La asamblea
Alceo era tan hospitalario como mi padre. Cada vez que éste se desplazaba a la ciudad disfrutaba de la comodidad de la casa de su amigo, quien se encargaba de avisar al resto de los componentes de su grupo y organizaba magníficos banquetes. De esta manera, mi padre evitaba perder el contacto con muchos de sus amigos y sentirse aislado por el hecho de vivir en el campo.
Aquella noche Alceo quiso invitar también a Neleo. Ya que éste se encontraba en la ciudad y le había causado una buena impresión durante la conversación en nuestra hacienda, comentó a mi padre que le gustaría que su esclavo participara del banquete. Alceo había olvidado la sensación de irrespetuosidad que entonces le produjo Neleo y conservó la idea de haber departido con un hombre inteligente. A sus amigos, añadió, les agradaría conocer una persona tan peculiar, y a ninguno de ellos le importaría compartir la cena con un esclavo, ya que podía informarles sobre la batalla de Corcira y aportar argumentos interesantes a la tertulia.
Yo, por mi parte, ni siquiera solicité asistir a aquel banquete, pues conocía perfectamente cuál iba a ser la respuesta. Cené con Lico, el hijo de Alceo, en el comedor de su casa. Él era un año mayor que yo, y aunque sólo nos veíamos un par de veces al año nos llevábamos bastante bien. Se notaba que él vivía en la ciudad, pues algunos de sus comentarios denotaban una cierta arrogancia y orgullo de ser ateniense; de hecho, su máxima ambición era alcanzar los dieciocho años para ir a la guerra. Era, sin embargo, un muchacho simpático e inteligente con el que se podía conversar gratamente. Además de contarme innumerables anécdotas de sus amigos, de la ciudad y del gimnasio de su barrio, se interesaba sinceramente por mi estilo de vida en la hacienda y en Kefisia. Nos divertíamos también escuchando las voces y las risas que provenían del andrón. El mundo de los adultos nos atraía a ambos con la misma intensidad.
Al principio, los amigos de Isómaco y Alceo se extrañaron al ver que iban a compartir mesa con un esclavo, pero pronto se alegraron de que el anfitrión hubiera querido sentar en ella a Neleo: éste narró con todo lujo de detalles el desarrollo y el desenlace de la batalla de Corcira, y posteriormente dio respuesta a las preguntas que le formularon los demás comensales. En todo momento tuvo muy presente su condición de esclavo y las estrictas formalidades que ello conlleva, y cuando la conversación cambió de tema permaneció en silencio durante el resto de la cena.
Todos comieron y bebieron en gran cantidad. Mientras daban cuenta del sabroso banquete que iban sirviendo los esclavos de Alceo, mi padre y sus cuatro amigos hablaron de las actividades de cada uno de ellos durante los últimos días. Trataron también sobre las diferencias entre los gimnasios de la ciudad, sobre los sofistas y sus últimas aportaciones y sobre un grupo de malabaristas extranjeros que había visitado el ágora.
Terminada la cena, Neleo ayudó al resto de los esclavos a recoger la mesa y se marchó con ellos a la cocina. Los cinco amigos degustaron entonces el mejor vino de la bodega de Alceo y se centraron en la sesión de la Asamblea del día siguiente. A partir de ese momento, el ambiente festivo y alegre del banquete se disipó. Todos ellos mostraron su preocupación por la difícil situación que se estaba viviendo y coincidieron en que la defensa de su postura dentro de las instituciones de la ciudad debía ser más perseverante que nunca.
Fue entonces cuando mi padre conoció que el asunto principal del orden del día de la sesión había sido incluido a instancia de Alcinoo. Su más odiado rival fue quien, en representación del partido oligárquico de Tucídides, había propuesto tratar en la Asamblea la conveniencia de que Atenas comenzara la guerra de forma inmediata.
—Bien, entonces creo que esta es nuestra oportunidad para denunciar públicamente a Alcinoo —dijo Isómaco.
Mi padre se refería a un valioso secreto que compartían los cinco miembros de su grupo: la constatación, obtenida unos días antes, de que Alcinoo prestaba su apoyo al ejército espartano.
Todos, a excepción de Aristogitón, asintieron con la cabeza. Aristogitón era el único anciano del grupo, y sostenía que lo más adecuado sería informar con discreción a algún mando militar ateniense.
—Es peligroso, Isómaco —advirtió, acariciando su barba blanca—. Alcinoo nació en Esparta y cuenta con el apoyo del partido oligárquico ateniense. Estarías expuesto a represalias de los de una y otra parte.
—Lo tendré en cuenta —contestó Isómaco, quitando importancia a la cuestión.
Narró entonces con todo detalle el incidente que habíamos presenciado aquella tarde en el ágora entre Alcinoo y Sócrates. Todos se complacieron al escuchar que el filósofo había sumido al oligarca en el descrédito más grotesco ante la multitud allí congregada, aunque Aristogitón hizo ver que resultaba inquietante comprobar que los oligarcas se mostraban agresivos hasta el extremo de atreverse a atacar a Sócrates. Isómaco afirmó que ello confirmaba aún más la importancia de prestar su colaboración para abortar la compleja estrategia de Alcinoo y sus seguidores.
Los amigos de mi padre, salvando algunas diferencias, se mostraron decididos a llegar hasta el final pese a ser plenamente conscientes del riesgo que ello conllevaba. Aunque todos los que compartían aquella mesa eran hombres muy involucrados en los asuntos de la ciudad, no se alineaban con ningún partido político. Era habitual, además, que sobre un mismo tema cada uno de ellos adoptara un criterio propio. Sin embargo, todos compartían un principio muy claro: su respeto por la democracia y su animadversión hacia Tucídides, Alcinoo y sus seguidores.
El grupo de mi padre se mantenía unido por un concepto de la amistad muy parejo al de Sócrates, debido en parte a la influencia que éste había ejercido en sus vidas. Sócrates decía que algunos hombres ponen todo su afán en coleccionar caballos, otros en poseer mucho dinero y que a otros les atraen los honores. Él, sin embargo, lo único que ambicionaba tener en la vida era buenos amigos. Pese a que el filósofo era tan pobre en cosas materiales como rico en amistades, solía afirmar que prefería uno solo de sus buenos amigos a todo el oro y los palacios del rey de Persia.
Era aquel un grupo heterogéneo, en el sentido de que entre sus miembros existía una notable disparidad en cuanto a su procedencia social y caracteres. Pero los vínculos que les habían mantenido juntos desde la adolescencia eran una inteligencia fuera de lo común y una voluntad permanente por favorecer al otro. Todos consideraban esencial el principio de dar sin esperar recibir y pensaban que la anticipación era tan importante en la amistad como en la lucha contra el enemigo. Por otra parte, cada uno de ellos encontraba en los demás un complemento a su propia personalidad. El buen amigo es aquel que aporta elementos valiosos al otro a la vez que los recibe de él, manteniendo así la reciprocidad que estructura toda relación de amistad. Los elementos que ellos se intercambiaban podían ser conocimientos, ejemplos de comportamiento, diversión o respaldo en los momentos difíciles, pero lo más importante era que cada miembro del grupo encontraba algo que admirar en los demás, obteniendo así de sus amigos un aluvión continuo de aportaciones valiosas.
La conversación transcurrió durante horas, guardando su contenido un significado especial para Isómaco. En ella se concretó la estrategia que deberían seguir al día siguiente en la Asamblea y en las semanas venideras. Se avecinaban tiempos difíciles, por lo que resultó muy importante para mi padre reforzar los objetivos comunes y cerciorarse de que cada uno de sus mejores amigos le iba a apoyar incondicionalmente.
Cuando terminaron con todos los temas referentes a esta cuestión, Cirebo, el miembro más joven del grupo, se levantó de su triclinio.
—Antes de irnos a casa, queridos amigos, propongo hacer traer a Clitia —dijo con entusiasmo.
Todos se quedaron mirándole con gesto de extrañeza, pues Clitia era la hetaira más cotizada del barrio. Como buen dramaturgo, las propuestas de Cirebo eran siempre ocurrentes; también solían ser acertadas, pero aquella no parecía la noche más indicada.
—¿Cómo dices eso? —preguntó Aristogitón—. ¿Vamos a llamar a una hetaira justamente hoy, que no debemos emborracharnos ni acostarnos tarde?
—Nosotros no, efectivamente; pero Neleo no asistirá a la Asamblea —contestó Cirebo señalando al esclavo, quien permanecía de pie, junto a la puerta del salón, desde que terminó de ayudar a los demás sirvientes—. Opino que después de las penalidades que ha sufrido y, sobre todo, en pago por la valiosa información que nos ha trasladado, bien merece los servicios de Clitia.
Todos miraron a Neleo y sonrieron al apreciar su expresión de sorpresa. El esclavo se percató de que estaban hablando de él, pero no alcanzó a comprender lo que decían. Isómaco, por su parte, permaneció en silencio.
—Acércate, Neleo —le ordenó Cirebo, levantando la voz.
Aquél se aproximó a la mesa con rapidez.
—Dinos, ¿hace cuánto tiempo que no estás en compañía de una mujer?
—Pues… la verdad es que mucho —contestó Neleo en voz baja, visiblemente incómodo.
—¿Cuánto? —insistió Cirebo.
El esclavo se quedó callado, pensando.
—Más de un año —dijo.
Todos, excepto Isómaco y Alceo, lanzaron exclamaciones en tono de burla seguidas de varios comentarios jocosos. Alceo les interrumpió.
—¡Alto!… Neleo es mi invitado y no deseo que se sienta molesto. Veo correcta la propuesta de Cirebo, pero nadie debe burlarse. —Cuando todos callaron, Alceo se dirigió al esclavo—: Como anfitrión, te invito a pasar la noche con Clitia en una estancia de invitados. Eres libre para aceptar la oferta o rechazarla. Pero debes saber que ella es un monumento de mujer.
—Es una gran propuesta, Neleo —aseguró Isómaco.
El esclavo miraba a unos y a otros sin saber qué decir.
—No creas, Neleo —continuó Alceo—, que te estamos ofreciendo una de esas pornai que habrás visto en el puerto del Pireo o en el de Corinto. Las hetairas de este barrio son mujeres llegadas del Asia Menor, de una sensualidad exorbitante y con una cultura que dejaría en ridículo a muchos ciudadanos de Atenas. Y entre ellas, Clitia es la más sobresaliente.
El esclavo continuó analizando la situación. Ya había descartado que aquella invitación fuera una broma pesada. Ganas de estar con una mujer, por supuesto, no le faltaban. El último punto que debía considerar era si aceptar el ofrecimiento podía resultar abusivo. Sin embargo, cuando alzó la mirada hacia mi padre, éste le dirigió un gesto de asentimiento casi imperceptible que le ayudó a tomar una decisión.
—No quisiera abusar de vuestra confianza, y mucho menos de la hospitalidad de Alceo —dijo Neleo observando a mi padre, que permanecía inmutable—. No soy más que un esclavo recién llegado.
—Por mí no te preocupes —contestó Alceo—. Yo considero que lo mereces por la tranquilidad que nos han aportado las noticias que traes. Del resultado de la batalla de Corcira dependía el futuro de todos nosotros y, sobre todo, de los amigos y familiares que han luchado en ella.
—En ese caso, acepto y agradezco la invitación —dijo Neleo con determinación.
Alceo se giró hacia la puerta, donde uno de sus esclavos había ocupado el lugar de Neleo. Le hizo una señal y éste se acercó.
—Tearión, ve a la casa de Clitia y hazla venir cuanto antes —le ordenó—. Y procura ser discreto.
El esclavo de Alceo contestó con un gesto afirmativo y se retiró rápidamente de la estancia.
Durante el rato que tardó en regresar, mi padre y sus amigos volvieron a comentar, con una mezcla de alivio e incertidumbre, la narración que había realizado Neleo acerca de la batalla de Corcira. El esclavo, por su parte, permaneció absorto y ajeno a la conversación, abrumado por la situación tan comprometida en que se veía envuelto. Nunca en su vida había estado con una mujer pública y no sabía cómo debía comportarse con ella. Y mucho menos, con una hetaira de lujo. Quién era él, se preguntaba repetidamente, para compartir un lecho con una de esas mujeres.
Tearión no tardó en aparecer acompañado por Clitia. Todos se levantaron y la saludaron educadamente. Neleo la observó con detenimiento. Era una mujer alta y hermosa, adornada con copiosas joyas y tapada con un elegante manto encarnado. Su mirada desprendía altivez e inteligencia. Una capa de maquillaje realzaba los finos rasgos de su rostro, y sobre su cabeza reposaba una cinta roja sutilmente bordada. Sus cabellos castaños estaban peinados con una raya en medio desde la cual partían hacia ambos lados unas cuidadas ondas que se convertían en amplios bucles al alcanzar la altura de sus hombros. La hetaira se desprendió de su manto y se lo entregó a una esclava, mostrando un fino vestido de seda blanca que dejaba entrever las magníficas formas de su cuerpo.
—Clitia —dijo Alceo—, te hemos hecho llamar porque ha llegado un amigo extranjero y hemos querido que pase esta noche contigo.
—Muy bien; supongo que será aquél —contestó la hetaira, señalando con la mirada a Neleo.
—Sí —musitó el esclavo.
—Vaya, vaya —dijo Clitia, sonriendo y clavando sus ojos verdes en Neleo—. Acepto porque me lo solicitáis vosotros. Ya sabéis que no me gustan los esclavos.
Neleo se incomodó más aún. Se preguntó cómo se habría dado cuenta de cuál era su condición, dado que vestía una túnica que Alceo le había entregado antes de cenar para que no desentonara con los demás.
—¿Vosotros os marcháis? —preguntó Clitia—. ¿No deseáis que acudan mis compañeras?
—No, gracias, debemos retirarnos. Mañana asistiremos a la sesión de la Asamblea —dijo Alceo, haciendo una señal a los demás para que se fueran levantando—. Hasta la próxima ocasión, Clitia. Neleo, a ti te veremos mañana por la tarde.
Los demás se despidieron de la hetaira y fueron desfilando desordenadamente hacia la puerta del andrón. Allí concretaron el lugar del hemiciclo donde se encontrarían a la mañana siguiente. Antes de abandonar la estancia, mi padre lanzó una última mirada hacia la mesa y vio que Clitia se había sentado junto a Neleo, se había servido una copa de vino y comenzaba a charlar con él.
* * *
Al amanecer, Isómaco y Alceo salieron de casa de éste rumbo a la Pnyx, la colina cercana a la Acrópolis donde se hallaba emplazada la Asamblea. Para llegar a ella debían atravesar gran parte de la ciudad, pues la casa de Alceo se encontraba en el barrio de Scambónidai, en el extremo noreste de Atenas.
Mientras caminaban por las calles, ambos se mostraron intranquilos por lo que iban a afrontar ese día. Habitualmente consideraban la asistencia a las sesiones de la Asamblea como una tarea gratificante, ya que les otorgaba la oportunidad de exponer sus opiniones y de seguir de cerca la evolución de las tomas de decisión más importantes. Sin embargo, aquella mañana ninguno de los dos sentía satisfacción alguna, pues sabían que el ambiente que encontrarían en la Pnyx iba a ser difícil y amargo, y pese a ello ambos asumían que constituía su obligación poner a disposición de la ciudad toda su energía y su dedicación en un momento tan trascendental como aquél.
Mi padre sabía perfectamente que su autoridad era requerida por muchos de los que le rodeaban. Esa autoridad, conseguida con mucha dedicación y estudio, le había convertido en una pieza de considerable valor en la estructura del sistema político de Atenas. En aquella ocasión, además, Isómaco disponía de una información tremendamente importante que había obtenido por sus propios medios, por lo que marchaba a la Asamblea con la firme decisión de utilizar su autoridad y su información en beneficio de la ciudad.
La luz del sol comenzaba a iluminar el cielo, y los vencejos sobrevolaban ágilmente los tejados de las casas. Isómaco y Alceo recorrieron las calles en silencio, bien arropados con sus mantos para protegerse del viento. Sortearon los palacetes y las lujosas casas que poblaban el barrio. Sus vecinos iban emergiendo de sus hogares rumbo a la Asamblea, mezclándose con algunas esclavas que se dirigían a la fuente portando sobre sus cabezas cántaros de elegantes formas. Los últimos guardianes nocturnos, por su parte, se retiraban cansados hacia sus cuarteles.
Salieron del barrio y enfilaron la vía Panatenaica, que les conduciría a través del ágora hasta la Acrópolis. Llegados a ese punto, Isómaco y Alceo se adentraron en una corriente humana formada por ciudadanos provenientes de todos los lugares del Ática, hombres movidos por su interés en escuchar las propuestas de sus representantes para afrontar aquella coyuntura tan preocupante para su ciudad. Allí se mezclaban los ricos eupátridas y los humildes taberneros; los grandes terratenientes y los campesinos vestidos con sus túnicas de fiesta y sus zapatos laconios. La viva imagen de la democracia. Los ricos, descansados tras haber realizado el viaje en carro desde sus haciendas; los campesinos, empuñando el cayado y cantando viejas tonadas, ahítos tras haber caminado durante gran parte de la noche en pequeños grupos. Y todos ellos, portando un zurrón lleno de comida y una bota de vino colgados del hombro para reponer fuerzas durante la larga sesión.
El camino transcurrió entre los Propileos de la Acrópolis y la colina del tribunal del Areópago y continuó su ascensión hacia la Pnyx. Cuando ambos amigos alcanzaron la base del monte sobre el que se hallaba la Asamblea, el camino se convirtió en una senda empinada que se adentraba en un encinar y cruzaba una terraza desde la cual se divisaban los largos muros de la ciudad, el puerto del Pireo y la isla de Salamina.
Continuaron caminando y alcanzaron la entrada de la Pnyx. En ese momento el secretario de la Asamblea alzaba la bandera en lo más alto en señal de que la sesión comenzaría en breve. Unos guardianes públicos controlaban exhaustivamente el acceso junto a una puerta arqueada, así que mi padre y Alceo se incorporaron a la fila y esperaron a que llegara su turno. No tardarían en entrar en el hemiciclo, que ofrecía un aspecto imponente: estaba construido en la ladera de la colina sobre el soporte de un inmenso muro de contención, de manera que podía albergar más de quince mil asistentes sentados sobre las banquetas y otros tantos de pie. Aquel día todos los asientos habían sido ocupados, así que los ciudadanos que continuaban accediendo a la Asamblea se dirigían directamente a los espacios que aún quedaban libres en la zona superior.
El ambiente era ensordecedor. El efecto que producían tantos miles de ciudadanos conversando en grupos en un recinto dotado de una acústica tan perfecta resultaba atronador. Los integrantes de cada partido político estaban distribuidos en conjuntos claramente diferenciados en las distintas zonas del hemiciclo. Isómaco y Alceo se dirigieron a la parte inferior derecha con mucha dificultad, donde sus amigos les habían reservado dos asientos entre los suyos. Antes de llegar dirigieron una fugaz mirada a la parte opuesta, allí donde se sentaban los seguidores de Tucídides, y divisaron a Alcinoo riendo abiertamente con algunos de sus secuaces.
Mi padre y Alceo saludaron a todos sus compañeros y pudieron apreciar el gesto de preocupación que asomaba en sus rostros. Se sentaron entre ellos, quedando por detrás de un grupo de esclavos públicos armados con arcos que ocupaban las banquetas de la primera fila. Éstos, a su vez, estaban sentados tras las butacas reservadas para invitados extranjeros, destinadas en esta ocasión a acomodar a cuatro embajadores llegados desde Esparta. Asimismo, comprobaron que Pericles esperaba pacientemente el inicio de la sesión en su asiento habitual. Como siempre, le acompañaban sus colaboradores de toda la vida, un grupo muy heterogéneo formado por filósofos, médicos, arquitectos, artistas y poetas, todos ellos personajes destacados en sus respectivas materias.
Isómaco alzó la mirada hacia la tribuna de las arengas, consistente en una plataforma tallada en la montaña a modo de estrado y asegurada por una barandilla. Debajo de la tribuna se erigía el altar de Zeus y, sobre ella, el palco de la presidencia, al que se accedía por unas escaleras ubicadas a ambos lados de la tribuna. Mi padre se sorprendió al descubrir que la persona que iba a presidir la sesión era Arestanas, famoso por su habilidad en los negocios y también por las juergas nocturnas que solía organizar en su casa. Estaba flanqueado por el heraldo y el secretario de la Asamblea, y su expresión tensa estaba acorde con la responsabilidad que le había tocado asumir. Isómaco sintió cierto alivio al comprobar que aquel día el sorteo había deparado que el presidente de la sesión fuese un hombre de confianza.
Desde la parte izquierda del recinto aparecieron tres sacerdotes vestidos con largas túnicas blancas, se dirigieron solemnemente hacia el altar y se prepararon para inmolar tres cerdos adornados con cintas de colores que allí tenían atados. Tras rociar el altar con agua consagrada a los dioses, acuchillaron con destreza el cuello de los animales, provocando que los chillidos retumbaran en todos los rincones del hemiciclo. Una vez recogida la sangre en cubos, los sacerdotes mojaron en ella unas brochas y trazaron un círculo rojo entre el altar y los asistentes para que, según el significado del rito, todos ellos quedaran bajo la mirada y la protección de los dioses. A continuación, extrajeron las vísceras de los puercos y las colocaron en un enorme brasero, generando una densa columna de humo que ascendía hacia el cielo en busca de la benignidad de los dioses con los destinos de la ciudad.
El heraldo salió al estrado, desenrolló un papiro y dirigió a los asistentes una larga y tediosa oración. Acabada ésta, siguiendo el protocolo, advirtió de las severas medidas que se aplican a todo aquél que intente engañar al pueblo. Arestanas le ordenó entonces dar lectura al orden del día, el cual contenía el probouleuma presentado a instancias de Alcinoo y un mensaje que los embajadores espartanos traían del rey Arquidamo.
El primero en pedir la palabra fue Pericles, pues era el único que conocía con precisión las pretensiones de Esparta. El general se levantó alzando la mano y Arestanas, que estaba pendiente de él, le concedió la palabra de inmediato. Pericles salió al pasillo, avanzó con paso firme entre un respetuoso silencio y subió las escaleras de la tribuna.
Isómaco se fijó intensamente en cada uno de los gestos de aquel hombre singular al que había admirado y defendido desde su juventud. Ya había sobrepasado los sesenta y, pese a su extrema delgadez, conservaba íntegra su vitalidad. Su mirada sabia y enérgica permanecía asimismo inalterable, y el único rasgo que denotaba su edad eran las canas que poblaban su cabello ondulado y su cuidada barba.
Cuando el secretario de la presidencia le impuso la preceptiva corona de mirto, el general se dirigió al auditorio con un solemne saludo, dando la bienvenida a los embajadores espartanos sentados en la primera fila. Comenzó su discurso con una breve introducción en la que aludió a la tensa situación con Esparta y realizó un escueto análisis de los últimos acontecimientos, para pasar a continuación a expresar su opinión:
—Me mantengo, atenienses, en la misma postura que ya conocéis: no debemos ceder ante los espartanos. Y digo esto a sabiendas de que los hombres no ponen el mismo entusiasmo a la hora de decidirse por la guerra y cuando están en plena acción, sino que cambian de opinión según las circunstancias. A aquellos de vosotros que estéis dispuestos a hacerme caso os ruego que prestéis vuestro apoyo a las decisiones del gobierno de vuestra polis, pues, aunque somos humanos y podemos fallar en algo, debemos seguir una directriz clara, una dirección perfectamente definida por haber sido debidamente meditada. A pesar de que soy consciente de que los avatares de la acción pueden tener un desarrollo aún más imprevisible que los planes de los hombres, razón por la que solemos achacar al azar todo lo que sucede contra lo razonable, la vida me ha demostrado que a largo plazo una estrategia adecuada siempre da sus frutos.
Hablaba Pericles con voz alta y clara, sin las variaciones de tono y de volumen propias de los demagogos y los oradores grandilocuentes. Se hallaba envuelto en su manto, que le ocultaba ambos brazos y le protegía del viento fresco de la mañana; de sus pliegues sólo sobresalía la mano derecha, lo cual le impedía realizar ningún gesto de cierta amplitud.
—El tratado que en su día firmamos con Esparta establece que ante las diferencias mutuas habría que proponer y aceptar un arbitraje; pero ellos ni lo han reclamado jamás, ni lo aceptan ahora que lo proponemos nosotros, sino que quieren solventar las desavenencias con la guerra. Y han comparecido aquí sus embajadores no ya a presentar reclamaciones, sino a darnos órdenes, pues nos han presentado tres exigencias radicalmente inaceptables: nuestra retirada de Potidea, la autonomía de la isla de Egina y que Atenas permita a la ciudad de Mégara comerciar en nuestros puertos.
Un rumor se extendió entre la multitud. Todos los asistentes trataron de mirar a los enviados espartanos, cuyos rostros reflejaban la tensión a la que estaban siendo sometidos. Algunos exaltados les dirigieron todo tipo de insultos.
Las palabras del estratego causaron un fuerte impacto en mi padre y en el resto de su grupo. Las exigencias que habían trasladado los embajadores de Esparta suponían en la práctica una declaración de guerra, pues ninguna de las tres era aceptable; si Pericles cediera en una sola de sus pretensiones, sus ciudadanos se volcarían en su contra. En esas circunstancias, el general se encontraba aún más abocado a recurrir a la guerra.
Tras una larga pausa, volvió el silencio y Pericles continuó con su discurso:
—Si alguien considera estas peticiones una pequeñez en comparación con la terrible magnitud de una guerra, que no se sienta culpable, porque en esta pequeñez se incluye la confirmación de vuestras personas y una prueba de vuestras convicciones. Pero sabed que si ahora cedéis a sus pretensiones, los espartanos os exigirán inmediatamente algo de más importancia al creer que habéis obedecido a esto por miedo; si, por contra, mantenéis vuestra decisión, dejaréis muy claro ante ellos que deben comportarse con vosotros en un plano de igualdad. Sabéis también que no llevaremos la peor parte en los efectivos de guerra ni en recursos materiales. Nuestros rivales carecen de capacidad para equipar naves, pues tienen cerrado el acceso al mar; carecen de experiencia en la navegación, y ésta nos vale más a nosotros para lo de tierra firme que a los espartanos lo de tierra firme en el ámbito naval. Además de no ser un pueblo marinero, no van a tener oportunidad de ejercitarse, ya que constantemente les tendremos bloqueados con nuestros barcos. Si los espartanos irrumpen con su ejército en nuestra polis, los atenienses navegaremos contra la suya, y resultará más fácil para nosotros devastar una pequeña parte del Peloponeso que para ellos toda el Ática: Esparta no podrá hacerse con otras tierras sin lucha, en tanto que nosotros disponemos de gran cantidad de terreno en las islas y en el continente. Lo que tenéis que hacer es abandonar vuestros campos y casas y guardar solamente el mar y la ciudad; los lamentos han de hacerse por las personas y no por las casas y la tierra, pues las cosas materiales no ganan hombres, sino los hombres a ellas. Y si creyera que os iba a convencer, os pediría que salierais de aquí y las destruyerais vosotros mismos para demostrar a los espartanos que no vais a obedecer por ellas.
Un grave murmullo se expandió por toda la Asamblea e interrumpió el discurso. Mientras gran parte de los asistentes intercambiaban impresiones, Isómaco meditó las palabras de Pericles. Pensó que la situación debía ser muy grave para que empleara semejantes términos. El general solía atemperar las pasiones de las masas cuando éstas estaban exaltadas. Y, sin embargo, en aquella intervención hacía todo lo contrario. Al parecer, había decidido que era el momento de comenzar a exacerbar los ánimos y preparar a su pueblo para la guerra a la vista de que sus esfuerzos negociadores podían llegar a fracasar definitivamente. De todas formas, mi padre estaba seguro de que Pericles iba a emplear todas sus energías en intentar evitar la guerra. Analizó entonces su aspecto de tranquilo dominio. Al igual que la mayoría de los atenienses, sabía que el general era un hombre que no ansiaba agradar o estar bien con todos, que no actuaba en la política, sino que obraba según le dictaba lo más íntimo de su conciencia. Por eso nunca dudaba de la sinceridad de sus palabras. Conocía bien su equilibrada personalidad y su escaso interés hacia el poder y hacia el dinero. No amaba su autoridad por sí misma, sino únicamente por constituir un arma que debía poseer para incrementar la gloria de Atenas y el bienestar de sus ciudadanos.
El rumor fue acallándose paulatinamente, hasta que Pericles volvió a tomar la palabra.
—De esta manera, os digo que en caso de guerra tengo muchas razones para esperar el éxito, siempre que no pretendáis ensanchar el imperio durante su transcurso ni arrostréis peligros innecesarios, pues temo más nuestras propias equivocaciones que la sagacidad de nuestros enemigos. Pensad que las ciudades y los particulares alcanzan su mayor gloria en los peligros extremos, cual es el caso de nuestros antepasados. Ellos resistieron las invasiones de los persas aunque no partían de una situación tan boyante como la nuestra, y gracias más a su inteligencia que a la suerte y a su audacia más que a sus fuerzas, consiguieron expulsar a los bárbaros e hicieron avanzar nuestra situación material hasta el estado presente. Es preciso no quedar por debajo de ellos, sino defendernos de nuestros enemigos y tratar de dejar a las generaciones venideras una situación aún mejor que la nuestra. Así, ciudadanos de Atenas, os aseguro que recurriremos a la guerra con aquel mismo ímpetu si no nos dejan otra salida. Con esta premisa, actuemos inteligentemente y agotemos las escasas opciones de resolución pacífica que aún nos quedan. Y ahora, despidamos a los embajadores espartanos con la respuesta de que estamos dispuestos a someternos a un arbitraje conforme al tratado y que no seremos nosotros quienes comencemos la guerra, pero que nos defenderemos con una firmeza implacable de quienes recurran a ella. Esta es la respuesta que por justicia y conveniencia debe dar nuestra ciudad.
Pericles descendió las escaleras de la tribuna y se dirigió hacia su asiento con serenidad entre sonoros aplausos mezclados con algunos gestos de desaprobación procedentes de la zona donde se ubicaban los oligarcas.
Durante gran parte de la mañana fueron saliendo a la tribuna oradores de todas las tendencias ideológicas, exponiendo cada uno de ellos la opinión de su grupo acerca de las reivindicaciones de los espartanos y del discurso de Pericles. Los más próximos al general le prestaron un apoyo total; los partidarios de los oligarcas, por su parte, tacharon su posición de débil e indecisa; pero la mayoría de los intervinientes concedieron a Pericles una aprobación condicionada a que él accediera a alguna petición. Cada vez que el orador de turno terminaba su discurso y se retiraba a su asiento, y hasta que el siguiente pedía la palabra y alcanzaba la tribuna, los dirigentes de cada partido formaban corros en la grada para comentar los argumentos que acababan de escuchar y modelar su estrategia.
Alcinoo, que había estado todo el tiempo intercambiando impresiones con unos y con otros, solicitó su turno al presidente. A pesar de que algunos otros alzaban también sus manos, Arestanas le concedió la palabra ya que él tenía prioridad por ser quien instó la cuestión principal del orden del día. Isómaco observó con frialdad cómo su rival descendía los escalones del pasillo y subía parsimoniosamente a la tribuna. Tucídides, el viejo oligarca, se hallaba expectante por escuchar a su seguidor más carismático. Alcinoo lanzó una mirada a todo el auditorio y comenzó su discurso con su característica voz potente y quebrada:
—Recibid un cordial saludo, querido pueblo de Atenas. Con las palabras que voy a pronunciar quiero reflejar el sentir de mi partido, y es mi pretensión proponer aquello que, en nuestra opinión, más conviene a Atenas. Todos somos conscientes de que nos hallamos en un momento clave para el destino de nuestra ciudad: de la habilidad o ineptitud con que nos desenvolvamos en el futuro inmediato va a depender que dejemos como legado a nuestros hijos la gloria o la más absoluta mezquindad. Procuraré ser claro para que no haya malentendidos y conciso para dejar de lado lo prescindible. Soy el único que se atreve a afirmar sin ningún temor que la mayoría de vosotros, inmerecidos ciudadanos de Atenas, actuáis de un mismo modo: individualmente obráis con la astucia de un zorro, pero cuando os sumergís en la colectividad no sois más que una bandada de gansos. Y no lo digo gratuitamente; sólo de este modo se explica que llevéis tantos años dejándoos engañar y que esta Asamblea preste sistemáticamente su apoyo a un embaucador como Pericles.
Unas risas provocadoras surgieron de las filas donde se encontraban los oligarcas, expresando abiertamente su satisfacción por el tono con el que su jefe había comenzado el discurso.
—¡Alcinoo! —interrumpió Arestanas—, te recuerdo que el reglamento de la Asamblea prohíbe insultar.
El oligarca miró hacia la tribuna del presidente con desdén, hizo un leve gesto de asentimiento y retomó su intervención.
—Quiero transmitiros, atenienses, que es el momento de dejar de apoyar a este hombre frágil e inseguro y de comenzar una guerra que perpetúe el prestigio de nuestra ciudad. Decidme, ¿qué sentido tiene continuar con la misma política que se ha llevado en los últimos años? Durante su mandato, Pericles no ha hecho más que derrochar el dinero que nos aportan nuestros aliados. En lugar de destinar esas contribuciones a equiparnos en armamento, se dedica a adornar nuestra ciudad con costosas estatuas y templos, como una disoluta mujer que se engalana con piedras preciosas. Pensad también que la democracia que ha desarrollado Pericles es un inmenso despilfarro. Con el dinero que nos cuesta mantener las instituciones de esta ridícula forma de gobierno podríamos duplicar nuestras naves de guerra en poco tiempo. ¡Ya es hora de abandonar los afeminamientos, actuemos con contundencia y dignidad!
Las roncas palabras de Alcinoo rebotaron en la roca y resonaron poderosamente en todo el hemiciclo. El impacto que producía su intervención se acrecentaba por el tono áspero que empleaba, por su elevada estatura y por su violenta gesticulación.
—¡Despertad, pueblo ateniense! Abrid los ojos y ved que vuestro gran general os tiene hechizados. Os maneja a su voluntad y ello le permite comportarse como un tirano y actuar por pura arrogancia. No os engañéis: advertid que Pericles ha corrompido a muchos de vosotros. Os ofrece trabajo para realizar inútiles obras públicas, aprueba subvenciones para los pobres, compensaciones por participar en los tribunales, en el Consejo y en esta Asamblea, ayudas para asistir al teatro… ¿Pero no os dais cuenta de que os tiene comprados, y además con un dinero que no es suyo, sino de todos nosotros? ¿Acaso no veis que la ciudad tiene necesidades mucho más perentorias? No debe ser la labor de un mandatario procurar dinero ni trabajo a sus ciudadanos: eso equivale a asegurar la satisfacción del presente y el hambre del mañana. Somos nosotros mismos los que debemos ser lo suficientemente despiertos para no depender de la ciudad como una garrapata de un noble corcel. Quien es pobre lo es porque lo merece, y ni un solo mendigo debe ver compensada su propia incompetencia y gandulería con ayudas de nuestra ciudad.
Un aluvión de protestas e insultos surgieron de la parte superior del hemiciclo, donde se congregaban los granjeros y los artesanos más humildes, aunque los aplausos y los gritos de apoyo que brotaron desde diversas zonas ahogaron enseguida sus voces. Arestanas, visiblemente nervioso, ordenó a los arqueros que se mantuvieran alerta. Alcinoo, por su parte, ni se inmutó.
—Sin embargo, este no es el tema que hoy nos ocupa, y ya os he dicho que quiero ir directo al grano. Lo más importante para todos los ciudadanos de Atenas es que la gran batalla se encuentra muy cerca. Esto supone poder mantener una cierta esperanza en el futuro, ya que resulta depravante para una ciudad que sus gobernantes eviten cobardemente la guerra durante años sin importarles la imagen de amilanamiento que ofrecen al resto del mundo ni advertir que recurrir a ella solventaría muchos de los males que carcomen nuestra sociedad. No hay duda de que la guerra es una constante desde el inicio de la humanidad, una creación instituida por los dioses para otorgar a cada pueblo lo que se merece, ya que es natural que el débil esté sujeto al fuerte. Por tanto, ¿vamos a ser nosotros los débiles? ¿Es que no disponemos de suficientes razones para tomar la iniciativa y emprender con buen pie esta guerra? ¿Acaso no son afeminadas y débiles las palabras de Pericles intentando convenceros de que es mejor que sean los espartanos quienes ataquen primero y obtengan de esta manera una ventaja inicial? ¿Y qué es eso de que nuestro destino lo deba decidir el arbitraje de una tercera ciudad? La guerra es el instrumento que nos proporcionaron los dioses para deshacer de forma eficiente las controversias entre los pueblos, y a ella debemos recurrir cuanto antes. De hecho, la gloria que hoy posee Atenas fue adquirida cincuenta años atrás como consecuencia de nuestra participación en una guerra. ¿Dónde estaríamos ahora si nuestros padres y nuestros abuelos no hubiesen afrontado las batallas contra los persas con semejante valentía? ¿Qué habría sido de todos nosotros si entonces se hubiera actuado con la endeblez y la indecisión que caracterizan a Pericles? Sin duda, esquivar la guerra en un momento como éste constituye una decisión tan pusilánime como peligrosa, una decisión que nos conduciría irremediablemente hasta la miseria.
Alcinoo dejó de gesticular unos instantes, miró la clepsidra de agua que medía su tiempo y se tomó un respiro durante el cual apenas se oyeron leves murmullos. Esbozó una tenue sonrisa; se daba cuenta del impacto que sus palabras estaban produciendo en el auditorio. Entonces, envalentonado, continuó su discurso.
—Pese a que la propuesta que presenté hace unos días se refería a la cuestión que acabo de tratar, quiero profundizar en los males que aquejan a nuestro sistema y proponer una solución global que devuelva a Atenas al lugar de privilegio que merece. Afirmo ante esta Asamblea que todos estos gestos dubitativos y estas peligrosas manifestaciones de inoperancia no se producirían si no nos halláramos contaminados por esta ridícula democracia, si sólo un grupo entre los mejores de todos nosotros rigiera los destinos de nuestra ciudad. Hace ya muchos años expulsamos a un tirano que ahogaba con sus decisiones arbitrarias el desarrollo de Atenas, y todos nos sentimos orgullosos de ello. Pero ¿qué sentido tiene que escapáramos de su yugo para caer en la incompetencia desenfrenada del vulgo? No hay nada más necio e insolente que una muchedumbre inepta. Cuando el tirano toma una decisión, aunque sea injusta, lo hace con conocimiento de causa, mientras que el vulgo ni siquiera posee capacidad de comprensión. ¿Cómo podría entender las cosas quien no ha recibido instrucción, quien obra según le dictan sus sentidos y no su razón, desbaratando como un río torrencial todas las empresas que acomete?
—¡Fuera! —gritó con furia un grupo de campesinos, levantándose de sus asientos—. ¡Está utilizando la Asamblea para insultar a los atenienses!
—¿No veis que está a sueldo de Esparta? —exclamaron otros—. ¡Exigimos su ostracismo!
Los gritos de desaprobación y de apoyo a la intervención de Alcinoo se generalizaron por todo el hemiciclo. Los arqueros se acercaron a los alborotadores con actitud intimidatoria, consiguiendo que éstos fueran calmándose poco a poco hasta que, por fin, Arestanas pudo hacerse oír.
—¡Basta! ¡Basta ya o disuelvo la sesión! —gritó con todas sus fuerzas, levantándose y permaneciendo en pie hasta que se difuminaron las voces—. Debemos dar cabida a todas las opiniones, incluso a las contrarias al sistema democrático, y que cada uno extraiga sus conclusiones. Tú, Alcinoo, termina pronto. No se te permitirá ni una palabra ofensiva más.
—Bien, acabaré. Y lo haré exponiendo mi propuesta, la cual posee una doble vertiente. Por una parte, sugiero que esta Asamblea declare ahora mismo la guerra, pues sin duda es la mejor manera de sorprender al enemigo, de tomar la iniciativa en el combate y de convertir a Atenas en la dominadora de toda la Hélade. Y por otra parte, propongo que aprovechemos esta crisis para elegir a un grupo de personas de la mejor estirpe y otorgarles el poder, pues de ellas partirán las más valiosas decisiones. Este hermoso proyecto se desarrollaría en su totalidad una vez conseguida la victoria en la gran guerra, pues desde ese momento los representantes de las aristocracias de las ciudades más importantes gobernarían toda la Hélade desde Atenas, convirtiéndola así en el centro del mundo. Todas las fuerzas centrífugas que separan a los helenos se desvanecerían ante la desbordante energía centrípeta emitida por un gobierno compuesto por los mejores de cada ciudad. Quien diga que este plan constituye una utopía razona desde la fragilidad de la mentalidad demócrata. Pensad que una oligarquía formada por los hombres más instruidos y sagaces de cada ciudad podría dirigir la Hélade con la máxima eficacia. En los últimos años se han realizado enormes esfuerzos, claramente artificiosos y contrarios a la ley natural, para pretender hacernos creer que todos somos iguales, y ese planteamiento está consumiendo a nuestra ciudad. ¿Acaso son idénticos el azor y la corneja o el león y el chacal? ¿Desde cuándo se puede comparar un eupátrida a un salchichero y un caballero a un mendigo? Hay quien alcanza el extremo del aquí presente Isómaco, dirigente de una de las facciones que con más enconamiento defienden la democracia, quien comete la desvergüenza de comportarse con alguno de sus esclavos de la forma más bochornosa. ¡Su desfachatez es tan grande que, según me consta, hace tan sólo unas pocas horas ha invitado a uno de ellos a pasar la noche junto a una hetaira de lujo! ¡Es inconcebible, es el paradigma de la pavorosa enfermedad que está arruinando nuestra fuerza y nuestra superioridad! Parece que Isómaco no se limita a predicar la igualdad entre los hombres libres, sino que llega a considerar a los esclavos como hombres con la misma condición que nosotros, los ciudadanos. ¿En qué estamos convirtiendo nuestra ciudad? ¿No os dais cuenta de que la igualdad no es más que una quimera y de que este sistema nos está conduciendo al precipicio? Atenienses, debemos hacer un esfuerzo por recoger nuestra sabia tradición y deshacer todas estas tendencias modernas y afeminadas, para lo cual propugno que se retire el beneficio de la ciudadanía a quienes no sean capaces de armarse a su costa: que sólo puedan convertirse en ciudadanos los que aportan algo al colectivo, y no los mantenidos, pues de esta manera se fortalecerá la ciudad y se la preparará para la guerra. Y propongo asimismo que sólo los más hábiles entre los más poderosos sean los que, con sus inteligentes decisiones y la ayuda de los dioses, transporten a Atenas hacia la gloria eterna. Este nuevo poder debe ser el que gobierne durante la gran guerra y, tras obtener la victoria, se debe proceder a la reforma política de toda la Hélade para convertirla en un magnífico e invencible imperio oligárquico. Suscribid, pueblo ateniense, este magnánimo proyecto. Con el beneplácito de Zeus y de Ares, los mejores hombres serán quienes gobiernen, de manera que desde Atenas se conducirá el conjunto de las polis helenas con la mayor sabiduría. A partir de entonces y para siempre, nuestra ciudad será el centro del mundo.
Los aullidos y los reproches de una parte del auditorio no consiguieron acallar los atronadores aplausos provenientes de los partidarios de Tucídides y de diversos grupos repartidos por todo el hemiciclo a los que el discurso de Alcinoo había convencido plenamente. Éste bajó rápidamente las escaleras de la tribuna, dirigió una mirada sarcástica a Isómaco en el instante en que pasó junto a su grada y se sentó en su sitio entre múltiples felicitaciones.
Los compañeros de mi padre se abalanzaron sobre él para pedirle que saliera a la tribuna de inmediato. Era inevitable que lo hiciera. En primer lugar, porque lo contrario se consideraría una postura cobarde y empañaría aún más su imagen ante toda la Asamblea. Y segundo, porque mi padre era uno de los ciudadanos más indicados para contestar a Alcinoo y salvar aquella delicada situación para la ciudad. Probablemente, sólo una excelente intervención podía evitar que aquella sesión finalizara votando sí al inicio de la guerra.
Nadie alzó la mano. Isómaco se levantó de su asiento con decisión y semblante muy serio, tras lo cual Arestanas le concedió la palabra de inmediato. Descendió las gradas, subió a la tribuna de oradores y permaneció quieto. Observó pensativo el revuelto auditorio al que debía dirigirse. Alzó la mirada más allá de la inquieta masa de asistentes y contempló, a su derecha, la cabeza de la estatua de Atenea asomando sobre los Propileos de la Acrópolis; al frente, el monte Licabeto y la cordillera del Pentélico; y, a su izquierda, la lejana mole del Parnes. Cuando se hizo un silencio total, mi padre aspiró enérgicamente y comenzó a hablar de esta manera:
—Ciudadanos de Atenas, recibid un cordial saludo; embajadores espartanos, sed bienvenidos. Como sabéis quienes me conocéis, nunca he pertenecido a ningún partido, pero con la ayuda de un competente grupo de colaboradores hago cuanto está en mi mano para que Atenas sea lo más virtuosa posible. Toda mi vida he apoyado a Pericles y, por supuesto, no voy a dejar de hacerlo en estos momentos difíciles para él y para nuestra ciudad. Así que pronunciaré este discurso a título personal y obligado por las peligrosas circunstancias en que nos hallamos inmersos. Las ideas que voy a expresar son exclusivamente mías y no surgen del dictado de ningún partido, sino de mi propia conciencia. Pretendo con esta intervención evitar que fructifique el intento que aquí se está realizando de manchar gravemente la imagen del magnífico sistema político de nuestra ciudad, así como el prestigio de Pericles y de mi propia persona; pero, sobre todo, mi pretensión consiste en que los abyectos planes de quienes promueven esta situación no se hagan efectivos.
Mi padre se encontraba algo alterado. No era el primer discurso que pronunciaba en la Asamblea, pero era consciente de lo que estaba en juego aquel día: no sólo la imagen que de él tuvieran los ciudadanos de Atenas sino, probablemente, el destino de la ciudad.
—En primer lugar, quiero refutar las palabras de Alcinoo referentes a la política de obras públicas de Pericles. Pensad, ciudadanos, qué habrían estado haciendo durante estos años de paz todos los hombres que en tiempo de guerra se necesitan como soldados y como marineros. Ya que contamos con suficientes barcos y armamento y que disponemos de fondos excedentarios procedentes del imperio, ¿no creéis que es más provechoso tener a toda esta masa de hombres ocupada en un trabajo diestro y sano que dejarlos holgazanear o enviarlos a fundar colonias a ultramar? Gracias a esta política están prosperando cientos de carpinteros, escultores, herreros, tallistas, fundidores de oro, pulidores de marfil, pintores, esmaltadores, cinceladores, arrieros, forjadores, orfebres, talabarteros y, qué sé yo, innumerables artesanos de toda edad y condición. Hay que ser un necio para no admitir que de esta manera la ciudad ha creado multitud de industrias y ha despertado las artes, las cuales se han empleado en construir unos edificios que reportarán gloria eterna a Atenas. ¿Cómo es posible sostener que habría sido más provechoso no hacer nada de esto y dedicarse a comprar más armas, si es indudable que disponemos de un ejército espléndido y de la fuerza naval más poderosa del mundo? Y si la causa no estriba en la necedad, habrá que pensar que quien critica esta política tiene un interés particular en fomentar la compra de armamento y que antepone su propio provecho al de la colectividad.
Los gritos de desaprobación de los oligarcas se mezclaron con un aplauso intenso pero poco generalizado. Algunos ciudadanos se alegraron de escuchar algo que muchos sospechaban, pero que nadie se atrevía a denunciar. Tucídides y Alcinoo permanecieron callados. Isómaco se secó el sudor de la frente con la muñeca; ya era mediodía, y el sol caía de pleno sobre la tribuna. Se iba encontrando cada vez más tranquilo. Aprovechó aquella pausa para recordar el esquema del discurso que había diseñado en su mente mientras escuchaba a Alcinoo. Cuando de nuevo se hizo el silencio, continuó:
—Respecto al desprecio que muestra Alcinoo hacia los mendigos, yo le replico que no constituye ninguna indignidad ser pobre. La vergüenza, si acaso, estaría en no tomar las medidas necesarias para intentar escapar a la pobreza extrema. La experiencia nos dicta que en todos los tiempos y en todos los lugares la propiedad y las riquezas han estado desigualmente distribuidas; y, cómo no, esta desigualdad afecta también a nuestra ciudad. La ley natural, los avatares de la vida y los propios efectos del mercadeo explican que existan ricos y pobres. Lo que no es justificable es la brutal explotación que sufren los miembros más débiles de nuestra sociedad por parte de un grupo de desaprensivos. Pensad en las minas de Laurión, sede de la mayor vergüenza colectiva del Ática, en la que tienen tantos intereses el grupo de oligarcas que están sentados alrededor de Alcinoo. Por otra parte, hay muchos hombres libres que no pueden escapar de la miseria, y no por ello debemos arrebatarles la ciudadanía. Una polis fuerte y digna es aquella que otorga una oportunidad a sus miembros más débiles. Lo que propone Alcinoo supone arruinar la esencia de la democracia y acercar el sistema hacia el gobierno de los más poderosos. Yo no desprecio a los pobres, sino a quien afirme que Pericles tiene corrompida a la población con las subvenciones. La única corrupción se encuentra en el interior de quien sea capaz de afirmar esto.
Isómaco hizo una pausa y fijó la vista en sus amigos. Pudo vislumbrar que Alceo y Cirebo le hacían gestos con las manos indicándole que tuviera precaución. Dirigió después la mirada hacia los partidarios de Tucídides y apreció perfectamente sus expresiones de crispación.
—En cuanto a la voluntad del partido oligárquico de lanzarse cuanto antes a la guerra y su negativa a someterse al arbitraje de una tercera ciudad según consta en el tratado que firmamos con Esparta, diré que ambas posturas son profundamente desacertadas. Es injusto ignorar la legalidad sin un motivo suficientemente poderoso, pues un pacto sólo se puede romper si la otra parte incumple alguna de sus condiciones. Por otro lado, la guerra solamente constituye un recurso aceptable cuando se han agotado todas las posibilidades de evitarla. Nuestra ciudad no se encuentra aún en esta situación y, por tanto, lanzar ahora mismo una ofensiva implicaría comenzar una guerra injusta. Pero la justicia es una de las aplicaciones de la areté, y ya sabemos que Alcinoo y sus seguidores carecen por completo de ésta. Todos hemos escuchado que Pericles es consciente de que estamos prácticamente abocados a la guerra, e incluso nos ha dado ánimos e instrucciones para cuando ésta llegue. Pero Pericles es un hombre justo y virtuoso, y aún se aferra a la última opción que se nos brinda para preservar la paz: el arbitraje que libremente suscribimos al firmar el pacto con Esparta, pacto que tiene el mismo valor que una ley y que la palabra dada por un hombre íntegro. Por el contrario, los poderosos oligarcas están tan influidos por unos cuantos sofistas que su concepción de la justicia se ha alejado definitivamente de cualquier moralidad. Son incapaces de escuchar los argumentos de pensadores como Anaxágoras o Protágoras, quienes encarnan el verdadero sofismo, y sin embargo otorgan toda su credibilidad a unos embaucadores que se aprovechan de la nueva filosofía para desarrollar teorías carentes de ética. Las lecciones que les han transmitido Trasímaco de Calcedón y sus seguidores les han resultado útiles para argumentar que la justicia es simplemente el interés de los más fuertes, y ahora pretenden aplicar esta idea a nuestra democracia con el propósito de destruirla. Los que apoyamos a Pericles no somos unos idealistas, sino que sabemos actuar con pragmatismo. Somos conscientes de que los términos de «justo» e «injusto» nunca hicieron desistir a un pueblo de las oportunidades de engrandecimiento cuando su fuerza es superior a la del vecino. Pero pensad que el que realmente merece alabanza es el pueblo que se preocupa por la justicia más que por dominar a otros, y que si seguimos con una política estrictamente defensiva emplearemos todo nuestro potencial en nuestro propio desarrollo, consolidándonos como la ciudad más próspera y respetada del mundo entero. En contra de lo que los oligarcas os quieren hacer ver, Atenas no ha logrado su prosperidad y su prestigio gracias a la guerra, sino precisamente por la ausencia de ésta. Así, debemos desechar las opiniones interesadas y malintencionadas y agotar hasta la última oportunidad para intentar mantener la paz.
Fuertes aplausos interrumpieron a Isómaco. Éste pudo comprobar que no sólo provenían de una zona concreta del hemiciclo, sino que la mayoría de los asistentes mostraban su aprobación con entusiasmo. Pidió silencio con un leve gesto y continuó con mayor ímpetu:
—Todos hemos escuchado las palabras de Alcinoo referentes a un maravilloso proyecto político que convertiría Atenas en el centro de la Hélade. Pero es preciso acertar a pensar que una unificación de las ciudades griegas sólo sería fructífera y estable si se ejecutara como consecuencia de la voluntad de las mismas, y siempre bajo la premisa de que se mantuvieran los gobiernos locales de cada una de ellas. Sin embargo, los argumentos que acabamos de oír nada tienen que ver con esta idea, sino que persiguen el dominio de las ciudades por la fuerza mediante la eliminación de sus sistemas políticos, lo cual lo único que generaría sería injusticia y, consecuentemente, odio y destrucción. Esa estrategia me recuerda a la fábula del perro que portaba en su boca un gran pedazo de carne y que, al verse reflejado en el río, le pareció estar ante otro perro con un botín mayor y se abalanzó sobre él, quedándose así sin el pedazo falso y sin el verdadero. Parece como si Esopo lo hubiera escrito en referencia a vosotros, miembros del partido oligárquico. Valorad lo mucho que tenemos y abandonad las aspiraciones propias de una política expansiva, pues ésta sólo nos reportaría tragedia y hambre. Pero eso no es todo, ciudadanos de Atenas. Ya habéis oído que el sistema de gobierno propuesto por Alcinoo para nuestra ciudad y para toda la Hélade es la oligarquía. Ya veis que su admiración y su reconocimiento no se dirigen hacia nuestro envidiable sistema democrático, sino precisamente hacia el de nuestra enemiga Esparta. Sabed que no es cierto que en una oligarquía gobiernen los mejores, sino que ésta reserva el poder a los más ricos y asegura su posterior traspaso a sus hijos. Estoy junto a Sócrates cuando afirma sabiamente que no cree en una superioridad hereditaria, sino simplemente en la inteligencia humana. Y estoy claramente contra vosotros, Alcinoo, Tucídides, Cleón, Critias y demás dirigentes del partido, pues pese a vuestra mezquindad intelectual os consideráis superiores a la gran mayoría sólo por poseer grandes fortunas, sin tener en cuenta que todas ellas han sido heredadas u obtenidas de forma cuanto menos sospechosa, y sin ser capaces de apreciar cuán míseros sois en sabiduría y en areté.
Algunos oligarcas, muy exaltados, se levantaron de su asiento e increparon a Isómaco. Sin embargo, ninguno de los directamente aludidos realizó el menor gesto, sino que permanecieron impávidos y rígidos. Cuando los insultos y el fuerte murmullo cesaron, mi padre continuó con su discurso.
—Desdeñáis nuestra invención política, la democracia, para defender un sistema esencialmente injusto como es la oligarquía. Despreciáis nuestras instituciones, de las que todos deberíamos hallarnos profundamente orgullosos, para ensalzar un sistema en el cual lo corriente es que se susciten enemistades personales entre los gobernantes, pues ya que cada uno aspira a ser el jefe e imponer sus opiniones, éstos llegan a odiarse intensamente; de los odios surgen disensiones, de las disensiones asesinatos, y los asesinatos provocan la instauración de la monarquía o la tiranía, los regímenes más injustos. No os dejéis engañar, ciudadanos de Atenas, por la demagogia y la retórica carente de sentido. Nosotros hemos construido el sistema político más justo entre todos los posibles, el único que es impermeable a la corrupción porque cada uno rinde cuentas de su cargo y porque todas las decisiones importantes se someten a la comunidad. En lugar de conspirar, defendamos nuestra democracia con uñas y dientes y sigamos sintiéndonos orgullosos de ella y de nosotros mismos por haberla creado y alimentado. Uno de los pilares del sistema democrático es el principio de legalidad, y éste exige el mantenimiento de la concordia hasta que Esparta rompa el tratado. No seamos nosotros quienes despreciemos la ley y la paz, y valoremos como es debido la prosperidad que ambas nos han proporcionado.
De nuevo fuertes aplausos, éstos más ensordecedores aún, obligaron a Isómaco a hacer una pausa. Su mirada encontró a Alceo, quien le hizo un gesto de aprobación, y a Pericles, en cuyo rostro creyó adivinar una expresión de hondo agradecimiento.
—Acabaré mi discurso con un intento legítimo de limpiar el descrédito que han provocado las palabras de Alcinoo en mi persona. En primer lugar, reconozco que trato a mis esclavos de una forma benigna siempre que ellos cumplan estrictamente con sus obligaciones. He de añadir que si alguno me fallara sería implacable con él, aunque nunca me he encontrado con un problema de ese tipo. De eso a considerar que el trato que brindo a mis esclavos es bochornoso existe una gran diferencia. Afirmo con toda contundencia que si uno de ellos ha dispuesto de la ocasión de estar en compañía de una hetaira, dicha situación no ha sido ideada o costeada por mí ni por ningún miembro de mi familia. El que sostenga lo contrario, que salga aquí y lo demuestre, tras lo cual me retiraré de inmediato de esta Asamblea. Por otra parte, yo siempre he mantenido que un esclavo es una persona de la misma naturaleza que un hombre libre, y opino firmemente que su restricción de libertad es impuesta por un convencionalismo social y no por la ley natural. Los esclavos no solamente son hombres como nosotros, sino que muchos de ellos son más virtuosos que algunos ciudadanos libres. Y a ti, Alcinoo, que has llamado gansos a los miembros de esta Asamblea por haber votado libremente a favor de Pericles, te muestro ante todos como un ser mezquino por pretender empujarnos alocadamente a la guerra, ignorando los intereses de nuestra ciudad y buscando únicamente tus objetivos personales. Yo te desprecio, Alcinoo, y te acuso de intentar destrozar la paz y la estabilidad de Atenas porque los miembros de tu grupo sois conscientes de que ésa es la única opción que os queda para tratar de derrocar a Pericles y usurpar el poder. Sin temor a faltar a la verdad, ya que tengo en mi poder documentos y testimonios que así lo prueban, acuso a tu partido de financiarse con fondos procedentes de nuestra enemiga Esparta destinados a alcanzar estos fines. Y, en particular, te acuso a ti, Alcinoo, de haber organizado el transporte desde Esparta de una ingente cantidad de armas y de mantenerlas depositadas a la espera de encontrar la oportunidad de utilizarlas para aniquilar a nuestra Atenas democrática y a sus habitantes.
Un inmenso caos se originó en el hemiciclo. Unos se levantaron para aclamar las valientes palabras que acababan de escuchar. Otros permanecieron en silencio, preguntándose cómo Isómaco podía conocer esa información y, además, estar tan seguro de su veracidad como para atreverse a denunciarlo en la misma Asamblea. La mayoría de ciudadanos increparon a los partidarios de Tucídides y Alcinoo, y éstos se dedicaron en su mayoría a disimular su enfado, aunque unos pocos se giraron para encararse con aquellos que vociferaban los más graves insultos. Arestanas, desesperado, solicitaba calma a gritos y ordenaba a los arqueros que restablecieran el orden. Isómaco se despidió de él, se dirigió hacia su asiento y al pasar cerca de Alcinoo le miró fijamente, descubriendo en su rostro una intensa expresión de odio.