Capítulo II

La hacienda

El canto del gallo y el incesante trinar de los pájaros habían despertado a mi padre. El resplandor de la mañana inundaba la habitación, y su primera mirada se dirigió hacia su esposa. Ella dormía apaciblemente, y su rostro, iluminado por los suaves rayos que entraban a través de la ventana, desprendía paz y armonía. Él observó sus marcados pómulos, su recta nariz, sus ojos rasgados, su breve barbilla y su pelo castaño y lacio. Leucipe le parecía tan hermosa que disfrutaba admirando los rasgos de su rostro y las formas de su cuerpo. La amaba sobre todas las cosas y se sentía extraordinariamente feliz por ello.

Esto era algo muy inusual en aquella Atenas, donde los ciudadanos solían volcarse en la búsqueda de las experiencias amatorias más variadas y sorprendentes. Muy pocos entre los amigos de Isómaco amaban a sus mujeres; para ellos no eran más que un accesorio de su hogar cuya función consistía en engendrar hijos y dirigir las tareas de las esclavas. El verdadero placer lo encontraban fuera de casa, normalmente en los banquetes que finalizaban con la incorporación de hetairas de lujo y bellos efebos. Mi padre constituía un caso excepcional, pero curiosamente sus amigos no contemplaban esta circunstancia con desprecio, sino con admiración; sin duda, la belleza y la personalidad de Leucipe contribuían a fomentar ese sentimiento.

La verdad es que casi nada en la relación de mis padres era ortodoxo. Su boda fue bastante inusual, tanto por su avanzada edad —veintiocho años él y veinte ella—, como por el hecho de que ambos se amaban con intensidad. Mi padre nunca quiso que su matrimonio fuera como los demás, un mero contrato entre el novio y su futuro suegro. Conocía a Leucipe desde muy joven, pues era hija de un amigo de su padre. Cada vez que viajaba a Atenas tenía ocasión de verla, de manera que poco a poco fue descubriendo su magnífica forma de ser. Leucipe no sólo no era analfabeta como la mayoría de mujeres, sino que poseía una cultura bastante más vasta que la de muchos hombres, puesto que a lo largo de su infancia mi abuelo se encargó personalmente de que aprendiera todo lo que él sabía. Resaltaba también por su astucia y por demostrar una habilidad especial para actuar de la mejor manera posible, tanto en lo cotidiano como en las situaciones extraordinarias. Mi padre pensaba que aquello no era realmente una virtud, sino un don que sólo poseen aquellas personas que reúnen las virtudes que él consideraba básicas: la prudencia, la sabiduría, la habilidad y la imaginación.

Leucipe abrió con lentitud sus ojos verdes y descubrió a Isómaco mirándole fijamente. Una bella sonrisa inundó su rostro.

—Buenos días…

—Hola —le susurró Isómaco mientras besaba su mejilla.

—Deberías dormir algo más —comentó Leucipe, desperezándose—. ¿Cómo discurrió el banquete?

—Fue muy… instructivo —contestó Isómaco.

—¿Y qué te pareció el nuevo esclavo?

—Bueno, aún no he tenido tiempo de conocerle bien, pero creo que puede ser un buen pedagogo para Ión.

—Eso espero. Si no fuera así, el chico tendrá que irse a vivir a Atenas. Ya hemos comprobado que en Kefisia no hay nadie que pueda complementar su formación.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Isómaco, acariciando el pelo de Leucipe.

—Estoy satisfecha. Me preocupaba que Ión no pudiera cambiar de pedagogo. Ya sabes que pienso que la labor de un ayo es aún más importante que la de la escuela. Y, a la vez, estoy orgullosa de ti: cada vez que te propones algo, acabas consiguiéndolo. Es así como logras que nuestra familia evolucione constantemente.

Mi madre nunca olvidaba que cuando Isómaco y ella se casaron apenas tenían un par de esclavos y un puñado de monedas. Sentía auténtica devoción por su marido, tanta que lo que mayor felicidad le proporcionaba era actuar como su amiga a la vez que como su esclava, sirviéndole en todo aquello que él pudiera desear. Isómaco la atrajo hacia sí y le besó suavemente el cuello. Ella rio.

—¿Qué vas a hacer hoy? —preguntó cariñosamente mientras le devolvía sus besos—. ¿Te vas a quedar en casa?

—Sí. Alceo se marcha esta tarde, pero yo no iré a la ciudad hasta dentro de unos días. Hay muchas cosas que hacer aquí. Hoy quiero enseñar la hacienda al nuevo esclavo y organizar algunas tareas pendientes. Así que por lo menos durante una temporada estaré contigo.

—Me alegro —dijo ella—. Te necesito más que nunca junto a mí. Cada día estoy más asustada, Isómaco. Todas las noches suplico a los dioses que no suframos una guerra, que nunca tengamos que separarnos.

—No debes preocuparte —respondió Isómaco mientras colocaba a Leucipe encima de él y acariciaba suavemente todo su cuerpo—. Todos los que viven en esta casa darían hasta la última gota de su sangre por defenderte.

—Mis miedos sólo se disipan cuando estoy junto a ti.

—Estoy seguro de que cuando yo muera demostrarás la fortaleza que atesoras —afirmó Isómaco.

—Si eso ocurriera, lo único que me impediría marchar junto a ti de inmediato son nuestros hijos —contestó ella con total franqueza, y comenzó a devolver sus caricias, a besar su cuerpo con lentitud y extrema ternura, hasta que ambos quedaron sumergidos en un mar de sensaciones.

* * *

Durante las épocas del año en que el tiempo lo permitía, mis padres solían desayunar en el jardín, en una amplia mesa de mármol que descansaba a los pies de la higuera, ya que a esa hora resultaba muy agradable sentarse bajo el sol. Yo sólo tenía oportunidad de disfrutar de este rito cotidiano durante el mes de antesterión, en el cual la escuela cerraba sus puertas, pues el resto del año me marchaba de casa muy temprano.

El desayuno que se sirvió aquella mañana era bastante sencillo, como casi siempre: tazones de vino para mojar el pan que las esclavas acababan de cocer, leche de cabra, algunas pastas e higos secos. Alceo llegó a tiempo de sentarse en la mesa con mis padres, y durante ese rato mi padre y él planearon lo que iban a hacer durante el día.

Finalizado el desayuno, apareció por el jardín Harmodio, el esclavo capataz.

—Buenos días, amo —dijo.

—Hola —le saludó Isómaco—. ¿Dónde se encuentra el nuevo esclavo?

—Al amanecer lo llevé conmigo a los almacenes para llenar sacos de cereal —contestó Harmodio.

—Bien, prepara cuatro caballos —ordenó Isómaco—. Daremos un repaso a la hacienda y aprovecharemos para enseñársela.

Teníamos en aquel momento seis caballos que Harmodio cuidaba con una entrega encomiable. Mi padre había adquirido unos años antes un semental excepcional en Tesalia, y a partir de entonces estaba consiguiendo formar una cuadra de gran calidad. Alceo, por su parte, era propietario de otros dos ejemplares que se mantenían también en nuestra hacienda, ya que en la ciudad le hubiera resultado caro y engorroso. Ambos vigilaban con mucho celo los cuidados de sus caballos: poseer un buen ejemplar y un juego de armas completo resultaba fundamental, puesto que permitía a su propietario enrolarse en el cuerpo de caballería y formar parte, por tanto, de la élite de la sociedad.

Recuerdo perfectamente a Doro, el caballo de mi padre, un bellísimo ejemplar conocido en todo el demo por su nobleza y su estampa. Su recio cuerpo era negro como el carbón, y sus crines, lisas y sorprendentemente brillantes; su cuello, largo y estirado; la cruz era alta y descarnada, y su lomo, amplio, llano y libre; el pecho, ancho y redondeado; los muslos, duros y vigorosos, y sus grandes ojos, radiantes y vivos, mostraban una inteligencia casi humana. La compenetración entre Doro y mi padre era tan íntima que éste no precisaba clavar sus talones, bastando una palabra, una inflexión de la voz, una leve compresión de sus piernas, para que el animal hiciera enseguida lo que se pretendía de él. Entre ambos existía una química especial que cuando se establece entre hombres se llama fiel amistad.

Mi padre, Alceo y los dos esclavos salieron poco después de las cuadras a lomos de los caballos. Enfilaron el camino de entrada, atravesaron la vieja verja de madera y cabalgaron a ritmo lento. Se dirigieron en primer lugar hacia un montículo que se elevaba en medio de la hacienda desde el cual se divisaba toda la extensión de la finca. Neleo oteaba con interés el magnífico paisaje que les envolvía. Se encontraban a finales del mes de targelión, la mejor época para saborear todas las sensaciones que ofrece el campo, sensaciones que impregnan el alma y que, aun recordadas tantos años después, soy capaz de revivir fielmente. Y es que la hacienda se hallaba enclavada en un lugar privilegiado, allí donde la llanura del Ática se topaba con las boscosas laderas del Pentélico. Las impresiones que capturaban los sentidos en este bello rincón se mezclaban deliciosamente, potenciando así sus efectos. Ese día, el sol iluminaba todos los recodos mientras la suave brisa transportaba de un lado a otro el olor a humedad que desprendía el encinar. Aquella naturaleza rezumaba vitalidad por todas partes. Miles de abejas zumbaban alrededor de las bandadas de jilgueros que se abalanzaban sobre los cardos. Al otro lado, las alondras picoteaban el suelo recogiendo semillas y bichos y, surcando el cielo, los vencejos pugnaban con las golondrinas en su vertiginoso zigzag.

—La hacienda se divide en tres zonas —explicó Isómaco al esclavo cuando alcanzaron la cima del montículo—. Esta es la parte oriental, la más extensa, y en ella cultivamos trigo y cebada. La parcela que ves a tu izquierda la compré hace seis o siete años y decidí dedicarla a la vid: no es conveniente depender de un solo producto ni percibir todos los ingresos en la misma época del año. Al fondo, sobre la falda de la montaña, se encuentra el viejo olivar. Y ese río que ves discurrir allí abajo es el sagrado Cefiso; ahora mismo lleva bastante agua por las lluvias caídas durante las últimas semanas.

—Es una hacienda preciosa y enorme —exclamó Neleo, visiblemente sorprendido.

—Bella sí es, sobre todo en esta época del año —contestó Isómaco—. Pero no es tan grande como dices. Hay varias fincas más extensas alrededor nuestro. Ésta tiene el tamaño justo para llevarla adelante entre los esclavos y yo, para ser autosuficientes y poder ahorrar algo de dinero al cabo del año.

Mi padre era un hombre muy aficionado a los mitos de la tradición aquea, por lo que en aquel momento, a la vista del río Cefiso y de las numerosas flores que salpicaban el campo, recordó en voz alta el mito de Narciso. Se trata de una bella historia que aprendí de pequeño y que narra cómo el Cefiso, que es un dios fluvial tremendamente caprichoso, rodeó con los remolinos de su corriente a una hermosa ninfa que se estaba bañando y la violó. De esta unión nació Narciso, un muchacho que se sentía orgulloso de su propia belleza y que rechazaba con crueldad a sus numerosos pretendientes. Un día, Narciso estaba cazando ciervos y llegó a la ribera del Cefiso, río que era su progenitor. Se tendió sobre la hierba que crecía junto a su orilla y, cuando se inclinó para beber en él y aliviar así su sed, miró el reflejo y se sorprendió con la visión de su propia imagen. Permaneció embelesado hora tras hora, contemplándose extasiado en la superficie del agua. De esta manera, enamorado de sí mismo, su aflicción comenzó a destruirle, puesto que no podía resistir el hecho de poseer y no poseer al mismo tiempo, de gustarse tanto y no poder amar porque era él mismo el poseedor de tal perfección. Por lo menos, se consolaba pensando que su otro yo le sería siempre fiel pasase lo que pasase. Pero este consuelo no fue suficiente y después de varios días, completamente exhausto y desesperado, aquella cruel combinación de amor y desamor le hizo sacar su daga y, sin dejar de mirarse, clavársela en el corazón. Su sangre empapó la tierra y de ella nació una preciosa flor amarilla con el corolario rojo que, desde entonces, llevaría para siempre su nombre.

Los cuatro jinetes descendieron del montículo, se dirigieron hacia el río y tomaron un camino que discurría paralelo a él. Los chopos y los arbustos no permitían acceder a su cauce, así que continuaron avanzando hasta alcanzar un sendero que conducía en perpendicular hasta él. Al llegar a la orilla, permitieron que los caballos se acercaran y bebieran. Una pareja de martines pescadores se escondieron en la vegetación asustados por el ruido, mientras en la otra orilla una lavandera saltaba de piedra en piedra persiguiendo una libélula.

Saciados los caballos, ambos amigos y los esclavos retomaron el camino, que tras varios desvíos les condujo directamente hasta los trigales. Éstos se asentaban sobre unas parcelas salpicadas de olmos y cipreses, parcelas cuyas caprichosas formas morían al toparse con las primeras montañas del Pentélico. Sobre los campos yacía desperdigado el forraje a la espera de ser recogido y trasladado al pajar.

—Debes aprender todo lo posible sobre las faenas de la hacienda —comentó Isómaco a Neleo—, pues cuando sea necesario dejarás tu trabajo como pedagogo y ayudarás en el campo.

—Me gustará tanto como enseñar a tu hijo —señaló el esclavo.

—Eso espero —contestó Isómaco, dirigiendo su mirada hacia sus tierras—. Esta es la parte más extensa de la hacienda. El Ática es deficitaria en cereales y debe importar grandes cantidades de Sicilia y Egipto, así que todo el trigo que producimos lo vendemos a buen precio.

Neleo observaba todo con interés. Como hombre conocedor de la agricultura, supo apreciar el trabajo y el empeño empleados en aquellos campos.

Harmodio, por su parte, parecía mirar a Neleo con desconfianza. El viejo esclavo no realizaba ningún esfuerzo por ocultar el disgusto que le produjo su llegada. Él, que había nacido en el seno de nuestra familia puesto que sus padres ya pertenecían a mi abuelo, nunca hubiera aceptado cenar en la misma mesa que sus amos. Y aunque sabía que la invitación de la noche anterior se debía a la voluntad de mi padre y de Alceo de obtener información fidedigna sobre la batalla de Corcira, pensaba que aquello constituía un gesto inapropiado. Harmodio era el capataz de la hacienda y, como tal, se tenía como el primero entre los esclavos. Siempre fue un hombre muy fiel y estricto con su trabajo, y por ello le desagradó encontrarse con un esclavo recién llegado que recibía un trato tan improcedente.

—Harmodio será quien te enseñe el funcionamiento de la hacienda —dijo Isómaco a Neleo mientras el capataz asentía levemente—. Es importante que te instruya adecuadamente, pues las fechas y los métodos difieren de los del Peloponeso. En el Ática, cuando empieza a despuntar la primavera, se practica el arrastre con el arado y se completa con el pico y el almocafre. Se trata de penetrar en la tierra lo máximo posible, desmenuzarla y dejarla bien mullida. En definitiva, sacarla del fondo a la superficie, envolver la parte cansada con aquélla que está más holgada y cargada de jugos. Supongo que en la tierra que tú cultivabas bastaría una simple pasada del arado.

—Normalmente sí —contestó Neleo.

—Estos campos, sin embargo, precisan mayores cuidados —explicó Isómaco—. Son tierras más débiles y ligeras, que necesitan estar muy removidas para que penetre bien el rocío, el aire y el sol. Después de este proceso, ya sólo resta sembrar y esperar que la primavera nos obsequie con agua suficiente.

Examinados los trigales, los cuatro continuaron cabalgando con lentitud, disfrutando de las caricias que les brindaba aquella naturaleza en todo su esplendor. Pronto llegaron a los viñedos, descabalgaron y se acercaron a la primera fila de cepas. Allí descubrieron un gavilán que sostenía en sus garras una calandria y comía desconfiadamente ocultando su trofeo con un ala extendida.

—Este es el cultivo que menos trabajo exige y que más satisfacciones me otorga —comentó Isómaco—. El clima y el terreno son muy apropiados, y producimos un vino tan magnífico como los de Lesbos o Chipre.

—Sí, anoche pude comprobarlo… —corroboró Neleo.

—En estas parcelas se necesita arar la tierra en otoño y en primavera —continuó explicando Isómaco—. Cerca de las cepas, donde no alcanza el arado, se debe completar con la azada. Y, por supuesto, esperar que no granice en verano ni hiele durante el invierno.

—¿Qué es esa mancha blanca en la base de las cepas? —preguntó Neleo.

—Es una lechada de cal que damos en otoño y en primavera —contestó Harmodio con cierta desgana—. Sirve para evitar las heladas.

—La cal es un aislante que rechaza el calor durante el día y el frío por la noche —intervino Isómaco—. Aminora, por tanto, los contrastes que sufre la planta.

Los cuatro jinetes se dirigieron entonces hacia el camino que conducía a las laderas del Pentélico. La primera de las grandes montañas que lindaban con el olivar pertenecía también a nuestra hacienda, y estaba cubierta por un denso encinar que crecía sobre una pronunciada pendiente. Mi abuelo había ordenado construir a los pies de esa montaña unos bancales escalonados en los que plantó cien olivos que con el tiempo se convertirían en bellos y majestuosos ejemplares.

Cuando alcanzaron el bancal más elevado, Neleo pudo admirar la magnífica vista que se divisaba desde ese punto. Un paisaje tan imponente que aún hoy soy capaz de contemplar sólo con cerrar los ojos. Allá debajo se extendía la llanura del Ática, irregularmente parcelada y salpicada de manchas boscosas, de aldeas, de casas y de campos de mil colores. Al fondo se distinguía difusamente la ciudad de Atenas coronada por su Acrópolis y, detrás de nosotros, las escarpadas montañas pobladas de encinas guardaban nuestras espaldas. Montañas a las que todos en mi familia respetábamos, puesto que en su seno acechaban el lobo y el oso, a la vez que les profesábamos verdadero amor, no sólo por proporcionarnos abundante agua, madera para la construcción y leña para cocinar y calentarnos, sino también por la admirable belleza que concedían a nuestro entorno.

Neleo observó a continuación aquellos magníficos olivos, sanos y mimados. Se fijó en la tierra, arada superficialmente para no dañar las raíces, y en las ramas de los árboles, perfectamente podadas.

—Estos olivos constituyen un orgullo para toda la familia —dijo Isómaco—. Mi padre participó en las batallas de Maratón y de Platea. Tras la derrota de los persas recibió su parte del botín, y con ese dinero construyó estos bancales y plantó los árboles. Él siempre decía que poseer buenos olivos significa una renta segura para toda la vida.

En efecto, la parte más importante de la hacienda era el olivar. Éste nos proporcionaba aceite para la cocina, combustible para alimentar las lámparas y pasta para fabricar jabón. La mayor parte del aceite se vendía a un mayorista, constituyendo un ingreso esencial para la familia. Pero, además, el olivar representaba un símbolo de prosperidad para todos nosotros. Cada vez que Atenas ha sido atacada a lo largo de su historia, los invasores se dedicaron a talar el mayor número de olivos que les resultó posible, causando así un daño grave y duradero a nuestra polis. Por ello, mi padre nos solía recordar que nuestra generación era muy afortunada al ser una de las pocas que había podido contemplar los campos del Ática cubiertos por olivos adultos.

Finalizada la visita a la hacienda, mi padre, Alceo y los dos esclavos cabalgaron de vuelta a casa. Cuando llegaron ya era media tarde y se encontraban hambrientos. Mientras dejaron los caballos y se lavaron, las esclavas sacaron a la mesa del jardín una jarra de vino y algo de comer. Neleo hizo ademán de retirarse con los demás esclavos, pero Isómaco le indicó que se quedara con ellos, pues yo estaba a punto de llegar y quería darnos algunas instrucciones a ambos. Harmodio, por su parte, se adentró en la casa en silencio.

Mi padre, Alceo y Neleo se sentaron en la mesa y disfrutaron de aquel almuerzo frugal. Posteriormente, mientras esperaban a que yo regresara, charlaron y se distrajeron mirando cómo jugaban dos ginetas de pelaje pajizo y moteado que habían construido su madriguera en uno de los almacenes de la hacienda. A esa hora de la tarde solían salir al jardín y corretear alegremente entre nuestros pies. Guardábamos mucho aprecio a esos animalillos, pues además de hacernos compañía limpiaban la casa de ratones.

Al cabo de un rato aparecí por el caminal acompañado de Laso, mi ayo, quien conducía el carro con el que regresábamos de la escuela. Al llegar bajé de un salto, saludé a mi padre y a Alceo y me senté con ellos a la mesa.

Isómaco ordenó a Laso que se acercara y le comunicó que ya no trabajaría más como pedagogo porque a partir del día siguiente continuaría Neleo en su lugar. Laso no dijo nada, pero su rostro expresó sorpresa y desagrado por la noticia. Era un hombre muy áspero, extremadamente reservado y meditabundo. Asintió con un leve gesto y tiró de las riendas del caballo para conducirlo a las cuadras.

Yo me quedé observando al nuevo esclavo. Al enterarme de la función que iba a desempeñar le miré de forma totalmente distinta al día anterior.

—¿Otro ayo, padre? —exclamé—. Pero si ya he tenido muchos…

—Éste te gustará, Ión —contestó Isómaco—. Es necesario un cambio para que puedas seguir evolucionando. Neleo es un hombre culto y afable, estoy seguro de que te encontrarás a gusto con él. Ya tienes catorce años, y la escuela te va a resultar cada vez más difícil. Él te ayudará en lo que necesites y tú le obedecerás y te esforzarás al máximo por aprender todo lo que sabe, ¿de acuerdo?

—Sí, padre —le contesté con cierta desconfianza.

—En cuanto a ti, Neleo —continuó Isómaco—, llevarás en carro a Ión cada mañana hasta la escuela, en Kefisia. Cargaréis las tablillas de cera para escribir, el estilete, los libros, la flauta, la cítara y todo lo que deba llevarse. Cuando él comience las clases, tú esperarás en una estancia junto a los demás pedagogos, y si el maestro no requiere tu colaboración realizarás en la villa aquellos recados que Leucipe te haya ordenado. Al atardecer volveréis a casa y ambos repasaréis las lecciones del día. Explicarás a Ión todos los conceptos que no domine. Deberás, sobre todo, procurarle una formación humana e intelectual lo más completa posible. Espero que seas capaz de cumplir tu función.

—Gracias por tu confianza, amo —dijo Neleo.

—De todas formas —puntualizó Isómaco—, en ocasiones intervendré en vuestras lecciones y supervisaré tus métodos.

—¿Me encargaré sólo de la educación de Iónides, o también de la de tu hija pequeña? —preguntó el esclavo.

—Por ahora, sólo instruirás a Ión —contestó Isómaco—. No hay donde educar a las niñas en Kefisia. Frime pasa casi todo el día en el gineceo junto a su madre y las esclavas, y en ocasiones se reúne con algunas de sus amigas para jugar. Allí aprende a leer y escribir, siendo mi esposa quien dirige tanto sus enseñanzas como sus juegos. De todas maneras, si alguna vez lo estimamos conveniente, también le impartirás lecciones a ella. Hazla llamar, pues quiero que te conozca.

Neleo se levantó y entró en casa. Al poco rato, apareció junto a mi madre y una esclava que llevaba a mi hermana en brazos.

—Ven aquí, preciosa —dijo Alceo, cogiendo a la niña y sentándola sobre sus piernas—. ¿Cómo te encuentras?

—No demasiado bien, hoy las lecciones han sido muy aburridas —contestó Frime, mostrando su dentadura mellada a través de su hermosa sonrisa.

—Pero yo sé que te lo pasas muy bien junto a tus amigas: a veces oigo cómo cantáis y reís —continuó Alceo.

—Sólo a veces —dijo Frime—, pero normalmente estoy muy sola. Yo quiero ver a mis amigas cada día, como hace Ión.

—A mí me gustaría mucho jugar contigo —afirmó Alceo—. ¿Me invitarás un día? Conozco cientos de adivinanzas que nunca resolverías.

—De acuerdo, pero a cambio me tienes que ayudar con una… Dime, ¿por qué existen las estaciones?

—¿Cómo dices? —preguntó Alceo, extrañado.

—Sí, ¿por qué cada año tiene cuatro estaciones? Hoy me lo ha preguntado mi maestra y no he sabido contestarle.

—No es fácil de explicar, pero lo intentaré —dijo Alceo, pensativo, mientras mi padre y yo nos reíamos de él, imprevistamente en apuros—. Vamos a ver… Bien. Tú sabes que Deméter es la diosa de la siembra y de la fertilidad de los campos.

—Sí —contestó Frime.

—Y sabes que es soltera, ¿no?

—También; nunca quiso tener marido —afirmó ella, muy segura.

—Pues resulta que cuando era joven engendró una niña fruto de su relación con Zeus.

—¿Con Zeus? —preguntó Frime con gesto de extrañeza—. ¡Pero si son hermanos! ¿Cómo puede tener una hija con su hermano?

—Bueno… —contestó Alceo, dubitativo—, ya sabes que los dioses a veces hacen cosas raras, difíciles de explicar… El caso es que su hija nació, le llamaron Perséfone y cuando creció se convirtió en una mujer muy bella. Tanto que el dios Hades la descubrió desde su trono situado en las entrañas de la tierra y se enamoró perdidamente, así que pidió permiso a Zeus para casarse con ella.

—¡Pero si es su sobrina! —replicó Frime, refiriéndose a que Zeus y Hades son hermanos.

—Sí, pero eso a Hades no le importaba. Él es mayor que Zeus, y éste, por miedo a él, no supo decirle que no. Sin embargo, Zeus era consciente de que Deméter no le perdonaría jamás que su hija Perséfone fuera llevada al reino de Hades. Por ello, su contestación fue que no daría ni negaría su consentimiento a este matrimonio. Así que Hades, ofendido por la postura de Zeus, raptó a la muchacha mientras ésta estaba recogiendo flores en una pradera del bosque de Colono.

—¡Qué malvado! —contestó Frime, completamente indignada.

—Deméter buscó a su hija —continuó Alceo, animado por el interés que mostraba la niña— durante nueve días y nueve noches sin comer, beber, ni descansar.

—Pero eso es imposible.

—Frime, recuerda que es una diosa. Y no me interrumpas más —le replicó Alceo—. Deméter, desesperada, visitó al dios Helio, el que todo lo ve, y éste le contó que Hades había raptado a Perséfone con la connivencia de Zeus. La diosa se enfadó tanto que en vez de regresar al Olimpo se dedicó a recorrer la tierra, dejando estéril los lugares por los que pasaba. Al cabo de un tiempo el hambre y la enfermedad invadieron todas las regiones del mundo, de manera que la raza humana corría peligro de extinguirse. Zeus ofreció a Deméter toda clase de regalos y promesas, pero ella los rechazó y juró que la tierra seguiría estéril hasta que Perséfone le fuera devuelta.

—Yo sé que mi madre haría lo mismo por mí —comentó Frime.

—A la vista de aquello, Zeus amenazó a Hades y le ordenó que liberara a Perséfone de inmediato. Hades, viendo la violencia que empleó su hermano, aceptó liberar a la muchacha con la única condición de que ésta no hubiera probado la comida de los muertos.

—¿Qué es la comida de los muertos? —preguntó mi hermana, muy intrigada.

—Cualquier alimento que comas en el reino de Hades. Si lo haces, ingieres la muerte y debes permanecer allí para siempre. Pero como Perséfone se había negado a comer ni siquiera un mendrugo de pan desde su rapto, el dios malvado no tuvo más remedio que acercarse amablemente y decirle: «Hija mía, pareces desdichada aquí, en el reino de los muertos, y tu madre no cesa de llorarte. Por tanto, he decidido enviarte a tu hogar». Así, llena de felicidad, Perséfone subió al carro de Hermes para volver a casa junto a su madre. Sin embargo, cuando ya partían hacia la superficie, un jardinero de Hades se acercó corriendo, asegurando que había visto a Perséfone comer una granada. El dios sonrió sarcásticamente al escuchar aquella acusación y obligó a la muchacha a bajarse del carro.

—¿Cómo se puede ser tan malvado? —volvió a preguntar Frime, cada vez más indignada.

—Sé buena en esta vida y nunca tendrás problemas con él —afirmó Alceo—. Deméter, al enterarse de lo de la granada de su hija, quedó aún más desolada y prometió no volver jamás al Olimpo ni anular su maldición sobre la tierra. Por ello, Zeus le suplicó humildemente que llegara a un pacto con Hades. Después de varias semanas de conversaciones, durante las cuales la sequía y las plagas continuaron extendiéndose por todas las regiones del mundo, se llegó al acuerdo de que Perséfone pasaría tres meses al año en las profundidades de la tierra y que los otros nueve los pasaría junto a Deméter.

Frime se quedó mirando a Alceo, muy pensativa.

—Entonces —razonó—, los meses que Perséfone pasa con Hades son los del invierno, porque Deméter está apenada y la tierra pierde su fertilidad. Cuando la madre y la hija vuelven a estar juntas, todo vuelve a ser alegre y aparecen los frutos. Y cuando se acerca la hora de que Perséfone se tenga que volver a marchar, Deméter empieza a sentirse triste otra vez y llega el otoño. ¿Es así?

* * *

Más tarde, cuando la esclava se llevó de nuevo a mi hermana al gineceo, mis padres, Alceo y yo permanecimos charlando un rato más en la mesa del jardín. En el momento en que Neleo estaba recogiendo los restos del almuerzo y Alceo se disponía a marchar a la ciudad, apareció súbitamente desde la parte posterior de la casa una misteriosa figura que corría de forma errante. Al ver que se trataba de Harmodio regresando de trabajar en los establos, continuamos la conversación sin más. Pero cuando el esclavo se detuvo delante de nosotros, todos nos conmovimos al descubrir el aspecto que presentaba: su torso estaba manchado de sangre, la cara aparecía surcada por goterones de sudor, los ojos fuera de sus órbitas y el cuerpo entero agitado por un violento temblor.

—¿Qué es lo que te ocurre, Harmodio? —gritó mi padre, poniéndose de pie y mostrando su inquietud.

—Amo, debo… debo advertirte de algo terrible —contestó el viejo esclavo entre farfullas.

—¡Habla!

—El esclavo que adquiriste ayer es… es un ser maldito —espetó Harmodio—. Debes deshacerte de él antes de que sea demasiado tarde.

—¿Has perdido el juicio? —replicó Isómaco agriamente—. Explícate de inmediato.

—Señor, acabo de presenciar algo sobrenatural, algo imposible de imaginar. No hay duda de que se trata de un mensaje de los dioses. Intentaré contarlo lo mejor que pueda… —mientras hablaba, Harmodio miraba nerviosamente hacia todos los lados, como temeroso de que se le apareciera de nuevo algo extraño—. Al regresar de nuestro paseo a caballo comprobé que escaseaba la carne en la despensa, por lo que me dirigí al establo para matar un animal. Al entrar me llamó la atención que el rebaño parecía algo alterado, pero no le otorgué mayor importancia. Elegí un carnero, lo aparté y lo conduje a un corral vacío. Preparé los utensilios, lo inmovilicé y, en el justo instante en que mi cuchillo penetró en su carne, el carnero emitió un grito humano, un quejido similar al de un hombre adulto. Entonces se revolvió, se giró hacia mí y levantó sus patas delanteras hasta apoyarlas en mi pecho. Me miró fijamente, como queriéndome mostrar que en su interior habitaba un ser inteligente, y vertió sobre mí una indescriptible expresión de odio que bloqueó mi cuerpo y mi mente. Después de hipnotizarme con su mirada, el animal pronunció varias palabras con voz grave y potente, de las cuales solamente pude entender dos. Me dirigió una mueca desgarradora y, cuando estaba convencido de que me iba a matar a dentelladas, el carnero se desplomó sobre mis pies.

Mis padres, Alceo y yo permanecimos unos instantes sin saber qué decir. La narración del esclavo estaba dotada de tanta fuerza que resultaba difícil dudar de su veracidad.

—Dime, ¿cuáles son esas dos palabras que conseguiste comprender? —preguntó Isómaco.

—Horror y Neleo —contestó el viejo, marcando ambas palabras.

Neleo reaccionó dando unos pasos hacia atrás y ocultando su rostro con las manos.

—Lo que acabo de presenciar tiene una sola explicación —continuó Harmodio, señalando a Neleo—. El espíritu de ese hombre es portador de una maldición tan terrible que el mismo Zeus ha querido enviarnos una advertencia, utilizando para ello el cuerpo del carnero que acabo de sacrificar. Amo, deberías dar muerte de inmediato a tu nuevo esclavo si no deseas que los dioses provoquen la ruina de tu familia…

Aquella situación tensa y desagradable provocó un largo silencio durante el cual mi madre, Alceo y yo nos quedamos observando a mi padre, expectantes por conocer cuál iba a ser su reacción. Neleo continuaba unos pasos por detrás, sin levantar la mirada y presa de su desolación.

—Harmodio, te prohíbo que vuelvas a mencionar jamás este incidente —contestó por fin Isómaco—. Si cuentas a cualquier persona algo acerca de este episodio, te castigaré con la mayor severidad. Debes convencerte de que lo que has presenciado no es más que una alucinación. Y ahora, retírate de mi vista.