Capítulo VII

La decisión

Al día siguiente enterramos los restos de Neleo. Los depositamos dentro de una pequeña vasija, y ésta, a su vez, en un agujero cavado junto al tronco de un viejo ciprés. No hubo ceremonias ni llantos, a excepción de las lágrimas que surcaron el rostro de Alké, pero se apreciaba en todos los miembros de la hacienda un intenso sentimiento de indignación. Una discreta losa de mármol con su nombre grabado recordaría para siempre que en ese lugar reposa el que fue un magnífico esclavo.

El entierro de Neleo serenó los ánimos y nos permitió volver poco a poco a nuestra vida normal. A partir de entonces se introdujeron nuevos cambios en la hacienda. Mi padre solicitó la cesión de guardianes públicos al tribunal que conocía de su causa contra Alcinoo, y para ello apeló a la situación de peligro e indefensión en que se encontraba su familia. El tribunal estudió la petición y finalmente la desestimó, pues conceder esa protección habría sentado un precedente para otras muchas situaciones similares que era previsible que se produjeran en el futuro, lo cual, resolvieron los jueces, supondría un gasto que la ciudad no podía asumir. Por tanto, mi padre no tuvo otro remedio que realizar un esfuerzo y comprar dos esclavos más, pues resultaba imprescindible establecer en la hacienda un régimen severo de vigilancia. El demarca de Kefisia, por su parte, nos envió a tres de sus guardianes públicos, argumentando que, si bien los tribunales habían denegado la petición de Isómaco, él tenía la potestad y la obligación de proteger a los habitantes de su demo.

Desde entonces, todos los accesos a la hacienda se mantuvieron perfectamente controlados, tanto durante el día como durante la noche. Frime y mi madre apenas salían de casa, y si lo hacían era para sentarse a la mesa del jardín. Yo sólo tenía permiso para realizar paseos cortos a caballo acompañado de mi padre, de Alceo o de Harmodio. Continué sin asistir a la escuela, y para ocupar el lugar de Neleo mi padre contrató a un pedagogo que venía cada día a casa. A pesar de que sus conocimientos eran más vastos que los de Neleo y que cobraba unos honorarios desorbitados, se mostraba incapaz de transmitirme sus enseñanzas de un modo tan eficaz como el esclavo.

Pasaron los días rápidamente, y todos nos acoplamos a nuestra nueva vida con relativa facilidad. La rutina hizo que nos habituáramos a convivir con la sensación de peligro, de manera que comenzamos a considerar la vigilancia y las medidas de precaución como una situación natural. Aunque el hecho de estar tanto tiempo sin salir de la hacienda rae producía cierta desazón, las frecuentes visitas de mis amigos atenuaron mi malestar. Además, a propuesta de ellos, las sesiones de lucha y de velocidad que solíamos realizar en el gimnasio de Kefisia se trasladaron a la parte posterior de nuestra casa, donde habilitamos un espacio para ello, de manera que cada dos días se me brindaba la oportunidad de ejercitar mis músculos, de despejar mi mente y de conversar con algunos de mis amigos.

A veces, durante las lecciones de gimnasia, veíamos llegar a Alké por el caminal, momento en que suspendíamos nuestros ejercicios y seguíamos con la mirada su trayecto hasta el ciprés bajo el que estaba enterrado Neleo. A todos nos dolía contemplar desde la distancia cómo la hermosa esclava depositaba flores en el suelo y mostraba su desolación ante la espantosa muerte de la única persona a la que había amado. Desde la desaparición de Neleo, el deseo que sentíamos por ella se había transformado en compasión.

Pronto llegó el momento de cosechar la aceituna, aunque aquel año la recolección quedó supeditada a los turnos de vigilancia. Se tardó en completarla mucho más tiempo del habitual, pues los esclavos debían atender prioritariamente a las guardias. A mí me permitieron participar en el vareo de los olivos durante algunos días, aunque sin separarme ni unos pasos de Leagro y de Laso. Todos nosotros, hasta el último de los esclavos, portábamos siempre una daga en el cinto y realizábamos nuestras labores conviviendo con el peligro que nos acechaba.

El invierno llegó temprano aquel año. Recuerdo que varias nevadas consecutivas dejaron la hacienda cubierta por un manto blanco y que un frío muy intenso nos acompañó durante un par de meses. Aquello me entristecía, pues si el tiempo era desapacible mis compañeros se quedaban en el gimnasio de Kefisia en lugar de acudir a mi casa. Por tanto, elaboré un denso programa de actividades que decidí seguir al pie de la letra: éste incluía un cuadro de ejercicios y carreras a primera hora de la mañana seguidas de las lecciones con el pedagogo, dedicando la tarde al estudio y a la lectura. Las circunstancias me obligaron a ser autosuficiente, y la verdad es que lo conseguí sin demasiado esfuerzo. Por nada del mundo quería quedarme atrás en ninguna de las facetas que debía desarrollar, y menos aún en una época tan difícil como aquella.

Durante esos meses dispuse de más tiempo que nunca para conversar con mis padres. Ellos estaban tranquilos pero conscientes de que nos encontrábamos en una situación tremendamente inestable. Lo peor de todo era el sentimiento de impotencia, saber que no podíamos hacer absolutamente nada más que confiar en que un día recibiríamos la noticia de que Alcinoo había sido detenido por el ejército. Pero ese día no llegaba nunca. Es más, esa posibilidad se veía cada vez más lejana e improbable. Alcinoo podría encontrarse en Ática, en Laconia, en Eubea o en Beocia; daba igual dónde estuviese, pues en cualquier lugar de la Hélade encontraría gente dispuesta a cobijar y servir a tan insigne enemigo de Atenas a cambio de la promesa de una recompensa.

Pregunté a mi padre si iba a presentar una querella por asesinato contra Alcinoo, y él me contestó que no, puesto que no disponía de ninguna prueba; ni un solo testigo, ningún documento, ningún objeto, absolutamente nada. Lo único que lograría si le denunciaba era que el partido oligárquico le acusara de calumnia por denunciar sin pruebas. Además, matar a un esclavo era un delito contra el patrimonio que estaba penado con una simple multa pecuniaria, con lo que tampoco iba a resolver absolutamente nada. Si en estos momentos, añadió mi padre, Alcinoo se enterara de que era objeto de una acusación de esa clase, su reacción más probable sería la de romper a reír.

Cuando desapareció la nieve, mi padre volvió a desplazarse esporádicamente a Atenas. Después de varios meses, se reunió de nuevo con sus amigos y éstos le pusieron al tanto de todas las novedades, que cada vez se sucedían con mayor velocidad: los movimientos de los oligarcas, las declaraciones públicas de Pericles, los procesos judiciales en trámite, la evolución del clima de guerra… Asimismo, trataron cuál iba a ser su estrategia común para mantener en cualquier circunstancia una homogeneidad en sus planteamientos que estuviera por encima de sus divergencias personales.

En Atenas no circulaba ni el más mínimo rumor sobre Alcinoo. Parecía habérselo tragado la tierra, pues desde su huida no se había vuelto a oír una sola palabra sobre él. A los pocos días de su marcha, su mujer, sus hijos y sus esclavos recogieron sus enseres, los cargaron en varios carros y abandonaron la ciudad entre la indiferencia de la gente. No se sabía si se habrían reunido con Alcinoo y nadie conocía absolutamente nada relacionado con él. Supongo que alguno de sus partidarios más leales marcharía en su busca y, probablemente, lo encontrarían, aunque de ser así habían logrado mantener la más absoluta discreción.

Sin embargo, la cuestión que más preocupaba en aquellos días a los atenienses era el asunto de Potidea, pues éste se iba constituyendo poco a poco en el factor que nos abocaba irremediablemente a la gran guerra. Potidea era una colonia de Corinto situada en el norte de la Hélade, entre Macedonia y Tracia, pero a la vez la ciudad mantenía unos estrechos lazos con Atenas. Esa situación tan peculiar se sostuvo durante mucho tiempo, mas el frágil equilibrio acabó rompiéndose tras la batalla de Corcira, aquélla en la que participó Neleo, pues desde entonces Corinto se había erigido como un enemigo acérrimo de Atenas. Pericles envió un heraldo para exigir a los habitantes de Potidea que dejaran de pagar tributos a Corinto y que expulsaran a sus inspectores y magistrados, lo que provocó que se desencadenaran las tensiones. Corinto reaccionó al mandato ateniense introduciendo a un grupo de mercenarios en Potidea, utilizando para ello el argumento de que constituía una obligación proteger a su colonia y provocando de esa manera la sublevación de la ciudad contra Atenas. Por ello, hacía unos meses que Pericles había comenzado a enviar tropas para tomar Potidea, misión que parecía sencilla en un principio pero que se convirtió en un asedio prolongado, penoso y costosísimo. Las penurias que contaron algunos mutilados que regresaron a Atenas resultaron estremecedoras. A través de ellos conocimos que Alcibíades, un sobrino de Pericles al que algunos apuntaban como el joven con el futuro más prometedor de la ciudad, cayó herido en el campo de batalla y Sócrates le salvó la vida protegiéndole con su corpachón del frío y de las flechas enemigas. Sin embargo, varios cientos de jóvenes atenienses no gozaron de la misma suerte.

Mi padre y sus amigos se mostraban, en su mayor parte, en desacuerdo con aquel asedio. Opinaban que ninguna ciudad aliada, por alta que fuera su importancia estratégica, justificaba un número tan elevado de muertos. La verdad es que si Atenas no hubiera actuado, Corinto habría continuado sublevando a otras ciudades aliadas después de Potidea. En estos términos, resultaba extremadamente difícil emitir un juicio sobre la oportunidad de cada una de las acciones militares, pero cada vez era más evidente que a Pericles se le estaba escapando la situación de las manos.

Poco a poco, todos nosotros fuimos tomando conciencia de que la suerte estaba echada. La gran guerra iba a comenzar, y lo único que quedaba por determinar era cuánto tardaría en llegar.

* * *

Pasaron los días y el invierno se fue desvaneciendo con lentitud. La hacienda continuaba con su obligada rutina sin ninguna novedad. Todos nos encontrábamos bastante tranquilos, desempeñando nuestras funciones con aparente normalidad. Sin embargo, un ambiente extraño flotaba en el aire. La casa había perdido la alegría y la armonía de siempre, sin que fuera posible determinar si la causa estribaba en lo que había ocurrido o en nuestro temor a lo que podía venir. Parecía como si algún instinto oculto nos estuviera avisando cada día para que mantuviéramos la precaución, de que el peligro que nos acechaba no había desaparecido.

Los turnos de vigilancia nos otorgaban cierta tranquilidad y constituían nuestra única garantía de protección. Mi padre era muy estricto en este tema. A menudo salía en su caballo a visitar los puestos, tanto de día como de noche, para cerciorarse de que cada uno de los esclavos vigilaba con atención. Era importante, me dijo en una de las ocasiones en que le acompañé, mantener en ellos la inquietud por el hecho de saber que en cualquier momento él podía aparecer. De no haber estado protegidos por una vigilancia realmente eficiente nos hubiéramos visto obligados a trasladarnos a la ciudad, pues en la hacienda nos encontrábamos completamente aislados y expuestos a cualquier peligro.

Nuestros temores no tardaron en justificarse. Antes de llegar la primavera Alcinoo volvió a dar señales de vida, y lo hizo fiel a su estilo, de forma macabra y valiéndose de la oscuridad. Era medianoche cuando un estruendo en la parte trasera de la casa nos sobresaltó. El sonido que oímos procedía de las caballerizas, pero aquellos relinchos contenían una violencia tan enorme que enseguida comprendimos que alguien estaba atacando a los caballos. Todos salimos de inmediato de nuestras habitaciones y nos encontramos en el patio interior. Mi padre ordenó a varios esclavos que encendieran antorchas, se armaran y le siguieran. A mí me entregó una espada y me dijo que no me separara de mi madre y de Frime. Él y los esclavos corrieron a toda prisa hacia las caballerizas, que estaban aproximadamente a medio estadio de distancia. Al llegar encontraron sus puertas abiertas y los caballos extremadamente nerviosos. Entraron en su interior y recorrieron con mucha precaución el pasillo central, hasta que percibieron en uno de sus extremos un charco de sangre que discurría desde el establo de Doro. Cuando mi padre alumbró con su antorcha el habitáculo, descubrió a su caballo más querido tumbado en el suelo, con el cuello rajado de parte a parte y completamente desangrado. Muy alterado, se giró hacia sus esclavos y les ordenó a gritos que salieran de las caballerizas, se dispersaran y buscaran alguna pista. Éstos le obedecieron a toda velocidad, pero al cabo de un rato volvieron a reunirse junto a mi padre, quien acariciaba las crines de Doro poseído por la ira y el dolor. Ninguno de los esclavos pudo ver absolutamente nada. Los autores de aquel acto salvaje debían de haberse marchado rápidamente por donde llegaron. De pronto, Harmodio llamó desde fuera a mi padre y le dijo que se acercara. El esclavo, muy nervioso, iluminaba el suelo junto a una de las paredes exteriores. En la tierra, escritas con el extremo de un palo, se distinguían claramente las siguientes palabras: O TÚ O YO.

* * *

Mi padre decidió no castigar a ninguno de sus esclavos, pues comprobó que las caballerizas no podían divisarse desde ninguno de los puestos de vigilancia. El vigía que ocupaba el puesto más cercano, desde el cual se controlaba el camino de acceso a nuestra casa, no pudo apreciar ningún movimiento extraño porque uno de los almacenes obstaculizaba la visión de las caballerizas. Según mostraban las huellas que encontramos la mañana siguiente, los autores de aquella fechoría se aproximaron hasta su objetivo atravesando los trigales, evitando así que los guardianes les descubrieran. Con los medios con que contábamos resultaba imposible vigilar toda la extensión de la hacienda, de manera que desde el principio éramos conscientes de que la única parte relativamente segura era la casa y sus accesos.

Mi padre quedó definitivamente abatido después de este episodio. La visión de Doro con el cuello abierto le causó un dolor inmenso. Era su caballo preferido desde hacía diez años, un ejemplar excepcional con el que había recorrido cientos de leguas y el único en el que confiaba plenamente para batallar en la inminente guerra. En la Atenas que yo conocí, la muerte de un caballo contenía una gran carga simbólica. Poseer un buen ejemplar y un juego de armas completo otorgaba a un ciudadano la condición de caballero, honor que le convertía en un miembro destacado del ejército y de la polis. El caballo era objeto de orgullo y de deseo, según se poseyera o no. Constituía una extensión del caballero, una parte de él mismo, y por ello un atentado contra él equivalía a una agresión directa hacia su dueño. El hecho de que Alcinoo hubiera matado a Doro no sólo suponía desposeer a mi padre de su bien más preciado, sino, sobre todo, constituía una grave amenaza, una demostración pública de que debía guardar mucha precaución, pues el próximo en caer podía ser él.

Si mi padre no hubiera podido permitirse tener otro buen ejemplar, habría sido expulsado del cuerpo de caballería y relegado a ser un simple hoplita. Por suerte, no era ése su caso, pero aquella afrenta le dejó muy marcado porque supuso la constatación de que nos encontrábamos completamente a merced de Alcinoo. Nadie tenía ni idea de dónde se encontraba el espartano; ni siquiera se sabía si participó directamente en la muerte de Doro o si había dado la orden a uno de sus subordinados desde algún lugar lejano. Alcinoo había asestado otro duro golpe a mi padre sin ninguna posibilidad de reacción ni de respuesta. Había vuelto a matar algo muy querido por él sin dejar pruebas ni testigos. Nadie vio nada ni encontró la más insignificante pista, a excepción de unas huellas en los trigales que se perdían en el linde de nuestra hacienda. Hasta las letras escritas en el suelo pronto quedaron totalmente cegadas por el viento.

Desde aquel día, mi padre se mostró nervioso e inestable, y su carácter comenzó a agriarse. Él era un hombre valiente y resuelto, alguien que no se amedrentaba y que no dudaba en enfrentarse a cualquier enemigo, pero para hacer uso de su valía necesitaba combatir con limpieza, en igualdad de condiciones. Cara a cara y con las mismas armas. En la situación en que se encontraba, no era más que un combatiente ciego y desvalido. Alcinoo le tenía en sus manos, completamente desorientado y desarmado, sin saber adónde dirigirse ni a quién recurrir. No podía ir en busca de su enemigo, pues descuidaría a su familia y a su hacienda y, seguramente, no obtendría ninguna recompensa. Tampoco albergaba esperanzas de recibir ayuda por parte de la ciudad. Los jueces habían enviado a cada una de las polis aliadas una solicitud de captura de Alcinoo, pero se le antojaba muy improbable que un hombre con tantos medios como él se dejara atrapar. Por entonces, la única opción que le quedaba a mi padre era permanecer quieto, lo cual parecía equivaler a cruzarse de brazos y esperar a que su enemigo decidiera perpetrar el siguiente crimen.

Tras la muerte de Doro, mi padre envió una paloma a Alceo con un mensaje en el que le pedía que fuera a visitarle cuanto antes. Su fiel amigo llegó a la hacienda a la mañana siguiente. Cuando se enteró de lo sucedido, volvió de inmediato a la ciudad para avisar al resto del grupo y regresó en la tarde del día después trayendo consigo a todos ellos. Mi padre se reconfortó visiblemente cuando les vio llegar por el caminal. Comprobó que todos habían dejado de lado sus ocupaciones para ayudar a proteger su familia y su hacienda: cada uno de ellos vino acompañado de sus tres o cuatro esclavos más fieles con el objetivo de reforzar la vigilancia en la hacienda.

Aquella medida consiguió serenar nuestros ánimos. Por lo menos, a partir de entonces pudimos dormir algo más tranquilos por la noche, lo que contribuyó a aligerar nuestro desasosiego. Pero cada vez se iba haciendo más preciso adoptar una decisión definitiva, pues aquella situación no era más que un remedio provisional que no podía perdurar mucho tiempo.

Mi padre y sus amigos mantuvieron largas conversaciones en el andrón. Todos coincidían en que, en el caso de que se descuidara la vigilancia de la hacienda, el próximo ataque de Alcinoo podría resultar aún más trágico: quizás intentara violar a Leucipe, con quien mantenía una fijación especial desde joven, o asesinarme a mí o a mi hermana Frime. Ninguno dudaba de que el espartano debía estar planeando asestar un nuevo golpe a mi padre que le causara el máximo dolor posible. Durante varias noches, los miembros del grupo trataron el tema desde todos los ángulos y analizaron sus implicaciones. Cada uno abordó el problema desde su punto de vista, pero nadie fue capaz de encontrar una solución que satisficiera a la mayoría. Finalmente, en uno de los banquetes en el que el debate se prolongó hasta altas horas de la madrugada, se acercaron a un acuerdo.

—Lo que más deseo ahora mismo —afirmó Isómaco ante sus amigos—, más que ninguna otra cosa en el mundo, es enfrentarme a Alcinoo. Daría lo que fuera por disponer de la oportunidad de combatir con él cuerpo a cuerpo. Y no lo deseo sólo por venganza, sino porque sé que es la única opción que me queda para intentar conseguir que mi familia vuelva a vivir en paz.

—Sí —contestó Aristogitón—, pero eso es algo que él no te va a conceder. Al menos, por ahora. Sabe que te tiene a su merced y deseará extraer el máximo provecho a su ventaja.

—Es preciso encontrar la manera de atrapar a Alcinoo —dijo Alceo—. La ciudad no nos puede prestar su ayuda por ahora, pero entre todos nosotros disponemos de medios suficientes para intentarlo.

—Estoy de acuerdo —intervino Cirebo enérgicamente—. Si somos capaces de diseñar una estrategia adecuada, sin duda tendremos grandes posibilidades de éxito. Considero que podríamos formar tres grupos, cada uno compuesto por ocho esclavos y guiado por dos de nosotros. Cada grupo se dirigiría hacia una dirección y buscaría a Alcinoo en distintas zonas de la Hélade. Os aseguro que, tarde o temprano, acabaríamos encontrándole.

—Y una vez hayamos dado con él, ¿qué? —preguntó Aristogitón—. Lo más probable es que Esparta le haya proporcionado una guardia personal.

—Cuando se le descubra hay que espiarle con la máxima discreción —contestó Cirebo—. Si existe la posibilidad de capturarle mediante una trampa, se planea y se le tiende. Si dispone de una escolta demasiado fuerte como para ello, enviaremos a dos de nuestros esclavos con el objeto de que den aviso a los demás, quedándose el resto del grupo vigilando de cerca a Alcinoo para no perderle la pista. Si conseguimos informar al ejército ateniense de su paradero exacto, sin duda nos prestará toda la ayuda necesaria para detenerlo. Además, conocemos a muchos ciudadanos que nos acompañarían y que aportarían a algunos de sus esclavos para esta misión. Una vez reunidas todas estas fuerzas, formaríamos un contingente lo suficientemente poderoso como para atacar a Alcinoo sin temor a fracasar.

Los contertulios quedaron en silencio mientras meditaban la idea de Cirebo. Todos observaron a mi padre, quien hacía rato que apoyaba su pómulo derecho sobre su mano sin emitir una sola palabra.

—No puede ser, Cirebo, no puede ser —contestó finalmente Isómaco, moviendo la cabeza a ambos lados—. No nos encontramos dentro de una de tus tragedias, sino en la cruda realidad. Efectivamente, formamos parte de un grupo que puede llegar a ser fuerte si unimos nuestros recursos: además de la ayuda que nos podría prestar el ejército, contamos con esclavos de confianza y con bastantes ciudadanos que, en caso de que conociéramos el lugar donde se encuentra Alcinoo, estarían dispuestos a participar en su captura. Pero no nos debemos engañar. Ahora mismo estamos totalmente perdidos. Como has dicho, podríamos formar dos o tres grupos e ir en su busca. Pero ¿dónde? La Hélade es inmensa, inabarcable para nosotros. Alcinoo puede encontrarse en cualquiera de las islas del Egeo, en Tesalia, en Tracia, en Tebas… quién sabe dónde. Es más, estoy convencido de que él no fue quien mató a mi caballo, sino que habrá dado la orden desde algún lugar lejano. No creo que se arriesgue a adentrarse en el Ática, pues se enfrenta a una pena de muerte por traición. No, él no volverá, por lo menos hasta que dé comienzo la guerra. Ahora mismo puede estar en cualquier sitio, cómodamente cobijado por algún grupo de oligarcas. Y, lo que es peor, dispondrá a su alrededor de una red de informadores que le avisarían de nuestra presencia mucho antes de que nosotros encontráramos su pista, por lo que nos sería imposible abordarle estando desprevenido. Seamos realistas, nunca conseguiríamos una fuerza capaz de combatir a sus servidores y a los oligarcas que estén arropándole. Tened en cuenta que, además de que el ejército espartano probablemente le esté otorgando protección, él es capaz de mantener a un grupo de mercenarios que le sirvan como escolta y que le ayuden a lograr sus objetivos. Por otra parte, ¿y si Alcinoo se encontrara en el Peloponeso? Ahí ni siquiera podemos arriesgarnos a buscar. Estamos a las puertas de la gran guerra, y enseguida se divulgaría por toda la región que un grupo de atenienses ha entrado en territorio de la liga espartana para capturar a un enemigo de nuestra ciudad. No duraríamos ni dos días. Planteemos la cuestión racionalmente, amigos míos, y no nos dejemos llevar por los sentimientos. Sin disponer de ninguna información sobre Alcinoo, lo más prudente es quedarnos quietos y reconocer que estamos a su merced. Cualquier movimiento que realizáramos ahora mismo resultaría demasiado peligroso y no nos aportaría nada; muy probablemente, lo único que conseguiríamos sería añadir más problemas a los que ya tenemos.

El realismo de aquellas palabras zanjó la cuestión de ir en busca de Alcinoo. Todos quedaron convencidos de que no había nada que pudiera hacerse a excepción de vigilar y esperar. Mi padre, por su parte, quedó aún más abatido al tomar conciencia de que el transcurso del tiempo constituía un elemento en su contra. Nuestra familia se mantenía protegida gracias al esfuerzo de sus amigos, pero aquello era una situación excepcional. Llegaría un momento en que, se hubiera encontrado o no a Alcinoo, los esclavos cedidos deberían regresar progresivamente a sus casas.

Aquella conversación continuó su curso. Las horas pasaban y las ideas fluían cada vez con mayor dificultad, pues las pocas propuestas que habían ido surgiendo fueron discutidas e inmediatamente descartadas. Como había ocurrido en noches anteriores, la solución seguía sin llegar. Definitivamente, parecíamos condenados a encerrarnos en casa y esperar hasta enloquecer.

—Isómaco, tengo otra idea —dijo entonces Alceo, incorporándose y rompiendo el áspero silencio que se había abierto.

—Exponía —contestó mi padre, sin levantar la mirada de su copa de vino.

—Vayamos a Delfos. Es probable que el oráculo nos ayude —exclamó Alceo ante la sorpresa de los demás.

—¿Delfos? —preguntó Isómaco con desprecio—. Vamos, Alceo, sabes de sobra que no creo en los oráculos.

—Lo sé —contestó Alceo—. Pero esta es una ocasión muy especial. Nos encontramos en una situación desesperada y no disponemos de ninguna otra alternativa. Sobre todo, piensa que no tenemos nada que perder, apenas unos pocos días, y sí mucho que ganar.

Mi padre permaneció callado y sin mostrar ninguna reacción.

—Estoy de acuerdo con Alceo —intervino Aristogitón—. Yo he escuchado el testimonio de varias personas a quienes Delfos ha servido de mucha ayuda.

—Sí —contestó Isómaco amargamente—, todos conocemos a gente que, tras realizar una consulta al oráculo, asegura haber encontrado la respuesta que necesitaba para enderezar sus vidas. Pero en caso de ser cierto que hayan logrado una solución, no me cabe duda de que les llega por medio de la sugestión o de la casualidad.

—Bien, eso es lo que tú crees —dijo Alceo—. Pero la cuestión es que en nuestro entorno hay personas a las que el oráculo les ha servido de ayuda, y sin embargo no conozco a nadie a quien le haya supuesto un impedimento o le haya acarreado problemas. De hecho, hace cincuenta años Atenas se salvó de la perdición gracias a que Temístocles consultó al oráculo de Delfos: sin su contestación, la ciudad no habría estado preparada para derrotar a la flota persa en la batalla de Salamina, y probablemente nosotros mismos ni siquiera habríamos nacido. Yo sí creo, Isómaco, que la grieta en la roca de Delfos está conectada con el centro del mundo y que la pitonisa es capaz de obtener información a través de ella. Carece de explicación racional alguna, lo sé, pero ten en cuenta que mucha gente cruza medio mundo para realizar su consulta. Y ese prestigio no se gana sin motivo.

El rostro de mi padre seguía reflejando su incredulidad.

—Piensa, Isómaco —volvió a intervenir Aristogitón—, que tu principal carencia en estos momentos es la de información. Necesitas orientarte, cerciorarte de que fue Alcinoo quien mató a Neleo. Y, sobre todo, es vital que sepas en qué lugar se encuentra tu enemigo. Lo que Delfos ofrece a sus visitantes es, precisamente, información. Creíble o no, eso depende del criterio de cada uno, pero, en definitiva, todos los peregrinos que regresan de Delfos traen consigo un mensaje que de ninguna otra manera habrían podido obtener. Y yo no considero que ahora mismo estés en disposición de rechazar nada que te pueda servir de ayuda.

—No comprendo tu actitud —reprochó Alceo a Isómaco, quien continuaba totalmente impávido—. Tú mismo oíste decir al propio Sócrates que el oráculo de Delfos es un magnífico consejero y que sus contestaciones hay que tomarlas como verdaderas comunicaciones divinas.

Ese comentario provocó que mi padre fijara su mirada en Alceo.

—Y aun en el caso de que sigas alegando que no crees en absoluto en los oráculos —continuó Alceo, cada vez más convencido de su idea—, debes tener en cuenta que la ciudad de Delfos es también un gran centro de información, un lugar que aglutina a ciudadanos de toda la Hélade y donde confluyen una ingente cantidad de rumores y comentarios de todo tipo. Es probable que nos topemos con alguien que sepa algo acerca de Alcinoo. Isómaco, considero firmemente que cometes un grave error negándote a aceptar este plan.

Mi padre se sintió presionado. Lo que comenzó pareciéndole una idea descabellada empezaba a adquirir algo de sentido. En aquel momento no podía continuar rechazando la propuesta, pues algunas de las razones que habían esgrimido sus amigos eran perfectamente válidas. Sin embargo, tampoco se atrevió a aceptarla, pues consideró que sería precipitado decidirse en ese instante.

—Os ruego me deis la oportunidad de meditarlo mejor —pidió a los demás, levantándose de su triclinio—. Mañana adoptaremos la decisión definitiva.

* * *

Al día siguiente, mi padre comentó la propuesta de Alceo con mi madre. Se trataba de una cuestión que atañía a toda la familia, y por ello quiso apoyarse en su esposa para exponer sus dudas y tomar o desechar la decisión de emprender el viaje. Como era de esperar, ella le contestó que consideraba muy acertada la idea de viajar a Delfos. Argumentó que la alternativa que les quedaba era seguir esperando con los brazos cruzados, lo cual sólo serviría para incrementar el sentimiento de impotencia que nos invadía a todos. Entre permanecer inmóviles e intentar llevar a cabo un plan con alguna posibilidad de ser útil, elegía sin dudar la segunda opción. Además, añadió Leucipe, su padre creía fervientemente en los oráculos y siempre los consideró como instrumentos que los dioses habían puesto a disposición de la humanidad para ser utilizados por personas que realmente lo necesitaran. Nosotros, indudablemente, nos encontrábamos en esa circunstancia, y era nuestra obligación valernos de todos los recursos a nuestro alcance para intentar escapar del problema que nos estaba subyugando.

Aun así, mi padre se resistía. Que un hombre racional como él consintiera en consultar a una pitonisa para resolver sus dificultades le parecía totalmente incoherente. Sin embargo, sus amigos y su esposa apoyaban la idea sin reservas y, además, habían argumentado aceptablemente su postura, lo cual le sumió en la duda.

Después de comer, mi padre se retiró al andrón y permaneció aislado durante toda la tarde meditando la cuestión. Reflexionó intensamente sobre los argumentos que había utilizado Alceo: aunque no compartía sus ideas, la intervención de su amigo condujo a mi padre a plantearse por qué él rechazaba categóricamente los oráculos mientras el propio Sócrates los valoraba tanto. El filósofo significaba demasiado para él como para no tenerle en cuenta a la hora de buscar una decisión acertada en el momento más difícil de su vida. Sócrates había enseñado a mi padre que la areté se alcanza a través de la verdad; solía afirmar que quien la posee es virtuoso y, por tanto, sus acciones son siempre acertadas, y estimaba que la razón y la dialéctica constituyen los instrumentos idóneos para encontrarla. Si Sócrates, que poseía una inteligencia asombrosa y profesaba una fe ilimitada en la razón, utilizaba el oráculo cada vez que le asaltaba una duda de cierta entidad, ¿por qué iba mi padre a despreciar la idea, cuando se veía envuelto en una situación tan desesperada? Comprendió que si Sócrates se encontrase en Atenas y tuviese ocasión de tratar la cuestión con él, sin duda le recomendaría que consultara sus inquietudes con el oráculo. Dado que siempre había admirado profundamente la personalidad del filósofo y sus métodos, ¿con qué argumentos podía convencerse de que no era ésa la mejor opción?

Sócrates, que jamás salía de la ciudad excepto en aquellas ocasiones en que debía incorporarse a una campaña militar, viajaba sin embargo a Delfos para consultar, por ejemplo, la idoneidad de una persona para formar parte de su grupo de amigos. Precisamente uno de ellos, Querefón, preguntó al oráculo si resultaba conveniente convertirse en discípulo del filósofo, y recibió como respuesta que Sócrates era el hombre más libre, más justo y más sabio del mundo.

Mi padre, sin embargo, nunca había prestado atención a esos aspectos. Como tampoco daba mayor importancia a que Sócrates afirmara poseer un espíritu que le daba consejos. Según el filósofo, una voz divina le hablaba desde su interior y le disuadía de hacer lo que no debía. Así, mientras aquél permanecía en silencio, él actuaba tranquilo sabiendo que obraba acertadamente. Cuando su espíritu intervenía era para advertirle que no debía inmiscuirse en un asunto político o que no le convenía relacionarse con una determinada persona por ser ésta peligrosa.

Así pues, reflexionó mi padre aquella tarde en la soledad de su andrón, nuestro mundo contiene mucho de relatividad, y quizá la razón no pueda abarcarlo todo. Sócrates, a pesar de ser un defensor de la racionalidad, se apoyaba habitualmente en instrumentos irracionales, y por medio de la conjunción de los dos ámbitos lograba alcanzar la verdad y la justicia, y, a través de ellas, la areté. Precisamente, la verdad y la justicia constituían los dos valores más anhelados por mi padre, por lo que comprendió que debía utilizar cualquier medio para conseguir su objetivo.

De esa manera, mi padre adoptó una decisión que comunicó a su grupo de amigos durante el simposio de esa misma noche: emprendería el viaje a Delfos, pero antes quería realizar un último intento que él estimaba conveniente y cuya ejecución no suponía la asunción de ningún riesgo. Elegirían a cuatro entre sus esclavos más fieles y los enviarían al día siguiente a recorrer Eubea, Beocia, Megáride y Fócida con el propósito de rastrear sus ciudades e intentar recabar alguna información sobre el paradero de Alcinoo. Dijo que el tiempo que tarda la luna en completar sus cuatro fases constituía un plazo razonable para realizar esa misión, ya que durante el mismo los enviados tendrían oportunidad de abarcar un espacio suficientemente amplio: al norte de dichas regiones era muy improbable que se hubiera desplazado Alcinoo; adentrarse en la península del Peloponeso resultaba extremadamente peligroso, y las islas del Egeo eran demasiado numerosas como para intentar transitarlas. Recorrer los cuatro territorios elegidos suponía rastrear una parte importante de la Hélade que, no obstante, era perfectamente abarcable si los cuatro esclavos seleccionados se dividían en dos parejas y se repartían las zonas. Aquel plan constituía el último intento que Isómaco realizaría dentro del ámbito de la racionalidad. Si al volver la luna a su cuarto creciente los esclavos no habían regresado con alguna información de interés, él mismo viajaría a Delfos. Y, por tanto, dejaría la solución en manos del destino.

Los amigos de mi padre respondieron que su idea era inteligente, por cuanto los esclavos, vestidos como ciudadanos y trasladándose en carros, podían pasar fácilmente como comerciantes y buscar información sin levantar sospechas. Dado que no parecía entrañar ningún riesgo, consideraron preferible agotar esta opción antes de emprender el viaje a Delfos. En definitiva, no revestía demasiada importancia realizar la consulta un mes antes o después, pues durante ese tiempo nuestra familia se mantendría debidamente protegida. Además, todos ellos comprendieron perfectamente que Isómaco quisiera realizar un último intento desde la lógica y la razón antes de inclinarse por algo en lo que nunca había creído.

Al amanecer del día siguiente, mi padre informó a los cuatro esclavos designados acerca de la misión que se les había encomendado. Harmodio y Leagro formarían una pareja, y un esclavo de Alceo y otro de Aristogitón la otra. Mi padre utilizó su preciada tabla de bronce, en la que se hallaban grabados el contorno de la Hélade, sus ciudades y sus montañas, para mostrarles el itinerario que debían recorrer, insistiéndoles en que regresaran antes de completarse un ciclo lunar aunque no hubiesen encontrado ninguna pista. En consecuencia, los cuatro equiparon rápidamente los dos carros en los que realizarían el viaje, los proveyeron de ropa, comida y dinero y partieron ataviados como si fuesen mercaderes buscando oportunidades de negocio. Un rato más tarde, los amigos de mi padre se marcharon a sus casas, pues ya no tenían nada importante que hacer en la nuestra mientras no surgiera alguna novedad. Se despidieron de nosotros hasta la siguiente luna creciente y partieron todos en grupo, dejando en la hacienda a sus esclavos para seguir prestándonos su protección.

Los siguientes veintiocho días transcurrieron muy lentamente. Recuerdo que durante aquel período a todos nosotros se nos hizo difícil concentrarnos en nuestros asuntos. Estábamos más pendientes de lo que ocurría en el exterior que de lo que sucedía en nuestra propia casa, conviviendo con la permanente ansiedad por conocer alguna novedad sobre el paradero de Alcinoo o por recibir la noticia de que la guerra se había desencadenado. La sensación que imperaba en nuestras conciencias era la de hallarnos bajo la omnímoda mirada de Esparta: de la misma manera que Alcinoo espiaba nuestra hacienda, el ejército espartano vigilaba la ciudad desde todos sus ángulos, de manera que tanto nuestra familia como el resto de los atenienses nos encontrábamos a la espera de que el enemigo espartano decidiera cuál era el momento propicio para provocar nuestra destrucción.

La primavera se asentó, y los días fueron tornándose largos y hermosos. Como la hacienda continuaba perfectamente custodiada, se me permitió pasar más tiempo fuera de la casa. Daba paseos a caballo a diario, siempre armado y acompañado de algún esclavo, y mis amigos volvieron a trasladar sus sesiones de gimnasia y de velocidad al amplio espacio que mediaba entre la casa y las caballerizas.

Mi padre habitualmente destinaba un rato cada día a practicar con la espada, ejercicio que contribuía a mantener su destreza con el arma y a tonificar sus músculos. Sin embargo, desde el asesinato de Neleo comenzó a dedicar más tiempo que nunca a su entrenamiento. Cada mañana acudía a la hacienda el mejor instructor del demo y ambos se enfrascaban durante horas en sus ejercicios físicos y de estrategia.

Uno de esos días, mi padre me sorprendió con un regalo inesperado: un equipo completo de soldado. Pese a mi corta edad y al elevado esfuerzo económico que debió suponer para él, había decidido que era preciso que yo comenzara a practicar con mi propio armamento. Desde entonces me impartió lecciones diarias sobre cómo empuñar la espada, protegerme con el escudo y atacar al rival sin descuidar una posible reacción. Aunque yo ya contaba con suficiente fuerza para manejar la espada, mi brazo izquierdo aún no era capaz de sostener correctamente el escudo. Aquellos ejercicios me sirvieron para fortalecer mi cuerpo y encontrarme en disposición de repeler el ataque de un enemigo, mientras que a mi padre le valían para entrenarse al margen de sus propias sesiones. Constituía para él una obligación prioritaria realizar una instrucción lo más completa posible, pues de ello podía depender su vida en un futuro inmediato. Pronto tendría que marchar a la guerra, y una insuficiente preparación física podía suponerle la muerte. Además, tarde o temprano se presentaría la ocasión de luchar contra Alcinoo. Debía esmerarse al máximo para enfrentarse a él, pues el espartano estaba considerado como uno de los hombres más diestros con la espada de toda la Hélade.

Cuando faltaban unos pocos días para que venciera el plazo convenido, aún no habíamos recibido ninguna noticia acerca de los esclavos que marcharon en busca de Alcinoo. La inquietud y el malestar aumentaron visiblemente en mi padre, lo que dio lugar a que se consolidara el cambio que había comenzado a experimentar su carácter desde la desaparición de Neleo. Fue en esa época cuando mi madre y yo advertimos que de sus frecuentes bromas y de su fácil sonrisa no quedaba apenas nada.

Definitivamente, parecía ser que el viaje a Delfos se iba a realizar. Una de esas noches, en un momento en que mi madre y yo nos encontrábamos sentados en un banco del jardín escrutando el cielo sembrado de estrellas, le pregunté qué le parecía la idea de consultar el oráculo. Ella me contestó que, además de constituir la única opción que nos quedaba, no le cabía duda de que su veredicto nos serviría de ayuda. Y entonces, ante mi expresión de incredulidad, mi madre me contó una historia aprendida de su abuelo que absorbió de inmediato mis dudas. Su forma ferviente y entusiasta de relatarla contribuyó decisivamente a persuadirme:

—Hace muchos años, la lejana Lidia era reinada por Creso, quien alcanzó fama en todo el mundo por sus inmensas riquezas. El rey se consideraba más poderoso que los oráculos y, para demostrar ante su pueblo la inutilidad de éstos, decidió someterlos a una curiosa prueba. Envió al mismo tiempo a un mensajero a cada uno de los oráculos más conocidos con el encargo de que contaran cien días y realizaran la misma consulta a los respectivos dioses: qué estaba haciendo en esos momentos su rey. De este modo, cada uno de ellos fue llegando a su destino y todos cumplieron el mandato el mismo día. El mensajero que le había correspondido visitar Delfos recibió la siguiente respuesta de la pitonisa: «El agradable olor de la tortuga cocida en el cobre con carne de cordero penetra en mis sentidos. El cobre se extiende por abajo y el cobre lo recubre». El consultante, muy extrañado, emprendió el viaje de vuelta a Lidia. Según iban regresando los mensajeros, se presentaban ante Creso y le entregaban la tablilla que contenía la respuesta que les había dado su oráculo. El rey se reía de sus contenidos y las lanzaba al suelo con desprecio, pues ninguna se acercaba a la realidad. Cuando por fin llegó el mensajero de Delfos, Creso leyó atentamente las dos frases que éste le entregó y, cuando hubo terminado, ante el asombro de toda la corte, se puso de rodillas y oró al dios Apolo. Juró que colmaría el santuario de Delfos de grandes presentes y que, a partir de entonces, no tomaría ninguna decisión importante sin consultarle. Cuando sus súbditos le preguntaron el motivo de su reacción, Creso explicó ante todos que desde que partieron sus mensajeros esperó cien días para hacer algo que nadie pudiera imaginar: troceó una tortuga y un cordero y puso los pedazos a cocer dentro de un gran recipiente de cobre.

* * *

Cuando la luna comenzaba a adentrarse en su cuarto creciente, los amigos de mi padre fueron regresando puntualmente a la hacienda, alternando sus apariciones con las de las dos parejas de esclavos que partieron en busca de Alcinoo. Una vez reunidos, mi padre y su grupo se sentaron en torno a la gran mesa de mármol del jardín para escuchar a los esclavos, quienes narraron las peripecias de su viaje con un tono de profunda decepción. Aseguraron que cada noche habían pernoctado en una ciudad o en una aldea distinta, que visitaron decenas de tabernas y que habían conversado con cientos de personas. A ninguna de ellas preguntaron directamente si conocía a Alcinoo o si sabía algo de él, sino que su táctica, siguiendo las instrucciones de mi padre, había consistido en tomar parte en largas conversaciones con el mayor número posible de gente e intentar extraer alguna pista del contexto de la tertulia, conduciéndola a donde a ellos les interesaba sin que nadie sospechara de sus intenciones. Sin embargo, pese a sus reiterados esfuerzos, ninguno de los cuatro obtuvo el más mínimo resultado. Alcinoo parecía haber desaparecido de la faz de la tierra.

A la vista del fracaso de su iniciativa, Isómaco despidió a los cuatro esclavos, se giró hacia el resto del grupo y anunció con gesto grave que el viaje a Delfos se emprendería de inmediato.

Unos días antes de la llegada de la luna creciente, yo había expresado a mi padre que me gustaría acompañarle a formular la consulta al oráculo si finalmente decidía realizarla. Él esbozó una leve sonrisa y me dijo que ya me contestaría. De este modo, poco después de que regresaran los cuatro esclavos y de que mostraran la inutilidad de sus esfuerzos, mi padre me buscó y me preguntó si todavía estaba dispuesto a ir a Delfos. Muy ilusionado, le contesté que sí, y entonces me dijo que Alceo y yo seríamos sus compañeros de viaje y que partiríamos al día siguiente. La explicación que más tarde dio a mi madre fue que él estimaba que tres era el número de viajeros más apropiado, pues el trayecto no revestía una especial peligrosidad. Como primer acompañante, él prefería a Alceo por ser su amigo más leal y más próximo. En cuanto a mí, reconoció que aún no contaba con la suficiente edad, pero consideró oportuno que viajara con ellos dos por cuanto en aquellos momentos una de sus prioridades consistía en que yo me involucrara al máximo en sus asuntos y adquiriera la madurez que me faltaba lo más rápidamente posible. Sin duda, parecía lo más conveniente, dada nuestra inquietud sobre lo que podía deparar el futuro a nuestra familia.

Aquello supuso para mí una alegría inconmensurable, ya que se trataba nada menos que de salir del Ática, conocer otras regiones y visitar el santuario de Delfos. Además, llevaba meses sin poder alejarme de casa y me sentía como un pájaro enjaulado. Experimenté una gran liberación, pero, sobre todo, consideré la decisión de mi padre como un guiño cómplice por su parte, como un reconocimiento implícito hacia mí. Una demostración de que, pese a mi corta edad, ya contaba conmigo para algunos asuntos importantes. Yo entendí que la causa no estribaba solamente en el crecimiento físico que había experimentado en el último año. Él debió advertir que yo había comprendido perfectamente todo lo ocurrido y que me había involucrado en los problemas de la familia con interés y acierto. Supo valorar que, sin descuidar mis estudios, había estado entrenándome día a día a conciencia para fortalecer mis músculos y mejorar en el manejo de la espada. Junto a estos factores, el elemento decisivo fue que yo pidiera acompañarle. Mi padre podía reconocer una rápida evolución en mí, pero estoy seguro de que si no hubiera apreciado una actitud tan positiva y tanta ilusión por servir de ayuda, él no me habría recompensado con aquel ofrecimiento.