Capítulo VIII

El oráculo

Al amanecer del día siguiente, mi padre, Alceo y yo estábamos a punto para partir hacia Delfos. Los esclavos habían preparado nuestros caballos y dispuesto en las alforjas algo de ropa, comida y agua. En principio, el viaje no debía durar más de ocho días, por lo que nuestra carga no era abundante.

Antes de marchar, mi padre disimuló un saco de monedas entre las ropas guardadas en cada una de las alforjas. Debíamos disponer de bastante dinero para pagar en las posadas y tabernas y, sobre todo, para abonar a los sacerdotes del santuario de Delfos sus honorarios. Posteriormente, Alceo y él envainaron sus espadas y las ataron con cuidado en el costado izquierdo de sus caballos, de manera que quedaron disimuladas debajo de las alforjas. Además, cada uno de nosotros llevaba un zurrón en el que escondía una daga.

Mi padre repasó sobre su tabla de bronce el itinerario que íbamos a seguir. La noche anterior, había acordado con Alceo que realizaríamos el viaje en tres jornadas. Era posible llegar a Delfos en dos días, pero no teníamos prisa y resultaba preferible actuar con prudencia e ir con los ojos bien abiertos. Así, pasaríamos la primera noche en Eleusis y la segunda en Platea, para arribar al día siguiente por la tarde a Delfos. Ése parecía el trayecto más seguro, pues Eleusis se encuentra dentro de las fronteras del Ática, y Platea, aunque pertenezca a Beocia, era una ciudad aliada de Atenas.

Mi padre y yo nos despedimos muy cariñosamente de Leucipe y de la pequeña Frime. En el momento de abrazarla noté algo extraño en mi madre: estaba extremadamente tensa, como invadida por el temor. Nunca en mi vida la había visto así. Parecía como si algo en su interior le estuviera indicando que ese viaje no iba a tener un buen final. Los demás atribuyeron esa tensión al peligro en que nos encontrábamos y al hecho de que se tratara de mi primer viaje. Pero yo aprecié en su expresión algo más. Mi madre nos despidió con la mirada perdida y nos abrazó a mi padre y a mí con fuerza. Luego alzó a Frime por las axilas, nos la acercó para que la besáramos y se retiró unos pasos. Los tres montamos en nuestros caballos, nos pusimos en marcha y, antes de enfilar el camino, lanzamos un último adiós a mi madre, a mi hermana y a los esclavos congregados junto a la puerta de casa.

Era una mañana nublada y triste. Cabalgamos en silencio, sujetando con una mano las riendas y con la otra nuestros mantos de lana para protegernos del Bóreas, el viento del norte que se escurría a través de los valles del Pentélico. Pasamos por Kefisia, cruzamos el estrecho puente sobre el río Cefiso y poco después atravesamos el demo de Acarnai, uno de los más populosos del Ática. Continuamos por el camino que conducía a Eleusis, cruzándonos de vez en cuando con carros conducidos por esclavos que trasladaban montones de estiércol desde las cuadras a los campos.

Cabalgamos de un tirón hasta el mediodía. Por entonces el frío ya se había disipado, aunque el cielo continuaba encapotado. Hicimos un alto en el interior de una fresneda y desmontamos. Los caballos abrevaron en un arroyo y pacieron entre las hierbas de su ribera. Nosotros tres nos sentamos sobre el tronco de un sauce caído y comimos salchichas con pan y requesón con miel. Aquella miel tan exquisita que Neleo había elaborado el verano anterior.

Terminada la comida, recogimos nuestras cosas y continuamos cabalgando. Bordeamos la sierra de Parnes, donde dicen que vive la última manada de leones del Ática, y contemplé con asombro sus laderas, que se elevaban imponentes a nuestra derecha. Marchábamos tranquilamente, sin prisas. Alceo y yo charlábamos de todo tipo de cosas para matar el tiempo, pero mi padre, sin embargo, intervenía muy poco en la conversación y se limitaba a meditar y a mirar con fijeza el camino. Se amargaba recordando los últimos acontecimientos, constatando cómo el desasosiego causado por el peligro al que estaba exponiendo a su mujer y a sus hijos había alterado nuestras vidas en muy poco tiempo.

Me resultaba muy extraño ver a mi padre así; él, que siempre había destacado por ser tan hablador y bromista. Pero desde hacía un tiempo, lo que en él solía ser habitual constituía una excepción. Y es que la corriente de pensamientos negativos que fluía en su interior le impedía conservar aquel magnífico carácter que tanto me atraía. El mero hecho de pensar que el caballo que montaba no era Doro porque había sido cruelmente degollado le irritaba sobremanera. Hubo un momento en que descubrí que estaba hablando solo. Pude escuchar cómo maldecía el día en que compró a Neleo, alegando que fue entonces cuando su vida comenzó a experimentar aquel giro tan brusco. Constaté que mi padre comenzaba a considerar que Neleo era portador de un maleficio que había sido transmitido a nuestra familia. Poco después, le oí lamentarse ante Alceo porque, según afirmó, cometió un grave error cuando se trasladó a la Acrópolis con su nuevo esclavo y conmigo para brindar un sacrificio a Atenea. Confesó haber realizado aquel acto de forma casi despectiva por considerar que carecía de sentido alguno, lo que le hacía sospechar que la diosa había reaccionado ante su manifiesta falta de devoción retirando la protección que hasta entonces había ejercido sobre nuestra familia.

A media tarde, divisamos desde lo alto de una colina la elegante Eleusis. Nos detuvimos un momento para disfrutar de la visión de la ciudad y de su Acrópolis, ambas abrazadas por sendas murallas. En el espacio que separaba los dos muros concéntricos, la magnificencia del templo de Deméter destacaba sobre los demás edificios sagrados y los tejados de las casas. Detrás de Eleusis se erguían las montañas que coronaban la isla de Salamina, desgajada caprichosamente del continente y separada de la ciudad por un estrecho brazo de mar. Continuamos avanzando hasta atravesar una de las puertas de la muralla exterior. Antes de dejar los caballos en las cuadras públicas, Alceo y mi padre retiraron los sacos de monedas y sus espadas. Anduvimos por las calles de la ciudad y pronto encontramos una posada que ofrecía un buen aspecto. Al entrar en ella, el posadero nos dijo que el establecimiento estaba casi completo, pero dio instrucciones a uno de sus esclavos y se las arregló para conseguirnos una buena habitación.

Aquella noche cenamos en una taberna situada cerca de la posada. Siguiendo la recomendación del cocinero, los tres tomamos unos excelentes pargos asados que él mismo había pescado por la mañana. Durante la cena, la tónica continuó siendo la misma que la del resto del día. Alceo y yo, sentados uno frente al otro, mantuvimos una conversación lo más agradable posible. Hablamos de sus hijos, de la escuela, de la lucha y las carreras, de la ciudad de Eleusis y de algún que otro tema que fue surgiendo. Mi padre, que ocupaba el extremo de la mesa, continuó anclado en sus pensamientos, exhibiendo una insulsa y lánguida mirada, y las pocas ocasiones en que intervino fue para comentar algún aspecto sobre el oráculo o sobre la guerra, palabras que no guardaban ninguna coherencia con nuestra conversación.

Esa noche pude constatar lo que llevaba un tiempo sospechando: el problema se estaba apoderando de mi padre hasta el punto de transformar por completo su personalidad. Parecía como si sus metas y su escala de valores se hubieran disipado y que su lugar hubiera sido ocupado por un ansia desbocada por encontrar a Alcinoo y luchar contra él. Daba la impresión de que su cerebro estuviera repitiendo continuamente las palabras escritas en la tierra la noche de la muerte de Doro: «o tú o yo». Parecía, en definitiva, buscar la venganza con verdadera obsesión. Y, lo que era peor, creí adivinar que esa venganza que tanto anhelaba no era entendida ya como un medio para intentar volver a vivir en paz, sino como el único objetivo que daba sentido a su vida.

El segundo día de viaje resultó parecido al primero. Salimos temprano de Eleusis y cabalgamos por el camino que conduce hacia Tebas. La mañana era más fría que la del día anterior, pues las nubes habían desaparecido casi por completo. Cuando apenas habíamos recorrido unos cinco estadios alcanzamos una encrucijada, un simple cruce de caminos que, sin embargo, llamó poderosamente mi atención: a mano izquierda nacía la vía que atravesaba el istmo y llegaba a la península del Peloponeso. Mi padre detuvo su caballo y comentó en voz baja a Alceo que aquel era el trayecto por donde iba a llegar la destrucción del Ática, observación que, lamentablemente, conseguí oír. Miré hacia el oeste, como buscando en el viento que azotaba nuestros rostros alguna señal relativa a esa difusa amenaza espartana, y entonces pude sentir con una aterradora intensidad un aliento, un extraño soplo revelador del peligro que se cernía sobre nuestra familia y sobre nuestra ciudad. Sin querer cerré los ojos e imaginé ese mismo camino desbordado por un ingente ejército compuesto por interminables filas de hoplitas que hacían temblar la tierra y dejaban a su paso un rastro de devastación. Mi padre me devolvió a la realidad con un chasquido de dedos, me miró con gesto grave y, sin más, reanudó la marcha.

Durante el resto de la mañana no surgió novedad alguna: Alceo y yo continuamos charlando con aparente normalidad, esforzándonos por aparcar nuestras preocupaciones y crear un clima respirable, mientras mi padre cabalgaba en un silencio absoluto, mostrándose aún más ensimismado que el día anterior.

Por la tarde abandonamos el Ática y nos adentramos en la región de Beocia. A partir de entonces nos vimos obligados a mantenernos más alerta. Al otro lado de la frontera, los viñedos y los olivares eran similares a los nuestros; tampoco las granjas y los campos de cereal se distinguían apenas de los atenienses. Sin embargo, por primera vez experimenté la desalentadora sensación de encontrarme en un medio hostil. Habíamos entrado en territorio dominado por Tebas, y allí se sentía odio por todo lo que procediera de Atenas.

Aunque atravesar Beocia nos creaba una considerable inquietud, no tuvimos que acercarnos a Tebas, donde seguramente nos hubiéramos encontrado con problemas. Al alcanzar un nuevo cruce, nos desviamos por el camino de la izquierda hacia Platea, ciudad donde los atenienses gozábamos de respeto y admiración. Desde hacía mucho tiempo los plateenses demostraban ser gente de ideas claras y valientes, por cuanto ser aliados de Atenas y vivir tan cerca de la poderosa Tebas constituía una apuesta muy arriesgada.

Pronto descubrimos el majestuoso monte Citerón, a cuyos pies descansaba la bella Platea. Continuamos cabalgando con cierta sensación de alivio y, al alcanzar las murallas de la ciudad, dos soldados que vigilaban la puerta principal cruzaron sus lanzas y nos preguntaron cuál era nuestra procedencia. En cuanto mi padre y Alceo contestaron que pertenecían al cuerpo de caballería ateniense, los guardias colocaron sus armas en posición vertical y nos cedieron el paso.

Dejamos los caballos en unas cuadras y cargamos con nuestras pertenencias. Anduvimos entonces hacia el centro de la ciudad en busca de una posada que mi padre y Alceo frecuentaban desde jóvenes. Cuando encontramos el establecimiento, estratégicamente situado en una calle concurrida que daba al ágora, entramos en un vestíbulo oscuro y descubrimos que no había nadie para recibir a los huéspedes. Nos asomamos hasta el patio interior y allí nos topamos con el dueño de la posada, quien se sorprendió visiblemente al vernos y exclamó con alegría el nombre de Isómaco y Alceo. Mostrando una amplia sonrisa, se levantó pesadamente de su asiento y nos saludó con efusividad. Comprobé que mi padre y Alceo también celebraron su encuentro con el posadero. Le conocían desde hacía muchos años, pues siempre que se desplazaban fuera del Ática se alojaban en su posada, pero como hacía ya varios años que no habían realizado ningún viaje no estaban seguros de que continuara allí. El personaje en cuestión se llamaba Demeas. Era un individuo muy agradable, gordo pero fuerte, con unos brazos que parecían de hierro y un fino sentido del humor del que hacía gala constantemente. A la vez, era un ciudadano muy comprometido con los asuntos de Platea, un hombre sensato con quien se podía contar en caso de necesidad.

Demeas regentaba también una taberna que estaba en la misma calle, muy cerca de la posada, así que, después de acomodarnos en una de sus habitaciones, nos invitó a cenar con él. Insistió en que, como distinguidos ciudadanos atenienses que éramos, debíamos disfrutar de una cena muy especial. Y así fue. Llegada la noche, Erina, la mujer de Demeas, ordenó a sus esclavos que cocinaran los más deliciosos manjares y se encargó personalmente de servirlos en nuestra mesa. Ella era tan gorda y simpática como su marido, y también mostraba abiertamente su satisfacción por haber recibido nuestra visita.

Demeas admiraba profundamente Atenas, a cuyos ciudadanos definía como miembros de la comunidad más sabia del mundo. Aunque su acento era beocio, sus padres habían nacido en el Ática y él estaba muy orgulloso de vivir en una ciudad amiga de Atenas. Cuando terminamos la copiosa cena, permanecimos junto a él sentados en la mesa bebiendo vino y comiendo exquisitos pastelitos de almendra y castaña. A lo largo de la conversación, Demeas contaba anécdotas y bromeaba continuamente. Sin embargo, cuando surgió el inevitable tema de la amenaza de la guerra, su rostro se ensombreció y nos mostró su preocupación por el ambiente tan enrarecido que se respiraba en Platea.

—Mi ciudad es aliada de Atenas —comentó, abandonando definitivamente el divertido tono que había empleado hasta entonces—, pero para nuestra desgracia está ubicada en pleno territorio de la liga espartana. Nos encontramos en un equilibrio que no tardará en romperse. Es como vivir flotando encima de una balsa en medio del mar, con la absoluta certeza de que en el momento en que se forme el primer temporal pereceremos ahogados sin remedio. Pues, decidme, cuando comience la guerra, ¿quiénes, sino nosotros, vamos a ser los primeros en morir?

Los tres nos quedamos mirándole fijamente, sin atrevernos a contradecir aquella afirmación.

—El conflicto está a punto de estallar —continuó Demeas—, y Platea constituye un elemento molesto y fácil de derribar. Es más, puede que ni siquiera haga falta que se declare la guerra para que nos hagan desaparecer. Tebas es demasiado poderosa y ambiciosa para renunciar a invadir una ciudad como la nuestra, tan cercana y desprotegida.

La mujer de Demeas nos sirvió otra jarra de vino, y en cuanto se dio cuenta del tema sobre el que estábamos hablando se marchó a atender a las otras mesas.

—Os quiero solicitar un favor —dijo el posadero mientras rellenaba nuestras copas—. Soy consciente de que no abuso de vuestra confianza, pues lo que os voy a pedir no redundaría en mi beneficio, sino en el de mi ciudad y, por ende, en el de la liga ateniense. Llevaba meses esperando que visitara Platea alguien capaz de ayudarnos, y sé que vosotros tenéis cierta ascendencia sobre el ejército de Atenas y sobre Pericles.

—Haremos cuanto esté en nuestra mano —le aseguró Isómaco con firmeza.

—Platea necesita urgentemente protección —prosiguió Demeas—, pues nos encontramos totalmente indefensos. Aunque las murallas protegen la ciudad, nuestro ejército es demasiado débil para rechazar un ataque procedente de Tebas o de Esparta. Somos conscientes de que caeríamos en sus manos al primer intento, y por ello vivimos totalmente amedrentados. Hace tiempo que nuestros dirigentes denuncian en Atenas esta situación, pero nadie toma medidas. Por lo que se ve, los atenienses estáis tan preocupados por el asedio a Potidea que descuidáis Platea, una aliada mucho más cercana que se encuentra en una situación de extrema necesidad. Vosotros habéis podido advertir el ambiente que flota en nuestra ciudad, y por ello os ruego que trasladéis al Consejo ateniense esta solicitud de ayuda urgente antes de que sea demasiado tarde. No soy más que un modesto posadero, pero también me precio de ser un buen ciudadano plateense que ama a su ciudad tanto como a Atenas y que desea lo mejor para las dos.

—Obras correctamente al formularnos esta solicitud, Demeas —contestó Isómaco—. Si bien las ciudades deben seguir los cauces diplomáticos, a veces una conversación con la persona adecuada constituye la vía más eficaz. Yo te aseguro que lo primero que haremos a la vuelta de nuestro viaje a Delfos será describir esta situación a un comandante del ejército ateniense que es buen amigo nuestro, y él nos ayudará a conseguir cuanto antes una audiencia con Pericles. No te preocupes de nada, estoy seguro de que en breve Atenas destinará una nutrida guarnición para proteger Platea.

Demeas asintió con la cabeza, mostrando su complacencia ante las palabras de mi padre. Rellenó de nuevo las copas y, al instante, retomó sus bromas como si nada y continuó divirtiéndonos con su larga colección de historias y de anécdotas.

* * *

Al día siguiente madrugamos y salimos de la posada al amanecer, pues teníamos por delante el tramo más largo del viaje. Demeas no nos quiso cobrar ni un solo óbolo por la cena, por la estancia ni por el desayuno, y nos despidió deseándonos suerte en nuestra consulta al oráculo. Mi padre, agradecido, le emplazó a verse de nuevo en su posada tres o cuatro días después.

El mozo que cuidaba de las cuadras equipó nuestros caballos nada más vernos llegar. Mi padre y Alceo le entregaron unas monedas, colocaron sus espadas debajo de las alforjas y nos pusimos en marcha de inmediato. La brisa era fría, pero parecía que el día iba a ser bueno. Atravesamos la muralla de Platea y enfilamos el camino que se dirigía hacia el oeste, en dirección a la cordillera del Parnaso. Yo me encontraba cansado por la falta de sueño y mi cuerpo estaba entumecido de tanto cabalgar, pero aquella mañana me invadía una inmensa emoción que desvanecía mi agotamiento. Esa misma tarde llegaríamos a Delfos, el ombligo de la tierra, donde el dios Apolo mató al temible monstruo Pitón y fundó el oráculo más famoso del mundo. Un recinto sagrado que ha encauzado la vida de miles de personas y que ha determinado el destino de ciudades de todos los confines del mundo. Fue precisamente Neleo, el supuesto portador del maleficio que había motivado nuestra peregrinación, quien me enseñó a través de sus lecciones el significado e importancia de Delfos, ya que él creía fervientemente en Apolo y en su oráculo. Desde entonces yo deseaba conocer aquel lugar, pero no podía sospechar que se iba a presentar la ocasión tan pronto; y menos aún, que esa visita iba a constituir un último y desesperado intento por recomponer nuestras vidas.

Desde que abandonamos Platea, y a lo largo de toda la mañana, el paisaje mostró una belleza asombrosa. Los campos de trigo se extendían a lo largo y ancho de la llanura, y sus parcelas creaban formas caprichosas que se acoplaban a la orografía como un rompecabezas. El contraste entre el azul del cielo y el verde de los trigales delimitaba dos mundos distintos que rezumaban por igual la sensación de libertad y de pureza. En lo alto, las golondrinas entrelazaban sus esquivos movimientos con elegancia; a ras del suelo, los tallos del cereal y las flores ocultaban las nubes de abejarucos y las parejas de perdices que echaban a volar a nuestro paso; y, al frente de nuestras miradas, una oscura y difusa silueta nos indicaba la ubicación del gran macizo del Parnaso, cuyas montañas cobijaban el lugar de nuestro destino final.

Rompían la monotonía del paisaje las haciendas y las granjas que salpicaban la llanura, cuyos caminos de entrada estaban por lo general flanqueados por enormes olmos en los que comenzaban a despertar los primeros brotes. Junto a las casas, los vallados de madera delimitaban las parcelas donde apacentaban caballos de raza beocia, los mejores de toda la Hélade en opinión de muchos.

Al cabo de un rato vislumbramos a lo lejos a una patrulla de hoplitas tebanos que se acercaban hacia nosotros. Caminaban a buen ritmo, pertrechados con yelmo, coraza, escudo y espada, aunque el que detentaba el mando del pelotón montaba a caballo. Mi padre y Alceo se pusieron alerta, evitando en lo posible mostrar nerviosismo. Cuando los soldados nos alcanzaron ordenaron que nos detuviésemos. Les observé y aprecié que sus rostros estaban desencajados por el agotamiento y el calor. Nos preguntaron de dónde éramos y mi padre les contestó la verdad, pues de todas formas lo iban a averiguar por nuestro acento. Hubo unos instantes de desconcierto en los que el jefe de la patrulla nos miró de arriba abajo con gesto de desprecio mientras valoraba la decisión que iba a adoptar. Por fortuna, nuestras espadas estaban perfectamente ocultas por las alforjas y no se podían distinguir a simple vista. Cuando explicamos que nos dirigíamos a Delfos en peregrinación, el mando decidió que no era necesario registrarnos y nos dejó marchar sin más.

Tras el incidente, continuamos avanzando con mayor avidez por alcanzar nuestro destino. Pese a que una norma consuetudinaria ofrecía inmunidad y protección a los peregrinos que recorrían el camino de Delfos, en aquellos tiempos no se podía confiar absolutamente en nada.

Conforme nos acercábamos a las primeras cimas, la cordillera del Parnaso se iba mostrando más imponente y menos difusa. Yo la miraba fijamente, admirado de descubrir aquellas míticas montañas que doblaban en magnitud a las del Pentélico. Ejercían tal atracción sobre mí que no dejé de contemplarlas ni un solo instante. Comimos queso y manzanas sin dejar de cabalgar, y poco después el Parnaso pasó a ocupar toda nuestra visión. Las imponentes moles se mostraban oscuras por efecto del contraluz, mientras que sus cumbres nevadas destellaban por el reflejo de un sol que comenzaba a ocultarse por detrás de sus siluetas.

La llanura estaba a punto de morir, y los olivares abancalados reemplazaron a los campos de cereal. Nuestro camino comenzó a retorcerse poco a poco, preparándose para adentrarse en un ancho valle donde el aire refrescaba por momentos. En ese punto la pesadumbre del viaje desapareció. A pesar de que nos encontrábamos muy cansados, dejamos atrás la monotonía de la llanura y la visión de aquel panorama agreste nos fortaleció. Retama, jaras y salvias crecían por todas partes, y el intenso aroma que despedían sus flores invadió sutilmente nuestro entorno.

El sol se escondió definitivamente tras las cumbres más altas. La pendiente fue pronunciándose poco a poco, el valle se estrechó y el camino quedó flanqueado por dos empinadas laderas cubiertas de un magnífico robledal que se extendía por todo el horizonte. Los olivos fueron desapareciendo conforme ganábamos altura y pronto nos adentramos en la inmensidad de aquel impresionante bosque.

Al principio, la oscuridad que reinaba en su interior me sobrecogió. Mi padre se colocó en primer lugar y Alceo cerraba la fila detrás de mí, y poco a poco conseguí calmarme al apreciar la serenidad de sus rostros. La humedad se fue haciendo más penetrante cuanto más avanzábamos hacia el corazón del bosque. Los templetes que encontrábamos de vez en cuando al borde del camino nos iban sirviendo de referencia y aminoraban el peligro de desviarnos. En dos ocasiones nos cruzamos con grupos de peregrinos que regresaban de Delfos y aprovechamos para cerciorarnos de estar en la dirección correcta, pues perdernos en aquellas circunstancias podría resultar muy peligroso. Poco después, una familia de ciervos y una manada de jabalíes cruzaron casi simultáneamente nuestro camino, provocando que el caballo de mi padre se encabritara impetuosamente. Él consiguió controlar al animal sin aparente esfuerzo y continuó cabalgando sin realizar el más mínimo comentario.

Los robles fueron paulatinamente sustituidos por unos altísimos y esbeltos árboles que nunca había visto y que, gracias a una indicación de Alceo, pude saber que eran abetos. Los helechos cubrían totalmente el suelo y ocultaban el pie de los troncos, configurando un entorno húmedo y tétrico. A partir de ahí, el camino se tornó aún más oscuro y la pendiente se pronunció. El frío era ya realmente intenso. Extrajimos nuestras capas de las alforjas y nos envolvimos en ellas. Ralentizamos la marcha, pues no veíamos más que unos cuarenta pies por delante de nosotros. En ese punto comencé a sentir miedo, pero me guardé mucho de expresarlo. El camino serpenteaba por la ladera de una montaña en umbría, y recorrimos tramos en que parecía que la noche fuera a caer de inmediato sobre nosotros. Yo era consciente de que el Parnaso era la morada de grandes osos y de numerosas manadas de lobos, pero lo único que quería pensar en aquellos momentos era que debía estar tan tranquilo como mi padre y Alceo y demostrarles que no cometieron un error al invitarme a realizar el viaje.

Entonces sucedió algo que no habíamos previsto. Dos extrañas figuras surgieron súbitamente desde el interior del bosque. Cubrían sus cuerpos con mantos oscuros y sus rostros con prendas de lana, dejando al descubierto únicamente sus ojos y sus espadas. La reacción de mi padre al comprender que se trataba de dos bandoleros fue rápida y visceral, y antes de que éstos bloquearan el camino y emitieran el más mínimo sonido, golpeó con fuerza la grupa de mi caballo y me gritó que me alejara. Yo troté hasta el primer recodo sin dejar de mirar hacia atrás y pude apreciar cómo él desenvainaba su espada y atacaba con una agilidad pasmosa al primer asaltante, clavándole el filo en su hombro izquierdo e hiriéndole gravemente. Viendo que Alceo también blandía su espada y sorprendidos por la violencia con que mi padre les profería las más terribles amenazas, ambos bandidos optaron por girarse y huir por donde habían venido. Comprendieron a tiempo que habían errado al elegir a sus víctimas y que de perseverar en su intento no encontrarían más que una muerte segura.

Pasado el peligro, mi padre y Alceo se acercaron hasta el lugar donde yo les esperaba y continuamos cabalgando en silencio. Volví a sumergirme en mis pensamientos y miré de reojo varias veces a mi padre. No sólo me pareció que herir a aquel bandolero había conseguido desahogarle, sino que me dio la impresión de que él habría preferido que los dos asaltantes no hubieran huido para poder darles muerte.

Al cabo de un rato, ante mi asombro, un rayo de sol se cruzó en el camino, rasgando la oscuridad bruscamente. El bosque se iluminó de súbito, ofreciendo una estampa mágica. Habíamos llegado cerca de la cima de la montaña. Ilusionados, aceleramos la marcha hasta alcanzar la cumbre y nos detuvimos para observar aquel magnífico espectáculo.

Desde poniente, el sol alumbraba con un tono anaranjado el valle que abrigaba al río Plisto en su camino al mar. Un manto tejido por las copas de los abetos cubría unas montañas cuya magnitud me hizo pensar en lo insignificantes que somos. El panorama se completaba girando la vista hacia nuestra derecha, donde varias cumbres nevadas escoltaban al monte Parnaso como si de un gran rey se tratara.

Comenzamos a sentir calor y nos desprendimos de nuestras capas. Iluminado por aquel magnífico sol que nos contemplaba de frente, nuestro camino descendió por la montaña y siguió el curso del valle, acompañando al río desde la altura. Continuamos cabalgando con mayor ligereza, cansados pero animados al comprobar que el final del viaje se encontraba cada vez más cerca. Mi padre, que apenas había hablado durante la jornada ni había mostrado el menor interés en el paisaje, pareció un tanto ilusionado ante la cercanía de Delfos. Para él sólo contaba su propósito de llegar cuanto antes y obtener información sobre Alcinoo. Todo lo demás parecía no importarle en absoluto.

El camino continuó descendiendo durante un largo trecho. A veces se separaba del río para ascender por la ladera de la montaña, pero poco después volvía a acercarse al fondo del valle. El aire fue cambiando progresivamente, fundiéndose en el ambiente la pureza del Parnaso con la humedad templada de un mar cuya proximidad ya se adivinaba.

Poco antes de la llegada del crepúsculo, el camino bordeó la falda de una montaña y, al doblarla, Delfos apareció por fin ante nosotros. Mi corazón dio un vuelco al contemplar aquella escena, pues nunca había imaginado algo parecido. Al pie de un gran monte, abrazada por dos imponentes paredes, se extendía una peculiar ciudad que parecía estar habitada por los dioses. Cientos de estatuas y decenas de suntuosos edificios de vivos colores se esparcían por todo el recinto en un ostentoso desorden. Una ancha calle ascendía por toda la ciudad formando un irregular zigzag y vertebrando en torno a sí aquel estudiado caos. En la parte más alta, el grandioso templo del dios Apolo ejercía su dominio sobre todo el santuario. En sus entrañas se encontraba la grieta sagrada cuyas exhalaciones contenían el destino de las personas; allí mismo se abría el ombligo del mundo, un lugar dotado de un poder tan inmenso como para alterar el transcurso de la historia.

Junto al recinto sagrado se hallaba la ciudad profana, erigida fundamentalmente con la finalidad de albergar a los visitantes que llegaban a Delfos. Nos dirigimos hacia ella sin desviar la vista del recinto sagrado: aunque éste estaba cayendo en la penumbra, recibía una preciosa luminosidad proveniente del reflejo de los últimos rayos de sol sobre las gigantescas paredes que resguardaban sus espaldas. Descabalgamos en la entrada de una cuadra, recogimos nuestro equipaje, dejamos los caballos a un mozo y entramos en la ciudad. Los tres ansiábamos andar y sofocar los dolores que aquejaban nuestros cuerpos después de haber recorrido tantas leguas.

La ciudad mostraba un ambiente muy peculiar. La mayor parte de las casas no eran viviendas de residentes, sino posadas, tabernas o tiendas. Las calles estaban bien iluminadas por lámparas que colgaban de las fachadas, y todo en ella parecía perfectamente diseñado para el disfrute de los visitantes. Éstos caminaban arriba y abajo comprando figuras y recuerdos, bebiendo aguamiel en las tabernas o, como nosotros, buscando un lugar donde alojarse. Constituía un espectáculo soberbio contemplar aquella peculiar mezcla de gentes: fenicios, macedonios, espartanos, lidios, cretenses, milesios…, hombres de cualquier confín del mundo iban de paso por aquel lugar movidos por la creencia de que el dios Apolo les ayudaría a solventar los conflictos que les atenazaban. Charlaban animosamente entre sí, examinaban los artículos expuestos en el exterior de las tiendas y regateaban concienzudamente con los tenderos. Las túnicas que vestían eran de todas las formas y colores imaginables, y cuando se mezclaban en las callejuelas creaban un espectáculo realmente singular.

Aunque me pareció que había mucha gente en la ciudad, nos resultó fácil encontrar una buena posada, ya que, según nos explicó su dueño, cuando más visitantes solían acudir era en plena primavera y en verano. Subimos a nuestra habitación, muy amplia y cómoda, y dejamos en ella nuestro equipaje. Después bajamos a unos baños públicos que se encontraban tras el patio central de la posada, donde nos sumergimos en unas pilas rebosantes de agua caliente y recibimos un masaje que revitalizó nuestros cuerpos entumecidos.

Nos vestimos con ropas limpias y salimos a la calle para buscar un lugar donde cenar. Los tres teníamos un hambre de lobos. Pronto estuvimos sentados en torno a una gran bandeja de pescado frito, tres exquisitas piernas de cordero y una jarra de buen vino. Habíamos escogido una taberna grande pero acogedora, dotada de una chimenea en un extremo y de una amplia mesa en el centro donde los comensales podían probar y escoger entre decenas de vinos y licores procedentes de las zonas más dispares. En el ambiente se entrecruzaban las conversaciones de las numerosas mesas, algunas de las cuales se desarrollaban en idiomas y dialectos distintos. Era realmente reconfortante observar cómo Delfos ejercía el efecto de humanizar a sus visitantes. Ciudadanos de regiones enemigas que estaban al borde de la guerra, hombres que quizás estarían batallando entre sí al cabo de unos meses, compartían en aquel lugar mesa, coloquios y bromas como si nada. Teóricos enemigos enconados reían a carcajadas y juntaban sus copas de vino para brindar por los deseos más soñados sin que en ningún momento surgiera el más mínimo roce entre ellos. Aquello constituía una demostración palpable de que todos los helenos somos ciudadanos hermanados por un sinfín de lazos y que en condiciones normales son mucho más numerosos los elementos que nos unen que los que nos diferencian. Sin duda, lo que provoca el olvido de nuestros vínculos y nos conduce al enfrentamiento es el ansia de poder y de riquezas de algunos gobernantes y de sus camarillas.

Durante el transcurso de aquella cena, Alceo preguntó a mi padre qué iba a hacer si al día siguiente el oráculo le desvelaba el lugar donde se encontraba Alcinoo.

—Ir en su busca y matarle —contestó Isómaco sin dudar.

—¿Sin más? —replicó Alceo—. ¿Ni siquiera te planteas avisar al ejército?

—¿Al ejército? —dijo Isómaco, extrañado—. ¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? —contestó Alceo—. Alcinoo es un fugitivo de la justicia ateniense, y sobre él recae una orden de apresamiento para ser juzgado por traición a la ciudad.

—Pero ése no es mi problema —exclamó mi padre, muy contrariado—. El único objetivo en mi vida consiste en que mi familia vuelva a vivir en paz, y yo soy el único que puede conseguirlo. Recurrir a la protección de la ciudad no implica ninguna garantía de éxito, sino todo lo contrario. Aunque los sacerdotes nos indicaran con precisión el lugar donde se encuentra Alcinoo, capturarle por la vía legal resultaría extremadamente difícil. El primer paso que deberíamos dar consistiría en acudir a ese lugar y comprobar la veracidad del oráculo. Después deberíamos trasladarnos a Atenas para informar a los jueces y que éstos, a su vez, ordenaran al ejército ateniense ir en busca de Alcinoo. Para entonces, éste ya habría sido avisado por alguno de sus informadores y estaría escondido en cualquier otra ciudad. Aun en el improbable caso de que un pelotón del ejército ateniense llegara al lugar y le descubriera, no creo que pudiera vencer al grupo de mercenarios que le protege. Y si realizamos un esfuerzo mental e imaginamos que, después de un duro combate, los soldados consiguen atrapar a Alcinoo, te aseguro que tarde o temprano escaparía de la prisión. Dispone para ello de numerosos medios a su alcance: lo más probable es que sobornara a sus carceleros, que provocara una rebelión con la ayuda de su ejército o que fuera liberado por los espartanos durante el transcurso de la guerra. No, Alceo, te aseguro que ésa no es la vía. Siguiendo el procedimiento que establece la ley nunca conseguiríamos nada. Ese hombre ha asesinado a mi esclavo más valioso y ha ocultado su cuerpo buscando la perdición de su alma; ha matado a mi caballo preferido para humillarme y demostrar que me tiene en sus manos; y, por último, me retó a un combate a vida o muerte por medio de aquellas palabras escritas en la tierra. Mi única opción consiste en buscar a Alcinoo y matarle. Escoger cualquier alternativa equivaldría a dejarle vía libre para continuar atentando contra mi familia.

Mi padre había ido subiendo su tono de voz conforme iba exponiendo sus argumentos, hasta el punto que pronunció sus últimas frases con verdadera violencia.

—Pareces olvidar un detalle —apuntó Alceo, sin amilanarse por la acritud que contenían las palabras de mi padre—. Si tomas la justicia por tu cuenta, tú mismo serás perseguido y juzgado por homicidio. Los motivos que alegaras en tu defensa no te servirían de nada, pues no tienes ninguna prueba de que Alcinoo haya actuado contra ti o contra tu familia. Sin embargo, sí disponemos de documentos y testimonios que prueban fehacientemente su traición a la ciudad. Si resistimos esta situación por un tiempo y conseguimos que el ejército ateniense atrape a Alcinoo, lograremos que sea ejecutado y hallaremos la justicia que tanto anhelas sin buscarte nuevos problemas.

—¡No, Alceo, no! —gritó Isómaco, aporreando la mesa—. Te repito que esto es un asunto mío, algo estrictamente personal. Lo único que conseguiríamos involucrando al ejército sería conceder a Alcinoo tiempo para escapar. Lo que propones no es más que una insensatez. Además, si yo mismo matara a ese malnacido y me encarcelaran por ello, el problema en que me vería envuelto sería mucho menor que el actual. El único método viable para otorgar a mi mujer y a mis hijos la protección que necesitan consiste en buscar mi propia justicia, no la de la ciudad. Ahí es donde reside la verdadera areté, y te aseguro que no cesaré hasta encontrarla.

Alceo decidió no contestar. El espíritu dialogante de mi padre había sido reemplazado por una obcecación impensable en él, y nada de lo que se le dijera iba a cambiar un ápice su modo de afrontar el problema.

—Padre —intervine—, pero ¿y si te mata él? Tú me dijiste que Alcinoo es muy bueno manejando la espada.

—Probablemente sea el mejor de toda la Hélade —contestó, mirándome a los ojos—. Si Alcinoo me mata, tú serás el encargado de proteger a tu madre y a tu hermana. Y, cuando crezcas, tu conciencia debe impulsarte a buscar la justicia con la misma intensidad que ahora aprecias en mí.

Mi padre cogió su pierna de cordero, tomó un bocado y volvió a quedar totalmente ensimismado. Fue entonces cuando, por primera vez, fui consciente de la extrema gravedad de la situación. Comprendí que él seguía considerando la búsqueda de la areté como la máxima prioridad en su vida. En eso no había cambiado. Lo que sí había variado radicalmente era el concepto que tenía de ella: su antigua búsqueda de la verdad se había reducido a una obsesión por esclarecer lo ocurrido y conocer el paradero de Alcinoo. Su idea de la justicia consistía en hacerle pagar sus delitos matándole con sus propias armas, y su noción de la virtud, el estado de serenidad y satisfacción que sólo entonces encontraría. Su antigua amplitud de miras se limitaba exclusivamente a ese ámbito. Su arraigado sentimiento de ciudadanía y su respeto por la ley y las instituciones atenienses parecían haberse esfumado. La ciudad ya no contaba para nada, siendo su familia la única comunidad que reconocía. Ya sólo le importaba una cosa en la vida: encontrar a su adversario y matarle. Todo lo demás carecía de interés o le molestaba. Vi claramente que mi padre se había adentrado en una vorágine en la que no había posible vuelta atrás. La situación era tal y como anunciaba el mensaje que apareció escrito en la tierra de nuestra hacienda, junto a la puerta de las caballerizas: o él o Alcinoo. Uno de los dos debía abandonar el mundo de los vivos. No parecía existir otra solución.

* * *

Pese a lo cansado que me encontraba la noche en que llegamos a Delfos, cuando nos acostamos me desvelé y di vueltas sobre mi lecho durante horas. Medité una y otra vez las palabras de mi padre y lo que podría brindarnos el futuro: el porvenir parecía tan incierto en todos los ámbitos que producía vértigo intentar adivinarlo. Yo era consciente de que, a partir de entonces, nuestras vidas iban a ser muy diferentes, pero me resultaba imposible pronosticar algo más concreto. Lo único cierto era que mirar hacia adelante creaba en mí un extraño desasosiego. Al final, conseguí apartar todas estas tribulaciones de mi mente y pensé en mi madre, en mi hermana y en mis amigos, de manera que pude revivir algunos de mis momentos más felices junto a ellos hasta que, finalmente, logré conciliar el sueño. Sin embargo, poco después sufrí una pesadilla atroz. Yo estaba en el jardín de casa, charlando y bromeando con mi madre y con Frime. Súbitamente, apareció por el caminal una sombra que blandía una enorme espada en la mano. Miramos espantados e intentamos descubrir quién portaba esa arma, pero no pudimos ver nada más. Parecía como si hubiera un agujero en el aire. Lo único visible era la espada, una gran espada en posición de combate que brillaba con intensidad. La figura no tenía rostro ni cuerpo. No era más que un ente oscuro que se deslizaba hacia nosotros. Corrimos en busca de mi padre sin saber dónde se encontraba, y la sombra continuó avanzando detrás de nosotros de forma lenta pero incansable. Los esclavos huyeron aterrorizados al contemplar la escena y se dispersaron velozmente por el campo. Continuamos llamando a gritos a mi padre, pero no acudió en nuestra ayuda. Entonces oímos un poderoso estruendo procedente de la casa. Mi madre, Frime y yo nos giramos y contemplamos con espanto cómo las ventanas comenzaron a escupir sangre violentamente. Una densa sustancia de un intenso color rojo brotaba del interior de la casa y caía precipitadamente, formando gruesas cascadas que manchaban las paredes y el suelo del jardín. Mientras tanto, la sombra que portaba la espada seguía persiguiéndonos, deslizándose en silencio sin tocar el suelo. Estábamos perdidos, pues no podíamos dejar de correr y el agotamiento nos iba venciendo. La sombra se encontraba cada vez más cerca de nosotros. Entonces decidimos dirigirnos a la casa. La puerta estaba atrancada, y cuando intenté forzarla la ventana de la habitación superior vomitó sangre con tanta intensidad que nos cubrió por completo. Grité y grité desesperado llamando a mi padre, consciente de que la muerte nos estaba apresando sin remedio. En ese momento, alguien cogió mi brazo con fuerza. Aterrado, me revolví con violencia para desembarazarme de aquella mano que me oprimía, hasta que me percaté de que quien me asía era mi padre, que intentaba rescatarme de aquel terrible sueño. Me incorporé vigorosamente sobre mi catre y miré a mi alrededor. La habitación estaba en penumbra, iluminada por la tenue luz de la luna que llegaba a través de la ventana. Retiré bruscamente la manta que me cubría, ya que me encontraba empapado en sudor. Mi padre me sujetó los hombros, me preguntó si me encontraba bien y me dio un fuerte y cariñoso abrazo. Alceo me lanzó una mirada cómplice desde su lecho, y cuando comprobó que me iba tranquilizando se revolvió y continuó durmiendo.

* * *

Hacía tiempo que había amanecido cuando mi padre nos despertó a Alceo y a mí. Agradecí haber podido dormir hasta más tarde. Recordé enseguida la pesadilla que había sufrido aquella noche, pero no quise comentarla con nadie. Me levanté de mi catre, me desperecé y abrí la ventana de la habitación. El aire era frío, pero la sensación resultaba muy agradable porque los rayos del sol me alcanzaban de pleno. Ninguna casa se interponía entre la posada y el valle, así que la vista desde nuestra habitación era espectacular. Enfrente, al otro lado del río, las imponentes laderas en umbría se superponían unas sobre las otras, y sus pendientes tupidas de bosque caían en picado sobre el serpenteante Plisto. Al asomarme a mi derecha, alcancé a divisar una parte del magnífico recinto sagrado de Delfos, cuyos templos y estatuas resplandecían bajo la intensa luz de la mañana.

Mi padre nos contó que al amanecer se había acercado hasta el templo de Apolo para solicitar turno en el oráculo. El sacerdote que le atendió apuntó su nombre en una tabla y contó dieciocho solicitantes inscritos antes que él, por lo que calculó que en torno al mediodía podría realizar su consulta. Mi padre le entregó una bolsa llena de monedas y regresó a la posada.

Nos lavamos, nos vestimos con nuestras mejores túnicas y sandalias y bajamos al salón de comidas, donde el posadero nos sirvió pan con aceite, tortas, vino y una exquisita leche cremosa desconocida en el Ática. Desayunamos tranquilamente mientras mi padre nos daba instrucciones sobre los pasos que debíamos dar antes de realizar la consulta al oráculo. Cuando terminamos, cruzamos el patio interior y salimos a la calle. Encontramos en la ciudad un ambiente muy distinto al de la noche anterior. La mayoría de las tiendas estaban cerradas, y muy poca gente caminaba por unas calles silenciosas debido a que los visitantes se encontraban en sus posadas o en el recinto sagrado. Mi padre escogió una vía que bordeaba la ciudad y descendía hasta el camino del santuario. Al llegar a él, lo recorrimos en sentido inverso para dirigirnos hacia la fuente de Castalia, donde los peregrinos debían purificarse antes de realizar su consulta al dios Apolo. Sus aguas sagradas nacían en el corazón del Parnaso y manaban con vigor desde la conjunción de dos grandes rocas, constituyendo la savia que daba vida a Delfos. Al alcanzar las proximidades de la fuente tuvimos que aguardar un rato, pues unos cuantos peregrinos esperaban en fila su turno. Nos colocamos al final de la misma, donde Alceo y yo conversamos amigablemente con el grupo que nos precedía, un hombre de pelo canoso acompañado de sus cinco hijos, quienes habían arribado en barco desde Rodas para consultar al oráculo el remedio a una extraña enfermedad que estaba diezmando sus establos. Cuando llegó nuestro turno, un sacerdote nos invitó a pasar hasta la fuente. Observé que el manantial surgía de la misma montaña y que en torno a él la roca había sido excavada para formar una elegante fachada. Un chorro de agua cristalina brotaba desde la boca de un león y caía sobre un estanque de mármol, desbordándolo por todo su perímetro. Nos acercamos a él, nos agachamos y sumergimos nuestras manos en el agua sagrada. Estaba tan fría que me produjo dolor en los dedos. A continuación bebimos de ella y nos enjuagamos con vigor los brazos y la cara.

Cumplido el trámite, nos alejamos del manantial y regresamos al camino. El oráculo del dios Apolo se encontraba a nuestra derecha, pero nos dirigimos hacia el lado opuesto, ya que desde allí bajaba una vía hasta Marmaria, un segundo recinto consagrado a Atenea. Alceo insistió en visitarlo antes de realizar la consulta y argumentó que, después de todo, Atenea era la protectora de nuestra ciudad y podría considerar impío que no la tuviéramos presente en un momento tan importante como aquel. Mi padre, convencido de que la diosa estaba castigando su indiferencia, accedió a la propuesta de Alceo sin protestar.

Llegamos al recinto de Marmaria y aprecié que era más pequeño y tranquilo que el de Apolo. Lo atravesamos de parte a parte, pasando junto a unos altares donde un grupo de atenienses celebraban el sacrificio de un buey y dirigían sus plegarias a la diosa solicitándole condescendencia con el destino de su ciudad. Evitamos mirarles directamente por si alguno de ellos nos reconocía, pues mi padre habría odiado tener que dar ninguna explicación sobre el porqué de su presencia en Delfos. Alcanzamos rápidamente el final del recinto y entramos en el antiquísimo templo de Atenea. Alceo se dirigió hacia su imagen, juntó sus manos e imploró en voz baja a la diosa que nos protegiera de los peligros que nos acechaban. Mi padre, por su parte, permaneció en silencio junto a su amigo mostrando ante Atenea la más humilde de las actitudes.

El sol se encontraba en su cénit cuando salimos del templo. Alzamos la vista hacia el recinto sagrado de Apolo, el cual se adivinaba a lo lejos dando la sensación de estar suspendido entre la montaña y el cielo. Había llegado la hora de la verdad. Abandonamos el recinto de Marmaria por donde habíamos entrado y emprendimos la empinada cuesta que accedía al camino principal. Caminamos entonces hasta una fuente que brotaba de la ladera de la montaña y calmamos nuestra sed con la misma agua límpida que emergía en el manantial de Castalia.

Anduvimos con rapidez el tramo que restaba hasta el santuario de Apolo. Se respiraba entre nosotros una mezcla de emoción y ansiedad por la trascendencia del momento. Llegamos a la entrada del recinto y ascendimos unos escalones. En cuanto traspasamos la puerta pude apreciar el aire de suntuosidad que invadía el ambiente. A nuestros pies, la vía sacra comenzaba su recorrido por todo el complejo en forma de zeta y en sentido ascendente. Aquel camino sagrado era de una belleza sublime, flanqueado de principio a fin por innumerables estatuas y por lujosos edificios que custodiaban las ofrendas que cada una de las ciudades de la Hélade había entregado al oráculo de Delfos en señal de gratitud.

Nada más comenzar el recorrido por la vía sacra, miré a mi derecha y me sorprendí al descubrir una gran escultura de bronce anclada sobre un pedestal que representaba un precioso toro sentado que, según rezaba una inscripción, había sido donado por la isla de Corcira. Al otro lado del camino, expuestas sobre una enorme tarima, se exhibía un conjunto de estatuas creadas por Fidias que encarnaban a Atenea, Apolo, Milcíades y diez personajes míticos del Ática, imágenes que fueron esculpidas para conmemorar la victoria de Atenas sobre los persas en la llanura de Maratón.

Continuamos ascendiendo por la vía sacra, admirando cuanto encontrábamos a nuestro paso. El camino estaba bastante despejado, sólo lo transitaban algunos peregrinos que, como nosotros, se dirigían al templo de Apolo para realizar sus consultas y algún que otro visitante llegado hasta allí para contemplar las maravillas que poblaban Delfos. Conforme avanzábamos, fuimos pasando de largo sus numerosos monumentos, estatuas y templetes. Más adelante, aunque nuestros ánimos, especialmente el de mi padre, estaban muy alterados por la cercanía del oráculo, no pudimos evitar detenernos durante unos instantes para admirar el tesoro de Atenas. Se trataba de un pequeño templo de mármol edificado para depositar en la ciudad de Apolo parte del botín aprehendido en las batallas contra los persas, botín que parecía estar celosamente custodiado por las hermosas estatuas que rodeaban el edificio y por los bajorrelieves que decoraban su fachada.

Seguimos avanzando en completo silencio, sin volver a fijarnos en las figuras, las esfinges, los pórticos y los tesoros que íbamos dejando atrás. La vía sacra viró hacia la izquierda para encarar la entrada del gran templo de Apolo y la pendiente se tornó mucho más pronunciada. Más arriba, dos densas columnas de humo se elevaban hacia el cielo, producto de sacrificios de animales que se estaban celebrando en los altares situados junto a la entrada del templo. El paisaje que nos envolvía ganaba en espectacularidad conforme ascendíamos: allá abajo, el templo de Atenea y el recinto de Marmaria parecían insignificantes entre la inmensidad del valle del Plisto.

Alcanzamos por fin la explanada central del recinto sagrado, donde me sorprendí al descubrir un altísimo trípode de oro que conmemoraba la última y definitiva batalla contra los persas, que se libró precisamente en Platea. Tres gigantescas serpientes de bronce se enroscaban por los pies, y en los lomos de los reptiles aparecían grabados los nombres de las treinta ciudades helenas que unieron sus fuerzas para la contienda.

En la explanada central se arremolinaba una multitud de peregrinos y visitantes que contemplaban con curiosidad el ritual de los sacrificios. Entre ellos pude reconocer a algunos de los personajes que nos habían llamado la atención la noche anterior en las calles de la ciudad, todos ellos vestidos con sus mejores túnicas y adornados con sus joyas más lujosas para visitar al dios Apolo.

Cruzamos con mucha dificultad la explanada, abriéndonos paso lentamente a través de la muchedumbre. Cuando conseguimos entrar en la zona acotada en torno a los altares, mi padre se dirigió a uno de los sacerdotes para decirle que dentro de poco llegaría su turno en el oráculo y entregarle un puñado de monedas. Aquél contó con destreza el dinero, se giró y ordenó a un joven ayudante que acercara una oveja para su sacrificio, lo cual era un ritual de obligado cumplimiento para poder realizar la consulta al oráculo. Por medio de ese sacrificio, los sacerdotes del templo debían determinar si el día elegido se consideraba propicio y si el peregrino era merecedor de solicitar al dios su veredicto. Al poco llegó el muchacho portando una oveja atada de una cuerda. La llevó hasta uno de los altares, la subió sobre su superficie y la sujetó con firmeza. Otro ayudante apareció con un plato lleno de granos de cereal y se lo entregó al sacerdote. Éste lo cogió y vertió solemnemente su contenido en el otro extremo del altar. El muchacho soltó al animal, dejándolo completamente libre. La oveja parecía muy debilitada, como si estuviera drogada, y permaneció un rato sin moverse en absoluto. Después comenzó a husmear a su alrededor y pareció advertir qué era lo que había al otro lado de la plataforma. Finalmente, recorrió el altar, olisqueó los cereales y se los comió. Superábamos así la primera prueba. A continuación, el ayudante del sacerdote trajo un ánfora llena de agua. El joven sujetó de nuevo a la oveja y el sacerdote le vertió el líquido por encima, empapando la abundante lana que envolvía su cuerpo. Ambos dieron unos pasos atrás y se alejaron del altar. El animal se sacudió el agua y se quedó quieto. El ritual exigía que se echase a temblar, pues de lo contrario se dictaría que aquel no era un día adecuado para realizar la consulta. La oveja mantuvo su cuerpo completamente inmóvil, girando la cabeza a un lado y a otro. Comenzamos a inquietarnos, pues corríamos el peligro de que el sumo sacerdote nos indicara que nos marcháramos a nuestra casa y que volviéramos a intentarlo un mes después. Por fin, al cabo de unos instantes se levantó un poco de viento y la oveja experimentó un ligero tembleque. El sacerdote la observó, asintió y entregó a mi padre una tablilla que nos facultaba a acceder al templo de Apolo y formular nuestra consulta a la pitonisa.

Ya disponíamos de todo lo necesario para alcanzar el objetivo de nuestro viaje, así que nos giramos hacia el templo y ascendimos por la rampa que conducía hasta la puerta de entrada. Al final de ésta, nos recibió un guardián que coordinaba las entradas y las salidas de los consultantes. Reconoció por nuestro acento que éramos atenienses y, complacido, nos dijo que él había nacido en la isla de Eubea. Era un hombre alto y rechoncho, de movimientos muy pausados. La prominencia de su barriga resaltaba bajo la túnica azul de vistosos adornos que distinguía a los guardianes del oráculo. Observó la tablilla que le entregó mi padre, buscó su nombre en la lista de turnos y nos comunicó que debíamos esperar a que finalizara la consulta que nos antecedía. Nos vimos obligados a permanecer allí mismo, sumamente nerviosos ante la inminencia del momento decisivo. El guardián aprovechó la ocasión para hablar de su aldea natal y acribillar a Isómaco y Alceo con preguntas sobre Atenas y sus ciudadanos ilustres. Yo, mientras tanto, me giré y me dediqué a contemplar el sacrificio de nuestra oveja. El sacerdote, levantando sus brazos hacia el cielo, dirigía sus oraciones al dios Apolo mientras sus ayudantes sujetaban al animal sobre el altar. Un muchacho entregó un puñal al sacerdote y se retiró. Éste sostuvo el arma con ambas manos por encima de su cabeza y lo hundió con decisión en el pescuezo de la oveja, provocando unos balidos desgarrados que se esparcieron por todo el recinto. La sangre que comenzó a manar fue recogida en un cubo por otro muchacho. Posteriormente, los ayudantes del sacerdote pusieron patas arriba al animal, rajaron su vientre de arriba abajo y lo despellejaron con suma habilidad. La lana fue recogida y apilada aparte para provecho del santuario. La carne, los huesos y la grasa se depositaron en un enorme brasero, donde a continuación se quemarían para que sus vapores satisficieran el apetito de Apolo.

Pasaba el tiempo y seguían sin avisarnos. El guardián eubeo continuaba hablando sin cesar, y mi padre se iba impacientando por momentos. La consulta que nos precedía se estaba demorando más de lo habitual; o, quizá, la pitonisa necesitaba un descanso y su relevo no llegaba. Yo estaba muy inquieto también, así que decidí evadirme contemplando el muro exterior del templo. Me alejé unos pasos de la puerta y observé sus pinturas de mil colores que representaban emotivas escenas mitológicas, representaciones que se complementaban con las esculturas de los frisos.

Cuando más impaciente se mostraba mi padre, el guardián eubeo recibió una señal del interior del templo e interrumpió su charla. Nos autorizó entonces a pasar y nos deseó suerte para encontrar aquello que buscábamos. Por fin pudimos traspasar la gran puerta de hierro y entrar en el templo, dejando atrás la luminosidad y el bullicio de la explanada. Accedimos a un vestíbulo que quedó en penumbra en cuanto se volvió a cerrar la puerta de entrada. Cuando nuestros ojos se habituaron a la semioscuridad, descubrimos el lujo con que estaban adornados las paredes y el techo. En la parte superior de la pared que teníamos enfrente pude apreciar, escritas en letras de bronce, las máximas délficas que siempre habían sido el referente de mi padre y de quienes admiraban a Sócrates: «Conócete a ti mismo» y «Nada en exceso».

En el otro extremo del vestíbulo, junto a un suntuoso retrato de Homero, había una enorme puerta de madera labrada. Un joven sacerdote la abrió de par en par y nos hizo pasar a la sala principal del templo, donde moraba la gran estatua de Apolo. La sala estaba circundada por estilizadas columnas que sostenían el forjado del piso superior, y en la parte central del techo había un lucernario a cielo abierto por donde penetraban los rayos del sol. Mientras que el oráculo constituía el corazón del templo, su cuerpo y su espíritu residían en la estatua. Ésta lucía un recubrimiento de oro que exaltaba la desnudez de Apolo, y sobre su cabeza reposaba una corona de laurel que asomaba por la obertura del techo. El dios sostenía con una mano a la temible serpiente pitón y con la otra el cuchillo con el que dio muerte al animal, librando así al Parnaso del horror y del caos. Junto a sus pies se elevaba una leve columna de incienso que ardía en un brasero, envolviendo a Apolo en un halo místico y arrobadizo.

A la izquierda de la estatua partían unas escaleras que descendían hasta la sala subterránea donde reside el oráculo. El joven sacerdote nos señaló el camino y pasó delante de nosotros. Los tres le seguimos en silencio. Comenzamos a bajar aquellos pronunciados peldaños, escasamente iluminados por dos pequeñas lámparas colgadas a ambos lados, y enseguida notamos cómo el ambiente se volvía frío y húmedo. Además, un olor muy peculiar nos fue envolviendo poco a poco, un efluvio que parecía provenir de las emanaciones de algún extraño mineral y que acentuaba la sensación de estar acercándonos al centro de la tierra. Cuando alcanzamos el final de la escalera desembocamos en una pequeña sala excavada en el corazón de la montaña. Estaba completamente desnuda, no había nada en ella excepto la fría y húmeda roca, unas cuantas velas que la alumbraban tenuemente y, al fondo, una pesada cortina de terciopelo que colgaba del techo, suspendida por un vuelo de varillas ensartadas y prendidas.

Dos sacerdotes nos esperaban de pie junto a la misteriosa cortina con sus manos entrecruzadas y la mirada fija sobre nosotros. El hombre que nos había guiado hasta allí se retiró silenciosamente, dejándonos a solas con los otros dos. Debían de ser los sacerdotes más ancianos del santuario. Vestían largas túnicas rojas con bellos adornos, vestimentas más suntuosas aún que las del resto de los miembros de la comunidad. Sus barbas eran largas y canosas, y sus rostros estaban surcados por profundas arrugas. Nos recibieron cordialmente y estrecharon nuestras manos. Nos preguntaron nuestros nombres, cuál era nuestra procedencia y cómo habíamos realizado nuestro viaje hasta allí. Departimos un rato con ellos. Al principio, los sacerdotes forzaron un tanto la conversación intentando crear una atmósfera más relajada, pues sabían que aquel no era un momento fácil para ningún peregrino, pero terminaron mostrando verdadero interés por nosotros. Presintieron que poseíamos nobles sentimientos y adivinaron que la razón que nos había traído hasta allí era realmente poderosa. A mí me preguntaron mi edad y apuntaron que muy pocas personas tan jóvenes como yo habían accedido a esa sala.

El más viejo y alto de los dos se presentó como el sumo sacerdote. Sus movimientos eran más cansinos que los del otro, pero llevaba la iniciativa en la conversación. Por su recia forma de pronunciar las erres parecía proceder de Laconia. Qué paradoja, pensé, que la persona sobre la que mi padre iba a depositar sus escasas esperanzas de enderezar su vida fuera un espartano. Pero en Delfos no existían las regiones ni las ciudades; la única distinción válida era la que se establecía entre el mundo divino y el terrenal, e incluso esa diferenciación parecía tremendamente difusa.

Al cabo de un rato, el sumo sacerdote dio por finalizada nuestra charla y preguntó quién de nosotros iba a realizar la consulta.

—Yo soy quien viene a conocer el veredicto de Apolo —aclaró mi padre.

—En ese caso, contéstame —dijo el sumo sacerdote, girándose hacia él—, ¿qué tipo de consulta vas a realizar? ¿Dónde reside tu inquietud? ¿En el ámbito de la familia, de tu ciudad, en tus relaciones con los dioses, en lo que va a deparar el destino…?

—Mi consulta tiene que ver con el descubrimiento de la verdad —contestó Isómaco—. Mi familia debe recuperar la paz que nos han arrebatado, y ello depende de la contestación que nos dé el oráculo.

—De acuerdo —dijo el otro sacerdote—. El dios Apolo nos ha indicado que sois gente de bien y ciudadanos de considerable importancia en el seno de vuestra polis, así que vamos a intentar ayudaros al máximo en la resolución del problema que te aflige. De todos modos, queremos que tengas todos los conceptos claros y seas consciente de que el oráculo no es infalible. Apolo conoce el pasado y el futuro, pues para él el tiempo constituye una unidad indivisible y ve con la misma claridad lo que ha ocurrido y lo que está por llegar. Sin embargo, nosotros no somos más que simples mortales, y por tanto podemos errar en nuestra misión de interpretar el mensaje que el dios nos envía a través de la pitonisa.

—Debes tener en cuenta también —intervino el sumo sacerdote— que una respuesta aparentemente incomprensible no tiene por qué ser errónea. Se han dado muchas ocasiones en que el tiempo ha otorgado sentido a lo que se tenía por una frase absurda.

Mi padre asintió. Era consciente de que podían pasar años antes de conocer el sentido de la respuesta o, lo que consideraba aún más probable debido al pesimismo que le embargaba, que todo aquello no le sirviera absolutamente de nada.

—¿Cuántas preguntas vas a realizar al oráculo? —le preguntó el sumo sacerdote.

—Dos.

—Bien, pues vayamos adelante con la primera —dijo el anciano, preparando su tablilla de cera.

Mi padre respiró con profundidad y repasó mentalmente su pregunta para formularla con precisión.

—La primera de mis consultas al dios Apolo es la siguiente: ¿Dónde se encuentra la persona que mató a mi esclavo Neleo?

El sumo sacerdote apuntó literalmente la pregunta de mi padre con una pasmosa lentitud. Transcrita la frase en la tablilla, nos indicó que esperáramos pacientemente y desapareció tras la cortina de terciopelo junto con el otro sacerdote.

Los tres nos quedamos en medio de la desnuda sala mirándonos las caras. En ese momento nos percatamos del intenso frío que nos envolvía y comenzamos a frotarnos las manos para combatirlo. Un leve susurro llegó hasta nosotros, e imaginamos que la pitonisa debía de estar leyendo en la tablilla cuál era el asunto que afligía a mi padre, tanteando cómo abordar una consulta que iba a solucionar o a arruinar definitivamente la vida del que para ella no era más que un peregrino anónimo, uno más entre los cientos que atendía cada año.

En el momento en que mi padre formuló su consulta al sacerdote, me extrañó que su primer interrogante se refiriera a la cuestión del dónde, en vez de al quién. Yo pensaba que primero buscaría cerciorarse de que el asesino de Neleo había sido Alcinoo, para continuar entonces con la segunda pregunta y conocer dónde se encontraba su enemigo. Pero comprendí que él estaba completamente seguro de quién había sido el autor del asesinato, por lo que prefirió comenzar por la cuestión cuya respuesta ignoraba por completo.

Mi padre, muy intranquilo, comenzó a dar vueltas por aquella lúgubre sala como un león enjaulado. La tensión desatada en su interior le impedía permanecer quieto. Alceo y yo, mientras tanto, mirábamos la cortina sin cesar. No podíamos ver nada, pero sentíamos que, realmente, el ombligo del mundo se encontraba detrás de ella. Ahí dentro, a tan sólo unos pasos de nosotros, la grieta sagrada conectaba este mundo con el del más allá, mezclando lo sagrado y lo profano en una sola esencia. Habría dado cualquier cosa por descorrer la cortina y presenciar aquella mágica conjunción. Fijé entonces la mirada y pude apreciar cómo la luz de las velas iluminaba la ascensión de unos extraños vapores que se escurrían entre la cortina y la roca. Pensé que aquello sería el pneuma sagrado, el halo divino que proviene de las profundidades de la tierra. Pero un penetrante y embriagador olor se fue expandiendo por toda la sala, y me di cuenta enseguida de que aquel humo procedía de una combustión de hierbas.

De pronto, mi padre, Alceo y yo nos sobrecogimos al oír un terrible aullido. Fue un grito largo, rasgado y estremecedor, sólo comparable al que emite una parturienta en el momento de máximo dolor. Los tres nos miramos y comprendimos que la pitonisa, acomodada en su trípode, habría entrado en trance y estaría en ese mismo momento recibiendo la respuesta que le enviaba Apolo por medio de su aliento divino. El pneuma debía de estar ascendiendo a través de la grieta y penetrando entre sus piernas, provocándole un calambre que recorrería su cuerpo de abajo arriba. Comenzó entonces a escupir unas frases ininteligibles e inconexas, pronunciadas con multitud de tonos de voz e intensidades distintas. Las paredes desnudas de nuestra sala reverberaban aquellos sonidos sobrenaturales, ampliando así el estruendo que producían. Tras unos instantes de conmoción, la pitonisa se calló de repente. Sólo su agitada respiración rompía el silencio. Nosotros tres nos miramos y descubrimos que nos encontrábamos hombro con hombro en el centro de la sala, donde nos habíamos situado instintivamente para permanecer juntos. Dimos un paso hacia fuera y deshicimos aquella formación. Todo continuó inmerso en un sepulcral silencio. Mirábamos la cortina aún con mayor intensidad, expectantes por percibir cualquier sonido o movimiento. Oímos entonces cómo ambos sacerdotes hablaban en voz baja entre ellos. Yo imaginé que estarían determinando los términos exactos de la respuesta. Uno de ellos parecía comentar las razones que le llevaban a considerar cuál debía ser la interpretación de los sonidos de la pitonisa durante su trance, mientras que el otro confirmaba sus argumentos con repetidos asentimientos. Esperamos con impaciencia un rato más, hasta que, por fin, un extremo de la cortina se desplazó y aparecieron los dos sacerdotes. Alcé la vista hacia mi padre y le miré. Aprecié en su rostro una expresión tensa, recia; sus ojos estaban completamente abiertos, intensamente concentrados en el sumo sacerdote y en la tablilla que portaba en la mano. Éste, por su parte, se acercó con lentitud hasta nosotros.

—El dios Apolo ha hablado, Isómaco —dijo solemnemente, mientras repasaba las anotaciones realizadas en su tablilla—. El mensaje nos ha llegado con total claridad, y debo añadir que su interpretación nos ha resultado muy sencilla.

El sumo sacerdote acercó la tablilla a una vela que ardía a su izquierda para poder leerla bien. Nosotros, cada vez más impacientes, seguíamos atentamente cada uno de sus pausados movimientos.

—Veamos —continuó el anciano, leyendo sus anotaciones con dificultad—. Solicitamos a la pitonisa que trasladara la siguiente pregunta al oráculo: «¿Dónde se encuentra la persona que mató a mi esclavo Neleo?». Así lo hizo ella, y la respuesta que obtuvo de Apolo fue la siguiente: «Los destinos de ambos adversarios se cruzarán bajo el plenilunio».

¡Los destinos de ambos adversarios se cruzarán bajo el plenilunio! Nos quedamos totalmente anonadados al oír esas palabras. ¿Qué querría decir eso? ¿Que mi padre iba a encontrarse con Alcinoo? Isómaco y Alceo se miraron mientras daban vueltas a aquella frase breve y ambigua, tratando de encontrar en el otro alguna pista que les pudiera guiar, pero el sumo sacerdote les interrumpió y les apercibió que aquel no era el momento de reflexionar sobre la respuesta transmitida por la pitonisa. Se colocó la tablilla sobre su muñeca izquierda e instó a mi padre a formular la siguiente consulta.

—Mi segunda pregunta —dijo Isómaco con voz clara— es la siguiente: «¿Quién mató a mi esclavo Neleo y persigue mi destrucción?».

Transcritas las palabras en la tablilla, ambos sacerdotes volvieron a desaparecer tras la cortina de terciopelo, y de nuevo nos quedamos solos en la sala. En esta ocasión ya no estuvimos pendientes de lo que debía estar ocurriendo dentro del adyton, sino que continuamos inmersos en nuestra abstracción, intentando encontrar el sentido preciso a la respuesta que nos había concedido el oráculo. Como constituía una cuestión indudable que el asesino de Neleo era Alcinoo, los tres teníamos la sensación de que el momento decisivo había pasado y que ya poseíamos el único mensaje valioso que íbamos a extraer de Delfos.

El humo alucinógeno volvió a escapar sorteando los bordes de la cortina, esta vez con mayor intensidad que la anterior. Se expandió por la sala retorciéndose con lentitud, inundándola progresivamente y aumentando su tenebrosidad. Su olor no era desagradable, pero yo me aparté de él. Si conseguí no embriagarme fue porque me refugié en un rincón del extremo opuesto de la estancia y porque el intenso frío mantuvo mi cabeza despejada. Alceo y mi padre, por su parte, describían círculos sobre ellos mismos con la vista fija en el suelo, totalmente concentrados en sus reflexiones. Comenzaron entonces los aullidos, los gritos y las frases inconexas de la pitonisa, pero nosotros continuamos sin aparcar nuestros pensamientos y sin alzar siquiera la mirada hacia la cortina. Eran más poderosas las ideas que discurrían por nuestro interior que los estímulos que nos llegaban de fuera. Todo iba transcurriendo según el mismo ritual con que se había desarrollado la primera consulta, de modo que esperábamos en breve la aparición de los sacerdotes. Sin embargo, un alarido súbito y sobrenatural quebró nuestros sentidos. Un grito largo, intenso y desgarrador inundó la sala, rebotando varias veces contra la roca. Fue aquel un sonido tan estremecedor que parecía imposible que pudiera ser emitido por una garganta humana. Corrí desde el extremo de la sala hasta alcanzar a mi padre y cogí su brazo con fuerza. Miré su rostro y el de Alceo y pude comprobar que ambos estaban tan sobrecogidos como yo. El alarido duró unos instantes más, hasta que, de pronto, la pitonisa se calló y ya no pudimos oír más que su respiración forzada y unos míseros lamentos con los que parecía compadecerse de ella misma por aquella energía desmesurada que había atravesado su cuerpo y la había dejado totalmente extenuada. Entonces llegó un silencio más largo e inquietante que el de la primera vez. Durante un espacio de tiempo que se nos hizo interminable no se oyó absolutamente nada. Los tres habíamos dejado de lado nuestras reflexiones y conjeturas sobre la primera contestación del oráculo, y nos carcomía la ansiedad por descubrir lo que acababa de suceder allí dentro y cuál era aquel mensaje que había sido vomitado desde las entrañas de la tierra con una energía tan descomunal. En esos momentos imaginé que la pitonisa habría bajado de su trípode y se encontraría postrada en el suelo mientras los dos sacerdotes repasaban sus notas con incredulidad. Poco después, aquel prolongado silencio fue roto por unos sonoros susurros que, más que deliberaciones, parecían ser discusiones entre ambos. No comprendíamos nada de lo que decían, pero por el tono de sus voces era evidente que estaban muy alterados. Finalmente, el oscuro terciopelo se dobló por uno de sus bordes e hicieron aparición los sacerdotes. Se giraron para volver a correr la cortina, mostrando una extremada precaución en evitar que pudiéramos ver el interior del adyton. A continuación recorrieron pausadamente y con la cabeza gacha el corto espacio que les separaba de nosotros, apoyando con delicadeza sus tablillas contra el pecho.

—Hacía mucho tiempo que el dios Apolo no se pronunciaba con semejante vigor —dijo el sumo sacerdote, alzando su mirada hacia mi padre—. Parece ser que nos hemos topado con un nudo del destino.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Isómaco con gesto muy adusto.

—Intentaré explicarlo —contestó el sumo sacerdote—. Según nuestra concepción, el destino es una inmensa red que se extiende a lo largo y ancho del universo. Esta red fue tejida por los dioses en tiempos inmemoriales, mucho antes de que la humanidad existiera, y por ello el destino de los mortales, incluso el de aquellos que aún no han nacido, está ya escrito. Así, cuando realizamos una consulta al oráculo, el dios Apolo se asoma a esta red y nos transmite lo que en ella ve. A lo largo de su vida, cada persona recorre uno solo de los hilos que conforman la red, y su existencia y sus circunstancias dependerán del itinerario que le haya correspondido. Cada uno de estos hilos está engarzado con muchos otros, y por ello todas las personas se relacionan con las de su entorno y se ejercen una influencia mutua. Podemos ser afortunados o desgraciados en nuestro paso por este mundo, pero generalmente los hombres realizan su recorrido a lo largo de la urdimbre divina sin padecer sobresaltos extraordinarios. Las alegrías más intensas y las desgracias que nos hunden temporalmente en la desolación forman parte del trayecto ordinario por la vida. Sin embargo, aunque esta red fue urdida por los dioses, en zonas muy concretas de su tejido pueden aparecer imperfecciones en forma de nudos. Estas malformaciones provocan situaciones especialmente difíciles en nuestras vidas, pero en algunos casos muy excepcionales los embrollos llegan a ser terriblemente complejos. Cuando dos o más hilos se enmarañan formando uno de estos nudos extraordinarios, se producen situaciones excéntricas en las vidas que conducen.

—¿Cómo es una de esas situaciones? —preguntó Isómaco, mostrando abiertamente su preocupación.

—Es un acontecimiento insólito —contestó el sumo sacerdote—, en el que los destinos de dos o más personas quedan fuertemente anudados, dando lugar a una situación crítica que puede degenerar en una horrible tragedia. Es lo que se denomina un capricho del destino. Las personas afectadas tienen siempre una estrecha relación entre sí, relación que puede ser de parentesco, de amistad o de enemistad, y las fuerzas divinas que rigen sus vidas suelen estrellarse con una violencia desatada.

Aquellas palabras confirmaron nuestros peores presagios. Mi padre se tapó la cara con sus manos y agachó la cabeza. Todos, incluido los sacerdotes, nos encontrábamos abatidos, pero la expresión que observé en el rostro de mi padre cuando se incorporó me delató su incontenible hastío por lo que su vida le estaba deparando desde hacía unos meses. Después de aquel infausto vaticinio, la sospecha de que su existencia estaba condenada a padecer el peor de los infortunios se transformó en una cuestión indudable.

—No caigáis en la desolación antes de tiempo —dijo el segundo sacerdote—. Que el oráculo detecte un nudo del destino no conlleva ineludiblemente la perdición del consultante. Os recomiendo que escuchéis la contestación de Apolo, la analicéis en profundidad y obréis en consecuencia. A veces el destino deja pequeños recovecos que permiten esquivar la fatalidad.

—¡Si pensáramos así no habríamos venido hasta Delfos! —exclamó Isómaco, muy enojado—. El destino existe, y por definición es inexorable. Y no hay más. Os ruego nos hagáis saber la respuesta del oráculo para poder marchar de aquí cuanto antes.

El sumo sacerdote asintió. Comprendió que lo mejor era evitar cualquier comentario adicional y terminar lo más rápido posible. Cogió su tablilla con ambas manos mientras su compañero acercaba una lámpara para iluminarle. Repasó sus anotaciones con atención, cerciorándose de haber escogido las palabras más adecuadas para transmitir el significado de los sonidos y las expresiones de la pitonisa. Antes de comenzar, alzó un par de veces la vista hacia mi padre, consciente de que se disponía a dictar una de las interpretaciones más importantes y difíciles de su extenso sacerdocio. En esta ocasión habló con voz clara y llana, dejando de lado toda suntuosidad.

—Transmitimos al oráculo tu inquietud por conocer quién mató a tu esclavo y busca tu destrucción —recordó el sumo sacerdote—. Apolo, a través de la pitonisa, nos ha concedido la siguiente respuesta: «Su verdadero dueño mató a ese esclavo».