La ciudad
A la mañana siguiente la nueva rutina se instauró en la hacienda. Neleo me despertó al amanecer, sirvió mi desayuno y me llevó en carro a la escuela. Pese a mi reticencia inicial, supuso para mí una satisfacción disponer de un ayo tan joven, apenas seis años mayor que yo, que mostrara un carácter afable, ya que la mentalidad de mi anterior pedagogo era tan cerrada y obcecada que generaba en mí una permanente reacción de dejadez. Con Neleo, por el contrario, comencé a congeniar cuando apenas habían pasado unos días desde su llegada, especialmente cuando él pareció haberse recuperado del duro golpe que le supuso la acusación de Harmodio, hasta el punto que poco tiempo después se fue creando entre nosotros un clima de confianza y de verdadero compañerismo. Por otra parte, cuando el esclavo actuaba en calidad de maestro demostraba dominar a la perfección las materias y poseer una habilidad especial para transmitir sus conocimientos de forma atractiva.
Mi madre pasaba la mañana de un lado para otro de la casa organizando tareas y distribuyendo órdenes a todos sus componentes. Pero eso sí, a su modo: con rigidez pero con amabilidad, de manera que, aun cuando cada una de sus órdenes se asemejaba a un ruego, a nadie le cabía duda en el momento de recibirla de que se trataba de un mandato. Era precisamente esta forma de realizar su labor lo que provocaba que mi madre fuera aún más respetada entre los esclavos. Ordenaba, siempre con certero criterio, quién tenía que ir a la villa y quién a la ciudad para comprar algún utensilio, cómo cocer adecuadamente el pan o extraer agua del pozo sin desperdiciarla, qué animal matar y cómo cocinarlo, qué hortalizas recoger del huerto o cuándo lavar la ropa. A la vez, entraba y salía constantemente en el gineceo, controlando la educación y los juegos de la pequeña Frime. Realizaba su labor con una calma y una habilidad admirables, hasta el punto que todos, sobre todo mi padre, pensaban que sin ella la hacienda sería un caos.
Alceo había partido hacia su casa la tarde anterior, antes de que anocheciera. Le acompañó Leagro, otro de nuestros esclavos, quien portaba una lámpara por si les sorprendía la oscuridad en el camino y una espada en prevención de los bandidos. Leagro pasó la noche en casa de Alceo, y al día siguiente a media mañana ya estaba de vuelta en la hacienda.
Mi padre, por su parte, dirigía las faenas del campo desde muy temprano. Todos los esclavos trabajaban duro porque así se les exigía y porque estimaban la hacienda como si fuera propia, además de considerarse ellos mismos como parte integrante de una gran familia. La nuestra era la propiedad más productiva de la zona, y todos los habitantes de Kefisia sabían que ello se debía a la compenetración reinante y a la perseverante dedicación de todos nosotros.
Aquellos eran días de mucho trabajo en la hacienda. Se regó el huerto y los frutales, se atendió a las colmenas y, sobre todo, se realizaron las faenas del trigo después de su recolección. El cereal se esparcía en una era y se trillaba pasándole por encima un enorme tablón de madera con piedras de sílex incrustadas. El producto resultante se aventaba para separar la paja del grano, y éste se recogía en grandes sacos que se apilaban en el almacén a la espera de que el comprador se llevara la mayor parte de la mercancía en sus carros. El resto del grano era molido cada cinco o seis días por nuestras esclavas, quienes entonaban monótonas canciones que se confundían con el sonido que producía el golpeteo de los mazos contra los morteros.
Al final de la tarde, fatigados por el esfuerzo realizado a lo largo del día, todos abandonaban temporalmente sus tareas. La mayoría de los esclavos se dirigían entonces al río y tomaban un baño en una poza. Posteriormente, cada uno se retiraba a hacer lo que más le apeteciera antes de retomar sus labores. Durante ese rato, unos se dedicaban a sentarse y charlar, otros a pasear y algunos a preparar trampas para zorros.
En la parte trasera de nuestra casa, junto al pozo y el huerto donde se cultivaban las hortalizas, mi padre había construido un palomar con tablones de madera. Sus palomas mensajeras le eran de gran utilidad para mantenerse al tanto de lo que ocurría en la ciudad. Algunos de sus amigos también contaban con palomares en las azoteas de sus casas de Atenas o en sus haciendas, de manera que cada uno guardaba en sus jaulas ejemplares de los demás. Así, cada vez que surgía un aviso importante que había que transmitir, todos ellos utilizaban este medio rápido y seguro.
Aquella tarde, como casi todos los días, mi padre se dirigió a su palomar. Al abrir su puerta, descubrió que uno de los pájaros portaba un mensaje atado a una pata. Alargó el brazo, lo cogió y desprendió el minúsculo pedazo de papiro enrollado. Lo abrió y lo leyó inmediatamente: era de Aristogitón, un buen amigo suyo que vivía en Atenas, quien le informaba de que dos días más tarde se iba a celebrar en la Asamblea una sesión extraordinaria promovida por el partido oligárquico para tratar el tema de la guerra contra la liga espartana.
Mi padre apretó el trozo de papiro con la palma de su mano, bloqueó la puerta del palomar y se dirigió pensativo hacia la mesa del jardín. Como era habitual a esa hora, en ella estaba esperándole mi madre mientras cosía. Él se acercó, le besó en la mejilla y se sentó junto a ella.
Aquel era el momento más relajante del día, en el que ambos dejaban todo para estar solos durante un rato. Mis padres eran muy amigos, y entre ellos existía una fuerte complicidad. Aquella sensación de encontrarse juntos, envueltos en una conversación o contemplando sin más el atardecer, les hacía ser conscientes de su felicidad. Ambos se consideraban, con razón, poderosos y afortunados: su poder y su fortuna residían en el amor y la admiración mutua que les unía desde hacía tantos años. Esta unión potenciaba sus virtudes, pero además ellos no limitaban su felicidad a sus propias vidas, sino que la proyectaban hacia sus familiares, sus amigos y hacia todos los que formaban parte de su entorno. Eran conscientes de la simpatía que despertaban en los demás y del respeto que todos les profesaban, lo cual les llevaba a disfrutar con mayor plenitud de la vida.
Sin embargo, tanto Isómaco como Leucipe comprendían que ningún estado de felicidad es perpetuo ni uniforme. Se sentían agradecidos por haber vivido felizmente durante tantos años y sabían que esa situación podía truncarse en cualquier momento. Lo habían hablado muchas veces y estaban preparados para ello. Y es que en aquellos días la amenaza de la guerra ya se cernía firmemente sobre nosotros. Mis padres consideraban la casa y la hacienda como un refugio de paz y armonía que les aislaba de la hostilidad que se respiraba fuera. La familia y la naturaleza constituían para ellos una coraza contra el desasosiego imperante. Pero aun así, los rumores que llegaban desde la ciudad sobre la imparable marcha hacia la guerra iban acrecentando su temor. Si ésta estallara, mi padre debería incorporarse de inmediato al cuerpo de caballería. Y, lo que era peor, en caso de producirse una invasión espartana nuestra hacienda quedaría completamente expuesta ante el enemigo.
No obstante, ese peligro formaba parte de la vida misma en todas las generaciones de atenienses. Mi abuelo Iónides, a quien no llegué a conocer, construyó la hacienda y, apenas tres años después, los persas devastaron los cultivos e incendiaron la casa. Él convivió con esa amenaza durante gran parte de su vida y a pesar de ello fue un hombre feliz. De la misma manera, mis padres preferían vivir el día a día y confiar en que aún quedaba alguna esperanza de que la duradera paz que habían estado disfrutando pudiera persistir. Ambos solían decir que la amargura no resuelve los problemas, sino que, por el contrario, los suele agrandar.
Isómaco comentó a Leucipe el mensaje que le había enviado Aristogitón. Le dijo que la mañana siguiente partiría a Atenas para asistir a la sesión de la Asamblea convocada dos días después. Aquella sería una jornada muy importante, pues se trataba de una convocatoria extraordinaria para debatir sobre la decisión de iniciar la guerra contra Esparta. Él y su grupo de amigos no podían dejar de estar presentes en un momento tan trascendental como aquel.
Tal como precisaba el mensaje, la sesión había sido promovida por el partido de Tucídides, cuyos miembros se encontraban por entonces más activos que nunca. Aprovechaban las sesiones de la Asamblea para difundir sus ideas políticas y consideraban la guerra como una magnífica oportunidad para alcanzar el poder e imponer en Atenas un sistema oligárquico. Su único objetivo consistía en desplazar a Pericles y deshacer su obra política. El medio para conseguirlo les resultaba irrelevante, de manera que la razón y la sensatez estaban comenzando a ser lapidadas por las injurias y las dobles intenciones. Los oligarcas estaban generando un clima tan amenazante y una tensión tan fuerte que cada vez eran menos los que se atrevían a enfrentarse a ellos.
Leucipe, consciente de la importancia de la labor que desempeñaba mi padre y su grupo, le animó a asistir a aquella sesión de la Asamblea y le instó a seguir respondiendo cada vez que la ciudad pudiera necesitar su consejo.
Una esclava llevó a la mesa una jarra de hidromiel y un plato con pasteles de frutas. Mi madre sirvió la bebida en su copa y en la de mi padre y ambos saborearon los dulces con la mirada perdida. Permanecieron ensimismados durante un buen rato, hasta que Leucipe rompió el silencio para realizar una petición: el prodigio que Harmodio aseguró haber presenciado el día anterior le estaba inquietando más de lo normal, así que solicitó a mi padre que aprovechara su viaje a la ciudad para llevar consigo a Neleo con el propósito de conducirle ante el altar de la Acrópolis y realizar allí un sacrificio a la diosa Atenea.
Mi madre era una persona muy tradicional, una mujer con alta devoción hacia los dioses que observaba fielmente los ritos religiosos. Una antigua costumbre ateniense establecía la conveniencia de realizar una ofrenda a Atenea cuando un ciudadano adquiría un esclavo; se entendía que aquel era un momento de cierta trascendencia para el devenir de su familia, por lo que se debía solicitar a los dioses su bendición a esa incorporación. Según Leucipe, la observancia de este rito era todavía más importante en el caso de Neleo: si, como aseguró Harmodio, el nuevo esclavo podía resultar un ser aciago, la diosa que protegía nuestra casa nos lo haría saber mediante alguna señal divina.
En consonancia con su conciencia racional, mi padre respetaba a los dioses del Olimpo, pero la fe en ellos resultaba incompatible con su concepción del mundo. Consideraba que celebrar el sacrificio de un animal para solicitar la bendición de un dios constituía un acto carente de sentido, un ejercicio de superstición. Sin embargo, accedió sin más a aquella petición por el respeto que sentía por su mujer y por ser consciente de las circunstancias especiales que rodeaban ese asunto. Incluso prometió a mi madre que si percibía alguna señal o cualquier elemento extraño durante el transcurso del sacrificio, se desharía inmediatamente del nuevo esclavo.
Poco después, Neleo y yo regresamos de la escuela. El esclavo saludó a mis padres y entró en la casa, y yo corrí hacia la mesa del jardín para darles un beso. Me senté con ellos y, tras asegurarles que estaba muy satisfecho con mi nuevo ayo, les hablé de los ejercicios que había practicado en el gimnasio y de las lecciones que había recibido a lo largo del día. Cuando terminé, mi padre me comentó que la mañana siguiente se marcharía a Atenas para asistir a una sesión de la Asamblea y que Neleo le iba a acompañar con el objeto de realizar el preceptivo sacrificio a Atenea. Para mi sorpresa, me concedió su permiso para faltar a la escuela e ir a la ciudad con ellos. Tal como mi padre esperaba, una inmensa alegría me invadió: en ese momento, no había nada en el mundo que pudiera hacerme tanta ilusión.
* * *
Anunciado por el canto de los gallos, el dios Helio partió de su palacio de Oriente en un carro dorado tirado por cuatro caballos alados, comenzando su recorrido diario a través del firmamento.
Mi padre, Neleo y yo habíamos desayunado antes de que el sol asomara por el horizonte, y mientras tanto Leagro nos esperaba pacientemente con nuestros caballos preparados. Íbamos protegidos por un manto de lana, pues a esa hora de la mañana hacía frío, y cada uno de nosotros portaba un zurrón con algo de ropa y comida. Montamos rápidamente, dirigimos los caballos hacia la salida y tomamos el camino que conducía a Atenas.
El primer tramo de nuestro viaje consistía en un sendero que discurría paralelo al río Cefiso hasta llegar al pueblo. Al atravesar Kefisia pasamos cerca de su mercado, donde los tenderos comenzaban a descargar los carros para exponer sus productos. Dejamos atrás la villa y continuamos por el camino, admirando cómo los tonos rojizos del cielo se reflejaban en la fina bruma que cubría los trigales. Detrás de nosotros, las oscuras laderas del Pentélico seguían impidiendo que el sol emergiera y templara la brisa matinal.
Cabalgábamos con tranquilidad, charlando mientras disfrutábamos de los colores y los sonidos que nos brindaba aquella naturaleza pletórica. En ese momento comprobé que mi padre y Neleo, pese a sus diferencias de condición y de edad, estaban congeniando entre sí. Poco a poco, mi padre iría descubriendo en su esclavo sorprendentes coincidencias en cuanto a caracteres y actitud ante la vida.
Un poco más adelante, el camino discurrió junto a una densa chopera que bordeaba el río. Mi padre se giró hacia nosotros y nos señaló con la mano las ruinas del que fue el templo de la titánide Temis. Después del diluvio universal que Zeus provocó en tiempos inmemoriales, Decaulión y Pirra, los únicos supervivientes de la tragedia, hicieron resurgir la humanidad en ese mismo lugar. Tras abandonar el arca gracias a la cual consiguieron salvarse, ambos se dirigieron a Temis para implorarle que no les dejase solos en el mundo. La titánide, compasiva, les indicó que cogieran un puñado de las piedras del río y las arrojaran por encima del hombro, convirtiéndose al caer en hombres o en mujeres según las hubiese lanzado Decaulión o Pirra.
Toda la vida he tenido presente aquel pasaje y siempre lo he relacionado con un enigma difícil de abordar: el de la Atlántida. Hoy no me queda ninguna duda de que hace mucho tiempo existió un reino más allá de las columnas de Hércules, donde se abre el Océano, que debió estar habitado por una civilización sorprendentemente avanzada. Mucho más que la nuestra, según destacan algunos autores antiguos. En una ocasión, mi padre compartió un simposio con Heródoto en el que el viajero trató sobre las grandes zonas de agitación geológica que contiene el Océano, por lo que resulta razonable pensar que un cataclismo pudo provocar que el mar engullera el reino de la Atlántida. En cualquier caso, no deja de ser llamativo el hecho de que todos los pueblos que he conocido a lo largo de mi vida posean un mito que intenta explicar este suceso.
Isómaco, Neleo y yo habíamos abandonado momentáneamente la conversación para aislarnos en nuestras meditaciones. Yo me sentía feliz porque me dirigía a la fascinante Atenas junto a mi padre. Mantenía mi mirada perdida en el derroche de colorido que ofrecía el paisaje, en el amarillo de los campos y el verde de los bosques, en los reflejos dorados de la lejana Acrópolis, en el azul intenso del cielo y en las bandadas de abejarucos que se desplazaban de un campo a otro.
A media mañana alcanzamos la robusta muralla que protegía Atenas. Nos acercamos hasta las cuadras públicas, emplazadas junto a la parte exterior de los muros, descabalgamos y mi padre entregó un puñado de monedas a un esclavo para que cuidara de los caballos. Anduvimos entonces hasta la puerta de acceso a la ciudad bordeando el cementerio, el cual se asemejaba a una villa fantasmagórica compuesta por lujosos panteones y esculturas de todas las formas y tamaños.
Llegamos a la imponente puerta de Dipylon. En torno a ella, la muralla se desplegaba hacia el interior de la ciudad, creando un enorme patio rectangular protegido por cuatro torres de vigilancia en sus esquinas. En ese espacio se agolpaban numerosos carros y gente que se disponía a entrar en Atenas. Nos costó un rato franquear la puerta, pues en su parte interior, a mano izquierda, había una fuente cubierta frente a la que multitud de mujeres esperaban en fila con sus ánforas bajo el brazo, dificultando aún más el acceso. Por fin, conseguimos escapar de la aglomeración y perdernos en la variopinta corriente humana que entraba y salía de la ciudad. Enfilamos la vía Panatenaica, la principal arteria de Atenas, por donde desfilaban agricultores y esclavos procedentes de todos los rincones del Ática. Muchos de ellos transportaban sus mercancías al ágora, y otros, con sus carros ya vacíos, regresaban a sus granjas o a sus aldeas. El sonido de los cascos de los bueyes se confundía con los gritos de los mercaderes que pedían paso y con el sordo rumor de los numerosos ciudadanos que hablaban entre sí o que simplemente se saludaban.
Mi padre nos desvió hacia una estrecha calle que ascendía a mano izquierda, y en cuanto nos internamos unos cuantos pasos en ella se apoderó de nosotros una grata sensación de tranquilidad. Aquel era el viejo barrio del Cerámico, en cuyas calles se respiraba un ambiente muy peculiar. Mi padre quiso atravesar esa parte de la ciudad para comer algo en la taberna de Pratinas, un viejo amigo suyo.
Las calles del barrio eran angostas y empinadas, y la mayoría de las casas estaban mal alineadas, formando numerosos entrantes y salientes que dificultaban el paso a los viandantes. Algunas estaban construidas con madera o ladrillo, pero en otras se había utilizado guijarro y daban la sensación de poder ser derribadas de un simple puñetazo. Casi todas las viviendas eran pequeñas y oscuras. Sus puertas parecían tremendamente endebles, y sus ventanas solían ser tan diminutas que resultaba imposible asomar la cabeza por ellas. Callejear por aquel caótico barrio constituía una tarea laboriosa. En varias ocasiones nos vimos obligados a separarnos y caminar por distintos lados de las calles para esquivar las aguas sucias que en ellas se canalizaban, topándonos entonces con los alfareros, peleteros y tejedores que realizaban sus oficios y exponían sus productos junto a la entrada de sus casas.
Encontramos la taberna en una de las calles más estrechas y escondidas. Mi padre empujó una chirriante puerta de madera y entramos en un lóbrego establecimiento donde apenas había tres o cuatro clientes que se giraron al unísono hacia nosotros. Pratinas salió a nuestro encuentro y saludó efusivamente a Isómaco. Entonces se giró hacia mí, me arremolinó el pelo y me dijo que se alegraba de conocerme. Nos indicó que nos sentáramos a una de las mesas y, a continuación, dimos buena cuenta de los excelentes guisos que nos fue sirviendo entre bromas. El tabernero era un hombre jovial, pero aparcó momentáneamente su alegría cuando intercambió con Isómaco sus impresiones sobre la situación política de la ciudad. Dijo que no faltaría por nada del mundo a la sesión de la Asamblea del día siguiente y aseguró que los oligarcas no podrían con Pericles.
Durante la comida, mi padre nos comentó que Atenas necesitaba más ciudadanos que actuaran como Pratinas. Éste era un hombre que participaba en todas las instituciones de su ciudad, a la que otorgaba más importancia que a su propia familia, y merecía por tanto todo su respeto y admiración. Isómaco le ayudó en una ocasión a expulsar de su taberna a un grupo de borrachos que se divertían ultrajando a Pericles. Aquel día, hace ya muchos años, mi padre conoció al que posteriormente se convertiría en su peor enemigo: Alcinoo.
A continuación, mi padre nos dijo que después de la comida nos acercaríamos a la Acrópolis para celebrar el sacrificio en el altar de Atenea y solicitar a la diosa su bendición sobre Neleo. Advertimos que el esclavo volvió a mostrarse incómodo al recordar la acusación que recibió de Harmodio, por lo que Isómaco le ordenó que se olvidara de aquel desafortunado incidente y le aclaró que su única intención al realizar ese ritual era la de satisfacer los deseos de Leucipe, pues él creía en su idoneidad como ayo y como esclavo. Terminado el sacrificio, continuó, iríamos a casa de Alceo, donde cenaríamos y dormiríamos, y a la mañana siguiente él acudiría a la sesión de la Asamblea con sus amigos. Neleo, por no ser un ciudadano, y yo, por no contar con la suficiente edad, permaneceríamos en casa de Alceo esperándole.
Cuando finalizamos la coca de piñones que Pratinas nos había servido como postre, nos levantamos de la mesa y mi padre dejó sobre ella dos óbolos. Nos despedimos del tabernero, y éste, tras darnos las gracias, deseó lo mejor para Isómaco y su grupo político y le recordó el principio que él tenía siempre presente: es en la adversidad donde realmente se demuestra la valía de cada hombre.
Caminamos en dirección al ágora recorriendo un largo callejón salpicado de braseros en los que las mujeres preparaban la comida, creando en el ambiente una viscosa mezcla de olores. La quietud del barrio fue disipándose a la vez que las voces ahogadas de la multitud se fueron acercando.
Cuando nos asomamos al ágora, Neleo quedó boquiabierto, sin saber dónde fijar la mirada. A mí también me impresionó aquella visión, pues por entonces yo había visitado la ciudad en contadas ocasiones. El contraste del silencio y la penumbra que abandonábamos con el bullicio y la luminosidad del ágora resultó impactante. Dejábamos atrás un barrio desordenado y sucio para acceder a un espacio regido por una planificación exquisita. Ante nosotros se extendía una plaza triangular tan amplia que no alcanzábamos a aprehender cuanto en ella había. El lado derecho y el del fondo estaban ocupados por lujosos edificios públicos, mientras que la parte izquierda lindaba sin más con la vía Panatenaica. El área comprendida dentro de esos límites estaba jalonada de frondosos plátanos que brindaban su sombra a numerosas estatuas y a los puestos de los tenderos. Pero lo más llamativo del ágora era los ciudadanos que la ocupaban, una tranquila y diversa multitud que realizaba sus compras, charlaba en pequeños corros o, simplemente, paseaba bajo los pórticos.
Continuamos caminando, bordeamos el altar de los doce dioses del Olimpo y nos dirigimos hacia el centro de la plaza. Dentro de aquel calculado desorden, todos los elementos que integraban el conjunto estaban perfectamente medidos y reglados. En la parte izquierda se encontraban los vendedores de cebollas y ajos, colocados en barracones de cestería de caña y de tablazón; al lado, los que vendían vino, frutas y legumbres. Entre todos ellos, un adusto agrónomo se desplazaba de un puesto a otro zanjando desavenencias y examinando los géneros, los precios y la exactitud de los pesos y medidas. Más allá se situaban las floristas, exhibiendo su provisión de coronas, flores y cintas para entierros y banquetes; y, junto a ellas, las panaderas, mostrando sus panes en altas pilas. Al fondo estaban las librerías, las cacharrerías, las roperías y la pescadería. A la derecha, una barbería, un médico y unos cuantos curanderos ensalzando a gritos sus ungüentos, medicamentos y amuletos, y en el rincón más alejado varios prestamistas, cómodamente sentados tras unos mostradores, ofrecían su dinero y examinaban las joyas que se quedaban en prenda.
Neleo y yo escuchamos divertidos los insultos que un anciano harapiento dedicaba a un vendedor de salazones. El viejo se mostraba furioso porque el dependiente le había vendido el día anterior unas aceitunas que estaban pasadas, y todos a su alrededor reían viendo cómo le amenazaba con su bastón. En aquel mercado se mentía y se estafaba sin ningún prejuicio, siendo ésta la dinámica aceptada por todos.
Esa actitud, por el contrario, no le agradaba en absoluto a mi padre. Él, uno de los ciudadanos que más había apoyado el avance de la democracia en Atenas, era sin embargo una persona muy tradicional en algunos aspectos. Ser propietario de una hacienda que se abastecía a sí misma constituía una de las grandes satisfacciones que le ofrecía la vida, pues, entre otras razones, le permitía prescindir casi por completo del comercio. Isómaco consideraba que esta actividad era intrínsecamente mediocre, ejercida por personas de baja altura moral que desprecian la integridad y la lealtad en los tratos. Yo nunca he compartido esta visión, aunque hay que tener en cuenta que he vivido otros tiempos y otras circunstancias diferentes a las suyas. Y es que en aquella Atenas los antiguos ideales aristocráticos aún persistían dentro de algunos ámbitos, influyendo en hombres de tan profunda convicción democrática como mi padre o como el mismo Pericles.
Avanzamos hasta el centro del ágora, donde diversos grupos de hombres charlaban a la sombra de los plátanos. Al llegar, Isómaco comenzó a conversar con varios de ellos.
Eran conocidos y amigos de segunda fila que le invitaban a un banquete, le preguntaban si el día siguiente iba a acudir a la Asamblea o le señalaban que hacía tiempo que no le veían en el gimnasio. Mientras tanto, Neleo y yo nos dedicamos a admirar los edificios públicos y los pórticos que cercaban la explanada. Enfrente de nosotros se elevaba, imponente, la Heliea, una construcción de planta rectangular que albergaba el principal tribunal de la ciudad, compuesto por seis mil jurados. Un orgullo de la democracia ateniense. Sin embargo, el edificio del ágora que más me atraía era el templo de Hefesto, edificio que coronaba una pequeña colina situada detrás de las sedes institucionales. Después de pedir permiso a mi padre, Neleo y yo subimos por unas escaleras dispuestas en zigzag y llegamos hasta aquel coqueto templo, cuyas obras habían finalizado en el mismo año en que yo nací. Soportaban su estructura robustas columnas de colores muy vivos, y su interior daba cobijo a una imagen de Hefesto, el dios herrero, y a otra de Atenea, símbolos de la aplicación práctica y de la capacidad intelectual. Me dio la impresión de que reflejaba fielmente la sociedad ateniense, al albergar a un dios rudo y trabajador que parecía destinado a proteger a los esclavos junto a una diosa bella y culta, defensora del hombre libre. Sentimos con las yemas de nuestros dedos el fino tacto del mármol del Pentélico y admiramos las metopas que representaban las hazañas de Teseo y los trabajos de Heracles. Contemplé la escena correspondiente al primero de los doce trabajos que el rey Euristeo impuso al héroe y recordé el rostro amable de mi madre narrándome esos episodios. Pude ver a Heracles tomando la cabeza del terrible león de Nemea debajo de su brazo, apretándolo hasta su estrangulamiento a la vista de que sus flechas habían rebotado en su pétrea piel y que su espada se doblaba al intentar clavársela. Recordé también que, ante la imposibilidad de cumplir la orden de desollarlo, Heracles empleó las propias garras del animal: éstas eran tan afiladas que lo consiguió sin esfuerzo, y desde entonces utilizó la piel del león como armadura y su cabeza como yelmo.
Cuando descendíamos los escalones que nos devolvían al ágora, mi padre nos vio y se despidió educadamente de los hombres con los que estaba conversando. Entonces seguimos caminando hasta detenernos frente al Buleuterion, el distinguido edificio donde se reunía el Consejo de los Quinientos. Éstos eran los representantes del pueblo, elegidos anualmente, cuya principal función consistía en elaborar los proyectos de ley que posteriormente se entregaban a la Asamblea para que los ciudadanos procedieran a su votación. A unos pasos de la puerta de entrada del Buleuterion, una multitud silenciosa se agrupaba en torno a alguien. Entonces vi por primera y última vez en mi vida a Sócrates. Mi padre se acercó al grupo y yo le seguí entusiasmado. Neleo se interesó también, aunque nunca había oído hablar del filósofo; no era de extrañar, pues Sócrates jamás salía de Atenas a no ser que sus obligaciones militares le empujaran a ello.
Isómaco preguntó a un conocido suyo a qué se debía tal revuelo, y éste le contó que un rico oligarca había acusado en público a Sócrates de no creer en los dioses y de no realizar ninguna labor de utilidad para la ciudad. Después de recibir esa injuria, el filósofo no sólo había mostrado ante todos la absurdidad de aquellas palabras, sino que estaba reprendiendo duramente a su acusador. Al colarnos entre la multitud mi padre se puso de puntillas y, para su sorpresa, descubrió que aquel oligarca era Alcinoo, su peor enemigo desde hacía más de veinte años. Isómaco se alegró intensamente de que fuera él quien se había atrevido a atacar a Sócrates, pues sin duda iba a quedar ridiculizado y desacreditado ante todos. A los oligarcas les indignaba su ironía, su respeto por la democracia y su peculiar estilo de vida. Al parecer, a Alcinoo le irritaba especialmente el mensaje que Sócrates propagaba, pero no supo valorar la inmensa inteligencia del filósofo cuando decidió dirigirle semejantes acusaciones en público y estaba pagando caro ese error.
Neleo y mi padre escucharon las palabras de Sócrates desde el exterior del silencioso corro, pero yo aproveché mi menor envergadura para deslizarme entre la gente y colocarme cerca del filósofo. Me sorprendí al descubrir su aspecto. Era un hombre bajito, gordo, con grandes mofletes, una incipiente calvicie y nariz muy ancha y achatada. Rondaría los cuarenta años. Su barba estaba bastante desarreglada, y su manto, visiblemente raído. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos, unos ojos azules impresionantemente vivos; su mirada contenía tal intensidad que parecía atravesar a Alcinoo. Recuerdo muy bien las palabras de Sócrates, pronunciadas sin elevar la voz pero con una firmeza inquebrantable:
—Tú, Alcinoo, eres un ateniense, un ciudadano de la mayor y más famosa ciudad del mundo por su sabiduría y su poder, y ¿no te avergüenzas de velar por tu fortuna y por su constante incremento, por tu prestigio y tu honor, sin que en cambio te preocupes en absoluto de conocer el bien y la verdad, ni de hacer que tu alma sea lo mejor posible? ¿Qué has hecho en esta vida sino procurar tu propio provecho y desdeñar el de la ciudad que tanto te ha dado? La ciudad es como un padre al que se debe el ser y la educación, un padre al que hay que obedecer y cuidar en todo momento. Y la democracia, un vástago de nuestra comunidad al que hay que alimentar y proteger. ¿Cómo puede una persona como tú acusarme de no ser útil a mi ciudad? ¿Con qué derecho dices que no creo en los dioses, precisamente yo que intento acercarme permanentemente a ellos? Has arremetido indebidamente contra mí, Alcinoo, y has demostrado tu injusticia. Por tanto, si no cambias tu actitud, serás injusto y desacertado en todas las decisiones que adoptes a lo largo de tu vida, convirtiéndote en un ser cada vez más ignorante y necio. Si alguno de vosotros pone en duda mis palabras y sostiene que no reflejan la verdad, no dejaré que siga tranquilamente su camino, sino que le interrogaré, le examinaré y le refutaré. Y si me parece que no tiene areté alguna, sino que simplemente la aparenta, como este hombre, le increparé diciéndole que siente el menor de los respetos por lo más respetable. Ahora vete de aquí, Alcinoo. En esta ciudad viven demasiados hombres valiosos como para estar perdiendo el tiempo en tu compañía.
Alcinoo no tuvo valor para la más leve réplica. Por el contrario, se giró y se marchó cariacontecido, abriéndose paso a codazos entre los curiosos. Como era habitual, iba acompañado de dos miembros de su partido que le seguían a todas partes. Cuando salía de la aglomeración, su mirada crispada se cruzó con el rostro sereno de Isómaco. Ambos se observaron fugaz pero intensamente. Ninguno de los dos dijo nada, pero ese breve instante contuvo más diálogo que muchas conversaciones convencionales. Alcinoo y sus seguidores aceleraron el paso y se perdieron por detrás del edificio del Consejo.
Nadie entre los allí presentes expresó su opinión; resultaba innecesario, pues todos habían apreciado que los razonamientos de Sócrates eran totalmente justos. El filósofo no podía admitir que Alcinoo, una persona que obraba de manera contrapuesta a los principios en los que él sustentaba su vida, intentara dictarle norma alguna. Sólo alguien con el prestigio de Sócrates podía atreverse a rebatir de forma tan contundente los argumentos del oligarca: a él no le importaba la posición social de sus interlocutores, sino que tenía en cuenta exclusivamente su valía y su integridad moral. En aquel momento, Isómaco admiró la valentía y la fortaleza del filósofo y deseó con toda su alma poder actuar con la misma resolución si un día se topaba con una situación similar.
Después de aquel desagradable episodio, Sócrates continuó departiendo con unos y con otros como si nada hubiera ocurrido, mostrando una simpatía y una inteligencia fuera de lo común. Pude apreciar que tenía algo especial que atraía poderosamente a la gente, un don que provocaba que algunos hombres llegaran al extremo de convertirse en sus discípulos y servirle en todo.
Durante aquellos días Sócrates se estaba despidiendo de sus numerosos amigos y conocidos, puesto que en breve partiría hacia la campaña de Potidea. Marchaba a la batalla como un simple hoplita, y más tarde supe que no regresó a Atenas hasta tres años después. Su dedicación a la ciudad, su respeto por la ley y su afán por cumplir con las obligaciones cívicas eran ya por entonces bien conocidos por todos. Y la autoridad que ello le otorgaba, también.
Aquel primer contacto con Sócrates me marcó hondamente. No tuve oportunidad de verle nunca más, pero durante los meses posteriores a ese encuentro mi padre me habló mucho de las experiencias que había vivido junto a él. Me dijo que el filósofo era la persona más extraordinaria que jamás ha existido, alguien cuya comprensión atravesaba los límites humanos. De hecho, el oráculo de Delfos desveló que era el hombre más sabio de la tierra, aunque él, sin embargo, solía afirmar que no sabía nada. Una humildad de la que Atenas estaba muy necesitada para contrarrestar la jactancia de algunos sofistas. Aquel hombre tan simpático y peculiar, siempre descalzo y cubierto con un viejo tríbón, iba a influir decisivamente en la vida de todos nosotros. Su pensamiento caló muy hondo en nuestras almas y nos hizo creer en una nueva concepción del hombre. Todas las discusiones morales fueron profundamente modificadas por su planteamiento simple pero revolucionario: sólo existe un bien, el conocimiento, y un mal, la ignorancia. Por tanto, no hay personas buenas y malas, sino sabias e ignorantes. La ignorancia se reveló, de esta manera, como el peor de los males que acechan a los hombres. Doy fe de que a lo largo de mi vida he podido corroborar en numerosas ocasiones la absoluta veracidad de esta afirmación.
Sócrates ridiculizó el relativismo de los sofistas, afirmando que las definiciones y los conceptos universales no sólo son compartidos por todas las sociedades, sino que cada persona los guarda en su interior. Demostraba su tesis extrayendo los conocimientos de cada uno de sus interlocutores mediante una serie de preguntas; les hacía creer que él mismo era un ignorante, pero posteriormente les acorralaba hasta mostrarles que realmente la ignorancia residía en el otro. Era tan hábil Sócrates en esta especie de esgrima verbal que su método irónico siempre le servía, a pesar de que muchos se acercaban a él con un plan preconcebido para no caer en su trampa. Sin embargo, muy pocos de los que sufrían una de estas derrotas dialécticas se marchaban apesadumbrados, ya que quedaban convencidos de una verdad que de otro modo nunca hubieran descubierto y porque apreciaban una ausencia total de vanidad o petulancia en Sócrates. Sus teorías, por el contrario, produjeron en nuestro entorno una oleada de fe y optimismo en la condición humana y en la razón. Él fue el hombre que nos mostró a todos los atenienses el valor de la libertad individual y las infinitas posibilidades que ofrece el conocimiento humano.
Tras perder de vista a Alcinoo, mi padre me tomó de la mano, se abrió hueco entre la multitud y me acercó hasta Sócrates. Le felicitó por el arrojo y la oportunidad de sus palabras y se despidió de él efusivamente, deseándole suerte en la batalla de Potidea. El filósofo le agradeció su gesto, clavó sus ojos azules sobre mí y me brindó una cariñosa palmada en la mejilla.
Mi padre, Neleo y yo nos alejamos de la multitud, que continuaría agrupada en torno a Sócrates hasta que el filósofo se retirara a descansar. Decidimos dirigirnos hacia la Acrópolis, pues se nos estaba haciendo demasiado tarde para celebrar el sacrificio, así que cruzamos el ágora de parte a parte desfilando ante la inacabable sucesión de columnas del pórtico que cerraba la explanada por ese extremo. Recorrida aquella larguísima estoa, bebimos en una vetusta fuente que escupía agua a borbotones y tomamos la vía Panatenaica, la cual conducía directamente a la ciudad alta.
Continuamos caminando y dejamos atrás el ágora. Miré hacia arriba y contemplé la imponente meseta de la Acrópolis, ya muy cerca de nosotros. Mi emoción iba en aumento, pues nunca hasta entonces había tenido oportunidad de subir a la colina sagrada. Por fin iba a conocer el corazón mismo de la polis, el origen y el centro espiritual de la sociedad más avanzada y admirada del mundo.
Ascendimos lentamente la cada vez más pronunciada cuesta sin dejar de admirar la espléndida visión que se abría enfrente de nosotros. No tardamos en llegar a los pies de la Acrópolis. Desde allí aún impresionaba más aquella altiva montaña que soportaba sobre sus espaldas magníficos templos de vivos azules, dorados, encarnados y verdes. Se palpaba una dulce mezcla entre lo viejo y lo nuevo, entre la fortaleza que padeció durante siglos los feroces ataques de los bárbaros del norte y de los persas, y la bella y mágica mansión para los dioses que acababa de edificar Pericles con la ayuda del genio de Fidias.
Atravesamos la puerta de entrada al recinto, custodiada por dos leones de mármol y flanqueada por dos robustos torreones, y comenzamos a subir lentamente la larga y pronunciada pendiente escalonada que conducía hasta las seis columnas que sostenían la fachada del Propileo. Algunos esclavos, encaramados peligrosamente sobre su frontón triangular, ultimaban los detalles de aquel novísimo edificio que constituía una espectacular puerta de acceso a la ciudad sagrada. Al alcanzar la sombra del pórtico del Propileo, un guardián público nos preguntó el motivo por el que queríamos acceder a la Acrópolis. Cuando mi padre le contestó que íbamos a realizar un sacrificio en el altar de la diosa, aquél hizo una seña con la mano a un sacerdote que aguardaba sentado en uno de los lados. Éste se acercó pausadamente, nos saludó con cierta desgana y nos informó de que a esa hora de la tarde tan sólo le quedaba una cabra para el sacrificio. Isómaco aceptó, dio su nombre para que el sacerdote lo apuntara en una lista y le entregó un puñado de monedas.
Ascendimos por la ancha rampa que atravesaba el pórtico del Propileo y nos adentramos en el edificio. Recorrimos un oscuro y silencioso vestíbulo con inmensas columnas sobre las cuales se alzaba un techo artesonado decorado con estrellas doradas sobre un fondo azul. Cuando alcanzamos la puerta de salida, apareció otro guardián y abrió una de las hojas. Una luz intensa me deslumbró, pero enseguida mis ojos se habituaron y pude contemplar en toda su amplitud aquella majestuosa meseta sagrada que se asemejaba al mismísimo Olimpo. Templos de diversos tamaños y colores ocupaban la totalidad del recinto, y entre ellos se alzaban multitud de imágenes esculpidas de dioses, titanes y héroes. En el extremo de la derecha, enfrente del Partenón, un santuario de Artemisa albergaba una réplica del caballo de Troya, cuya cabeza asomaba sobre sus muros.
El primer lugar donde mi vista se fijó fue la portentosa estatua de bronce de Atenea. Era una hermosa representación de la diosa portando yelmo, lanza y escudo, en una actitud beligerante con la que parecía querer recordar a los ciudadanos de Atenas que ella era la verdadera regidora de la ciudad. Se alzaba con una altura descomunal y observaba con actitud fiscalizadora a todo el que entraba por la puerta propilea. Neleo, tan fascinado como yo, nos comentó cuánto había admirado esa estatua desde el barco que le transportaba hacia el puerto del Pireo. Nuestro nuevo esclavo nunca hubiera podido imaginar que unos días después se encontraría deleitándose ante el mismísimo símbolo de la libertad y de la razón.
Cruzamos el primer tramo de la explanada de la Acrópolis recreándonos en los numerosos templos y estatuas que alcanzaba nuestra vista. A esa hora de la tarde ya quedaba muy poca gente en el recinto. Subimos unas escaleras y llegamos al gran altar que se alzaba a los pies de la diosa Atenea. Junto a él, un brasero aún humeante consumía los últimos restos del sacrificio de algún animal. Desde allí arriba admiré la magnífica fachada del Partenón y pude divisar, a lo lejos, el suave contraste entre el blancor de la ciudad y el azul del mar. Contemplé también el largo camino amurallado que unía Atenas con el puerto del Pireo, el cual me recordaba, curiosamente, un cordón umbilical del que dependía la subsistencia de la ciudad.
El Partenón constituía el símbolo del gobierno de Pericles y de la prosperidad de Atenas. En él convergían lo divino y lo terrenal. Era el templo consagrado a Atenea la Virgen, y su interior cobijaba los bienes más preciados de nuestra ciudad: la imagen de la diosa y el tesoro de la liga délica. La estructura del templo, sus formas, sus colores, todo era de una perfección inexplicable, como si la misma Atenea hubiera participado en su edificación. Mi padre me dijo que no perdiera ni un solo detalle, que fuera consciente de que me encontraba ante la obra humana más hermosa del mundo. Fijé la mirada en su frontón y admiré las enormes estatuas que lo ocupaban. Reflejaban fielmente la crueldad de la batalla librada entre Atenea y Poseidón, como queriendo transmitir al resto del mundo que el Ática es grande tanto por su tierra como por su mar, hasta el punto que ambos dioses harían cualquier cosa por poseerla.
Un sacerdote se acercó hasta nosotros y nos comunicó que en breve celebraríamos nuestro sacrificio. Preguntó a Isómaco a qué se debía su voluntad de realizar la ceremonia. Él le contestó que había comprado un esclavo para ejercer como pedagogo de su hijo y por ello quería invocar a la diosa su beneplácito para que continuara protegiendo a su familia. El sacerdote asintió con la cabeza y afirmó que siempre era conveniente contentar a Atenea con sacrificios y rogarle su custodia. Sin embargo, yo noté con claridad que mi padre había hablado forzadamente, sin creer en su petición ni en ninguna de aquellas palabras.
Llegó un muchacho portando una cabra de mediano tamaño entre sus brazos y se quedó a la espera junto al altar. El sacerdote se acercó a él y, levantando la mirada y sus manos hacia el cielo, imprecó a gritos unas oraciones ininteligibles. Llamó entonces a Isómaco y le ordenó que se aproximara y permaneciera junto a él. Cogió su muñeca y continuó con sus oraciones, instando a mi padre a que repitiera sus frases. Algunos de los visitantes que aún deambulaban por la Acrópolis se acercaron para presenciar la ceremonia. El sacerdote asió entonces un enorme cuchillo que le trajo un ayudante. Otro muchacho acudió en ayuda del que había traído la cabra y, entre los dos, la subieron al altar y la sujetaron con fuerza. El sacerdote exclamó unas últimas frases rituales, alzó el cuchillo por encima de su cabeza y, con una admirable destreza, hundió el filo en el pescuezo del animal. Cuando se cercioraron de que estaba bien muerta, ambos muchachos despellejaron la cabra y colocaron su carne, sus huesos y la grasa dentro de uno de los braseros, donde el fuego comenzó a consumirlos de inmediato. El humo resultante ascendería y transportaría aquel manjar etéreo hasta el cielo, lo cual debía satisfacer a la diosa y facilitar que ésta accediera a la petición de protección sobre mi familia.
Finalizada la ceremonia, el sacerdote nos señaló la puerta del Partenón, lo cual me alegró enormemente. El rito exigía la posterior visita a la imagen de la diosa que residía en su interior. Mientras recorrimos el tramo de explanada que nos separaba del templo, dos guardianes públicos que custodiaban el acceso nos abrieron la gran puerta de bronce. Subimos con lentitud los escalones de acceso al Partenón, tratando de mostrar todo nuestro respeto hacia lo que simboliza, atravesamos el pórtico y, sin tiempo para admirar los frisos, pasamos dentro. Los guardianes volvieron a cerrar la puerta, dejándonos envueltos en un silencio sepulcral. Sobre nosotros se levantaba otro piso, pero me dio la impresión de que nos encontrábamos completamente solos. Mi mirada quería abarcar más de lo que la penumbra permitía apreciar. La estructura del templo consistía en tres naves con dos hileras de columnas entre las cuales se cobijaban decenas de esculturas que parecían poseer vida propia. En el centro se elevaba una estatua de Atenea que mediría cuarenta pies de altura, una figura tan descomunal que su yelmo parecía rozar los casetones del techo. Portaba en una mano una lanza y en la otra una imagen alada que representaba la victoria. Los rayos de sol que se colaban por los tragaluces del piso superior cruzaban en diagonal y rasgaban la semioscuridad, haciendo resplandecer a la diosa. Su magnífico cuerpo de oro y marfil, su rostro sereno y su mirada protectora quedarían grabados para siempre en mi mente con la misma intensidad que la imagen de mi propia madre.