarnos tras la esquina. Mi padre, que se encontraba extremadamente tenso, nos ordenó con aspereza que no nos separáramos ni un solo palmo de la pared y se dedicó a asomarse de vez en cuando para observar lo que estaba ocurriendo. Al cabo de un rato, según nos indicó, terminaron de entrar todos los soldados tebanos. Parecían bastante numerosos, probablemente entre dos mil y tres mil. Tras ocupar toda el ágora permanecieron inmóviles manteniendo una perfecta formación: a un lado la infantería ligera, al otro los hoplitas, y delante de cada una de las filas, los mandos militares montados a caballo equipados con lanza y espada.
Mi padre y Demeas convinieron en que éste se marchara momentáneamente y que se reuniera de nuevo con nosotros después de despertar a su familia, a sus íntimos amigos y a los magistrados de la ciudad. Debía alertarles de que el ejército tebano había invadido la ciudad y de que en breve comenzaría la quema de casas y edificios públicos. Mi padre insistió en que les ordenara no acercarse al ágora, sino que convocaran a los habitantes de Platea en las calles adyacentes a una distancia prudencial de los soldados tebanos.
Demeas se sumergió en la oscuridad y se dirigió a toda prisa hacia su posada tratando de sortear los charcos que invadían la calle. Nosotros tres permanecimos en silencio, esperando con impaciencia el devenir de los acontecimientos. Observé de nuevo a mi padre, quien, situado en el vértice de la fachada, realizaba reiterados movimientos erráticos. Descubrí que en dos o tres ocasiones estuvo tentado de salir al ágora en busca de Alcinoo y de su tan deseada venganza, pero fue capaz de comprender que con ello no lograría más que una muerte segura. Esperamos un rato más con nuestras espaldas apoyadas en aquella húmeda pared, analizando cada uno de los sonidos que llegaban hasta nosotros e intentando adivinar cuál iba a ser el próximo movimiento de los tebanos. Mientras tanto, confiábamos en que Demeas y los suyos hubieran conseguido alertar a un importante número de ciudadanos y, sobre todo, que éstos llegaran a tiempo para defender Platea.
Sorprendentemente, el ejército tebano no quiso aprovechar la circunstancia de que la ciudad se encontrara durmiendo. Por el contrario, cuatro heraldos rompieron la formación militar, se situaron en cada uno de los lados del ágora y tocaron sus trompetas al unísono. Alceo y mi padre se miraron con expresión de asombro. Nunca se había visto que un ejército avisara a los habitantes de una ciudad antes de invadirla.
Mientras las trompetas sonaban, varios grupos de soldados tebanos se dispersaron y recorrieron los barrios de Platea anunciando a gritos que todos los ciudadanos debían despertar y acudir de inmediato al ágora. La gente, muy asustada, abría las ventanas y asomaba sus cabezas con precaución. Al comprender la situación, algunos pocos se atrevieron a insultarles abiertamente, pero la mayoría de plateenses se vistieron a toda prisa y cumplieron en silencio las instrucciones del ejército tebano.
Alceo comentó que no podíamos presentarnos en el ágora portando nuestras espadas, pues seríamos detenidos por los tebanos. Miramos a nuestro alrededor y vimos un carro apeado en un lado de la misma calle donde nos encontrábamos, así que nos dirigimos disimuladamente hacia él y escondimos nuestras armas en su interior. En ese momento, una voz grave a nuestras espaldas nos asustó. Nos giramos con brusquedad y descubrimos que era Demeas, visiblemente aliviado por habernos encontrado. Nos contó que había conseguido despertar a su familia, a sus amigos y a los representantes de la ciudad, y se mostró muy sorprendido de que los tebanos hubieran renunciado a la ventaja con que contaban. Alceo le agradeció que prefiriera volver con nosotros a quedarse al lado de sus seres más queridos, a lo que Demeas replicó que habíamos comenzado juntos aquella empresa y que debíamos permanecer unidos hasta el final, ya que consideraba que nosotros tres estábamos prestando un impagable servicio a Platea.
Anduvimos los escasos pasos que nos separaban de la entrada del ágora y nos presentamos ante el ejército tebano como si fuéramos unos plateenses más a los que los gritos de los soldados hubieran interrumpido el sueño. Nos situamos junto a la estoa de un edificio público, por delante de los ciudadanos que comenzaban a ocupar aquella zona y a escasa distancia de la primera línea de la formación enemiga. Pese a la lluvia y a la oscuridad reinante, pude comprobar que se trataba de un ejército numeroso, pues las antorchas que sostenían sus miembros a caballo se hallaban esparcidas por toda el ágora. Los soldados más cercanos a nosotros iban perfectamente equipados al modo de los hoplitas tebanos: yelmo y grebas de bronce, coraza de cuero reforzada con piezas metálicas para proteger el tronco, escudo circular embrazado, lanza y espada corta envainada. Pude apreciar que eran muy jóvenes en su mayoría, pero, sobre todo, me sorprendí al adivinar una extraña inquietud en las miradas de algunos de ellos.
Mi padre, por su parte, se afanaba en buscar a Alcinoo, desdeñando por completo el peligro que se cernía sobre nosotros y sobre la ciudad. Parecía valorar la situación en que nos encontrábamos como una inestimable oportunidad para encontrar a su enemigo, como si el hecho de que se fuera a desencadenar una tragedia perdiera toda su trascendencia ante la magnífica ocasión que se le brindaba de luchar contra Alcinoo. Su obsesión le provocaba una sobreexcitación que le llevaba a moverse frenéticamente de un lado para otro, alzando la mirada por encima de los yelmos de los soldados como un lobo hambriento al acecho de su presa.
Se desarrolló entonces una escena delante de la formación tebana que desvió por un rato la atención de mi padre y de todos nosotros: un hombre alto y gordo, ataviado con una túnica al estilo plateense, discutía acaloradamente con uno de los mandos militares de Tebas. Agitaba sus brazos con desesperación, hablaba a gritos y lanzaba todo tipo de improperios contra el ejército invasor. Pero lo más curioso era que los mandos militares que le atendían permanecían impasibles ante aquellas increpaciones. Intrigado, pregunté a Demeas quién era aquel hombre tan atrevido, y él replicó que en ese individuo no había una pizca de valentía, sino que en su alma sólo había cabida para la traición: se trataba de Nauclides, el oligarca plateense que había pactado con los tebanos y que preparó el terreno para posibilitar la apertura de las puertas de la ciudad. No entendíamos bien qué estaba diciendo, pero se podía deducir que se quejaba amargamente ante los mandos tebanos por no haber aprovechado el sueño de la ciudad para sorprender a sus dirigentes y matarlos. Más tarde se supo que él les había indicado una a una las casas que debían destruir nada más entrar, aquéllas donde vivían sus enemigos políticos y los magistrados, para pasar después a dominar por la fuerza a todos los habitantes de Platea. Sin embargo, en contra de lo pactado y para desesperación de Nauclides, los tebanos estaban despertando y convocando a los ciudadanos para transmitirles un mensaje.
Por fin dejó de llover. Los plateenses, muy asustados, seguían recorriendo las calles embarradas para acudir a las inmediaciones del ágora después de haber ubicado a las mujeres y a los niños en los rincones más escondidos de sus casas. Algunos portaban lámparas de aceite y otros sostenían grandes antorchas cuya luz rasgaba la oscuridad e infundía un aire místico a las fachadas de los edificios. Unos se habían pertrechado con sus corazas y escondían algún arma entre sus ropajes, mientras que otros salieron de sus casas cubiertos con un simple manto sobre el camisón. Pero todos, sin excepción, se lamentaban con amargura del trágico destino que acechaba a Platea, sin que nadie alcanzara a comprender cómo era posible que los tebanos hubieran accedido al interior de la ciudad. Cuando se acercaban al ágora y comprobaban que toda la explanada se hallaba ocupada por el ejército enemigo, caían en la más honda desesperación.
Un silencio sobrecogedor invadía Platea. Todos sus ciudadanos se mantenían a la expectativa de conocer con exactitud cuáles eran las intenciones de los tebanos. Era un silencio que helaba la sangre y que provenía del mismo instinto de supervivencia de los plateenses: en una situación tan crítica como aquella, resulta esencial estar atento al más insignificante movimiento del enemigo.
Poco después, cuando los mandos tebanos comprobaron que toda la ciudad se agolpaba en torno a su ejército, un heraldo se encaramó al pedestal de una estatua que se erguía en el centro del ágora y habló con voz potente:
—¡Ciudadanos! ¡El ejército de Tebas ha entrado en Platea y tiene el control absoluto de la ciudad! El mensaje que os queremos transmitir es el siguiente: dependiendo de cuál sea vuestra actitud, nuestra llegada puede conllevar un porvenir más próspero para todos vosotros o, por el contrario, ser la causa de la destrucción inmediata de Platea. Sin embargo, no debéis temernos. Aunque nuestra fuerza militar es incomparablemente superior a la vuestra, preferimos dialogar a emplear nuestras armas. Pretendemos alcanzar un acuerdo amistoso con vuestros representantes, pues pensamos que las peculiares circunstancias que nos envuelven nos hacen olvidar que tanto los plateenses como los tebanos somos beocios. ¡No queremos derramar sangre, estimables ciudadanos, sino establecer un hermanamiento! Nuestra única intención consiste en entablar con vosotros una común alianza beocia según las costumbres patrias. Así pues, os sugerimos que enviéis a vuestros representantes para que negocien las condiciones del pacto con nuestros mandos. Que pasen al centro del ágora ahora mismo y, sobre todo, que lo hagan con voluntad de alcanzar un acuerdo satisfactorio.
Se oyó entonces un murmullo que nació entre los asistentes más cercanos al ejército, convirtiéndose rápidamente en un grave rumor que se extendió por todas las calles de la ciudad. Los que habían escuchado la proclama la explicaban a los que estaban detrás, y éstos la trasladaban a los más alejados del ágora. Los plateenses compartieron entre ellos sus pareceres y sus sentimientos, los cuales guardaban en común un intenso temor y una indignación desaforada.
Al rato, un grupo de cinco magistrados surgió entre la multitud. Se encontraban unidos porque Demeas los había despertado uno a uno en sus casas y se habían dirigido juntos hasta su taberna para interrogar a los dos tebanos que permanecían amordazados. Los magistrados avanzaron lentamente hacia el centro del ágora entre la expectación de los ciudadanos y se perdieron tras las primeras filas de soldados enemigos. De nuevo se abrió un silencio sepulcral que cubrió el ágora y sus alrededores. La gente, muy alborotada por la tensa espera, miraba por encima de las cabezas sin conseguir ver apenas nada. Demeas nos comentó al oído que aquel era un ejército demasiado numeroso como para no negociar con sus dirigentes y realizar cuantas concesiones solicitaran. De lo contrario, lo más probable era que al día siguiente todos los hombres de Platea resultaran muertos y que las mujeres y los niños fueran esclavizados.
Yo seguía muy atento cada uno de los movimientos que se iban sucediendo, plenamente consciente del tremendo peligro en que nos hallábamos. Por otra parte, mi desesperación continuaba incrementándose a cada instante por no hallar la ocasión de contar a mi padre mi descubrimiento de que Alcinoo era el progenitor de Neleo. En aquel momento también me resultó imposible intentarlo, pues nos encontrábamos muy cerca de los soldados tebanos y seguíamos inmersos en un silencio casi total. Traté de llamar su atención sin elevar la voz, pero él ni se inmutó. Continuaba completamente absorto buscando a su enemigo. Observé cómo recorría con la mirada todos los rincones del ágora y escrutaba cuanto alcanzaba su vista. Le expresé con contundencia que era muy importante que escuchara lo que debía contarle, y a pesar de ello continuó sin desviar su atención. Tiré de su brazo e insistí con energía, pero mi padre se revolvió y me contestó tajantemente que no le molestara más.
No volví a intentarlo, pues en ese momento aparecieron de nuevo los magistrados plateenses. Salieron del centro del ágora departiendo con los mandos tebanos con aparente tranquilidad. Al llegar al extremo de la explanada, los miembros de ambos bandos estrecharon sus muñecas con vehemencia, certificando ante toda la ciudadanía que se habían avenido a un acuerdo. Un rumor de desaprobación y descontento se extendió entre la multitud al presenciar aquella escena. Los magistrados simularon no oír aquel murmullo ensordecedor y se despidieron de los tebanos mostrando una escueta sonrisa que desapareció en cuanto se giraron para regresar junto a sus ciudadanos. Cuando atravesaron el ágora, se adentraron en una de las calles con la intención de apaciguar los ánimos de los plateenses, quienes se hallaban ansiosos por conocer las condiciones del pacto.
Se guardó un estricto silencio para atender a las palabras de los representantes de la ciudad, pero desde el lugar donde nos encontrábamos no pudimos oír nada. No obstante, cuando los magistrados terminaron la exposición, el contenido de ésta se transmitió con celeridad de boca en boca, formándose un tumulto que se extendió al tiempo que el mensaje se difundía por toda la multitud. Cuando el revuelo se acercó a nuestra zona pudimos conocer el porqué de aquella conmoción por medio de un anciano que voceó a pocos pasos de nosotros el contenido del rumor: los magistrados habían fingido aceptar las condiciones que proponían los tebanos, y ahora, al volver entre la multitud, ordenaban a todos los ciudadanos que regresaran a sus casas, se pertrecharan con las armas y herramientas que guardaran en ellas y presentaran batalla al enemigo con la máxima entereza. El motivo de esta decisión residía en el hecho de que los magistrados pudieron apreciar que los soldados tebanos habían guardado amplios espacios entre sus filas para aparentar ser un grupo más numeroso. Cuando aquéllos observaron detenidamente la disposición de la formación, pudieron calcular que aquel ejército debía estar compuesto por unos quinientos individuos, y no por los dos o tres mil que aparentaban ser. De esa manera, sin mediar entre ellos más que gestos bien disimulados para no levantar sospechas entre sus interlocutores, los magistrados decidieron que lo más inteligente sería fingir su rendición y organizar con posterioridad un envite contra los invasores en el que participara toda la ciudad.
Ante el asombro de los tebanos, la multitud volvió sobre sus pasos y se dispersó por las calles para dirigirse a toda prisa hacia sus casas. Los mandos militares observaron anonadados aquella súbita reacción colectiva, pero no fueron capaces de adoptar una decisión. Tardaron demasiado en comprender que el pacto que acababan de alcanzar no era sino fingido, y cuando quisieron enmendar su error no supieron hacia dónde dirigirse porque ya no quedaba ningún plateense a la vista.
Nosotros, por nuestra parte, abandonamos también el ágora para regresar a la calle donde nos habíamos ocultado en un principio. Allí seguía apeado el carro en el que habíamos depositado nuestras espadas, así que me colé ágilmente en su interior y las recuperé. A nuestro alrededor, la gente entraba a toda prisa en sus casas en busca de armas y objetos contundentes. Algunos apuntalaban puertas y ventanas para proteger a las mujeres, los niños y los ancianos, quienes permanecían escondidos en los rincones más inaccesibles. Otros, ya armados, volvían a salir a las calles en busca de sus amigos y familiares para acudir juntos a la batalla.
Al mismo tiempo, los magistrados y sus ayudantes extendieron por cada uno de los barrios la orden de que todos los ciudadanos llevaran bártulos y mamotretos para levantar defensas en las salidas del ágora y encerrar en ella a los tebanos. Así, mientras mi padre y yo recorrimos las calles cercanas para ayudar a expandir el mensaje, Demeas y Alceo se dirigieron a la posada para transportar los triclinios y los armarios del vestíbulo de entrada.
Al rato aparecieron decenas de plateenses cargando con armatostes, barricas, muebles y todo tipo de trastos. Una larga fila de ciudadanos se dispuso a lo largo de cada una de las calles adyacentes al ágora para trasladar los bultos de brazo en brazo desde las puertas de las casas hasta los incipientes montones. Nosotros cuatro nos situamos al final de una de las filas, lanzando los trastos con vigor para levantar la primera de las barreras. Así, ante el asombro y la pasividad de los soldados tebanos, en unos instantes se formaron cinco grandes barricadas que taponaban cada una de las salidas del ágora de Platea. En ese momento constaté con alivio que la fama que perseguía a los ejércitos de la liga espartana de adolecer de lentitud y de falta de reflejos era totalmente merecida.
Dispuestas las barreras, los plateenses se agolparon detrás de ellas y guardaron de nuevo un silencio absoluto. Resultaba impactante contemplar el concierto y la disciplina con que todos ellos actuaban. Cientos de hombres esperaban muy alerta con la vista fija en el ágora, fuertemente armados con espadas, jabalinas, azadas, cuchillos y arcos. Cada uno portaba la mejor arma que poseía, y todos ellos estaban dispuestos a entregar hasta la última gota de su sangre para obedecer la orden que habían recibido de sus magistrados. Amaban a su ciudad tanto como los atenienses a la nuestra, por lo que sufrir una invasión extranjera revestía para cada uno de ellos la misma gravedad que una agresión a su propia madre.
Me impresionó sobremanera presenciar aquella silenciosa espera. Los plateenses sentían que la muerte les acechaba de cerca, lo cual generaba en todos ellos una tensión indescriptible, un miedo poderosísimo que conseguían sobrellevar gracias a su firme convicción de que debían entregarse a la defensa a ultranza de su ciudad. Pactar con el enemigo significaría malograr irremediablemente su dignidad; perder en la batalla, resultar muertos o esclavizados para el resto de sus días.
Aquel momento de espera constituía mi última oportunidad para contar a mi padre mi espeluznante hallazgo. Sin embargo, al girarme hacia mi derecha, donde él se encontraba hasta hacía unos instantes, descubrí horrorizado que su lugar había sido ocupado por un muchacho algo mayor que yo. Miré a mi alrededor, pero ya no pude ver hacia dónde se había marchado. A mi izquierda estaban Alceo y Demeas intercambiando impresiones en voz baja mientras contemplaban cómo crecía aquella imponente espiral de tensión, miedo y odio. Cuando les interrumpí y les pregunté por mi padre, ambos se extrañaron al ver que se había ido de nuestro lado. Los tres miramos atentamente en todas direcciones. Alceo se alarmó aún más que yo y, tras cerciorarse de que mi padre no estaba a nuestro alrededor, ordenó a Demeas que recorriera la primera calle adyacente a mano derecha, y a mí, que buscara por la calle opuesta; él, por su parte, subiría a la barricada para otear la multitud y rastrearía de arriba abajo la calle en la que nos encontrábamos. Nos dividimos con toda rapidez, dirigiéndose cada uno hacia su zona. Buscamos a mi padre con la máxima atención abriéndonos paso con mucha dificultad entre aquella masa de hombres, armas y herramientas, pero al cabo de un rato nos volvimos a reunir en el mismo punto sin haber obtenido ningún resultado.
En ese momento caí en la más profunda desesperación. No cabía duda de que mi padre se había marchado en busca de Alcinoo. Si últimamente actuaba de forma extraña y no tenía en cuenta a nadie excepto a sí mismo, dentro de aquel caos en que nos encontrábamos no era de extrañar que se hubiera ido persiguiendo su objetivo sin percatarse siquiera de que no nos había avisado. Por lo tanto, podía ocurrir que encontrara a Alcinoo y luchara contra él sin conocer que éste era el progenitor de Neleo. Me horroricé al pensarlo. Tenía que evitarlo como fuera. La verdad hay que conocerla siempre, pero en un combate ésta constituye un arma esencial. Además, disponer de un dato tan revelador como aquel aún revestía mayor trascendencia: si mi padre luchaba con Alcinoo y le vencía, seguramente pensaría que por mi culpa había perdido la gratificante oportunidad de acusar a su enemigo de ser un parricida antes de darle muerte. Si, por el contrario, Alcinoo derrotaba a mi padre, yo viviría para siempre azotado por la sospecha de que si hubiera conseguido contarle mi descubrimiento, probablemente el resultado del duelo habría sido distinto. El hecho de conocer aquel espantoso capricho del destino debía acrecentar el ímpetu de mi padre durante el combate y, sobre todo, restaría a su adversario gran parte de su solidez.
Alceo y Demeas me sacaron súbitamente de mi amarga reflexión. Levanté la cabeza y me di cuenta de que ambos llevaban un rato intentando llamar mi atención. Me cogieron de los hombros para tranquilizarme y me preguntaron qué me ocurría. Yo intenté serenarme y ordenar mis pensamientos. Volví a mirar a mi alrededor y exclamé precipitadamente que era preciso encontrar a mi padre de inmediato. Alceo me contestó que eso no podía ser, pues la batalla estaba a punto de comenzar. Ellos dos debían permanecer concentrados en la lucha y yo tenía que resguardarme en la posada de Demeas cuanto antes. Reaccioné entonces con una furia desconocida en mí y les repliqué airadamente que me escucharan con atención para conocer el porqué de mi desesperación. Los tres nos apartamos hasta la fachada del edificio más próximo para alejarnos de las miradas curiosas de algunos de los hombres que nos rodeaban y les narré con todo detalle la cuestión tan trascendente que mi padre debía conocer antes de que matara a su enemigo o de que muriera a sus manos. Cuando hube terminado, Demeas y Alceo reflexionaron unos instantes y concluyeron que, ciertamente, aquella aberración se había producido tal como yo pensaba y que, al parecer, la sentencia que afirmaba que el destino de Isómaco y de su adversario se iban a cruzar comenzaba a cobrar sentido. Por supuesto, ambos convinieron conmigo en que había que informar a mi padre antes de que comenzara la batalla, de manera que decidimos separarnos de inmediato para buscarle por todos los rincones de Platea. Alceo volvió a realizar un reparto entre los tres, esta vez por zonas de la ciudad. Concertamos que si uno de nosotros hallaba a Isómaco, debía dirigirse cuanto antes a la taberna de Demeas y, utilizando una piedra puntiaguda, trazar junto a la puerta de entrada una épsilon seguida del punto cardinal en que lo había encontrado.
Alceo me dio un cálido abrazo y me hizo prometer que me alejaría de la batalla todo lo posible cuando ésta comenzara. Sin más, los tres nos separamos y cada uno se marchó por su lado. Yo me dirigí hacia la zona que Alceo me había asignado, la más cercana a la puerta por donde habían entrado los tebanos. Para ello debía cruzar gran parte de la ciudad, así que comencé a correr con todas mis fuerzas. Recorrí calles abarrotadas de gente y otras completamente vacías en las que tuve que ir tanteando las paredes porque me envolvía una densa oscuridad. Algunas estaban tan embarradas que mis pies se hundían en el suelo, y en otras tuve que deshacer lo andado porque carecían de salida. Cuando por fin llegué a la puerta de la muralla por donde había irrumpido el ejército invasor me detuve, la miré y pude comprobar que alguien había insertado una punta de lanza en la tranca que la atravesaba, evitando así que el cerrojo se pudiera abrir desde dentro o desde fuera. Observé atónito los cadáveres de la guardia del ejército de Platea esparcidos por el suelo junto a la puerta que habían estado defendiendo. Entre ellos yacían también los cuerpos de tres hombres que no vestían uniforme: debían de ser los únicos caídos entre los traidores plateenses que habían atacado a la guardia.
Me dirigí entonces hacia una calle ancha que partía desde la puerta de la ciudad y que llegaba hasta el ágora. En la mitad de su recorrido me encontré con la gente que se agolpaba a la espera de instrucciones para atacar al ejército tebano, que seguía atrapado por las barricadas y por la presión que ejercía la desafiante multitud. A partir de ese punto me desplacé con mucha dificultad entre aquel enjambre de hombres fuertemente armados. Llegó un momento en que la gente estaba tan apretujada que parecía imposible avanzar un paso más. Di un salto y pude apreciar que no quedaba más de cincuenta pies para llegar a la barricada del final de la calle. Volví a pensar en la trascendencia de mi mensaje y en el hecho de que, quizá, si no conseguía encontrar a mi padre, nunca más volvería a verle, por lo que, aún más encorajinado, comencé a adentrarme en la muchedumbre a base de empujones y codazos. Tuve que guardar cuidado de no engancharme ni herirme con las armas y los utensilios domésticos que portaban los plateenses. Mi propia espada, por otra parte, me restaba bastante movilidad. Conforme me iba abriendo paso entre la multitud recibía toda clase de quejas e insultos, pero yo ni siquiera desvié la mirada. El último tramo fue extremadamente duro, y cuando al fin alcancé las defensas me encontraba exhausto por el esfuerzo y sofocado por la opresión de la gente. Gracias a la ayuda que me prestó un hombre que accedió a mis ruegos, trepé a un carro que formaba parte de la barrera y, desde arriba, me tomé un respiro y contemplé lo que estaba sucediendo en el ágora. El ejército de Tebas permanecía en perfecta formación escuchando en silencio los gritos amenazadores que provenían del otro lado de las barricadas. Una de las consignas que entonaban los plateenses era, precisamente, la que algunas madres espartanas dirigían a sus hijos: «regresa con tu escudo o sobre él». Pude apreciar que los soldados tebanos estaban visiblemente asustados. Lo que momentos antes era un ejército imponente daba la impresión de haberse convertido en un rebaño acorralado y amedrentado.
Cuando llevaba un rato encaramado sobre aquel carro, me pareció oír a lo lejos el nombre de Alcinoo. Me alarmé y miré en todas las direcciones para intentar descubrir de dónde provenía aquella voz. Entonces volví a oírla de forma más nítida. Me giré hacia las defensas que se levantaban a mi derecha, al final de la calle paralela a aquella en que yo me encontraba, y por fin localicé a mi padre. Estaba en el interior del ágora, de espaldas a la barrera, dando tumbos como un borracho o un loco, y de vez en cuando rodeaba su boca con las palmas de sus grandes manos y voceaba el nombre de su enemigo mientras giraba sobre sí mismo. Los soldados y los mandos tebanos que se encontraban enfrente de él observaban perplejos cada uno de sus movimientos. Debían de pensar que estaba completamente enajenado. Mi padre llamaba a Alcinoo con la cólera de un energúmeno, gritando desgarradamente que dejara de esconderse y se presentara ante él para matarle en ese mismo momento.
Di un salto desde el carro y caí en el interior del ágora. Algunos soldados me vigilaron desde la formación, pero no realizaron ningún movimiento. Me escurrí por detrás del pórtico de un edificio, llegué junto a la otra barricada y me abalancé sobre mi padre.
—¿Qué haces aquí, Iónides? —me gritó, muy furioso—. ¡Vete ahora mismo a la posada de Demeas!
—¡No, padre, no me iré sin ti! —repuse firmemente—. Debes salir del ágora. Los tebanos te van a matar de un momento a otro.
—¡Vete! Estoy buscando a Alcinoo y siento que estoy a punto de dar con él.
—¡No, Alcinoo no está aquí! —exclamé—. Si se encontrase cerca, le habrían avisado de tus amenazas y ya hubiera llegado hasta ti. Lo único que vas a conseguir es que unos cuantos de estos soldados te atrapen y te maten como a un perro. Aquí estás rodeado, no tienes escapatoria ni posibilidad de luchar limpiamente. ¿Es ésa la muerte que deseas, sin honor alguno y sin alcanzar tu venganza?
Mi padre pareció ofuscarse y se quedó callado, fijando su mirada en el suelo como si fuera un niño.
—Escúchame —le supliqué, cogiéndole por el antebrazo—. Tengo algo muy importante que contarte, precisamente sobre Alcinoo. Es preciso que lo sepas de inmediato, pero antes debemos marcharnos de aquí. Estamos demasiado cerca de los soldados tebanos y corremos un riesgo inútil.
—¡Suelta eso que me tienes que decir, vamos! —replicó él con acritud: había adivinado por mi expresión que lo que le iba a contar podía ser realmente trascendental, y al oír que se trataba de Alcinoo se interesó por ello.
—No, padre —le contesté con firmeza—. Tenemos que movernos de aquí cuanto antes. Salgamos del ágora y te lo contaré.
Me encaramé de un salto a uno de los toneles que formaban la barricada que se levantaba junto a nosotros y escalé hasta arriba. Me giré hacia mi padre y le miré, y él me imitó sin necesidad de insistir. Con mucha dificultad, logramos descolgarnos por la otra parte, pidiendo a gritos que nos permitieran bajar hasta conquistar un pequeño espacio entre la exasperada multitud. Mi padre se situó delante de mí y comenzó a avanzar entre la gente a empujones. Yo le seguí de cerca aprovechando el hueco que iba dejando a su paso, y mientras tanto pude examinar los recios rostros de algunos de aquellos hombres iluminados por las antorchas, rostros que reflejaban una impresionante mezcla de inquietud y de odio. La tensión colectiva había ido aumentando al ritmo de las proclamas y de las consignas, preparando así sus músculos y sus mentes mientras esperaban la orden de atacar al enemigo.
Por fin, conseguimos dejar atrás aquel tumulto y alcanzamos un tramo en que la calle se tornó silenciosa y oscura. No obstante, insté a mi padre a avanzar un poco más hasta llegar junto a la muralla, y él continuó andando sin rechistar. En ese justo instante, descubrí con estupor que el viento estaba desplazando las nubes y que la luna llena iluminaba el firmamento. Recordé el oráculo y me conmoví intensamente, pero no permití que ello me impidiera cumplir con mi propósito. Y allí, cerca de la puerta de la muralla, a la luz de las antorchas que habían dejado los tebanos para iluminar la entrada de la ciudad, me coloqué frente a mi padre con la firme decisión de hacer lo posible por evitar lo que ya parecía inevitable.
—Padre, esta noche he descubierto que Neleo era hijo de Alcinoo —le dije con determinación.
—¿Qué estás diciendo, majadero? —me recriminó él de un modo iracundo y muy violento—. ¡Maldita sea! ¿Para qué he depositado tanta confianza en ti? ¿Por qué tratas ahora de confundirme?
—¡Escúchame con atención! —le repliqué, levantando la voz y sin dejarme amedrentar por su reacción—. No te habría traído hasta aquí si no estuviera totalmente seguro de lo que digo. Lo que más deseo en el mundo es ayudarte, padre, no vuelvas a dudar de ello.
Cuando comprobé que controlaba su excitación y accedía a seguir atendiéndome, continué:
—Recuerda la historia que nos contó el tebano que has matado esta noche, aquélla en que relató que Alcinoo dejó embarazada a una esclava mesenia y cómo ésta salvó posteriormente su vida y la del bebé refugiándose en un lugar llamado Reitea. Pues bien, Reitea es la aldea de Mesenia donde Neleo creció.
Mi padre mostró un gesto de extrañeza e hizo ademán de interrumpirme, pero conseguí evitarlo adelantándome a él:
—Por otra parte, piensa que Alcinoo fue expulsado de Esparta hace veinte años, la misma edad que tenía nuestro esclavo. No hay margen para el error, padre. El mismo Neleo me contó que él era el único joven de su edad que vivía en Reitea, y, además, es fácil apreciar el parecido físico entre ambos: sin duda, Neleo heredó de Alcinoo su altura, su fortaleza y los rasgos de su rostro.
Mi padre se quedó mirándome fijamente. Su mente navegaba entre la confusión más absoluta y el atisbo de que no parecía tan descabellado pensar que yo pudiera estar en lo cierto.
—Ahora recuerda la segunda de las contestaciones del oráculo —continué, ansioso por transmitirle de una vez todo lo que guardaba en mi interior—, ésa que afirmaba que quien mató a tu esclavo fue su verdadero dueño. Lo que te acabo de contar aclara totalmente el sentido de la frase: Alcinoo era el verdadero dueño de Neleo, pues si hubiera sido consciente de ser su padre habría ejercido su derecho preferente como progenitor y se habría apropiado de él.
Mi padre se llevó las manos a la nuca, se giró y comenzó a caminar de un modo vacilante, trazando sobre el barro un círculo irregular. Después de unos instantes que me parecieron eternos, se volvió directamente hacia mí, me cogió de los hombros y me dedicó un fuerte abrazo y un beso, algo que no había hecho en mucho tiempo. Afirmó con orgullo que no le cabía ninguna duda de que yo llegaría a ser un hombre virtuoso y un gran soldado.
—Hay algo aún más importante que quiero decirte, padre —añadí entonces, aún con mayor arrojo—. Debemos huir de aquí cuanto antes. Hoy es el día menos apropiado para que intentes llevar a cabo tu venganza. Levanta la mirada hacia el cielo y comprueba que la luna se muestra ante nosotros en el momento preciso para advertirnos que nos hallamos bajo su influjo. Esta noche se están cumpliendo las predicciones del oráculo y, aunque ignoramos el alcance de los mensajes que transmitió la pitonisa, siento que poseen una fuerza descomunal que te está sujetando poco a poco y te conduce directamente hacia la muerte. Cuando el sacerdote de Delfos sentenció que tu destino se cruzaría con el de Alcinoo bajo el plenilunio, pienso que no se refería solamente a que te ibas a encontrar físicamente con él. Es terrible decirte esto, pero algo en mi interior me dice que esa frase significa que los dos vais a correr la misma suerte, que ambos estáis condenados a morir juntos…
Un imponente estruendo me interrumpió. Se trataba de un ruido infernal, un estallido de caos y muerte que se canalizó por todas las calles de Platea. Miramos en dirección al ágora, de donde provenían aquellas estremecedoras voces que se fundían con el sonido del metal. No alcanzamos a ver nada, pero comprendimos enseguida que los ciudadanos plateenses acababan de lanzar su ataque sobre el ejército tebano.
—Padre, ¡vayámonos de aquí! —exclamé, muy alarmado—. En esta ciudad no se respira más que muerte. Te aseguro que dispondrás de otras oportunidades mucho mejores que esta para luchar contra Alcinoo.
—No serviría de nada, Ión —contestó tajantemente mi padre—. El destino de cada hombre está escrito. Ya has podido comprobar que los oráculos se están cumpliendo fielmente. Los dioses escribieron hace miles de años que yo me enfrentaría a Alcinoo en el día de hoy.
—Pero ¡si tú nunca has creído en el destino! —le grité, totalmente desesperado.
—Iónides, un hombre sabio es también aquel que sabe rectificar a tiempo —alegó mi padre.
Al escuchar aquello tuve que realizar un enorme esfuerzo para no derrumbarme ante semejante demostración de rigidez y de falta de cordura.
—Aunque estemos comprobando que el destino existe, no puedes negar que los hombres tenemos capacidad para influir en él —le repliqué, luchando por controlar mi agitación—. De otro modo, ¿de qué sirven nuestra inteligencia y nuestras habilidades? ¿Dónde queda la razón, esa misma razón en la que tanto confiabas hasta hace poco? ¡Empléala de nuevo y marchémonos de aquí!
Mi padre se quedó pensativo mirándome con fijeza, atravesándome por momentos con esa extraña mirada que le caracterizaba últimamente. Extendió su mano, me acarició la mejilla y, cuando empecé a creer que mis palabras habían conseguido convencerle, me susurró amargamente al oído:
—Lo siento, Ión, pero no puedo dejarlo ahora.
Ante mi estupor, mi padre se dio la vuelta y se marchó hacia el ágora. Parecía como si la espiral de muerte y destrucción que se había desencadenado en el centro de la ciudad atrajera sus instintos de un modo irrefrenable. En ese momento las lágrimas me nublaron la vista, porque supe que nunca más le vería con vida. Pero cuando aún no había recorrido más de quince o veinte pasos, se topó con un hombre alto y corpulento que caminaba a grandes zancadas en dirección opuesta a la suya. Vestía el imponente uniforme de oficial del ejército tebano. Colgaba de sus hombros una pesada capa de un rojo intenso, sostenía en sus manos una espada y un enorme escudo octogonal, y su cabeza estaba protegida por un vistoso yelmo que ocultaba su nariz y sus pómulos. El impecable penacho que coronaba el casco completaba aquella figura siniestra y amenazante.
—¡Vaya, vaya! ¡Isómaco de Atenas! —exclamó aquel hombre, con voz sonora y grave—. ¡Qué inmenso honor, encontrarse con el gran Isómaco en un momento tan especial como éste!… Me han comentado que me llamabas con insistencia en el ágora y que luego, sorprendentemente, saltaste la barricada y te marchaste. Ahora que estamos frente a frente, dime, ¿qué haces en este lugar y qué es lo que quieres de mí?
No pude ver la expresión de mi padre, pues estaba de espaldas a mí, pero noté que mostró una gran entereza.
—Para mí no representa ningún honor verte, Alcinoo, pero sí una satisfacción enorme —repuso firmemente—. Llevo mucho tiempo deseando acabar contigo.
—Veo que coincidimos en algo, a pesar de lo distintos que somos —contestó el espartano con un tono sarcástico—. Los dos hemos estado buscándonos con la intención de matar al otro y por fin nos hemos encontrado. De todas formas, aunque ambos nos odiemos tan intensamente, debes admitir que yo tengo más razones para desear tu muerte.
—Deja de lado tu cinismo —replicó mi padre con desprecio—. Estás destrozando mi vida y la de mi familia, sin que exista nada que pueda justificar lo más mínimo tu actitud.
—¿Acaso has olvidado que tú provocaste mi ruina y mi ostracismo?
—¡Mereces la cicuta, no el ostracismo! —gritó Isómaco—. Llevas muchos años actuando subrepticiamente para llevar a cabo en Atenas el mismo plan que hoy estáis intentando ejecutar en Platea: derrocar la democracia y entregar la ciudad a Esparta. Y todo eso, ¿por qué? Porque tú y tus secuaces deseáis alcanzar el poder para enriqueceros a costa de los demás y cometer vuestras fechorías de una forma segura e impune. Ésa es vuestra única ideología. ¡Hace ya mucho tiempo que mereces la muerte, Alcinoo! ¡Es la pena que corresponde a los traidores a Atenas y a los asesinos!
—¿Osas llamarme traidor y asesino? —bramó Alcinoo, volcando sobre mi padre toda la potencia y la bronquedad de su voz—. Deberías saber que no he hecho otra cosa en mi vida que ser fiel a mis ideas y a las de mucha gente que piensa igual que yo, y eso no es propio de un traidor. Mi actitud es la de un hombre firme y coherente que detesta la política pusilánime y errática de Atenas. Por otra parte, yo no he asesinado a nadie, mi buen Isómaco: sólo maté a un esclavo y un caballo, y me parece que ni uno ni otro son ciudadanos. Yo no tengo la culpa de que tus patéticas ideas te lleven a pensar que un esclavo es un hombre y que matar a uno de ellos constituye un acto inmoral. Ninguna persona que esté en su sano juicio podría acusarme de ser un asesino.
—No sólo asesinaste vilmente a un hombre desvalido —exclamó Isómaco, marcando sus palabras—. ¡El muchacho que mataste, ese muchacho cuyo cadáver escondiste para evitar que fuera enterrado, era tu propio hijo! Tú, Alcinoo, infligiste el peor de los males imaginables a una persona que compartía tu misma sangre. Tienes razón al afirmar que ese acto no es inmoral, ya que hay que ir mucho más lejos para poder calificarlo. ¡Es un crimen aberrante e inhumano que te condena a la perdición eterna! Tu alma permanecerá corrompida para siempre por la atrocidad que cometiste, y tus sucesivos descendientes lamentarán profundamente proceder de un ser abominable y vilipendiado por los dioses.
Alcinoo se quedó estupefacto al oír aquella maldición. Conocía a mi padre y sabía que no era propio de él acusar sin sentido ni imprecar de aquella manera. El espartano, sin embargo, continuó tratándole con sorna.
—¿Qué es lo que te ocurre, Isómaco? Me habían comentado que te estabas volviendo loco, pero no podía imaginar que hubieras llegado a una situación tan desesperada como para inventar semejantes argumentos.
—No, Alcinoo, eres tú quien enloquecerá cuando seas consciente de la verdad —contestó mi padre, atravesando con la mirada a su enemigo y transmitiéndole íntegramente el odio que sentía hacia él—. El muchacho que mataste era Neleo, un hijo tuyo fruto de la relación que mantuviste en tu época de juventud con una esclava mesenia.
Alcinoo permaneció unos instantes aturdido, intentando digerir la ingente cantidad de imágenes y sentimientos que afloraron en su interior al escuchar aquellas crudas y sorprendentes palabras. Mi padre había escarbado en la vieja y profunda herida que su enemigo nunca consiguió curar y, por tanto, vulneró su punto más débil. Sin embargo, el gesto confuso del espartano desapareció súbitamente y se tornó iracundo. Después de unos instantes de duda, Alcinoo dio un paso hacia atrás y alzó desafiante su espada.
—¡Embustero! —gritó a Isómaco, blandiendo el arma—. No sé cómo has logrado hacerlo, pero te has inmiscuido en lo más profundo de mi intimidad. Morirás por tu atrevimiento.
—¡Eres tú quien debe morir! —exclamó Isómaco, empuñando también su espada—. Eres un ser maldito. ¡No mereces más que el desprecio de los dioses!
Para mi desolación, el combate que tanto había deseado mi padre dio comienzo. En aquel momento comprendí que la suerte estaba echada, apagándose el último rescoldo de esperanza que quedaba en mí. Los acontecimientos se habían desencadenado con tanta furia que adquirí la certeza de que aquella misma noche se iba a cumplir todo aquello que estaba escrito que debía suceder.
Los dos enemigos se tantearon mutuamente, analizando la destreza con que se desenvolvía el adversario. Alcinoo seguía siendo un maestro en el manejo de la espada. Era evidente que el espartano no había dejado de lado el entrenamiento pese a su constante peregrinar durante los últimos meses: su enorme cuerpo permanecía duro y flexible, y sus vigorosos movimientos eran ágiles como los de un lince. Mi padre prefirió comenzar la lucha de un modo prudente, limitándose a interceptar los golpes de espada de su enemigo y a estudiar su técnica y sus movimientos de pies y brazos.
Ambos combatientes se fueron desplazando inconscientemente hacia el lugar donde yo me encontraba. Mientras luchaban, sus miradas se cruzaban de forma amenazante intentando escrutar el interior del otro. Alcinoo parecía buscar una señal o un gesto que le indicara que la acusación que le estaba consumiendo por dentro no era más que una mera calumnia sin fundamento. Mi padre, por su parte, mostraba su satisfacción por haber causado una honda herida en su enemigo y su ansia por acabar con él de una vez por todas.
Cuando ambos llegaron junto a mí, me giré hacia la muralla y, sin perder de vista el combate, ascendí por unos peldaños que conducían hasta su parte superior. Una vez arriba continué observando el tanteo de mi padre con la muerte. Mi corazón palpitaba tan intensamente que me oprimía el pecho. Miré fugazmente por encima de las almenas y pude apreciar, junto a la turbadora presencia de la luna llena, el resplandor del sol emergiendo por detrás de las montañas. Desde la batalla que se libraba en el centro de Platea llegaban continuos gritos encolerizados, entrechocar de espadas y espeluznantes aullidos de dolor. La muralla que yo había convertido en mi atalaya impedía que aquellos sonidos escaparan de la ciudad, tornándose aún más siniestros después de rebotar contra los muros.
Alcinoo gozaba de cierta ventaja en el combate, pues iba perfectamente equipado para la guerra. Mi padre no portaba yelmo, escudo, ni peto y, sin embargo, no se amilanó en absoluto. Debió pensar que lo que perdía en protección lo ganaría en ligereza y en libertad de movimientos. Es más, desde hacía un rato era él quien llevaba la iniciativa en el ataque, lanzando su espada una y otra vez contra su adversario. El espartano empleaba todos sus esfuerzos en interceptar los envites y, lo que resultaba esperanzador, comenzaba a mostrarse cauto y temeroso, como si su fortaleza estuviera flaqueando. Durante unos instantes Alcinoo se situó frente a mí, y entonces pude apreciar que su mirada estaba totalmente perdida. Me asombré al descubrir que no se hallaba en absoluto concentrado en la lucha: parecía desconcertado, incluso aturdido, hasta el punto que algunos de sus movimientos comenzaron a ser visiblemente erráticos. Sin duda alguna, las palabras de mi padre habían conseguido embriagar su mente y le estaban ahogando en un mar de confusión y de horror. En aquel momento me felicité por haber logrado encontrarle a tiempo.
El choque continuó en la misma línea. Mi padre asía su espada con ambas manos e imprimía toda su energía en cada uno de los repetidos envites que lanzaba contra su rival. Sin embargo, el espartano poseía tanta fuerza que su brazo derecho le bastaba para anular estos ataques, y aquéllos que recibía por su costado izquierdo los repelía fácilmente con su enorme escudo.
Al llevar mi padre la iniciativa del combate, Alcinoo se veía obligado a dar pequeños pasos hacia atrás, de manera que ambos se fueron desplazando hacia la muralla como si se alejaran instintivamente del fragor de la terrible batalla que se libraba en la ciudad y quisieran concentrarse exclusivamente en derribar a un adversario por el que sentían un odio inhumano. Mientras tanto, yo me dedicaba a recorrer de un lado a otro la parte superior de la muralla, persiguiendo en todo momento la vertical sobre los combatientes, y observaba aquel duelo a muerte en completo silencio. El dominio de mi padre sobre su rival no atenuó lo más mínimo mi abatimiento, pues seguía imperando en mí el infausto presagio que me había asaltado unas horas antes.
Mi padre realizó entonces un movimiento ágil y rápido que resultaría clave en el transcurso del combate: adelantó su pie derecho de un modo temerario, extendió su brazo al máximo y consiguió insertar la punta de su espada dentro del yelmo de Alcinoo. El hierro desgarró la mejilla del espartano desde el labio superior hasta la oreja. El envite fue tan enérgico que el arma hizo saltar el casco por los aires, dejando al descubierto el rostro desolado de Alcinoo. Una imponente raja atravesaba su tostado izquierdo, y de ella manaba un reguero de sangre que empapó su poblada barba hasta gotear sobre su cuello y su hombro.
El impacto dejó totalmente alelado a Alcinoo. En aquel momento, mi padre habría podido realizar un ataque definitivo y acabar con él, pero prefirió esperar a que se recuperara. Había estado imaginando aquel combate durante mucho tiempo, y en sus sueños derrotaba a su enemigo luchando con valentía y limpieza. No quería cumplir su misión de cualquier forma, sino tal como le dictaban sus anhelos. Ambos rivales, por tanto, apoyaron las puntas de sus espadas en el suelo y se tomaron un tiempo para recuperar la respiración. El cielo iba iluminándose en esos momentos, alumbrando tenuemente el escenario del duelo. Mi padre y su enemigo repararon entonces en los cadáveres de los guardianes plateenses que yacían desperdigados en torno a la puerta de la ciudad que habían estado defendiendo.
Aunque el rostro de Alcinoo estaba totalmente descompuesto por la herida, su mirada continuaba perdida. Parecía ofuscado, bloqueado por el dolor que sentía y por la duda que corroía su interior. Mi padre le había acusado de ser el autor del crimen más espantoso y reprobable que un hombre puede cometer. El espartano era consciente de que su rival solía utilizar la verdad; mentir no iba con su forma de ser, ni siquiera en un momento tan crítico como aquel, y eso le desconcertaba todavía más. Alcinoo combinó esta reflexión con la lejana imagen de la esclava mesenia arrullando al hijo de ambos. Le resultaba espantoso pensar que su propia espada hubiera reventado el corazón de aquella criatura dulce y delicada de la que le obligaron a desprenderse entre gritos de desesperación.
La herida que surcaba el semblante de Alcinoo continuaba sangrando, pero él ni siquiera se la tocó. Se mantuvo pensativo y cabizbajo durante unos instantes más, como si estuviera planteándose abandonar el combate. Por un momento llegué a alimentar la esperanza de que fuera a rendirse y a suplicar la clemencia de mi padre, pero pronto comprendí que aquello no era más que un espejismo. Alcinoo desató lentamente el escudo de su antebrazo y lo dejó caer en el suelo con estrépito. Cogió entonces su espada con ambas manos, alzó la cabeza y lanzó a su rival una mirada repleta de aversión y de desafío. Emitió un grito aterrador y, como si le hubiera identificado como el responsable de su desgracia, se abalanzó con una ira desmedida sobre él. Comenzó a dirigir la espada una y otra vez hacia su cuello con una fuerza y una destreza portentosas, sin que mi padre tuviera apenas tiempo de repeler aquellos endiablados envites. En ese momento comprendí que todo estaba perdido. La energía que desplegó el espartano parecía sobrenatural, imposible de ser contenida por ningún ser humano. Al principio pensé que la ferocidad de aquel ataque sería fugaz, pero Alcinoo continuó incrementando paulatinamente su violencia. Las espadas emitían chasquidos cada vez más potentes al estrellarse delante de la cabeza de mi padre, quien se veía obligado a retroceder para mantener el equilibrio. En un par de ocasiones dio la impresión de que podía reaccionar, pero sus tímidos intentos fueron abortados de inmediato por el espartano y respondidos con una furia aún más exaltada. Llegó un momento en que mi padre no pudo soportar semejante presión y fue incapaz de rechazar uno de los envites de su enemigo. El arma de Alcinoo le alcanzó de frente con tanta destreza que el metal atravesó por completo su garganta, reventándole la nuez y las vértebras de la nuca. El espartano dejó su espada atravesada durante unos instantes y la retiró de un tirón seco, terminando de desgarrar todos los tejidos y las venas del cuello. La cabeza de mi padre perdió su apoyo, cayó pesadamente hacia delante y quedó colgando a la altura del pecho. Su cuerpo se mantuvo rígido y permaneció durante unos instantes en pie, hasta que finalmente se desplomó contra el suelo.
Desde arriba, encajonado entre dos almenas de la muralla, presencié la escena hasta su último detalle. El dolor me estaba partiendo el corazón, pero en ese momento no lloré. Por el contrario, actué con una frialdad que aún hoy me impresiona. Bajé a toda prisa la escalera, corrí hacia el cadáver de mi padre y me abalancé sobre él. Lo giré con mucho esfuerzo y precaución hasta ponerlo tendido sobre sus espaldas. Me senté de rodillas, coloqué recta su cabeza y examiné la terrible brecha que había acabado con su vida. Observé su rostro inerte, que, a pesar de todo, seguía reflejando fielmente la nobleza que mi padre atesoraba. Sostuve su cráneo con la palma de mi mano, lo levanté y besé sus mejillas. Le apreté contra mi cara y, mirando desoladamente sus ojos cerrados, le dije que le quería y le admiraba. Su sudor impregnó mi rostro mientras mi túnica absorbía su cálida sangre, sangre que poco antes fluía por sus venas y que ahora se derramaba mezclándose con el barro.
Alcinoo permaneció en pie junto a mí mirándome con curiosidad, pues desconocía que alguien hubiera presenciado el combate. Yo no reparé en sus movimientos, ya que en aquel momento nada me importaba en el mundo excepto adorar el cuerpo de mi padre y sufrir en silencio junto a él. Al cabo de un rato el cadáver se tornó tan frío como el ambiente, y al tomar conciencia de que el alma que habitaba su interior se había marchado para siempre comencé a llorar con rabia y desesperación. Alcé entonces la vista hacia Alcinoo. Él seguía allí mismo, completamente rígido, con los brazos en jarras y la respiración aún forzada por el descomunal esfuerzo realizado. Había dejado crecer su cabello al estilo espartano hasta formar una imponente melena, aunque entonces no parecía sino un amasijo de pelos solidificado por el barro y el sudor. Su costado izquierdo estaba manchado de sangre desde la brecha de la cara hasta la cintura. Me miraba fijamente con gesto muy extraño, con un semblante que me produjo repulsión y compasión a la vez. Recordé fugazmente la severa expresión de mi padre cuando en Delfos me dijo que yo sería el encargado de buscar la justicia si él era derrotado por su enemigo y me atreví a mirar a Alcinoo directamente a los ojos. Su envergadura y su aspecto eran imponentes, pero no sentí ningún miedo. Probablemente, porque todos mis sentimientos los acaparaba la muerte de mi padre. O, quizá, porque pude apreciar que aquel hombre estaba tan derrotado como su contrincante y aún más desesperado que yo.
—Tú eres su hijo, ¿verdad? —me preguntó con voz muy abatida.
—Sí —le contesté desde el suelo con desdén, sin dejar de abrazar el cadáver de mi padre.
—No debes odiarme, muchacho —me dijo Alcinoo—. Tu padre ha muerto con dignidad tras un combate noble. Como debe morir un heleno.
—Te odio y te desprecio con toda mi alma —le repliqué serenamente.
—No tienes ninguna razón para ello —contestó, sorprendido por mi valentía—. Si has presenciado el combate habrás apreciado que ambos hemos luchado limpiamente.
—En absoluto —exclamé—. Conozco tu trayectoria, Alcinoo, y tus actos no han podido ser más sucios. Has estado persiguiendo la destrucción de mi padre por el más injusto de los motivos: sencillamente, porque él quiso defender a su ciudad de un traidor como tú. Estuviste acechándonos durante meses hasta crear en nuestra hacienda una tensión insufrible. Y, sobre todo, mataste a Neleo, que, además de una magnífica persona, era mi ayo. Le asesinaste valiéndote de su indefensión y de la oscuridad, y posteriormente ocultaste su cadáver para provocar la perdición de su alma. Tu perversidad es tan inmensa que los dioses han provocado que tu propio hijo fuera la víctima de una de tus fechorías. Sin duda, han decidido darte el castigo que mereces.
Alcinoo se agachó súbitamente hacia mí, me cogió de una axila y me alzó sin ningún esfuerzo.
—Dime, ¿cómo puedes estar tan seguro de que ese esclavo era mi hijo? —me preguntó fuera de sí, mientras agarraba mi brazo y me zarandeaba vigorosamente.
Yo no me resistí ni me asusté lo más mínimo. Cada vez veía más claro que Alcinoo era incapaz de hacerme daño.
—Estoy completamente seguro de ello porque Neleo me habló muchas veces de su infancia —le contesté, mirándole de frente—. Él me contó que había nacido en Esparta y que creció en una aldea de las montañas de Mesenia llamada Reitea. Me dijo también que su padre era un rico espartano al que nunca llegó a conocer, y que su madre, de nombre Ismene, era una esclava mesenia morena, hermosa y de ojos verdes. ¡No creo que ahora te quede ninguna duda de que asesinaste a tu propio hijo!
El antagonista de mi padre me soltó el brazo y se derrumbó delante de mí, cayendo al suelo de rodillas. Dejó su espada sobre el barro y comenzó a emitir desgarradas maldiciones que se diluyeron en un afligido y prolongado gemido. Alzó entonces la vista y me miró de nuevo.
—Sí, era mi hijo… —balbuceó entre sollozos—. Sus ojos eran exactamente iguales… Ahora lo recuerdo con toda nitidez… Por todos los dioses, es imposible dudar de ello… ¡Los ojos con los que me miró aquel esclavo antes de morir eran los mismos que los de mi hijo recién nacido!
Alcinoo agachó de nuevo su cabeza y aporreó el suelo con rabia. A continuación se levantó lentamente, miró hacia arriba e imprecó al anaranjado cielo. Lanzó un grito descorazonador para reclamar la atención de los dioses, les preguntó por qué decidieron escribir su destino con letras tan funestas y maldijo a todos ellos por haberle convertido en un ser execrable e infame.
Entonces, el enemigo implacable de mi padre, aquél que era uno de los hombres más temidos de la Hélade, se encorvó humildemente hacia mí y me imploró que le ayudara a terminar de conocer la verdad.
—Yo sólo quería… yo sólo quería matar a un esclavo. Sin embargo, la mirada que me dirigió antes de morir… Sí, por eso escondí su cuerpo. Perdí la cabeza y cometí una atrocidad imperdonable…
Dos lágrimas brotaron de sus pupilas y recorrieron su rostro cubierto de sudor y de sangre.
—Muchacho, dime una cosa más —añadió—. ¿Encontrasteis el cadáver de Neleo? ¿Pudisteis enterrar a mi hijo?
Observé despectivamente su expresión desencajada y sus ojos desorbitados, sin permitir que el odio dejara de imperar sobre el resto de mis sentimientos.
—¡Si de verdad lo quieres saber, ve tú mismo al Hades y descúbrelo! —exclamé.
Al oír esto, Alcinoo comenzó a temblar con mayor intensidad y perdió definitivamente el control sobre sí mismo. Recogió su espada del suelo, manchada por la sangre de mi padre y el barro de Platea. Por unos instantes se quedó observándome con una expresión incierta, momento en que me pareció adivinar que acariciaba la idea de deshacerse de mí de un golpe de espada. Sin embargo, debió de considerar que ello le convertiría en un ser aún más miserable, así que miró despectivamente el arma con la que había dado muerte a mi padre y a su propio hijo y la lanzó con todas sus fuerzas, estrellándola contra la muralla. Entonces giró sobre sí mismo con los brazos extendidos, como si fuera a perder el equilibrio de un momento a otro. Vio la espada de mi padre tendida junto a su cadáver y se abalanzó sobre ella. La cogió por la empuñadura y observó con detenimiento su filo. Aún estaba teñida por su propia sangre, la que surgió en la herida en el rostro que mi padre le había causado durante el combate. Alcinoo alzó la vista y comenzó a andar con parsimonia hacia mí. Pasó de largo sin mirarme, cruzó al otro lado de la calle y se dejó caer sobre el suelo, clavando sus rodillas en una zona embarrada. Ante mi estupor, dejó el arma cuidadosamente en el suelo y comenzó a escarbar la tierra con ambas manos. Cuando hubo cavado un agujero lo suficientemente profundo, insertó en él la espada de su enemigo por el lado de la empuñadura y compactó el suelo. Realizó cada uno de sus movimientos de forma pausada, pero su respiración era tan pesada y agitada que se oía por encima del fragor de la batalla que seguía librándose en el centro de la ciudad. Alcinoo se levantó y examinó atentamente la disposición del arma. El metal apuntaba con firmeza hacia el cielo, y la superficie que se mantenía limpia de sangre resplandecía con los primeros rayos de sol. La luna permanecía aún sobre nuestras cabezas, como un juez implacable que quiere cerciorarse de que su sentencia se cumple de una forma íntegra. El espartano se desató su coraza de bronce forjado y la dejó caer sobre el fango. Entonces se giró y me miró por última vez. Yo le observé impertérrito, fuertemente abrazado al gélido cadáver de mi padre. Sin más, Alcinoo respiró profundamente, extendió sus brazos y dejó caer su enorme cuerpo sobre la punta de la espada. El afilado hierro atravesó su pecho de parte a parte, emergiendo bruscamente por la espalda después de destrozar sus pulmones. Después de un breve silencio, emitió un alarido desgarrado y conmovedor que se fue ahogando poco a poco hasta transformarse en un vacuo estertor.
La luna se desvaneció en cuanto se cumplió la voluntad de los dioses. El sol alumbró entonces los cadáveres de los dos enemigos, que quedaron tendidos, a pocos pies de distancia, sobre el suelo de la ciudad en la que se desarrolló el trágico desenlace que ambos debían compartir y el preludio de una barbarie mucho mayor: la guerra entre Esparta y Atenas.