Capítulo V

La vileza

Habíamos regresado a Kefisia el día después de la sesión de la Asamblea, y la primera reacción de mi padre al llegar fue refugiarse en su familia y en la desbordante naturaleza que envolvía nuestra casa con la llegada del verano para tratar así de digerir lo acontecido en Atenas.

Durante varios días, se dedicó a disfrutar de sosegados paseos por la hacienda a lomos de Doro, destinó las largas tardes a leer en el andrón y mantuvo profundas conversaciones con mi madre. Sus meditaciones le llevaban a sentirse satisfecho consigo mismo por lo sucedido, pero no podía evitar sentir cierto vértigo. Era consciente de que en aquella sociedad una persona valía tanto como el concepto que los demás tuvieran de ella y, por supuesto, de que Alcinoo era uno de los hombres más poderosos y peligrosos de toda la ciudad. Por ello, realizar una acusación pública tan grave a un personaje así constituía un atrevimiento impensable para cualquiera.

Su acción, no obstante, no fue el resultado de un momento de crispación. Mi padre consideraba esencial en todo hombre inteligente no dejarse arrastrar por los nervios; que nunca se dé la circunstancia de que éstos sustituyan a la razón a la hora de ordenar un acto. La reflexión y el raciocinio deben ser las riendas que guíen a toda persona equilibrada, lo cual no constituye un obstáculo para vivir en plenitud las sensaciones y los placeres que la vida ofrece, puesto que ese equilibrio permite explotar al máximo los sentimientos y sacar el jugo a las pequeñas cosas que nos rodean. Los nervios, decía mi padre, nada tienen que ver con la pasión. Por culpa de aquéllos, él había presenciado cómo algunos hombres habían perdido fortunas, amores, amistades e incluso la vida. Del mismo modo, conocía también muchos casos de personas mediocres que, por desconocer qué es la pasión, vivían una existencia gris y aburrida en la que no había cabida para los placeres que proporcionan el amor, la amistad, la lectura o la comunicación con la naturaleza.

Mi padre se había dejado llevar por la intuición y por la imaginación desde muy joven, y por ello era un hombre feliz. Su intuición le ayudaba a acertar a la hora de elegir tanto las personas en quienes podía confiar como la mejor manera de actuar, y su imaginación le había otorgado un horizonte mucho más amplio que el de la mayoría de los hombres de su entorno, lo que llevaba a desechar los convencionalismos y a gozar con intensidad de los encantos que brinda la vida.

Así que fue la intuición, la imaginación y la reflexión, y no los nervios, lo que impulsó a mi padre a pronunciar aquel discurso. Hacía unos días que disponía de los documentos y los testimonios que respaldaban su acusación, y su primera intención fue presentar una querella en el juzgado, pero esa maniobra no habría tenido la misma trascendencia pública. El objetivo de su misión no consistía únicamente en conseguir el encarcelamiento de Alcinoo, sino que consideraba más importante aún mostrar ante todos que los enemigos de Atenas estaban dentro de la ciudad y campaban a sus anchas preparando la guerra. De esta manera, decidió esperar unos días para observar cómo evolucionaba el ambiente social. Intuyó que el grupo de Alcinoo trataría de aprovechar la inestabilidad reinante para exponer sus propuestas, presentarlas como la fórmula para la salvación de Atenas y someterlas precipitadamente a votación con la esperanza de que la inquietud en el ánimo de los ciudadanos le ayudara a obtener la victoria. Por ello, mi padre pensó que sería más prudente esperar a la próxima sesión que se celebrara en la Asamblea, observar cómo se desarrollaba ésta y, si era conveniente, desbaratar la estrategia de los oligarcas lanzando públicamente su acusación, descubriendo así las verdaderas intenciones de Alcinoo y de sus ayudantes en el momento más oportuno. Mi padre pensaba que todas las decisiones importantes requieren un marco adecuado, de manera que cuando se enteró de que Alcinoo había presentado una instancia para tratar en la Asamblea el tema de la guerra, supo que había llegado su momento.

Por otra parte, mi padre era consciente de que la autoridad moral que poseía entre algunos sectores de la ciudad y su conocido afecto hacia Pericles formaban una combinación peligrosa. Sabía que él era una persona molesta para los miembros de la facción de Alcinoo y que éstos no iban a tardar en descalificarle públicamente. Por ello había decidido que, en caso de recibir un ataque hacia su persona o hacia algún miembro de su grupo, no solamente se defendería sino que devolvería la ofensa con creces. Alcinoo erró gravemente en su estrategia, pues su intento de agraviarle no pudo ser más inoportuno. La manera más apropiada y eficaz de que mi padre vertiera sus acusaciones sobre Alcinoo fue hacerlo dentro de la argumentación de su defensa, mostrando ante todos la ruindad de aquel que le dirigía una afrenta visiblemente injusta e interesada.

Que el partido oligárquico recibía dinero y armas de Esparta era algo que muchos ciudadanos sospechaban, pero que nadie se había atrevido a denunciar hasta entonces por falta de pruebas. Los documentos que mi padre tenía en su poder, así como los testimonios que podía recabar, le protegerían en caso de que él mismo fuera objeto de una querella por calumnia, aunque estaba seguro de que esto no iba a ocurrir porque todos le consideraban como un hombre que nunca daba un paso en falso. Fue la suya una acusación terrible, por cuanto dejaba al descubierto la hipocresía y la mezquindad de ese grupo de oligarcas, demostrando que sus únicos objetivos consistían en enriquecerse y alcanzar el poder sin importarles los medios. No sólo mostraba que sus proyectos y sus prometedoras palabras en pro del bienestar de Atenas eran falsos, sino que revelaba que estaban de parte del enemigo para destruir la concordia democrática en la ciudad y para apoyar logísticamente al ejército espartano en su proyectado avance sobre el Ática.

Este suceso complicó extremadamente la apacible vida de mi padre. A partir de entonces, la sombra de la venganza se cerniría irremediablemente sobre él. Sin embargo, desde muy joven prefería ganarse problemas y enemigos a ser simplemente un hombre más, uno de tantos que ignoran las injusticias más flagrantes. A menudo su conciencia sopesaba si valía la pena ser un hombre mediocre a cambio de gozar de una vida tranquila, o si era preferible reaccionar sistemáticamente ante lo injusto y estar satisfecho consigo mismo, aun a riesgo de su integridad y la de su familia. Y siempre que se lo planteaba, la balanza se decantaba claramente hacia la segunda opción.

Mi madre no sólo no se oponía a ello, sino que se mostraba orgullosa de la actitud de su esposo ante la vida. Antes de casarse con él, ya sabía que su prometido se había atrevido a partir la nariz a un joven oligarca procedente de Esparta, propinándole un puñetazo en una calle de Atenas porque presenció cómo éste insultaba y azotaba cruelmente con una vara a una de sus esclavas. La razón que el agresor esgrimió cuando Isómaco intervino fue que la muchacha había roto una de sus mejores ánforas al regresar de la fuente. Sin duda, sin la ayuda de mi padre aquella muchacha habría sufrido un daño irreparable, ya que la violencia de los golpes era desmedida. El amo de aquella esclava era Alcinoo, y desde que padeció aquella afrenta se asentó en él un sentimiento de odio hacia mi padre que no haría sino crecer con el transcurso del tiempo.

Mi madre sabía también que el hecho de que su esposo defendiera tan activamente a Pericles y a la democracia le granjeaba numerosos enemigos, y ello le asustaba. Nunca se amoldó totalmente a compartir su vida con alguien que era detestado por algunos de los hombres más poderosos de la ciudad; pero fue precisamente esta actitud beligerante hacia lo injusto lo que provocó que mi madre terminara por enamorarse perdidamente de él. Tras un período de reflexión, decidió impregnarse de su gallardía, lanzarse ciegamente y constituirse en su incondicional compañera de viaje. Esa valiente decisión provocó un duro enfrentamiento con una parte de su familia que se opuso con energía a la celebración de la boda; sobre todo encontró resistencia por parte de un tío suyo, que era un afamado oligarca. Sin embargo, por fortuna, mi abuelo materno supo apreciar la inmensa valía y bondad de su futuro yerno y autorizó la celebración del matrimonio.

El día después de la sesión de la Asamblea, como siempre que mi padre se veía envuelto en problemas, mi madre le prestó todo su apoyo. Lo primero que él hizo al llegar a casa fue emprender un largo paseo con ella por un camino que se adentraba en el bosque, para contarle con todo detalle lo ocurrido. Ella le escuchó con atención, y cuando mi padre terminó su relato le manifestó su temor por lo que podría ocurrir. Pero, ante todo, le dijo que había actuado de la mejor de las maneras y que le apoyaba totalmente.

Mi madre no reaccionó de esa manera para agradar a su marido o interpretando su papel de esposa sumisa, como probablemente haría cualquier mujer en el improbable caso de ser consultada. Ella era una persona tan coherente como mi padre, y su escala de valores estaba vertebrada de forma muy parecida. Además, su entereza nunca le habría permitido mentir. Por el contrario, actuó de aquella forma tan reconfortante llevada por el convencimiento y por sus principios, que eran tan firmes como los de mi padre. Ella no sólo le apoyaba en los momentos difíciles, sino que en ocasiones llegaba a erigirse en su guía y en su referente.

«No desfallezcas, cariño. Has obrado con nobleza y valentía. Has luchado públicamente por el bien de Atenas y todos sus ciudadanos han podido apreciar que la verdad es tu única arma. Pase lo que pase, siempre estaré a tu lado. Sabes que prefiero afrontar la adversidad a que seamos cómplices de la injusticia». Estas palabras, pronunciadas en un claro del bosque, resonaron en el interior de mi padre durante el resto de sus días, fortaleciéndole en los momentos de duda y de debilidad.

* * *

—Amo, quisiera hablar contigo.

Mis padres, que habían terminado de cenar en ese momento, se sorprendieron por la irrupción de Neleo en la puerta del comedor.

—De acuerdo —respondió Isómaco—. Salgamos al jardín. Allí nadie nos interrumpirá. ¿Me disculpas, Leucipe?

—Por supuesto. Iré a acostar a Frime —dijo mi madre, levantándose de la mesa.

Yo los vi dirigirse al exterior e intenté acercarme a ellos, pero mi padre no me dejó entrometerme en la conversación. Una vez más, me impidió tajantemente acceder a su mundo. Aunque mis padres no me contaban casi nada, yo sabía que estaban ocurriendo sucesos importantes a nuestro alrededor. Utilicé la información fraccionada que iba recogiendo de mi madre, de Neleo y del resto de los esclavos para atar cabos y aparentar ante ellos que conocía todos los asuntos de mi padre; de esta manera, a partir de ese momento me hablaron con mayor claridad y pude mantenerme al tanto, por lo menos superficialmente, de cuanto estaba sucediendo.

Una luna casi llena bañaba en plata el jardín, creando una apariencia hechizante. Mi padre y el esclavo se sentaron frente a frente en los bancos de madera que rodeaban la mesa. Isómaco respiró profundamente, como queriendo capturar en sus pulmones la suavidad de la brisa estival, y alzó la mirada hacia uno de los olmos en un intento inútil por descubrir a un búho que marcaba su territorio con un incansable ulular. Por fin, apoyó sus codos sobre la mesa y se dirigió a Neleo.

—Bien, dime qué quieres.

—Señor, me han contado lo ocurrido el otro día en la Asamblea —contestó el esclavo resueltamente.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó mi padre.

—Preferiría no decirlo, si me lo permites. Lo que importa es que, según he oído, el motivo por el que ese tal Alcinoo te increpó fue el trato que brindas a tus esclavos y el hecho de que yo pasara la noche con una hetaira.

—Esa fue la causa inmediata. Una simple excusa para atacarme.

—Lo siento mucho, amo —dijo Neleo, mostrando toda la consternación que guardaba en su interior—. Quisiera que me dijeras qué puedo hacer para enmendar el mal que he causado.

—Te estoy diciendo, Neleo, que eso sólo fue una excusa que buscaron para intentar desprestigiarme —contestó Isómaco—. Esos hombres van a por mí desde hace años, y si no hubiesen dispuesto de ese recurso habrían utilizado cualquier otro. Además, no te he dado ningún trato excepcional. Yo no te ofrecí ni la cena con mis amigos, ni la noche con la hetaira. No quiero que te preocupes: nadie tiene ninguna culpa, excepto ese grupo de ciudadanos al acecho del poder que se comporta como una manada de hienas.

—Gracias, señor, pero creo que sí tengo culpa —insistió Neleo—. Cuando Clitia iba a retirarse me ofrecí a acompañarla, pues consideré que era peligroso que anduviera sola por la calle a esas horas. Pese a que no había recibido autorización para hacerlo, creí que ese era mi deber. Así que atravesé el barrio junto a ella y, al llegar a la casa de las hetairas, me crucé con varios hombres que salían por la puerta. Saludaron a Clitia y me miraron de arriba abajo. Uno de ellos hizo un comentario que no llegué a entender y los demás se rieron aparatosamente. Yo alcé la mirada y reconocí al que se había burlado, pues era uno de los individuos que acompañaban a Alcinoo en el ágora. Entonces comprendí que había actuado imprudentemente acompañando a Clitia.

—En efecto, Neleo, aquello fue un error —dijo Isómaco—. Olvidaste que ella no es más que una hetaira. Debí decírtelo, pero no pensé que podía darse esta situación. Quiero que aprendas a razonar antes de realizar cualquier movimiento extraordinario y que olvides este suceso cuanto antes. Piensa que obraste inapropiadamente, pero no te lamentes en exceso porque lo cierto es que no has causado ningún mal a nadie. Los hombres con los que tuviste la mala fortuna de encontrarte me consideran su enemigo porque les conviene. Ese grupo actúa contra mi familia y contra mis esclavos porque represento un estorbo para sus intereses, pero no porque les mueva la ética o la justicia.

Neleo se quedó callado mirando a mi padre y asintió.

—Sin embargo —continuó Isómaco—, he pensado que hasta que se calmen las cosas, saldrás de la hacienda lo menos posible. No debemos correr riesgos innecesarios. Laso volverá a llevar a Ión a la escuela y tú le instruirás cuando regrese a casa. El resto del día trabajarás en el campo.

—Como tú ordenes, amo —contestó Neleo.

—No debes asustarte —añadió Isómaco—. Esto no es más que una mínima medida de precaución. Algunos de los hombres más poderosos de Atenas se encuentran en una situación muy comprometida por mi culpa, y ello implica un cierto peligro para todos nosotros. No obstante, tú sigue mis instrucciones y no te ocupes de nada que no te concierna directamente. Y ahora, retírate.

El esclavo se levantó, realizó una reverencia y se marchó a su dormitorio. Mi padre permaneció un largo rato en el jardín meditando y contemplando el cielo estrellado.

Cuando se tendió sobre su catre, Neleo pensó en aquella conversación y experimentó la impresión de haberse quitado un gran peso de encima. Reflexionó de nuevo sobre el giro tan radical que había dado su vida y la suerte que tuvo al ser adquirido por Isómaco. Posteriormente, como todas las noches desde la que pasó junto a Clitia, soñó con ella y revivió cada uno de aquellos mágicos instantes. Nunca habría podido imaginar que existiesen mujeres con las que se pudiera gozar de una manera tan intensa de una conversación constructiva y del amor más desenfrenado. Neleo no sospechaba que algún día fuese a conocer una mujer con una cultura tan vasta ni a descubrir que el sexo escondía tantos placeres desconocidos. Aceptar aquella espontánea invitación supuso para el esclavo vivir una experiencia realmente sorprendente e inolvidable.

* * *

Los días fueron transcurriendo apaciblemente, y la hacienda se fue adentrando poco a poco en el tórrido verano.

Cuando se hubo terminado de moler el trigo, los esclavos recogieron y almacenaron la paja, y a partir de entonces todos ellos pudieron gozar de algo más de tiempo libre. Era aquella una época alegre, en la que los ánimos estaban más despiertos que nunca. Los esclavos realizaban la mayor parte del trabajo al inicio y al final del día, permitiendo mis padres que aparcasen sus obligaciones durante las horas más calurosas. Así, cada mediodía la mayoría de ellos se dirigían a la poza del río para bañarse mientras charlaban y disfrutaban de su desnudez.

Yo, por mi parte, estaba atravesando una mala época. El calor provocaba que las lecciones fueran soporíferas y, además, me encontraba a disgusto con Laso porque desde que había conocido a Neleo prefería que fuera él quien me acompañase a la escuela. Acudía a Kefisia casi todos los días, pero una vez allí mi mente me trasladaba de nuevo a la hacienda, imaginándome a cada momento lo que debía de estar sucediendo en ella. ¿Cómo podía estar aprendiendo teoremas y memorizando versos durante horas cuando en mi propia casa palpitaba un mundo apasionante, un verdadero paraíso aguardando a ser explorado? Resultaba frustrante pensar que en un solo día dedicado a examinar la naturaleza junto a mi padre o junto a Neleo adquiría más conocimientos que asistiendo a la escuela durante varias semanas.

Sin embargo, a veces mis padres me permitían ir de caza con Harmodio y Leagro, y esto compensaba mis sacrificios. La sierra del Pentélico era un tesoro cinegético que nos ofrecía todo lo que pudiéramos desear. Mi padre fue quien me enseñó a cazar, aunque aquel verano no quiso acompañarnos más que un par de veces. En las noches de plenilunio nos reuníamos con esclavos y amos de otras haciendas, nos dirigíamos en silencio hasta el claro de un robledal y tendíamos extensas redes sobre las que esparcíamos avena para atraer a los jabalíes. Cuando uno de ellos pisaba la malla con las cuatro pezuñas, tirábamos fuertemente de las cuerdas para atrapar a la bestia, nos abalanzábamos sobre ella y le acribillábamos el cuello y los costados con nuestras lanzas. Constituía aquél un arte muy peligroso que requería gran habilidad y coordinación del grupo, ya que la violencia que desplegaba el jabalí herido era inconmensurable.

Otras veces nos internábamos en lo más denso del bosque y cavábamos profundos agujeros en el suelo, que camuflábamos con maderas, ramas y forraje, y a continuación cada uno de nosotros se encaramaba a uno de los árboles que rodeaban el hoyo. Allí esperábamos en silencio a que se acercara una manada de ciervos, y cuando uno caía en la trampa le lanzábamos la red y saltábamos al suelo. Entonces descendíamos con cuidado al interior del agujero, inmovilizábamos entre todos al animal y le atábamos fuertemente las patas con sogas.

Pero no había cacería que se equiparara a la del oso. Muy pocos en el demo se atrevían con ella, y yo, por supuesto, aún no la había practicado. Sólo los jinetes más diestros, siempre que contaran con los mejores caballos, podían realizar este tipo de caza. Entre ellos se encontraba mi padre y cuatro amigos suyos que vivían en los alrededores de Kefisia. Varias veces presencié cómo se reunían al amanecer en nuestra hacienda y partían hacia las montañas en busca de un buen ejemplar. Cuando lo encontraban, normalmente comiendo bayas o pescando en el río, lo asustaban a base de gritos y lo perseguían durante un buen rato. Para ello se dispersaban a su alrededor y le punzaban repetidamente con sus lanzas hasta conseguir que el oso corriese una larga distancia a la máxima velocidad posible. Cuando el animal estaba agotado, los cinco jinetes lo cercaban y lo apuntalaban con sus armas, buscando el momento adecuado para lanzar sus flechas contra su pectoral. Había que emplear una enorme destreza y concentración para esquivar los ataques del oso, pues un solo zarpazo era capaz de reventar el costado del caballo o la pierna del cazador.

Es por ello que ese año mi padre había declinado la oferta de acudir a la caza del oso. Tenía demasiadas cosas en que pensar, y hubiese sido muy arriesgado participar en ella sin disponer de la paz y el equilibrio interior que se requería. Por el contrario, durante algunas semanas pasó gran parte del día encerrado en el andrón refugiado entre sus numerosos rollos de papiro. Entre todas sus pertenencias, éstos constituían su bien más preciado, un magnífico conjunto de libros que había conseguido reunir a base de mucho esfuerzo y dedicación. Esta biblioteca era poco común en una casa particular y resultaba trascendental en la vida de mi padre, pues sus contenidos habían contribuido decisivamente a forjar su espíritu, a configurar su sabiduría y, por tanto, a que fuera capaz de mirar el mundo de una forma mucho más completa que las personas de su entorno.

De este modo, mi padre se entregó con pasión a sus papiros durante aquellos días de inquietud. Era una forma de crear en su interior un ambiente favorable para cuestionar sus propias actitudes ante las diferentes facetas de la vida y para realizar un análisis profundo de sí mismo y de sus circunstancias. Algo parecido a mostrar sus inquietudes a sus autores preferidos y buscar en ellos la salida más apropiada a las situaciones inciertas. Tarde o temprano, las respuestas más trascendentes y difíciles acababan acudiendo, sin que mi padre fuera capaz de diferenciar con precisión si provenían de él mismo o si eran los propios autores quienes le enviaban sus contestaciones. Durante muchos días apenas apartó su atención de sus papiros. Se sumergía en ellos al amanecer y no los solía abandonar en toda la mañana. A mediodía comía con Leucipe, charlaba un rato con ella y se sentaba a la sombra de la higuera para leer de nuevo. La intensidad en la lectura y la reflexión sólo disminuía a mitad de la tarde, cuando su atención se veía interrumpida por las bromas de la pequeña Frime, por Harmodio, que se acercaba para comentar las labores que había realizado cada uno de los esclavos, y por Laso y por mí cuando regresábamos de la escuela.

Por entonces, no hacía mucho que mi padre había conseguido los escritos de Heródoto de Halicarnaso, con quien llegó a trabar cierta amistad gracias a la mediación de Sófocles. Hacía once años que aquél se había instalado en Turios, una colonia del sur de Italia fundada por iniciativa de Pericles. Heródoto dedicó su juventud a recorrer el mundo y a recoger innumerables testimonios acerca de los lugares y las gentes que iba encontrando a su paso, así que decidió convertir aquella nueva colonia en su patria, un lugar donde poder traducir sus vivencias en una magna obra literaria. Mi padre, quien le tenía por una persona admirable y un escritor fascinante, descubrió de su mano un mar de aventuras y de conocimientos que crearon en él un clima idóneo para profundizar en sus meditaciones. Las palabras de aquel viajero incansable le transportaron dulcemente a todos los confines del mundo, ya que le describían con maestría la historia y las costumbres de los pueblos lidios, egipcios, babilonios, escitas, asirios, medas y fenicios, así como la orografía de sus montañas, ríos, valles y desiertos, y le narraban fielmente las épicas batallas que libraron nuestros antepasados para defender nuestras ciudades de las invasiones del Imperio persa.

Recuerdo que en aquellos días mi padre decidió que había llegado el momento de cambiar el arado de mi abuelo y construir otro más grande y robusto para remover mejor la tierra, de manera que dedicó varias jornadas a reunir distintas maderas y a trabajarlas con hacha, machete y cuchillo. Cuando yo llegaba de la escuela, me enseñaba con orgullo el trabajo realizado durante el día y entonces yo le prestaba mi ayuda hasta el anochecer. Con madera de olmo quemada construyó un timón tan grande y sólido que se asemejaba a la columna vertebral de un minotauro; con madera de olivo moldeó una reja curvada que escarbaría la tierra como los colmillos de un jabalí y, por último, forjó sutilmente la mancera con encina verde. Acopló cada pieza sobre las muescas de las demás y las ató fuertemente entre sí. Nada más terminado el trabajo, fueron uncidos los bueyes y se aró el campo ante la atenta mirada de todos los esclavos —aquello constituía un acto muy importante para la hacienda—, quedando la tierra perfectamente mullida y preparada para su estercolado.

A lo largo de aquel verano mi padre no quiso desplazarse a Atenas. No dejó de ir por prudencia ni por miedo, sino simplemente porque no le apetecía y porque no lo consideró necesario. De vez en cuando recibía en casa la visita de sus mejores amigos, de manera que se mantuvo perfectamente informado de cuanto acontecía en la ciudad sin tener que abandonar la paz de la hacienda. También fueron a verle algunos miembros del partido de Pericles y el demarca de Kefisia, quien le profesaba una sincera amistad. Todos le manifestaron su admiración y le felicitaron por la valentía y la entereza que había demostrado en la Asamblea. Algunos de ellos, sin embargo, expresaron su temor ante la posibilidad de que los oligarcas emprendieran represalias, ya que Alcinoo se había visto obligado a huir de la ciudad después de la sesión de la Asamblea. El enemigo de mi padre, al que casi todos los atenienses consideraban un ilustre ciudadano que acariciaba legítimamente el poder, se había convertido en un proscrito. Nadie sabía dónde se encontraba, y eso aumentaba su peligrosidad. El demarca de Kefisia llegó a ofrecer algunos de sus esclavos públicos para proteger la hacienda, pero mi padre rehusó cualquier ayuda y contestó a todos con la entereza de siempre, explicándoles que desde que comenzó a investigar las actividades de Alcinoo era conocedor de las consecuencias que podían acarrear sus acciones. Él consideraba que sus esclavos otorgaban la suficiente protección a su familia y que de ningún modo había dado aquel paso para vivir atemorizado ni escondido. Sin embargo, hasta que no transcurrieron unos meses, mi padre no llegó a ser totalmente consciente del daño que su discurso había causado en su enemigo y del inconmensurable rencor que a partir de ese día anidaba en él.

* * *

En vista de que había sido relegado temporalmente en sus funciones como pedagogo principal, Neleo solicitó a mi padre y a Harmodio hacerse cargo de la producción de miel. Según explicó, desde niño tenía mucha afición y práctica en el arte de la apicultura.

La hacienda contaba con veintidós colmenas situadas en la parte más lejana de la casa, encima de los bancales de los olivos. Desde allí, miles de abejas exploraban día a día las laderas soleadas cubiertas de tomillo, retama y brezo, produciendo una de las mieles más exquisitas del Ática.

Supuso una satisfacción para Neleo poder trabajar en aquellos excelentes panales. Él consideraba un milagro de los dioses que aquellos pequeños insectos tuvieran la suficiente inteligencia para desarrollar una comunidad tan perfectamente organizada, comunicarse entre sí y crear un alimento tan delicioso.

Todos vieron con buenos ojos ese cambio, puesto que la miel de la hacienda fue desde entonces de mucha mayor calidad, hasta el punto que la producción sobrante llegó a venderse por el doble de su precio habitual. Pronto aprendí el porqué de esa mejora, ya que algunas veces acompañé a Neleo y me enseñó sus procedimientos. A diferencia de la forma de trabajar de Harmodio, él castraba las colmenas sin calentarlas, de manera que la miel mantenía su textura y su sabor. Bien ataviado con un traje que le envolvía por completo, extraía la miel inmediatamente después de sacar los panales. La clave consistía en colocarlos rápidamente sobre una vasija de boca ancha con un tamiz muy fino y frotarlos con destreza. Dado que la miel aún estaba caliente por la acción de las abejas, escurría sin necesidad de poner los panales sobre el fuego y transmitía íntegramente el aroma de las flores.

Posteriormente, Neleo volvió a sorprender a todos con las aplicaciones que daba a esa miel. La utilizó para conservar peras y manzanas, de manera que procuró fruta para todo el invierno; posteriormente extrajo un delicioso jarabe impregnado del gusto de aquéllas que debía ser muy parecido a las ambrosías y néctares de los que se alimentan los dioses; elaboró un aceite aromático que desprendía un perfume encantador, ungüento con el que obsequiaría a mi madre y a las esclavas; compuso una serie de pócimas que, según aseguró, servían para combatir las afecciones de garganta, oídos y pecho y para curar las heridas, las mordeduras de animales y el envenenamiento por setas; y, por último, elaboró un excelente hidromiel natural, que todos bebíamos en las tardes de verano, e hidromiel fermentado, que guardó en grandes ánforas y se reservó para los banquetes de mi padre y sus amigos.

Neleo se sentía satisfecho por primera vez en mucho tiempo, una situación a la que no terminaba de habituarse. Algunas noches, según me contó, sufría pesadillas en las cuales la misma gente que le trataba con amabilidad y respeto se tornaba cruel, de manera que le volvían a considerar un animal de carga. Pero cada mañana, al despertar, miraba a su alrededor y volvía a saborear la inmensa suerte que le había deparado el destino.

Su relación con los demás esclavos era cordial, a excepción de dos de ellos: Harmodio y Laso. Mientras el primero mantenía una actitud fría y distante, convencido como estaba de que Neleo constituía la personificación de una inminente desgracia, Laso se mostraba resentido desde que fue relevado en sus funciones como pedagogo. A partir de la llegada de Neleo, Laso se vio obligado a dedicar una parte del día al trabajo en el campo, labor que le resultaba penosa porque ya se había adentrado en la vejez y había perdido el hábito del trabajo físico. Consideraba aquel cambio como una degradación dentro de la jerarquía de la hacienda, algo profundamente injusto después de tantos años de dedicación a la familia. Con el tiempo, Laso se fue convirtiendo en un hombre extremadamente arisco y de mentalidad aún más cerrada, con lo que cualquier intento de acercamiento habría resultado inútil.

Las horas que Neleo y yo dedicábamos a mi instrucción se fueron ampliando poco a poco, ya que mi padre comprobó que resultaban verdaderamente fructíferas. Las lecciones que el esclavo me impartía me parecían apasionantes, ya trataran sobre naturaleza, filosofía, geometría, astronomía o historia. A petición mía, una de las materias sobre las que más nos centrábamos era Esparta y sus instituciones, y a raíz de ello descubrí numerosos aspectos que deshicieron mi creencia de que aquella era una sociedad rudimentaria. Neleo me desveló la figura de Licurgo, legislador que doscientos años atrás, siguiendo los dictados del oráculo de Delfos, dotó a Esparta de una venerada constitución que regulaba hasta el último detalle su peculiar organización política y social. Me transmitió también su admiración por Quilón, sabio espartano que luchó hacía más de un siglo por derribar las tiranías de diversas ciudades helenas, entre ellas la de Atenas. Era miembro del eforado, órgano compuesto por cinco magistrados elegidos entre los ciudadanos, cuyas decisiones podían vetar las resoluciones adoptadas por los dos reyes de Esparta y por el consejo de ancianos. Quilón defendió la vigencia de este sistema, que consideraba el más equilibrado y efectivo de todos los posibles. Los modelos de conducta que propugnaba reflejan su sabiduría y fueron tomados como ejemplo por las siguientes generaciones de espartanos. Desde que Neleo me dio a conocer la doctrina de Quilón, también yo he intentado tener presente algunos de sus consejos: acudir más rápido a las desgracias de los amigos que a sus éxitos; honrar la vejez; preferir un castigo a una ganancia vergonzosa, pues lo uno causa dolor una vez y lo otro toda la vida; ser suave a la vez que fuerte para que los demás nos respeten más que nos teman; que la lengua no corra más que el pensamiento; aprender a utilizar la soledad…

Neleo y yo fuimos profundizando poco a poco en nuestra amistad. Nuestra diferencia de edad era corta, por lo que desde el principio nos resultó fácil dialogar sobre multitud de temas, otorgándonos día a día una mayor confianza. De esta manera, en una ocasión Neleo me comentó que la única cuestión que por entonces le apenaba era pensar que su madre permanecía en su aldea de Mesenia, completamente sola y sin saber qué habría sido de su único hijo, y a continuación me confió el plan que había concebido: trabajando duro durante unos cuantos años podría alcanzar un pequeño patrimonio que, complementado con un préstamo avalado por mi padre, le permitiría viajar a Mesenia y comprar la libertad de su madre. Para ello, por supuesto, necesitaría el consentimiento y la ayuda de Isómaco, pero yo le dije que si durante un largo período le demostraba lealtad y un buen rendimiento en su trabajo, él no tendría ningún inconveniente en respaldar su idea. Sin embargo, añadí, no debía olvidar la amenaza de la guerra: si la situación no volvía a normalizarse le resultaría completamente imposible viajar al Peloponeso y, por tanto, cumplir su sueño. Aun así, este objetivo otorgó una gran vitalidad a Neleo, ya que después de mucho tiempo volvía a albergar ilusiones, algo por lo que luchar y seguir adelante. Sin duda, el sabor de la vida es mucho más dulce cuando se reencuentra después de años de penurias.

Pero a Neleo todavía le irían mejor las cosas, pues a finales de verano se enamoró de una esclava muy hermosa. Una tarde apareció por el caminal una muchacha cargada con una gran cesta llena de higos. Neleo la divisó a lo lejos y se apresuró a ir a su encuentro para ayudarla. Ella agradeció el detalle, pues estaba realmente agotada por el esfuerzo, y le explicó que traía un regalo de parte de su señor, dueño de la hacienda contigua y amigo de Isómaco. Neleo dejó la cesta en el suelo y se presentó. Ella era una esclava algo más joven que él, alta, morena y de expresión muy dulce. Dijo llamarse Alké, y en cuanto pronunció su nombre Neleo recordó que había oído hablar de ella a otros esclavos en las conversaciones de la poza del río. De hecho, Alké nos gustaba desde hacía tiempo a mí y a mis amigos de la escuela, y frecuentemente hablábamos de ella con admiración. Así que, muy contento por haberse producido aquel inesperado encuentro, Neleo ofreció a la esclava entrar en la cocina de casa y le invitó a beber su mejor hidromiel.

Esa tarde permanecieron poco tiempo juntos, pero Neleo quedó fascinado por la belleza y la simpatía de aquella muchacha. Entabló con ella una conversación y descubrió que, además de divertida, era una mujer sensible. Desde entonces, ambos comenzaron a verse con cierta asiduidad; normalmente se citaban al atardecer en la intersección de los caminos que conducían a ambas haciendas para adentrarse a continuación en el bosque o pasear junto al río. Aquellas largas conversaciones dieron lugar a un conocimiento mutuo y a una amistad que se transformaría al poco tiempo en un amor apasionado. Neleo no tuvo reparo en contar a su amo y a los demás componentes de la hacienda su relación con la esclava. Isómaco le concedió una escueta aprobación condicionada a que no descuidara lo más mínimo sus obligaciones, pero en el fondo se alegró de que a su esclavo le fueran bien las cosas. No puedo decir lo mismo por mi parte, pues Alké fue una de las primeras mujeres que me colmaron de deseo, aunque cuando comprendí que ella resultaba inalcanzable para mí por su edad y por su condición de esclava acabé alegrándome de la suerte de Neleo.

Los días fueron pasando, y los paseos al atardecer comenzaron a alternarse con las visitas al pajar más alejado de la casa. Allí, al abrigo de cualquier mirada, ambos se entregaron ciegamente a los más dulces juegos. Neleo parecía hacer plenamente feliz a Alké. Él, por su parte, no podía pedir nada más a la vida.

* * *

El otoño llegó a la hacienda y, con él, la vendimia. Ésta constituía uno de los acontecimientos más importantes y emotivos del año. Mi padre y los esclavos abandonaban sus cometidos para dedicarse de pleno a la recolección y el pisado de la uva, tareas que se realizaban con el alborozo propio de una fiesta.

El ritmo de vida cambiaba sustancialmente en todas las haciendas de la zona, tanto para los hombres y las mujeres libres como para los esclavos. A los jóvenes y a los niños se nos permitía faltar durante algunos días a la escuela para ayudar en la recogida de uva, en su transporte por medio de carros y en el pisado, que constituía la más divertida de las tareas: diez o doce personas nos introducíamos cada tarde en el fondo de una enorme cuba de madera para bailar al son de los tambores y de las cítaras, extrayendo así el jugo que contenía el fruto.

El espíritu del dios Dioniso lo invadía todo, y las haciendas se convertían en improvisados escenarios donde se mezclaban las labores de recolección con los ritos religiosos, la música, el vino y la locura. Con este ánimo llegaron a Kefisia las fiestas dionisíacas. No eran celebraciones multitudinarias como las de Eleusis o las de Atenas, pero reunían más encanto puesto que todos los que participábamos en ellas formábamos una gran familia. Por unos días se olvidaban los problemas, las rivalidades y las envidias, y la gente abandonaba sus casas para congregarse en el ágora de Kefisia exhibiendo los disfraces más extravagantes. Músicos, cómicos, oradores y prestidigitadores invadían las calles y henchían de diversión a todo un pueblo que había aparcado su pudor y sus prejuicios y que no cesaba de beber, de cantar y de bailar.

El vino y su deificación, Dioniso, constituían durante las fiestas el centro de nuestras vidas. Una comitiva portaba sobre sus hombros una imagen del dios con una corona de flores y una antorcha en la mano, representando el momento en que llegó desde la lejana India trayendo consigo la vid, don de la alegría y símbolo del ansia de vivir. La procesión comenzaba a recorrer las calles al caer la noche. Los ditirambos en honor a Dioniso se confundían con los jaleos dirigidos a los participantes del concurso de bebedores de vino. Pero lo más espectacular era contemplar cómo las mujeres que participaban en la comitiva daban rienda suelta a sus instintos tratando de compensar las imposiciones y las limitaciones que padecían durante el resto del año. Tapadas con minúsculos retales de piel de corzo, corrían alocadamente en torno al carro que portaba la imagen del dios, blandían varas engalanadas con hojas de parra y ejecutaban sin ningún pudor las danzas más extravagantes al frenético ritmo que imponía la música.

Como yo aún era demasiado joven para participar en aquel jolgorio, sólo había obtenido permiso para permanecer en Kefisia por la mañana. Durante ese rato solía presenciar en compañía de mis amigos los números de los prestidigitadores, los saltimbanquis y las marionetas. En un par de ocasiones conseguí asistir a sendas representaciones de teatro, lo cual resultaba apasionante. Pero después del mediodía, cuando el alcohol comenzaba a correr a raudales y el ambiente se iba calentando, mis padres me obligaban a volver acompañado de alguno de los esclavos a la hacienda, donde de nuevo maldecía mis limitaciones y deseaba fervientemente que el tiempo discurriera deprisa para llegar a ser adulto cuanto antes.

* * *

Cuando Neleo terminó de envasar la miel en jarros y almacenarla en la despensa principal, se dedicó por completo a las tareas de la vendimia. De sus actos se desprendía que el trabajo que desempeñaba le resultaba gratificante. Su esfuerzo y su sudor ya no revertían en beneficio de sus enemigos, arrendatarios sin escrúpulos que le negaban hasta su condición humana, sino en el mantenimiento de una hacienda y de una familia que él iba considerando poco a poco como propias.

Su ilusión por la vida se había incrementado últimamente a causa de su relación con Alké. Su amor y su pasión por la esclava seguían yendo en aumento. Ambos se veían siempre que podían, normalmente durante el corto intervalo que mediaba entre la finalización de sus labores y el anochecer. Después de un pequeño paseo por el bosque, en el cual aprovechaban hasta el límite su soledad y la magia de la naturaleza, Neleo solía acompañar a Alké hasta la cancela de la entrada de su hacienda, se despedía de ella y afrontaba satisfecho el camino de vuelta.

Últimamente, sin embargo, Neleo estaba sintiendo cierto temor al regresar a casa. Los días eran cada vez más cortos, por lo que la oscuridad solía sorprenderle durante el trayecto de vuelta, sobre todo en las noches nubladas y en semilunio, y ello le producía una extraña zozobra.

De esta manera, portando una lámpara en la mano y con cierta preocupación por tener que recorrer el camino en aquellas condiciones, Neleo se despidió de Alké, de las demás esclavas y de su ama, agradeciéndoles sinceramente sus atenciones. Enfiló el camino con decisión, sujetándose el manto a la altura del cuello y tratando de expulsar de su interior todos sus reparos. Cuando alcanzó la cancela de entrada de la hacienda se giró y envió con la mano un último adiós a las esclavas, quienes exclamaron que volviera pronto a visitarlas.

Neleo se adentró en una fina y persistente cortina de agua. Su lámpara alumbraba tenuemente el camino, y él se sumergió por completo en sus pensamientos y anduvo lo más deprisa que pudo. Cuando llevaba recorrido un buen tramo y el camino se había adentrado en el interior del bosque, la lluvia arreció con ímpetu y se levantó un viento endiablado que azotó con furia sus ropas empapadas y ensordeció sus oídos. El esclavo decidió desprenderse del manto de lana, pues ya no le reportaba más que molestias. La trémula luz de la lámpara apenas alcanzaba a iluminar sus pies y amenazaba seriamente con extinguirse. Neleo se armó de valor, encorvó su cuerpo y aceleró la marcha, jurándose que llegaría a casa a salvo y que nunca más se vería envuelto en una situación semejante.

Sin embargo, al cabo de un rato sus temores se cumplieron. El depósito de la lámpara contenía más agua que aceite y la llama terminó por apagarse, momento en el que Neleo quedó atrapado por la oscuridad más siniestra. Desafió a los dioses lanzando un poderoso y desgarrado grito que fue engullido inmediatamente por la tormenta. Se sintió mísero e insignificante, completamente indefenso ante la inmensidad de los poderes de la naturaleza. Arrojó la lámpara con furia contra el suelo y continuó avanzando desde la más intensa ceguera y desesperación, guiándose con su intuición y apoyándose con el tacto de los troncos de los árboles que bordeaban el camino.

El viento roló, estrellando la lluvia con fuerza contra su cara. Continuó caminando a tientas, imprimiendo toda su voluntad, pero apenas conseguía avanzar. Sus fuerzas comenzaron a flaquear. Su cuerpo temblaba de frío y de puro miedo, y sus pies tropezaban con piedras y con algunos viejos troncos que atravesaban el sendero, haciéndole caer al suelo con estrépito. Neleo, sin embargo, se levantaba cada vez y volvía a sacar fuerzas de su interior, planteándose que le quedaba menos de la mitad del trayecto y convenciéndose de que, aun a ciegas, aquel camino acabaría conduciéndole hasta la casa. La oscuridad y la tormenta, se decía a sí mismo, no podían derribarle ahora, después de haber padecido y superado tantas calamidades a lo largo de su vida.

Súbitamente, un imponente resplandor le deslumbró.

Neleo agachó la mirada, pues aquella intensa luz le cegó por completo. Un miedo terrible e invencible se apoderó de él. No sabía qué tenía delante, pero su subconsciente recordó los ruidos y las luces de días anteriores y le hizo comprender al instante que aquel peligro indefinido y difuso que estuvo cerniéndose sobre él había conseguido atraparle.

Poco a poco levantó la cabeza. Sus pupilas se fueron comprimiendo paulatinamente hasta que pudo vislumbrar ante sí a tres hombres que portaban antorchas en la mano. Neleo se fijó en sus rostros, pero no pudo reconocer a ninguno de ellos porque sus mantos tapaban sus cabezas, dejando al descubierto sólo los ojos.

—¿Eres Neleo, el esclavo de Isómaco? —preguntó uno de ellos.

—Sí, soy yo. ¿Quiénes sois vosotros?

—Eso no te importa —contestó el que estaba en medio de los tres, elevando su voz por encima de los sonidos de la tormenta—. Sólo debes saber que tanto Isómaco como las personas de su entorno recibirán el castigo que merecen.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó Neleo—. No soy más que un esclavo.

—No sólo nos consta que eres el esclavo más apreciado por Isómaco, sino que un augurio ha desvelado que posees un maleficio que debe ser extirpado con tu muerte.

Neleo comprendió que su suerte estaba echada desde hacía tiempo y que era totalmente inútil decir nada más. En un abrir y cerrar de ojos se giró y huyó.

Corrió desesperadamente por el tramo del camino por el que había venido, consciente de que huía de la misma muerte. Los tres hombres se sorprendieron por aquella reacción tan repentina. Fijaron su vista sobre la túnica de su víctima y comenzaron a perseguirle. Ninguno de ellos era tan rápido como Neleo, pero contaban con la ventaja de poder alumbrarse con sus antorchas.

El esclavo continuó huyendo. La lluvia ya no le golpeaba en la cara, y el resplandor proveniente del fuego de sus perseguidores le permitía distinguir turbiamente el camino. Corrió con toda su alma, muy pendiente de no tropezar con nada, pues en ese caso todo estaría perdido. Sin embargo, poco a poco sus perseguidores le fueron comiendo terreno. Neleo comprendió que si no intentaba esquivarlos nunca conseguiría perder a esos tres hombres, pues en cuanto conseguía distanciarse de ellos se sumergía de nuevo en la oscuridad y se veía obligado a aminorar su velocidad para poder distinguir los obstáculos del camino. Así que, sin pensarlo dos veces, tras un recodo viró hacia la derecha y se internó en el bosque.

Corrió ladera abajo con la idea de alejarse del camino y camuflarse debajo de unos matorrales. Avanzaba completamente a ciegas, arañándose y golpeándose con los arbustos y las ramas de los árboles, pero sintiendo que acariciaba su salvación. Sin embargo, cuando estaba a punto de lanzarse al suelo y esconderse, su rostro se estrelló con violencia contra el rugoso tronco de una encina.

Cuando sus perseguidores doblaron el recodo y descubrieron que Neleo había desaparecido, se detuvieron y decidieron separarse entre sí. No habían podido ver en qué punto del camino se había escapado, por lo que se internaron en el bosque desde lugares distintos y comenzaron a rastrear la ladera cuesta abajo. Pasados unos instantes, cuando ya temían haber perdido a su víctima, a uno de ellos le pareció oír un ruido extraño. Era el sonido que produjo Neleo, quien, malherido, emitió un quejido mortecino al intentar incorporarse y cayó al suelo definitivamente. El persecutor corrió en aquella dirección, alumbrando el suelo con su antorcha, hasta que descubrió la senda de las pisadas de su víctima. La siguió y, con gran satisfacción por su parte, encontró a Neleo tendido junto al tronco de la encina, inconsciente y con su rostro totalmente ensangrentado.

El individuo lanzó un fuerte silbido para avisar a los otros dos. El que ejercía de jefe del grupo llegó el último, ya que se encontraba en el punto más alejado. Mientras recuperaba la respiración, hincó una rodilla en el suelo y examinó el cuerpo tendido. En la frente de Neleo se había abierto una profunda brecha de la que manaba un reguero de sangre que se diluía con la lluvia y fluía por los rasgos de su rostro.

—¿Le habéis hecho algo? —preguntó aquel hombre.

—No. Lo encontramos así.

—Mejor. Prefiero ser yo quien ejecute el trabajo —contestó con altanería, cogiendo a Neleo de las axilas para sentarle. Los otros dos le ayudaron a mover el cuerpo inconsciente hasta apoyar su espalda en el tronco del árbol—. ¡Despierta! —gritó, abofeteándole en la cara—. ¡Te ordeno que te despiertes, maldito esclavo altivo!

Aquel hombre continuó golpeando el cuerpo ensangrentado e inerte hasta que al cabo de un rato, cansado de esperar, extrajo su espada de una vaina de cuero. Miró a Neleo fijamente, con desprecio. Entonces, sin pensárselo y exhibiendo una gran sangre fría, hundió el hierro en el corazón del esclavo y giró bruscamente la muñeca, provocando una ligera convulsión en su cuerpo. El hombre dejó transcurrir un breve lapso de tiempo y retiró su espada con suavidad. Inesperadamente, justo antes de que su vida se desvaneciera por completo, Neleo abrió los ojos por última vez. Aún fue capaz de contemplar borrosamente cuanto había a su alrededor, y durante unos fugaces instantes su mirada se cruzó con la de aquél que le estaba arrebatando la vida, causando en su asesino una extraña conmoción. Éste contempló aterrorizado los ojos del moribundo hasta que sus pupilas se tornaron hacia arriba definitivamente. La espada con la que le había dado muerte se desprendió de su mano y cayó estrepitosamente al suelo, apoderándose de él una poderosa e inexplicable zozobra.

—Un enemigo menos para Atenas —exclamó sarcásticamente mientras se incorporaba, tratando de ocultar el extraño desasosiego que le había invadido—. Después de todo, esto es lo único para lo que sirven los mesenios.