Capítulo VI

La reflexión

La hacienda lindaba con el Pentélico, pero en uno de sus extremos se abrazaba a la sierra y englobaba a una de sus montañas. Ésta estaba cubierta por un tupido encinar y coronada por una pequeña cabaña de madera que mi padre y Harmodio habían construido unos años antes con el objeto de guardar los aperos de la explotación del bosque. Una vez terminada, mi padre pensó que aquél sería un buen lugar para refugiarse en caso de peligro o, simplemente, para disfrutar de su impresionante vista, así que amplió la superficie de la cabaña y dispuso en ella una sencilla cocina y varios catres.

Transcurridos unos días desde la muerte de Neleo, mi padre comenzó a subir cada amanecer a la cabaña, para regresar a casa cuando se acercaba la noche. Dio orden expresa a todos los esclavos de que ningún desconocido se aproximara a la hacienda y de que Leucipe, Frime y yo no nos alejáramos ni tan sólo unos pasos de la puerta de casa. El primer día, antes de partir hacia la montaña, me explicó que la situación era muy delicada y que necesitaba estar completamente solo para poder meditar sin sufrir interrupciones. Pero yo sabía que el motivo principal era otro. Desde la cabaña se divisaban todos los caminos que llegan desde Atenas, Corinto y Tebas. Él se encontraba más seguro allí arriba, donde sería el primero en detectar cualquier movimiento extraño y cabalgar de vuelta a toda prisa para avisar a sus esclavos. En la hacienda, por el contrario, en caso de presentarse algún peligro apenas habría tiempo de reaccionar.

¿Por qué?… Esa era la terrible pregunta que azotaba a mi padre a cada instante. Se consideraba totalmente incapaz de acercarse a una pista, de esbozar una posible causa. Conocer quién era el asesino también le obsesionaba, por supuesto, pero el porqué era algo que le parecía inconcebible. Aquel día, mi padre emprendió la ardua tarea de intentar aproximarse a la verdad por medio de la reflexión, emplear la razón para tratar de acercarse a los motivos que condujeron a aquel vil asesinato. El primer paso que debía dar era un profundo examen de lo acontecido.

* * *

La mañana siguiente al crimen, la tormenta se había alejado por el Egeo y el sol iluminaba la casa y el campo. Cuando mi padre fue informado de que Neleo no había vuelto, supo que el esclavo había sufrido alguna desgracia. No sólo porque la posibilidad de que hubiera huido le resultaba inimaginable, sino porque algo en su interior así se lo indicaba. De inmediato, llamó a dos de sus esclavos y les ordenó que buscaran a Neleo por todos los rincones.

Nadie dio demasiada importancia al asunto hasta que, a media mañana, Alké llegó a la hacienda. Mi padre salió a su encuentro en cuanto advirtió que se acercaba por el caminal. La invitó a pasar a la casa, y una vez dentro la esclava comentó que la noche anterior se quedó preocupada por la intensidad que adquirió la tormenta poco después de marcharse Neleo, por lo que había venido para cerciorarse de que éste llegó bien. Mi padre tuvo que decirle que le estaban buscando y, a continuación, le formuló una retahíla de preguntas. Alké, muy asustada, le contó cómo transcurrió la visita y en qué momento y en qué condiciones inició Neleo la vuelta a casa.

Isómaco llamó a todos sus esclavos, los distribuyó en cuatro grupos, asignando a cada uno una parte de la hacienda y de sus alrededores, y les ordenó que no volvieran hasta que no hubiesen encontrado alguna pista sobre Neleo. Fue aquel un día largo y duro. Las mujeres buscaron en el interior de la casa, en los alrededores y en los almacenes. Los esclavos rastrearon con los perros de caza los campos y los caminos, principalmente el que unía nuestra hacienda con la de los amos de Alké. Cada grupo llevó consigo una prenda de Neleo y se las daban a olfatear a los animales para ver si identificaban su rastro. Mi padre y yo, por nuestra parte, recorrimos a caballo las haciendas contiguas, preguntando aquí y allá si alguien había visto algo. Sin embargo, pasaban las horas y no aparecía el más mínimo indicio.

Llegada la noche, todos nos marchamos a descansar con una profunda desazón. Los únicos en la hacienda que no sintieron preocupación alguna fueron Laso y Harmodio. De todos era conocido que no sentían ningún aprecio por Neleo, por lo que a nadie le extrañó su actitud. Ambos se limitaron a cumplir el mandato de buscar alguna pista sobre la desaparición, y cuando todos los esclavos se reunieron para cenar y trataron el tema, ellos dos no mostraron más que indiferencia.

A lo largo del segundo y del tercer día tampoco encontramos nada, ni tan siquiera la lámpara que portaba Neleo aquella noche, y la certeza de que había sido raptado o asesinado se asentó definitivamente. Alké, que pasó aquellos días junto a las esclavas de nuestra hacienda, no cesaba de llorar. Mi padre estaba serio y preocupado, y la incertidumbre acerca de lo ocurrido enrarecía cada vez más el ambiente.

El cuarto día de búsqueda, por fin, se encontró el lugar del crimen. Fue precisamente Harmodio quien observó que en uno de los bordes del camino que conducía a la hacienda de los dueños de Alké había un breve espacio en el que la hierba estaba pisada. Se acercó y comprobó que se apreciaba un exiguo sendero, una vía por donde parecía que alguien se había adentrado entre los arbustos. Dirigió hacia allí al perro que acompañaba a su grupo de búsqueda, accedió detrás de él a la senda y, cuando hubo recorrido un buen tramo hacia el interior del bosque, el can comenzó a agitarse y a ladrar. El animal tiró con fuerza de Harmodio y le llevó ladera abajo hasta llegar a la encina contra la que se había estrellado Neleo. En la corteza de su tronco no había más que una muesca con una leve señal que el perro olisqueaba poniéndose a dos patas. Cuando los demás esclavos que componían el grupo se acercaron a examinar las huellas comprobaron que se trataba de los restos de una mancha de sangre que la lluvia no había conseguido diluir por completo, dando entonces por seguro que aquel era el lugar donde su compañero había muerto.

La tierra que rodeaba el árbol aparecía muy revuelta. Aún permanecían marcadas las pisadas de varias personas y unas huellas de pezuñas que parecían ser de un asno. Harmodio y su grupo nos avisaron a mi padre y a mí del hallazgo, y todos exploramos detenidamente una amplia zona alrededor de la fatídica encina. Por fin, mezclado entre la hierba pisoteada y la tierra removida, yo mismo descubrí un jirón de tela teñido de rojo. Era la túnica y la sangre de Neleo, que constituían sus únicos restos y otorgaban la certeza de que un crimen había acabado con él.

* * *

¿Por qué?… Aquella irresoluble pregunta continuó golpeando a mi padre durante mucho tiempo. ¿Por qué se había cometido un asesinato tan vil? ¿Por qué a una persona sola y desarmada? ¿Por qué a un simple esclavo apreciado por casi todas las personas de su entorno? Y, sobre todo, ¿por qué ese ensañamiento, tomándose incluso el asesino la molestia de cargar el cadáver sobre una mula para esconderlo? Quien cometió ese crimen no buscaba solamente matar a Neleo, sino condenar a su alma a vagar eternamente a través de las tinieblas.

Efectivamente, los devotos a la religión más tradicional creen que el alma de una persona cuyo cuerpo no ha sido enterrado no puede acceder al Hades. Así, ese espíritu no tiene a dónde dirigirse y no le queda otra opción que deslizarse entre oscuros recodos sin encontrar jamás el descanso. Hacer desaparecer el cadáver de Neleo denotaba un odio sin límites, una maldad que iba más allá de lo racional y que escondía razones muy poderosas.

Los autores de ese crimen habían planeado infligir a Neleo el peor de los males que puede sufrir una persona: matarle sin posibilidad de defensa ni de demostrar su valía y condenar a su alma a la desdicha eterna. Y aunque mi padre no creía en ello, parecía claro que los asesinos eran hombres convencidos de que el can Cerbero, que con sus tres cabezas vigila atentamente el acceso al Hades, no permite la entrada de un alma cuyo cuerpo no ha sido enterrado. No cabía duda de que ése fue su planteamiento en el momento de tramar el crimen, pues sólo así se explicaba que los autores realizaran el tremendo esfuerzo de cargar con el cadáver de Neleo en las circunstancias en que se encontraban.

Sentado en un banco junto a la puerta de la cabaña, abstraído en aquella excepcional sensación de soledad que otorgaba la inmensidad del encinar, mi padre dejaba pasar las horas pensando en todo aquello. Es en esos momentos de tristeza e inquietud cuando afloran las creencias y los sentimientos más escondidos. Él creía en la existencia de un alma independiente del cuerpo, alma que queda liberada de su prisión cuando llega la muerte. La negación del alma, pensaba, equivale a restringir el sentido de la vida a un paso fugaz por un mundo regido exclusivamente por leyes físicas: la ley natural devendría inservible, y por tanto nuestro mundo no se diferenciaría en nada del de los caballos o las amapolas. Una existencia gobernada únicamente por la física, sin otra finalidad que la supervivencia y la reproducción, le resultaba inconcebible. El ser humano, decía, no puede ser algo tan despreciable. Es preciso que haya alguien que nos espere después de la muerte, alguien que otorgue entidad y sentido a nuestra vida y que posibilite que seamos algo más que un simple conjunto de músculos, huesos y tendones.

Sin embargo, mi padre no creía en el más allá como un lugar físico donde algo o alguien puede impedir la entrada de un alma. Tampoco creía en los dioses, si bien se cuidaba mucho de no ofenderlos; nunca he sabido bien si por temor o por respeto a la ciudad que los acoge. El más allá que él concebía era un lugar etéreo, vertebrado en dimensiones imposibles de ser aprehendidas por la mente humana. En ese universo ilimitado Dios lo impregnaba todo. Un Dios que no era fruto de la imaginación del hombre, sino una especie de Inteligencia que contenía el origen y el destino del Universo. De este modo, cuando nuestro cuerpo muere el alma emprende un viaje en busca de esa Inteligencia, adentrándose en una luz blanca que algunos moribundos atestiguan haber visto y que indica la ubicación de ese más allá. Una vez el alma ha llegado a ese lugar infinito y atemporal, reside allí para siempre.

Mi padre me habló en varias ocasiones de esta particular visión de la vida. Siempre insistía en que lo más importante era intentar ser un hombre virtuoso, utilizar siempre la razón para buscar la areté. En el mundo definitivo no hay materia, espacio ni tiempo, y en él cada uno de nosotros viviremos según hayamos sido en esta vida. Como quiera que sea el Dios que nos ha creado, solía decirme, siempre acogerá con los brazos abiertos a todo aquel que haya alcanzado la areté.

Esta concepción del mundo resultaba incompatible con la tradicional, la de la mayoría de los helenos, que creían en los dioses del Olimpo. Muy poca gente coincidía con la visión que tenía mi padre y, de hecho, si hubiera sido su propósito divulgar estas ideas, habría tenido graves problemas con las leyes de la ciudad.

Sin embargo, tampoco era usual que alguien guiara sus actos según las creencias más antiguas, entre las que se incluye la convicción de que no enterrar un cuerpo implica la perdición del alma que contiene en su interior. Por lo tanto, la reflexión realizada por mi padre le condujo según la siguiente progresión lógica: el autor de aquel crimen era una persona muy conservadora, ya que por aquel entonces casi ningún ateniense, por muy piadoso y devoto de los dioses que fuera, tenía por ciertas ese tipo de cosas. Sin duda alguna, alguien que creyese en la eterna condena de las almas a vagar sin rumbo y que diseñara su actuación con ese fin, debía ser un individuo extraordinariamente anclado en la tradición.

La forma de producirse la muerte recordó a mi padre la criptía de los espartanos, que él conocía principalmente a través de la descripción del propio Neleo cuando le narró cómo su primo fue asesinado en el desarrollo de ese juego bárbaro. Al igual que parecía haber sucedido con Neleo, en ese macabro ejercicio el cazador seleccionaba desde la distancia a su presa, que usualmente era un esclavo mesenio. Vigilaba durante un tiempo sus movimientos, se mantenía al acecho y, cuando más desprotegido se encontraba, preferentemente por la noche, le daba muerte de forma salvaje. De este modo, lo más probable era que el asesino de Neleo fuera un espartano que hubiera practicado la criptía en su adolescencia, puesto que el crimen seguía exactamente el mismo esquema.

Por otro lado, resultaba fácil deducir que ese asesinato no se correspondía con un crimen ordinario. Las razones que movieron a sus autores no fueron el robo, puesto que un esclavo no suele llevar nada de valor, ni motivos personales, por cuanto Neleo no había contraído deudas ni mantenía una especial enemistad con nadie. Tampoco se trataba de un accidente ni de un malentendido, ya que el asesino y sus cómplices sabían que su víctima iba a pasar esa noche por aquel camino y estuvieron esperando su ocasión a pesar de ser noche cerrada y de la imponente tormenta que se había desatado. Sobre todo, el odio y el ensañamiento empleado denotaban que ahí había algo más, que existían razones demasiado poderosas como para no relacionar la muerte del esclavo con el clima enviciado que se respiraba en la ciudad.

Así pues, razonó mi padre, si estaba claro qué tipo de persona era el asesino y de dónde provenía, y había que descartar cualquier causa común como motivadora del crimen, resultaba evidente que el autor del asesinato fue un oligarca espartano y que su móvil había sido estrictamente político.

Sin duda alguna, el responsable sólo podía ser una persona: Alcinoo.

* * *

Durante aquellos meses experimenté el estirón propio de los jóvenes que se adentran en la adolescencia. Desde el invierno anterior había crecido más que a lo largo de los últimos años y me estaba convirtiendo en un muchacho alto, fuerte y ágil; además de guapo, si nos atenemos a la opinión unánime de las esclavas y de las amigas de mi madre. Pero, sobre todo, mi progresión física se vio acompañada de un considerable desarrollo interior, de manera que yo mismo comencé a percibir con claridad que mi personalidad era más madura que la de la mayoría de chicos de mi edad.

Aquel crecimiento acelerado me satisfizo enormemente, no sólo por mis ansias de ser adulto cuanto antes, sino porque me ayudó a desenvolverme en aquella época tan agitada. Noté cómo todos en la hacienda me trataron a partir de aquel verano de manera distinta: mis padres me hicieron más partícipe de los asuntos de la familia, y los esclavos comenzaron a mostrarme mayor respeto y a consultarme algunas cuestiones de importancia. Yo supe ser avispado y aproveché esa circunstancia para involucrarme en todos los asuntos que me fueron posibles y para vivir con intensidad un período que iba a presentar cambios sustanciales para todos los miembros de la hacienda.

De esta manera, cuando llegó a casa la noticia sobre el descubrimiento de los restos de Neleo, la primera persona a quien se le comunicó fue a mí. Mi padre seguía pasando gran parte del día en la cabaña para vigilar los caminos y meditar, y en su ausencia me erigí en la máxima autoridad en la hacienda. Habían pasado diez días desde el crimen, y yo seguía sin acudir a la escuela desde entonces. En ese momento me encontraba sentado en el patio interior conversando con Alceo, quien había llegado a Kefisia aquella misma mañana para quedarse unos días. De repente, Leagro irrumpió en el patio y se dirigió hacia mí.

—Iónides: Arcágoras acaba de llegar y te espera fuera —me dijo precipitadamente.

—¿Qué es lo que quiere? —pregunté, levantándome del banco a la vez que Alceo.

—Dice que tiene algo muy importante que contarnos —contestó el esclavo.

Arcágoras era el propietario de una hacienda situada a unos quince estadios de la nuestra, una persona que sentía mucho aprecio por toda mi familia. Alceo y yo salimos al jardín con gesto preocupado y le encontramos esperando impacientemente junto a la puerta. Era un hombre de baja estatura, pelo y barba canosos y con brazos duros como el hierro. Nos dimos la mano y le indiqué que nos sentáramos en los bancos de alrededor de la mesa. Cuando los tres estuvimos acomodados, Arcágoras me preguntó dónde se encontraba mi padre, y tras contestarle que había marchado temprano a cazar, comenzó su relato inmediatamente:

—Me enteré de la muerte de vuestro esclavo. Es un asunto muy extraño. Nunca había visto nada igual, la verdad. Un día tuve oportunidad de conocerle y me pareció un buen muchacho. El caso es que cuando habían pasado cuatro o cinco días desde su desaparición, divisé un grupo de buitres que revoloteaban en lo alto de un monte que está dentro de los lindes de mi hacienda. Me extrañó, porque la cima de esa montaña es un lugar demasiado escarpado para que ningún animal grande muera allí. Estuve observando el ir y venir de los buitres durante dos días, pero no concedí mayor importancia a su presencia. Sin embargo, la pasada noche he padecido una feroz pesadilla en la que presenciaba con todo detalle cómo una bandada de enormes aves fénix despedazaban el cuerpo de un hombre y se disputaban despiadadamente su carne y sus entrañas. Esta mañana, cuando me he despertado, he intentado descubrir algún sentido en ese sueño tan intenso, y ha sido entonces cuando he recordado que el cuerpo de vuestro esclavo aún no ha sido encontrado.

—¿Qué quieres decir? —le interrumpí—. ¿Que ese cadáver descuartizado que viste en tu sueño es el de Neleo?

—Exactamente —contestó Arcágoras—. Estoy seguro de que los buitres que estos días revoloteaban en la montaña han estado alimentándose de su cuerpo. Lo que yo he padecido esta noche no ha sido una simple pesadilla. Yo sé lo que digo. Detrás de ella había fuerzas ocultas muy intensas que han invadido mi espíritu por el hecho de ser el propietario de la tierra donde yace el cadáver. Y como temo poderosamente a esas fuerzas, no he querido subir a la montaña; si queréis puedo guiaros hasta ella, pero sois vosotros quienes deberéis descubrir qué hay en su cima.

Aunque sus palabras parecían fantasiosas, Arcágoras se mostró tan rotundo que no pude dudar de ellas. Alceo también opinó que lo mejor sería que fuéramos a ver aquello. Llamé a Leagro y le ordené que preparara nuestros caballos, y al cabo de unos instantes nos encaminábamos hacia la hacienda de Arcágoras. Alceo llevaba consigo su espada, y yo, una daga. Hacía mucho tiempo que no me alejaba de casa y, por primera vez en mi vida, experimenté una sensación a la que me tuve que habituar: la de que solamente yendo armado me sentía capaz de aventurarme más allá de la verja de entrada de la hacienda.

Los tres cabalgamos con rapidez, abstraídos en nuestros pensamientos. En esos momentos deseaba fervientemente encontrar el cadáver de Neleo, poder contárselo a mis padres y cerrar por fin aquel episodio de zozobra e incertidumbre. Sin embargo, temía que al alcanzar la montaña no encontráramos nada o, lo que era peor, que descubriéramos que los buitres habían devorado todos los restos del esclavo. Poco después entramos en la hacienda de Arcágoras, la atravesamos y alcanzamos el pie de la montaña. Enfilamos un sendero que ascendía por su falda. Subimos a través del bosque hasta que llegó un punto en que la pendiente se volvió demasiado pronunciada para los caballos, por lo que descabalgamos y los atamos a los troncos de unos árboles. Alceo tomó la precaución de llevar consigo sus alforjas por lo que nos pudiéramos encontrar. Recorrimos a pie el último tramo, que discurría por un serpenteante y pedregoso sendero. Marchábamos sofocados por el calor y por el esfuerzo, y yo me encontraba cada vez más estremecido, deseando con toda mi alma que el fin de Neleo no hubiera sido tan aciago. Por fin alcanzamos la cima de la montaña, y una ligera brisa acarició nuestros rostros y atenuó nuestro desaliento. A partir de ese punto se abría una amplia extensión de roca caliza que creaba caprichosos claros en el robledal. Arcágoras no quiso avanzar más, convencido de que pisar aquel lugar podía arruinar su vida. Alceo y yo continuamos. Recorrimos la cumbre con cautela, fijando la vista entre las rocas y los matorrales, hasta que en el extremo opuesto de la explanada descubrimos unos restos esparcidos sobre una roca que se elevaba junto al borde del precipicio. Allí yacían una calavera fisurada, un montón de huesos y algunos jirones de color marrón. Nos acercamos, exploramos con la mirada el macabro conjunto y, al igual que había sucedido unos días antes, reconocí con pavor que aquella tela pertenecía a la túnica que vestía Neleo el día que murió.

En aquella angustiosa situación, ambos decidimos dejar de lado nuestros sentimientos y terminar cuanto antes. Nos inclinamos y comenzamos a recoger con delicadeza los huesos, colocándolos uno a uno dentro de las alforjas. Descubrimos diversas plumas de gran tamaño entre las rocas, fruto de las peleas que debieron librar los buitres entre sí para disputarse la carroña. Cuando terminamos nuestra penosa tarea, echamos una última mirada a aquel funesto lugar y nos marchamos.

Al comenzar el descenso nos encontramos con Arcágoras, quien nos esperaba inquieto. No necesitó preguntarnos nada, pues sólo con mirarnos supo lo que habíamos encontrado allí arriba. Nos despedimos de él con un gesto amable y proseguimos rápidamente nuestro camino.

Nada más llegar a la hacienda, entregamos los caballos a Leagro, entramos en el patio interior de casa y deposité las alforjas al pie de la estatua de Atenea. Ordené entonces a una esclava que buscara a mi madre y la hiciera venir de inmediato.

Alceo y yo nos quedamos esperando sentados en uno de los bancos de mármol, observando ensimismados cómo vomitaba agua el tritón de la fuente. Evitamos mirar las alforjas que contenían todo lo que quedaba de Neleo, pues ambos estábamos a punto de romper a llorar de rabia y de pena. Me sorprendió comprobar que Alceo se mostraba tan afectado como yo. Su reacción, no obstante, más que dolor por la propia muerte de Neleo, contenía indignación y furia por el hecho de que Isómaco hubiera sufrido una agresión por motivos políticos.

Mi madre no tardó en llegar. Se encontraba en el gineceo bordando mientras vigilaba cómo Frime jugaba con las esclavas. Venía a toda prisa, pues cuando le avisaron supo que algo importante había sucedido, y en cuanto nos vio sentados junto a aquellas sucias alforjas lo comprendió todo. Alceo y yo nos levantamos y le contamos minuciosamente lo ocurrido. Ella, como siempre que se le presentaba una situación difícil, mostró una entereza encomiable. Durante unos instantes observó las alforjas sin querer mirar en su interior. Luego levantó lentamente la vista y me dijo:

—Lo siento tanto como tú, Ión, pero no nos podemos permitir el lujo de sentir tristeza. Han matado a uno de nuestros esclavos, y por tanto debemos obrar como si hubiéramos sufrido un robo o un atentado cualquiera contra nuestro patrimonio. Olvidémonos por completo de que Neleo era una persona a la que teníamos aprecio y que nos era de gran ayuda. Vienen tiempos difíciles y es preciso actuar con racionalidad. Identificaremos al responsable de la muerte de Neleo, lo denunciaremos en los tribunales y nos pagará su precio. Sin más, ¿me has comprendido?

Me cogió por la nuca y me besó dulcemente en la mejilla, gesto con el que me transmitió su cariño y su fortaleza.

—Debemos ir cuanto antes a contarle todo a mi padre —dije.

—Por supuesto —respondió Leucipe—. Alceo, ¿puedes acompañar a Ión? Prefiero que vaya contigo que con un esclavo.

—Sí —contestó Alceo—. Partiremos ahora mismo y a la tarde estaremos de vuelta.

Leagro preparó de nuevo nuestros caballos, y las esclavas dispusieron comida y vino en nuestros zurrones. A continuación, Alceo y yo montamos y nos despedimos de mi madre. Iniciamos el trayecto con lentitud, muy pendientes de cualquier movimiento extraño. Atravesamos los viñedos y los bancales de cereal y enfilamos el camino que asciende hacia las primeras colinas del Pentélico. Penetramos en el encinar, donde el sendero se tornaba sombrío, húmedo y tortuoso, y al mediodía alcanzamos la cabaña, que se levantaba cerca de la cima de nuestra majestuosa montaña. Había sido construida con tablones de madera aserrados en la hacienda y contaba con un tejado a dos aguas, una puerta chirriante y ventanucos en sus cuatro paredes. Encontramos a mi padre sentado en un banco junto a la entrada, con los pies apoyados en la barandilla. Nos había divisado cuando ascendíamos por los bancales de cereal y parecía claro que intuía la noticia que le llevábamos.

Atamos los caballos junto a Doro, guardamos los zurrones y las armas dentro de la cabaña y nos sentamos junto a mi padre. Alceo y yo le narramos con todo detalle la visita de Arcágoras y el descubrimiento de lo que quedaba de Neleo, y cuando terminamos el relato experimentó una profunda liberación. Desde que se encontró el lugar donde se produjo el asesinato, lo que más deseaba era encontrar los restos, enterrarlos y dar por zanjado ese asunto. Necesitaba poder pensar en otras cosas y acometer nuevos objetivos.

—Bien —nos dijo Isómaco, en unos términos muy parecidos a los de mi madre—, nos han arrebatado un esclavo y el autor pagará por ello. El tiempo lo descubre todo y pone a cada uno en su lugar.

A continuación, permaneció en silencio durante unos instantes.

—Sin embargo —expresó gravemente—, lo que me preocupa no es lo que ha pasado, sino lo que está por llegar.

—¿A qué te refieres, padre?

—Esto no es más que el principio —contestó—. El asesino ha empleado un odio extraordinario e irracional y una saña totalmente desproporcionada teniendo en cuenta que la víctima era un esclavo inofensivo. Si esos malnacidos se hubieran encontrado con que Neleo iba acompañado de alguien más, incluido un hijo mío, sin duda lo habrían matado también. Ese crimen contiene tanto odio que os aseguro que sus responsables no se habrán dado por satisfechos después de haberlo cometido, sino que seguirán intentando causar el máximo dolor posible.

Nos quedamos unos momentos en silencio, pensativos. Entonces empecé a darme cuenta de que el problema era mucho más complejo de lo que hasta entonces había considerado.

—¿De quién sospechas, Isómaco? —preguntó Alceo.

—Por ahora, sólo de Alcinoo —contestó sin vacilar—. Pero eso no sirve de nada, no tenemos una sola prueba.

—¿Por qué sospechas de él, padre? —le dije—. Lo sucedido en la Asamblea no justifica esta muerte.

—Nada puede justificar un asesinato sin posibilidad de defensa —contestó Isómaco—. Pero aquí participan otros motivos que vienen de muchos años atrás. Alcinoo es una persona con un pasado muy turbio, alguien con quien he mantenido una enemistad terrible desde que llegó a Atenas. Por diversas causas siente un odio visceral hacia todo nuestro grupo, y en especial hacia mí.

—¿Cuándo llegó a la ciudad? —pregunté, deseando conocer la apasionante historia que debía haber detrás de aquello.

Mi padre me miró a los ojos, pensativo, como valorando la oportunidad de darme a conocer el relato.

—Alcinoo llegó hace veinte años, cuando ambos teníamos veinticuatro o veinticinco —me dijo, al fin—. Vino de Esparta, donde había nacido y crecido junto a su familia, y ya entonces era un hombre muy rico. Su padre había reunido una inmensa fortuna con sus minas de hierro en Mesenia, las cuales eran explotadas por cientos de ilotas. No sé por qué razón, pero Alcinoo abandonó su entorno y viajó hasta aquí para emprender una nueva vida. Dicen que su padre le expulsó de la familia por un acto deshonroso y que él optó por coger un montón de dinero y escapar a Atenas. Una vez aquí, no le costaría mucho adquirir la ciudadanía, pues tiene una facilidad pasmosa para sobornar a funcionarios y corromper a cuantos le rodean. Nada más llegar a la ciudad comenzaron mis problemas con él. Su casa estaba cerca de la de tus abuelos maternos, al pie de la Acrópolis, y la primera vez que me topé con él le propiné un puñetazo por golpear e insultar en público a una de sus esclavas de una forma tan brutal que la muchacha estuvo cerca de morir desangrada. La segunda vez que vi a Alcinoo peleé de nuevo con él —en este punto, mi padre esbozó una leve sonrisa—, pues tu madre, que por entonces era mi prometida, me contó que había un tipo con acento espartano que no cesaba de perseguirla y de hacerle proposiciones. Inmediatamente sospeché de Alcinoo, así que le busqué y le encontré en una taberna de Atenas. Le dije que dejara en paz a Leucipe, y él me golpeó violentamente sin mediar una sola palabra. Antes de que nos separaran, conseguí reaccionar y reventarle una ceja. A pesar de esa pelea, Alcinoo no dejó de acosar a Leucipe hasta que ella y yo nos casamos y nos vinimos a vivir a Kefisia. Aquello le dolió mucho más que los puñetazos que le propiné, y aún pienso que su obsesión por tu madre permanece intacta.

Mi padre hizo una pausa para servir agua en mi copa y vino en la suya y en la de Alceo. Yo le miraba con los ojos abiertos como platos, intrigado y muy emocionado, pues por primera vez en mi vida me hacía partícipe de asuntos hasta entonces reservados a los adultos. Dejó la jarra en el suelo y continuó dirigiéndose a mí con gesto grave:

—Aunque eres muy joven, es preciso que sepas todo esto. Los restos de Neleo pueden esperar unas horas más, pues esta es una buena oportunidad para que hablemos con tranquilidad. Se acercan tiempos peligrosos, y es probable que tenga que partir a la guerra o que me maten en cualquier momento. Es muy importante que conozcas cuanto antes una serie de asuntos para que puedas actuar en consecuencia si me pasa algo.

—Sí, Ión —intervino Alceo—. En ese caso, todos los amigos de tu padre y yo estaríamos a tu lado. Pero, en definitiva, tú eres su primogénito y a ti te correspondería la responsabilidad de decidir sobre las medidas que adoptar. Isómaco lleva muchos años guiando a un grupo de ciudadanos que ejercen una fuerte oposición a la acción del partido oligarca, que cuenta entre sus miembros con gente muy rica, extremadamente violenta y con enormes ansias de poder. Y eso crea una combinación muy peligrosa.

Asentí con la cabeza y mi padre continuó con su narración.

—Atiende bien a lo que te voy a contar, Iónides. Hace un año comenzamos a sospechar que Alcinoo y sus seguidores se habían movilizado para prestar ayuda a los espartanos ante la proximidad de la guerra y la posibilidad de que su ejército invada el Ática. Sabíamos que se llevaban algo entre manos porque se les veía muy activos, pero no éramos capaces de averiguar de qué se trataba. Barajamos todas las posibilidades, y finalmente concluimos que lo más probable era que estuvieran trayendo armas desde Esparta. Necesitábamos encontrar alguna pista para seguirla, pero no teníamos absolutamente nada. Desestimamos la idea de acudir al ejército ateniense en busca de ayuda, puesto que los oligarcas poseen infiltrados en su seno y cualquier plan que llegara a sus oídos se iría inevitablemente al traste. Por tanto, suscribimos un pacto para guardar el más estricto secreto y decidimos actuar por nuestra cuenta.

—Así que Pericles tampoco sabía nada —dije.

—No —contestó Alceo—. Adoptamos la decisión de informarle en cuanto obtuviéramos los primeros resultados, pero sin contarle previamente cuáles eran nuestras intenciones.

—Diseñamos el plan durante una reunión en casa de Alceo —prosiguió mi padre—. Consideramos que cualquier cargamento que los oligarcas pretendieran transportar desde el exterior debía llegar por tierra, ya que las mercancías que arriban al puerto están sometidas a un control por parte del ejército. Por tanto, decidimos crear puestos de vigilancia estratégicos para custodiar los caminos de acceso al Ática desde el istmo. Para ello, construimos cabañas sobre algunas colinas cercanas a estos caminos, cerciorándonos de que seríamos capaces de divisar cualquier carro que entrara en el Ática. Por último, cada uno de nosotros seleccionó a dos entre sus esclavos más fieles y los distribuimos entre los puestos.

Sin dejar de escuchar a mi padre, en ese momento recordé que, a mitad del verano, Harmodio y Leagro se ausentaron de la hacienda durante quince o veinte días sin que nadie accediera a explicarme el porqué.

—La vigilancia dio resultado en cuanto llegó el primer plenilunio —continuó Isómaco—. Los esclavos de Cirebo, que estaban apostados en una colina sobre la llanura de Acarnai, divisaron a medianoche un gran carro tirado por tres bueyes que avanzaba por un camino. Los esclavos descendieron de la colina y siguieron disimuladamente al carro, que era conducido por dos hombres. Adivinaron que transportaba una mercancía muy pesada, pues los bueyes arrastraban la carga con dificultad. Finalmente, llegaron a la puerta de entrada de una hacienda. Aparecieron otros dos hombres en su interior, abrieron la cerca y el carro entró. Cuando la puerta se cerró de nuevo, los esclavos de Cirebo volvieron a la ciudad y al amanecer nos informaron del hallazgo. Todo hacía pensar que se trataba de lo que buscábamos. Por ello, Alceo y yo visitamos inmediatamente a un comandante del ejército amigo nuestro y le contamos lo sucedido. Él nos agradeció la información y formó de inmediato un pelotón de hoplitas. Actuamos rápidamente, sin dar tiempo a que pudiera circular ningún chivatazo que alertara a los oligarcas. Esa misma mañana nos pusimos en marcha el comandante, los ocho hoplitas, nosotros dos y uno de los esclavos de Cirebo, quien nos guio hasta el linde de la hacienda. Cuando llegamos, atamos los caballos en el interior de un bosque y saltamos la verja. Cruzamos unos trigales, penetramos sigilosamente en la casa y capturamos fácilmente a los dos únicos hombres que la habitaban. Al verse en tal desventaja decidieron no ofrecer resistencia, pero a pesar de nuestras amenazas se negaron a hablar. Parecían tener más temor a las represalias de los oligarcas que al propio ejército ateniense. Atamos a ambos prisioneros a unas columnas y realizamos un registro exhaustivo. Después de examinar la casa principal, inspeccionamos los almacenes uno por uno, sin encontrar nada más que aperos y estiércol, hasta que en el extremo de uno de ellos descubrimos, oculto por un gran montón de sacos de grano, un formidable arsenal cuidadosamente ordenado. Cientos de lanzas, arcos, espadas, yelmos, corazas y escudos, todos ellos relucientes y sin estrenar, estaban perfectamente dispuestos sobre amplias estanterías de madera. Más asombroso aún fue que, junto a las armas, hallamos un montón de lingotes de plata apilados. El comandante envió de inmediato a dos de sus hoplitas a la ciudad en busca de refuerzos, y esa misma tarde ambos regresaron acompañados de unos cincuenta soldados que convirtieron la hacienda en un verdadero cuartel.

—¿A quién pertenece esa hacienda, padre? —pregunté, cada vez más intrigado.

—A un tal Lisias, aunque él la había arrendado unos años antes —contestó Isómaco, en quien noté una cierta satisfacción al comprobar mi interés—. Posteriormente se produjeron varios subarriendos, por lo que se hizo imposible seguir la pista y demostrar que los oligarcas estaban detrás de todo aquello. Golpeamos a los dos guardianes con el objeto de que desvelaran la identidad de sus jefes, pero ambos demostraron ser inquebrantables: eran soldados espartanos perfectamente entrenados para sufrir y resistirse a realizar la más mínima concesión. Alceo y yo decidimos separarnos y buscar por toda la hacienda algo que incriminara a los oligarcas, pero resultó una labor inútil. Las armas no llevaban marcada ninguna inscripción, los carros estaban completamente vacíos, los almacenes no contenían nada de interés y, tras registrar con detenimiento toda la casa, no pudimos encontrar ni un solo documento. Por ello, decidimos esconder a nuestros soldados en las estancias de la parte trasera y esperar. Si había suerte, cabía la posibilidad de que arribara algún otro carro, ya que probablemente ningún oligarca era aún conocedor de nuestra irrupción en la hacienda. Pasamos toda aquella noche vigilando, pero no sucedió absolutamente nada. El día siguiente lo dedicamos a dormir por turnos. Nos encontrábamos bastante desanimados, pues veíamos que por falta de pruebas iba a resultarnos imposible incriminar a nadie. Cuanto más tiempo pasara, crecían las posibilidades de que los responsables de aquel depósito de armas supieran que éste había sido confiscado por el ejército ateniense. Llegó la siguiente noche. Transcurrió muy lentamente, pues debíamos permanecer envueltos en una oscuridad absoluta y comunicarnos lo mínimo posible. Por fortuna, cuando ya estaba cercano el amanecer y nuestras esperanzas se habían diluido casi por completo, oímos unos golpes en la entrada. Alceo y yo nos vestimos con las túnicas de los guardianes espartanos y salimos a abrir la cerca, y mientras tanto dos pelotones se dispusieron con sigilo a ambos lados de la puerta. En cuanto la abrimos, nuestros hoplitas se abalanzaron sobre los dos conductores, los inmovilizaron y condujeron el carro al interior de la hacienda. Tras cerciorarnos de que no les acompañaba nadie más, cerramos la cerca y los arrastramos hasta uno de los almacenes. Pronto pudimos comprobar que el carro transportaba el mismo cargamento que el anterior y que sus conductores eran tan resistentes al dolor como los guardianes de la hacienda. Sin embargo, al registrar sus ropas, encontramos que uno de ellos llevaba el documento que te voy a mostrar.

Mi padre entró en la cabaña, buscó su zurrón y extrajo de su interior un papiro. Me lo entregó solemnemente, como queriendo transmitirme el valor que poseía, y yo lo desenrollé con cuidado y lo leí con detenimiento.

—Según entiendo —dije cuando terminé—, esto es una relación que elabora la persona que envía la mercancía, y en ella se enumeran las armas que transporta el carro para que quien lo reciba verifique que el cargamento está completo.

—En efecto —contestó Isómaco—, y comprobarás también que en el dorso del documento hay una firma con el mismo tipo de letra y que en su parte inferior se ha marcado una señal con tinta roja. Esta relación, por tanto, ha sido elaborada en Atenas por la persona que firma, ha viajado hasta un taller en algún lugar del Peloponeso, donde se le ha estampado la marca roja en señal de conformidad, y ha regresado junto a la mercancía solicitada. Seguramente existía un documento de pedido por cada envío. En el momento en que llegaba una partida de armas a aquella hacienda, se descargaba en el almacén y los guardas comprobaban que el envío estaba completo, tras lo cual quemaban el papiro para eliminar cualquier pista. Así pues, sólo nos faltaba averiguar a quién pertenecía esa firma para hallar al responsable. Para ello, acudimos a los archivos públicos de la Asamblea y de los tribunales de justicia. Un funcionario nos facilitó el escrito que contenía la instancia que Alcinoo presentó antes del verano en la Asamblea, así como varias demandas interpuestas por él en los tribunales. La firma que aparece en esta relación no es la que él utiliza habitualmente, pero cualquier persona cualificada podría certificar que su autor es el mismo que el que redactó los documentos oficiales.

Yo estaba fascinado con la historia. Conforme la escuchaba, me iba dando cuenta de la complejidad e importancia de aquella trama, además de comprobar que en muchas facetas mi padre era un desconocido para mí.

—¿Qué hicisteis con todo aquel armamento? —pregunté entonces.

—Al día siguiente fue incautado y trasladado a un arsenal del ejército —contestó Alceo—. Para disponer de más pruebas contra Alcinoo, acudimos a ver a Alexias, el mejor y más antiguo armero de la ciudad, y le solicitamos que determinara la procedencia de esas armas. En cuanto las inspeccionó, aseguró que habían sido fabricadas con hierro de Mesenia y según el estilo espartano. Le preguntamos si conocía las minas de la familia de Alcinoo y nos contestó que sí, que se encontraban cerca de la ciudad de Pilos y que producían un mineral de gran pureza. De hecho, añadió, esas armas parecían proceder de unos prestigiosos talleres ubicados junto a las minas, aunque era imposible afirmarlo categóricamente por carecer de la más mínima inscripción.

—Aquí concluyó nuestra labor de investigación —prosiguió Isómaco—. Ya contábamos con pruebas suficientes para incoar un procedimiento penal. Nos quedaba por determinar cuándo presentar la querella, pues era muy importante no hacerlo demasiado tarde, cuando ya no se pudiera hacer nada por atrapar a Alcinoo y evitar que llevara a cabo sus planes. Pero tampoco resultaba conveniente presentarla demasiado pronto, en un momento en que los ciudadanos y los miembros del tribunal no alcanzaran a comprender la trascendencia de lo que habíamos descubierto. Hay que tener en cuenta que hasta hace un par de meses la gente aún no había tomado conciencia de la cercanía de la guerra. El partido oligárquico seguía gozando de una imagen respetable, y nadie albergaba la más mínima sospecha de cuáles eran sus verdaderas intenciones. Por ello, debatimos el tema entre todos los miembros de nuestro grupo durante un banquete y decidimos esperar a la sesión de la Asamblea que se celebró cuando os llevé a Neleo y a ti a Atenas. Aquel era el momento más indicado, porque Alcinoo había sido el primero en instar la celebración de aquella sesión y sospechábamos que haría público su interés en abocar a Atenas a la guerra. Si destapábamos sus verdaderas intenciones después de su intervención, sus ideas temerarias y sus ansias de poder quedarían al descubierto ante todos los ciudadanos y lograríamos crear la coyuntura más favorable, pues cuando se celebrara el juicio la opinión pública y la de los miembros del jurado estarían de nuestro lado. Llegó el día de la sesión de la Asamblea y todo transcurrió según lo previsto. Pero, además, ocurrió algo que no esperábamos. En la parte final de su intervención, Alcinoo realizó un grave ataque personal contra mí. Quiso dejarme en evidencia y desacreditarme ante toda la ciudad, por lo que me vi obligado a salir a la tribuna de oradores para defender mi imagen. Era un momento clave, pues de la contundencia de mi contestación dependía mi prestigio, y debes saber, Ión, que si eres desposeído de él te conviertes en un hombre vilipendiado por todos. De este modo, mientras argumentaba mi defensa contra los ataques que había recibido, comprendí que era el momento idóneo para emplear todas mis energías y llegar hasta el final. Aquella intervención, motivada en un principio por la necesidad de salvaguardar mi honor tras los injustos reproches de Alcinoo, constituyó una ocasión inmejorable para descubrir ante todos su desmesurada hipocresía y acusarle públicamente de canalizar la ayuda procedente de Esparta para derrocar nuestra democracia.

Me quedé maravillado al apreciar la valentía de mi padre. En aquel momento comencé a comprender la inmensa importancia de la labor llevada a cabo por él y por su grupo de amigos.

—De esta manera —continuó Isómaco—, a la mañana siguiente presentamos la querella contra Alcinoo, proponiendo como pruebas el papiro con su firma y los testimonios del comandante del ejército y del armero. Los jueces estudiaron nuestro escrito y resolvieron el encarcelamiento inmediato de Alcinoo. Sin embargo, no contamos con que en el juzgado también había infiltrados de los oligarcas. Uno de sus funcionarios actuó con mayor rapidez que nosotros, de manera que cuando los soldados llegaron a casa de Alcinoo para detenerle, éste ya estaba informado de todo y había huido precipitadamente de la ciudad.

En ese mismo instante, pasé de la excitación a la perplejidad y el temor. Ese hombre tan poderoso que, probablemente, había asesinado a Neleo de forma inhumana, ése que estuvo empleando sus ingentes recursos para entregar nuestra ciudad al enemigo, había sido descubierto y denunciado por mi padre, convirtiéndose en un prófugo de la ley y viéndose obligado a abandonar su casa y huir de Atenas. Entendí en toda su dimensión el porqué de la vigilancia estricta que mi padre había dispuesto en nuestra hacienda. Y también comprendí que estábamos condenados a vivir bajo la sombra de la amenaza durante mucho tiempo. Nada iba a ser igual a partir de entonces. Alcinoo podía encontrarse en cualquier punto de la Hélade, y, por lo que yo había podido oír sobre ese hombre, estaba seguro de que no iba a resignarse a dejar las cosas como estaban. Tarde o temprano, la venganza llegaría hasta nosotros. Ese espartano nos había arrebatado la armonía en que vivíamos. Pero, muy probablemente, Alcinoo debía considerar que el daño que mi padre le había causado a él era superior: su estrategia política había quedado desacreditada, un magnífico arsenal presuntamente financiado por él mismo había sido incautado por el ejército ateniense, había perdido a cuatro de sus esclavos y, lo más infamante, estaba condenado a esconderse para escapar de la justicia ateniense. Intuí que, a partir de entonces, Alcinoo iba a luchar aún más denodadamente por conseguir que una oligarquía reemplazara al gobierno de Pericles y que emplearía todos sus recursos para apoyar al ejército espartano y vengarse de Isómaco. Ahora no sólo tenía mucho que ganar, sino que le quedaba muy poco que perder. Su odio hacia mi padre y hacia los demócratas, más visceral que nunca, constituía un temible instrumento para la consecución de sus metas.

El sol comenzaba a ocultarse tras la sierra de Parnes. Entré en la cabaña y saqué tres mantas de lana para protegernos de la brisa que procedía de la montaña. Oteamos calladamente la ancha llanura, flanqueada por suaves montes tupidos de árboles y caprichosamente salpicada por cientos de granjas y haciendas. Envuelto en los sonidos de un bosque que se preparaba para abordar la noche, me quedé totalmente absorto mirando la ciudad. Pude contemplarla con nitidez, iluminada por los tonos rosados de los últimos rayos del día y coquetamente envuelta en las robustas murallas que la enlazaban con el mar, el más fiel de sus aliados. ¿Qué depararía el futuro a nuestra querida Atenas? ¿Qué iba a ser de la paz y la democracia, esos dos magníficos valores que yo estaba aprendiendo a apreciar a la vez que aumentaba día a día su fragilidad? La ciudad se encontraba inmersa en un grave peligro, y su destino parecía irreversiblemente ligado al de nuestra familia.