El esclavo
El esclavo preferido de mi padre había sido asesinado. Le mataron en lo más profundo de un bosque cercano a nuestra casa. Estaba solo e indefenso, y una terrible tormenta azotaba la noche. La mañana siguiente a su desaparición, el resto de sus esclavos comenzaron un fatigoso y concienzudo rastreo en busca de alguna pista que ayudara a esclarecer lo ocurrido. Después de dedicar cuatro días a batir los caminos, las granjas y los bosques circundantes, cuando se daba por seguro que aquel extenuante esfuerzo iba a resultar improductivo, uno de los rastreadores averiguó el lugar donde se había perpetrado el crimen al descubrir unas muescas y diversas señales marcadas al pie de una vieja encina. Sin embargo, el cadáver del esclavo continuaba sin aparecer.
Mis padres, mi hermana y yo vivíamos en una magnífica hacienda situada en el demo de Kefisia, a unos cien estadios al norte de Atenas. La vida de mi familia había transcurrido hasta entonces armónicamente, en consonancia con la paz que se respiraba en nuestra querida ciudad y con la estabilidad que los atenienses habíamos disfrutado durante un largo y fructífero período.
El esclavo asesinado era un joven llamado Neleo, y desde la noche de aquel crimen nuestras vidas cambiarían radicalmente.
* * *
Isómaco, mi padre, era alto y robusto, y su afición por el manejo de la espada y la gimnasia confería a su cuerpo una fuerza y elasticidad admirables. Su barba, perfectamente recortada y moteada por unas incipientes canas, cercaba su cara alargada, su nariz aguileña y sus ojos de color negro azabache. Todos los días de mi vida le he tenido presente. Cada vez que le recuerdo, la imagen que ilumina mi mente es la de un hombre equilibrado, sereno y dotado de un gran sentido del humor. A pesar de que las circunstancias que debió afrontar en la última etapa de su vida no le permitieron gozar de ella en su plenitud, mi padre nunca perdió ni un ápice de su entereza y de su dignidad.
Había adquirido a Neleo la primavera anterior, medio año antes de que éste muriera asesinado. Recuerdo perfectamente la tarde en que el esclavo llegó a la hacienda por primera vez, caminando cansinamente junto a la grupa del caballo de mi padre. Divisé a lo lejos las figuras de ambos y salí corriendo por el caminal que conducía hasta la casa para recibirles. Mi padre estaba visiblemente satisfecho, pues había encontrado exactamente aquello que había ido a buscar. Durante el trayecto desde la ciudad mantuvo una breve pero grata conversación con el nuevo esclavo, tras la cual reforzó la buena impresión que éste le había causado cuando estaba expuesto en el mercado.
Yo era el primogénito de Isómaco y su único hijo varón, y todos me llamaban Ión. Había cumplido catorce años el último invierno, y, puesto que podía permitírselo, mi padre quiso para mí un esclavo pedagogo realmente culto que dirigiera mis pasos: constituía para él una cuestión primordial cerciorarse de que yo recibía una educación lo más completa posible.
Mi padre había recibido la noticia de que aquel día arribaría al puerto del Pireo una remesa de esclavos, prisioneros de la reciente batalla que se había librado en la isla de Corcira, de modo que al amanecer partió a caballo hacia Atenas. En realidad, albergaba escasas esperanzas. Llevaba bastante tiempo buscando un educador para mí y consideraba muy improbable que fuera a encontrar algo interesante entre un grupo de esclavos espartanos. Sin embargo, debía agotar todas las posibilidades puesto que mi ayo tenía ya poco que enseñarme. Al mediodía llegó a la plaza en la que se habían instalado los mercaderes, quienes se abalanzaron sobre él para contarle las excelencias de su mercancía. Según acostumbraba, extendió sus brazos para quitárselos de encima y les dijo con firmeza que buscaría por sí mismo.
Recorrió una a una las filas que formaban los esclavos. Todos posaban desnudos y untados con abundante aceite para resaltar sus cuerpos y disimular su suciedad. Se acercó a ellos, los miró de cerca y exploró a algunos con preguntas. Casi todos eran jóvenes mesenios capturados por los espartanos para ser utilizados como remeros en la guerra. Ninguno parecía poseer nada de valor sobre sus hombros aparentemente forjados por años de severas penalidades. Uno de los últimos a los que mi padre interrogó fue Neleo. Le llamó la atención su altura y su fortaleza, pero, sobre todo, el hecho de que estuviera totalmente abstraído en sus pensamientos. Más tarde conocería que esa abstracción era el signo visible del tremendo hastío que imperaba en su interior. Mi padre apartó unos pasos al esclavo y mantuvo una breve conversación con él. Le formuló varias preguntas sobre historia y geografía que éste contestó correctamente y sin dudar. Le preguntó qué más sabía, y el esclavo recitó el inicio de varios pasajes de la Ilíada con desgana pero con una fluidez formidable. Quedó tan asombrado que se dirigió de inmediato al mercader, regateó sin mostrar verdadero interés hacia el esclavo, y se lo llevó por tan sólo cien dracmas.
Cuando les alcancé en el caminal, mi padre me saludó con una amplia sonrisa. Desde allí pudimos adivinar cómo mi madre, mi hermana y algunos de nuestros once esclavos se disponían a recibirle en la puerta de casa. Habían divisado que una persona llegaba caminando junto a su caballo y estaban ansiosos por conocer al que probablemente se convertiría en un nuevo miembro de la comunidad. Mi padre me presentó ahí mismo a mi nuevo ayo, aunque éste apenas reparó en mí. Por el contrario, observaba con la máxima atención cada uno de los detalles de la hacienda, el lugar donde probablemente iba a trabajar y vivir durante el resto de su vida.
Al llegar, todos miraron con curiosidad al esclavo. Tenía buen aspecto. Rondaría los veinte años y era alto, sano y fuerte, aunque el hambre y los padecimientos sufridos en la batalla de Corcira indudablemente le habían hecho perder bastante peso. Leagro, nuestro esclavo más viejo, se hizo cargo del caballo de mi padre y lo condujo con celeridad a las caballerizas, situadas en la parte trasera de la casa, más allá del pozo. Mi madre, Leucipe, se acercó al recién llegado, le dirigió un saludo y le preguntó su nombre.
—Mi nombre es Neleo, señora —contestó él con un grave acento dorio desconocido para nosotros.
—Sígueme, esclavo; debo ser yo quien te conduzca a tu aposento.
Neleo traspasó la puerta detrás de mi madre. Recuerdo aquella casa como si la estuviera viendo ahora mismo, tal es el cariño que le guardo. Aunque fue construida con austeridad por mi abuelo Iónides, mi padre realizó diversas ampliaciones y mejoras hasta convertirla en un hogar espacioso y cómodo. Leucipe y el esclavo penetraron en el vestíbulo, que comunicaba por la izquierda con la despensa principal y por la derecha con unos baños embellecidos con vistosos mosaicos. Recorrieron el pasillo, oscuro y fresco, adornado a ambos lados por figuras de mármol y jarrones de mil colores, y llegaron hasta el patio interior. Éste era amplio y elegante, circundado por bellas columnas y presidido por una gran estatua de Atenea, la diosa protectora de nuestro hogar, a cuyos pies descansaba el altar de la casa y el fuego sagrado. Una fuente con forma de tritón ocupaba la parte central del patio, inundando el ambiente con su sonido monótono y tranquilizador. Rodeando la fuente, un estanque repleto de pececillos mostraba el ondulante reflejo de las columnas que cerraban el patio. La superficie del agua capturaba la luz y los colores del cielo, transformando a lo largo del día la apariencia del estanque y del patio. En aquellos momentos, como cada atardecer, los tonos rosáceos se intercalaban sutilmente entre las columnas del ala derecha, creando una atmósfera acogedora y hermosa.
Las dependencias que comunicaban con el pasillo izquierdo del patio constituían el andrón, el lugar más atractivo de la casa y en el cual rara vez se me permitía entrar. En esas estancias mi padre se entregaba durante largas horas a la lectura y a la administración de la hacienda. Dentro del andrón destacaba el comedor de los convites, la más amplia y cómoda de todas las salas. Nueve triclinios, colocados tras sus correspondientes mesas, se hallaban repartidos junto a las paredes, que lucían llamativas pinturas que solían provocar la admiración de los invitados. Mi padre utilizaba ese comedor cada vez que se presentaba la ocasión de compartir un banquete con sus amigos más íntimos y, algunas veces, con personajes ilustres que venían desde Atenas. Cuando yo era pequeño creía que el único objetivo de aquellas reuniones consistía en emborracharse y divertirse, pero se trataba de mucho más que eso. Beber mientras se dialogaba sobre los grandes temas de la filosofía y de la política implicaba también aprender, contrastar criterios y ponerse al día de las nuevas corrientes; en definitiva, estar al tanto de lo que sucedía por entonces en Atenas y en la Hélade, acontecimientos que estaban conformando el que sería el período más rico y a la vez más crítico de nuestra historia.
Rodeando el patio, y a espaldas de la estatua de Atenea, ambos pasillos conducían al gineceo. En sus dependencias pasaban casi todo el día mi madre, las esclavas y Frime, mi hermana pequeña. Nunca he sabido con exactitud qué hacían allí las mujeres durante tantas horas, pero me imagino que charlarían sobre toda clase de asuntos mientras realizaban sus labores y supervisaban los juegos y las lecciones de mi hermana.
Mi madre y Neleo pasaron de largo junto al gineceo y subieron la escalera hasta el piso superior. Allí Leucipe mostró al esclavo cuál sería su aposento. Como el resto de las estancias de los sirvientes, era sencillo pero digno.
—Lo compartirás con Leagro y Harmodio. Durante el día no debes entrar en él a no ser que necesites alguna de tus pertenencias personales. El catre del rincón es para ti; espero que te resulte cómodo.
—Gracias, señora —dijo Neleo.
—Ahora cámbiate de ropa, y cuando bajes celebraremos una breve ceremonia que dispensamos a todo el que se incorpora a esta casa.
Mi madre se retiró cerrando tras de sí la puerta y el esclavo obedeció mientras intentaba liberar su mente del aturdimiento que le invadía. Más tarde conoceríamos cuántos temores albergaba al llegar a Atenas, los intensos padecimientos que había sufrido y cuánto tiempo hacía que nadie le dirigía una sola palabra amable. Se lavó a conciencia en una pila con agua, especialmente las llagas que poblaban sus muñecas a causa de las sogas que le habían estado aprisionando, y debió de preguntarse si por primera vez en su vida iba a ser capaz de esquivar la desgracia. A continuación, se secó enérgicamente y recordó lo que era vestirse con una túnica limpia. Se trataba de una exómida corta similar a la del resto de los esclavos de la hacienda que alguien había dejado sobre su catre junto a unas sandalias de suela de cuero. Su nueva situación le producía una profunda desconfianza. Miró hacia la ventana de su aposento y valoró la posibilidad de descolgarse por ella y huir. Sin embargo, después de unos instantes de duda acabó desestimando la idea; sus nuevos dueños no tenían aspecto de castigar a sus esclavos con especial crudeza, y pensó que estaría mejor junto a esa familia que vagando como un fugitivo. Además, si en el futuro cambiaba de opinión, probablemente encontraría ocasiones para escapar, pues no parecía que la vigilancia a la que se iba a ver sometido fuera a ser demasiado estrecha.
Finalmente, Neleo salió de su aposento y bajó con lentitud las escaleras. Cuando mi madre le vio llegar le ordenó que esperara junto al altar. Convocó a la familia y a los demás esclavos y, una vez hubimos acudido al patio, dijo al recién llegado que se acercara a la estatua de la diosa Atenea. Le indicó entonces que inclinara la cabeza y colocó sobre ella diversos trozos de higos, nueces y golosinas.
—Desde hoy, esclavo —proclamó—, serás parte integrante de esta hacienda, respetarás a nuestros dioses y servirás a nuestra familia hasta el día de tu muerte. Sé bienvenido.
Neleo hizo un leve gesto de agradecimiento. Mi padre le extrajo los trozos de fruta que tenía enredados en el pelo y a continuación le presentó uno a uno el resto de los esclavos. Cuando hubo finalizado el rito, le habló en voz alta para que todos le escucharan.
—Las relaciones entre los miembros de mi familia y mis esclavos se basan en el respeto y en la lealtad. Cumple día a día con tus obligaciones y serás recompensado por ello. Pero debes saber que si en una sola ocasión dejas de hacerlo, serás tratado implacablemente.
—Comprendido —respondió Neleo con expresión grave.
—Muy bien —exclamó Isómaco, dirigiéndose a los demás esclavos—, ya podéis continuar con vuestras tareas. Que alguien busque a Alceo y le diga que vamos a cenar.
Los esclavos por un lado, y las esclavas por otro, fueron saliendo ordenadamente del patio. Al rato apareció Alceo, quien había estado leyendo junto a la chimenea de la sala de lectura. Alceo siempre fue el mejor amigo de mi padre, una persona muy querida en mi casa. Contaría con unos cuarenta años de edad; era un hombre de mediana estatura, complexión fuerte y cabello ondulado. Cuidaba mucho su aspecto y vestía siempre con elegancia. Vivía en la ciudad, y en aquella ocasión, como en tantas otras, residía desde hacía unos cuantos días en la hacienda dedicándose a cazar durante el día en compañía de mi padre y a compartir banquetes con el resto de sus amigos por las noches.
Cuando Alceo se acercó, recién aseado y vestido con una impecable túnica granate, mi padre le presentó a Neleo, quien se inclinó respetuosamente ante él. El amigo de mi padre le devolvió el saludo con un leve gesto de la cabeza.
—Esclavo —dijo Isómaco volviéndose hacia Neleo—, esta noche cenarás con Alceo y conmigo en la estancia de convites. Tenemos interés en tratar contigo unos cuantos temas.
Neleo no pudo disimular su expresión de asombro, y por unos instantes permaneció cariacontecido y sin saber qué decir.
—Será… será para mí un honor, amo —contestó finalmente.
A mí me pareció que aquello no le gustó en absoluto. Me imagino que desconfiaría de aquel ofrecimiento, que debió pensar que cenar junto a sus amos era algo tan extraño que no podía acarrear nada bueno.
Dada su situación, las reticencias de Neleo eran lógicas. Incluso llegó a temer ser objeto de vejaciones. Sin embargo, aquella fue una invitación excepcional que mi padre y Alceo habían convenido en realizar para obtener del esclavo recién llegado información sobre los acontecimientos que nos conducían inexorablemente hacia la gran guerra. Se trataba de una oportunidad única, ya que Neleo había participado en la batalla de Corcira, y ellos estaban realmente preocupados desde hacía tiempo por conocer con precisión qué había ocurrido en ella.
Mi padre y Alceo habían debatido con anterioridad dónde resultaría más conveniente mantener esa conversación, si en un rincón de la casa o en torno a una mesa. Finalmente, mi padre convenció a su amigo de que la mejor manera de extraer al esclavo el máximo de información sería recluyéndose con él en la intimidad del andrón. Neleo no aparentaba su condición de esclavo, y si demostraba poseer la cultura que había vislumbrado en él podría resultarles de una gran ayuda.
La isla de Corcira era, en su origen, una colonia de Corinto, uno de los más enconados enemigos de Atenas. Sin embargo, con el paso de los años el ejército de Corcira logró formar una flota más poderosa que la de la propia Corinto. Debido a la confluencia de una serie de intereses contrapuestos, entre ellos el control de la ruta comercial hacia Italia y Sicilia, la tensión fue creciendo entre la colonia y su metrópoli, y por ello dos años atrás ambas acabaron enzarzadas en una terrible batalla en la que Corcira obtuvo una holgada victoria. Corinto era en aquella época aliada de Esparta, por lo que su humillación supuso un golpe muy duro para toda la liga espartana. Después de aquel episodio, Corinto se preparó intensamente para la venganza construyendo a toda prisa nuevos barcos. Esparta, por su lado, puso a su disposición cientos de soldados y remeros. Hacía unos pocos meses, viendo Corcira cómo se rearmaban los corintios e intuyendo el peligro que le acechaba, envió varios heraldos a la Asamblea de Atenas para solicitar la ayuda de la ciudad. Mi padre y su grupo participaron activamente en aquella sesión. La solución a la cuestión era muy difícil, por cuanto ayudar a Corcira en una batalla contra Corinto implicaba romper el tratado de paz que Atenas había firmado con la liga espartana. Sin embargo, no hacer nada equivalía a una derrota segura de Corcira, ya que la isla era independiente y no contaba con aliados, con lo que su poderosa flota pasaría a manos de Corinto, lo cual podía resultar extremadamente peligroso para Atenas y para toda la liga délica. La cuestión se debatió durante dos largas sesiones. Mi padre tomó la palabra y expuso ante la Asamblea la postura juiciosa y prudente que había consensuado su grupo. El partido oligárquico, por su parte, defendió lanzarse a la guerra contra Corinto cuanto antes. Finalmente, la cordura y la sabiduría de Pericles se impusieron a todos los demás razonamientos: se apoyaría a Corcira, decidió el estratego, pero sólo para defender la isla de un ataque de Corinto. De esa manera no se le dejaba a expensas del enemigo y, a la vez, se evitaba que nadie pudiera acusar a Atenas de infringir el pacto de no agresión firmado con la liga espartana.
Después de aquel intenso debate, las naves atenienses partieron hacia el mar Jónico para cumplir su misión defensiva. Habían pasado varias semanas desde entonces y se sabía que la batalla finalmente se desató y que se desarrolló con rapidez; se estimaba que pocos de los nuestros habían muerto, pero lo único que llegaba a la ciudad eran rumores y comentarios que no merecían credibilidad ninguna. Nadie tenía la más mínima certeza. De ahí la avidez que afloró en mi padre y en Alceo cuando comprendieron que Neleo, un tipo que parecía instruido y que había estado presente en la batalla, podía servir como una excepcional fuente de información.
Mi padre se despidió de Leucipe y de Frime con un beso y a continuación, ante mi insistencia, trató de hacerme comprender que aquel banquete no constituía una situación adecuada para mí. Yo me encontraba en un período difícil, pues hacía tiempo que había dejado de ser un niño pero aún no tenía edad para participar con plenitud en los asuntos de los adultos. Las conversaciones que se mantenían en esas tertulias me interesaban más que ninguna otra cosa en el mundo, a pesar de lo cual casi siempre se me impedía tajantemente el acceso. Aquella noche, antes de retirarme a mi habitación, deambulé por las proximidades del andrón con una inmensa inquietud, tratando por todos los medios de cazar alguna frase que me permitiera adivinar de qué hablaban mi padre y Alceo con el esclavo recién llegado. En aquel momento, como en tantos otros, habría dado cualquier cosa por traspasar la puerta que me separaba del mundo de los mayores.
Los tres comensales se descalzaron y entraron en la sala de banquetes, en cuya mesa central les esperaba la cena recién servida. Cada uno se sentó en un triclinio y a continuación se lavaron las manos en el aguamanil que les ofreció uno de los esclavos. Neleo quedó perplejo observando el banquete que se le brindaba. La mesa estaba repleta de cazuelas de verduras hervidas, sardinas fritas, atún y rodaballo marinados, anguilas, anchoas y cordero asado. Después de servir el excelente vino que se elaboraba en nuestra hacienda, amos y esclavo comenzaron a comer. Neleo tuvo que contener sus impulsos y actuar con calma, pues tenía un hambre feroz. Alceo y mi padre observaron los esfuerzos que realizó aquél para evitar comer con avidez, así como su cuerpo huesudo y sus manos encallecidas y agrietadas, fieles testimonios de las penalidades que debía de haber padecido.
Posteriormente se sirvió un caldo negro que contenía carne de cerdo, sangre y vinagre y, por último, un hígado de oca que se preparaba en la hacienda y que todos los invitados alababan con entusiasmo. Su elaboración era muy compleja. Durante semanas, se cebaba a la oca con higos, miel y vino hasta que su hígado se hipertrofiaba. Una vez muerta, la entraña del animal se preparaba con leche y miel, se partía en lonchas y se cocía en una cazuela junto con unas crestas de gallo. Aquello constituiría sin duda un placer inimaginable para alguien que había permanecido tanto tiempo sobreviviendo a base de cebollas, pan duro y pescado en salazón.
Una vez quedaron saciados, mi padre y Alceo se recostaron. Neleo, por su parte, permaneció sentado con extrema rigidez. Las esclavas retiraron la mesa, dejando únicamente las jarras de vino y de agua junto con la crátera para realizar la mezcla. En ese momento, Isómaco inició la conversación.
—Como sabrás, esclavo, nos encontramos en una situación muy difícil debido a la creciente tensión con Esparta. Las noticias que nos llegan sobre este asunto y sobre la batalla de Corcira son parciales, incompletas y a veces contradictorias. Por ello, queremos que, después de decirnos tu procedencia y cuál ha sido tu periplo hasta llegar aquí, nos cuentes qué es lo que ha ocurrido exactamente en Corcira.
El esclavo sintió un cierto alivio al conocer por fin el porqué de aquella intrigante invitación.
—Bueno… —Neleo dudó unos instantes antes de comenzar su relato. No en vano, aquella iba a ser la primera vez en su vida que otorgaba su confianza a alguien ajeno a su propia familia. Sin embargo, estimó que estaba en la obligación de obedecer a su nuevo amo y, por otra parte, sintió que no debía tener miedo de aquellos dos hombres—. Antes que nada, debo aclararos que, si bien nací en Esparta, yo no soy espartano. Procedo de una aldea de la vecina Mesenia, región que, como sabéis, fue invadida por Esparta hace más de trescientos años. Tampoco era propiamente un esclavo, sino un ilota. Mi pueblo fue reducido a la servidumbre tras ser derrotado, y desde entonces cada uno de nosotros pertenece a la polis de Esparta; ésta nos impone servir a sus ciudadanos y decide qué tierras debemos trabajar y en provecho de quién, dejándonos a nosotros lo justo para sobrevivir. Cada una de nuestras familias debe pagar a su señor una renta anual de cebada, vino y aceite, sin considerar si la diosa Deméter ha sido favorable o no a lo largo del año.
—Había oído hablar de la existencia de los ilotas —interrumpió Isómaco—, pero creía que su situación era parecida a la de unos arrendatarios más.
—No, en absoluto. No se nos considera propiamente como esclavos, pero nuestras condiciones de vida son peores que las de muchos de ellos. Yo vivía con mi madre, y ambos trabajábamos sin descanso para Esparta. Nuestros amos nos amenazaban gravemente cada vez que visitaban nuestra aldea y nos exigían lo imposible. Gracias al sometimiento de toda Mesenia, los ciudadanos espartanos mantienen sus necesidades cubiertas y pueden dedicarse por entero a la instrucción militar.
El esclavo se tomó un respiro y observó con discreción a mi padre y a Alceo. Volvió a dudar durante unos instantes y llegó a plantearse abandonar aquella conversación, pero decidió confiar en sus nuevos amos. Aunque la situación le resultaba extremadamente difícil, prefirió aceptar lo que parecía una mano tendida.
—La crueldad de los espartanos no termina ahí —continuó—. Una vez al año, los efebos que pretenden convertirse en soldados deben superar la prueba de la criptía. Se les deja solos y sin comida durante unos cuantos días con el único objetivo de que aprendan a sobrevivir y a matar. Así, escondidos en el bosque, acechan como fieras a la espera de una oportunidad para acabar con uno de nosotros. Desde hace muchas generaciones, todas nuestras familias lloran amargamente a algún familiar asesinado por jóvenes espartanos que realizaban su instrucción militar.
—¿Y tu familia? —preguntó Alceo.
—Hace tres años mataron a mi primo, el único amigo que poseía. Le sorprendieron trabajando en un pajar, de manera que entraron sigilosamente, le atacaron por la espalda y le degollaron con un cuchillo. Nosotros vivíamos en una aldea recóndita a los pies del monte Ithone, de manera que nos encontrábamos especialmente expuestos a las tropelías de los espartanos.
Neleo tragó saliva y agachó la cabeza, tratando de evitar que sus amos advirtieran el dolor que le embargaba.
Se hizo el silencio, y mi padre aprovechó la ocasión para mezclar más vino en la crátera y servirlo en las copas. Alceo decidió cambiar de tema. Su renuencia inicial a compartir mesa con un esclavo se iba desvaneciendo poco a poco.
A él también le estaba agradando el carácter de Neleo y su forma de expresarse.
—¿Cómo, a pesar de tu condición de ilota, conseguiste recibir una educación? —le preguntó.
—Con muchísima dificultad —contestó Neleo, tras sorber otro trago de vino—. Al contrario que aquí, en Mesenia casi todo el mundo vive en la más completa ignorancia, pues esa situación es la que más conviene a los espartanos para mantener su dominio. En cuanto éstos descubren que alguno de nosotros destaca por su inteligencia, por su cultura o por su retórica, lo eliminan de inmediato en prevención de que pueda encabezar una rebelión. De hecho, hace ya muchos años que no hay siquiera un amago de sublevación en la zona. En Mesenia no hay donde educar a los niños ilotas, sino que están obligados a participar en las labores agrícolas. Por supuesto, ningún sofista se atreve a acercarse por allí para vender sus enseñanzas. Sin embargo, mi madre era una mujer culta y fuerte. Con mucho esfuerzo y riesgo, consiguió reunir una pequeña biblioteca que escondió en el sótano de casa, y ahí, a la luz de las lámparas, nos enseñó a mi primo y a mí a leer y a escribir, a recitar los poemas de Homero y Hesíodo y a conocer en profundidad la filosofía, la política, la cosmología y la historia. Prefirió privarnos de horas de sueño a resignarse a vernos crecer esclavizados por dentro y por fuera, como animales de carga en manos de una polis sin escrúpulos.
—Por lo que veo, tu madre es una mujer excepcional —comentó Alceo.
—Lo es —contestó el esclavo, muy emocionado—. Gracias a su vitalidad y su templanza, consiguió sortear la miseria y las adversidades y sacar adelante a la familia. Todos los días sueño con volverla a ver.
—¿Nunca intentaste escapar? —preguntó Isómaco, asombrado por el relato.
—Sólo lo intentaban quienes buscaban una forma digna de suicidio —contestó Neleo—. Las fronteras de Mesenia están fuertemente vigiladas.
Mi padre y Alceo se miraron. Les resultaba deplorable el hecho de que Esparta siguiera esclavizando ciudadanos helenos en lugar de someter a pueblos bárbaros.
—¿Cómo acabaste enrolado en la batalla de Corcira? —preguntó Isómaco, encauzando el tema que más le importaba.
Al esclavo le brillaron los ojos cuando se dispuso a contestar.
—Un día se presentó un batallón de hoplitas espartanos en nuestra aldea y, sin mediar palabra, me capturaron y me llevaron para utilizarme como remero de la flota corintia.
—¿Por qué a ti?
—Simplemente, porque tenían órdenes de escoger a un varón de cada familia ilota y, tras la muerte de mi primo, yo era la única persona joven que quedaba en la aldea. Aún se me desgarra el corazón al recordar el llanto de mi madre mientras me maniataban a golpes y me llevaban secuestrado.
Neleo quedó en silencio unos instantes, pensativo.
—Continúa con tu narración —le instó Alceo.
—Todo fue muy rápido —prosiguió Neleo—. Me incluyeron en un grupo de varios cientos de ilotas que, como yo, habían sido capturados en la región, nos ataron formando una larga fila y cruzamos el Peloponeso a pie. Al cabo de ocho penosos días llegamos al puerto de Corinto, y en la madrugada siguiente partimos a bordo de sus nuevos buques de guerra. Era evidente que los corintios tenían mucha prisa. Asignaron a cada uno de nosotros un banco y un remo, los cuales actuarían durante aquellos días como los instrumentos de tortura más crueles. El trirreme en que me embarcaron tenía capacidad para ciento setenta remeros, y todos nosotros fuimos tratados como bestias; sin duda, aquellos fueron los peores días de mi vida. Al mando de la nave se encontraban un trierarca, un piloto, un contramaestre y algunos suboficiales, quienes durante todo el viaje se mostraron eufóricos y confiados en la victoria; no dudaban que lo mejor de la flota de la liga espartana fuera a imponerse esta vez a Corcira. Mientras tanto, diez soldados nos amenazaban sin descanso, fustigando a aquél de nosotros que bajara lo más mínimo el intenso ritmo de remada.
Las esclavas entraban constantemente en el salón, ofreciendo a los tres contertulios pasas, higos secos y pastas. Alceo ordenó a un esclavo que tocaba la cítara en un rincón que se retirase.
—Pese a que el mar estaba bastante agitado, tan sólo tardamos cuatro días en alcanzar Corcira —prosiguió Neleo—. Al llegar a la isla, los trirremes fondearon frente a su costa para pasar la noche a resguardo del viento del noroeste. Al día siguiente, poco después del amanecer, los barcos corcíreos zarparon desde su puerto y se lanzaron en nuestra búsqueda, y poco después las naves de ambos bandos se dispusieron frente a frente de forma desafiante. Según pude oír, los corintios contaban con unos ciento cincuenta barcos, y los corcíreos aproximadamente cien. Además, Atenas había enviado diez de sus naves para prestar apoyo a Corcira. Toda mi vida recordaré aquellos instantes: fueron momentos de indescriptible tensión en los que los ilotas nos lamentábamos en nuestros bancos ante la certeza de que íbamos a perder la vida luchando en el bando de la ciudad que odiábamos. Para mi desesperación, la voz de ataque se alzó desde ambos bandos y las líneas de los barcos se aproximaron a tanta velocidad que, en un abrir y cerrar de ojos, las galeras de ambas vanguardias chocaron violentamente. El resto de navíos se fueron enzarzando unos con otros, dando inicio a un combate despiadado y sangriento.
—¿Pudiste presenciar el desarrollo de la batalla desde tu puesto? —preguntó Alceo.
—Sí, mi banco se encontraba en la primera cubierta y no tenía nada que obstaculizara mi visión; lo que, por otra parte, provocaba que estuviera mucho más expuesto a las flechas enemigas que los remeros situados en las cubiertas inferiores. Los barcos de ambos bandos se congregaron de tal manera que sus remos chocaban entre sí, perdiendo algunos su capacidad de maniobra. De vez en cuando se oía un tremendo crujido, causado al incrustarse la proa de una nave en el costado de otra, y los hoplitas aprovechaban esos instantes de confusión para saltar con furia sobre la cubierta enemiga. Mientras tanto, los arqueros y los tiradores de dardos de ambos bandos disparaban sin descanso. En un momento en que nuestro trirreme estaba virando a babor para esquivar a dos naves corcíreas que le taponaban la salida, una nube de flechas procedente de una galera ateniense nos alcanzó de pleno, acabando con varios de nuestros hoplitas. Yo conseguí salvar la vida gracias a que agaché mi cuerpo todo lo que me permitió el reducido espacio que tenía. La nave atacante aprovechó nuestra imposibilidad de maniobrar para abordarnos. Un grupo de soldados atenienses saltaron a nuestra galera y entablaron una lucha cuerpo a cuerpo. Tras una larga e intensa pelea, todos los mandos y soldados corintios que no optaron por lanzarse al mar murieron atravesados por la espada. Recuerdo con nitidez el sufrimiento que reflejaban los rostros de los atenienses que resultaron heridos y cómo la sangre derramada se escurría entre los tablones de la cubierta. Cuando los atacantes controlaron la situación, reunieron a los remeros y, al comprobar que no éramos espartanos sino ilotas mesenios, nos distribuyeron precipitadamente en dos de sus trirremes. La batalla siguió su curso durante horas. A partir de ese momento, sin embargo, pasé a obedecer las órdenes que recibía de los atenienses. Más adelante, cuando mi nueva embarcación estaba a punto de abordar a un barco corintio y yo me preparaba para saltar a su cubierta, divisé a lo lejos unos veinte trirremes atenienses que se acercaban a toda prisa para incorporarse al combate. Para mi consuelo, la flota corintia decidió virar súbitamente sus proas y huir en retirada. Hasta ese momento, la igualdad de fuerzas había sido tal, que si las naves recién llegadas hubieran tenido oportunidad de incorporarse a la batalla el equilibrio se habría roto y el ejército corintio habría sido aniquilado. A partir de entonces, el bullicio y el caos fueron dispersándose paulatinamente. Por fin respiré aliviado, consciente de que había salvado mi vida. El trierarca de la nave ateniense me ordenó ocupar uno de los remos y nos dirigimos hacia el puerto de Corcira. El panorama que divisé al atravesar la zona donde se había librado la batalla era aterrador. Cientos de cadáveres flotaban en las agitadas aguas teñidas de rojo, hasta el extremo de que por momentos resultaba difícil sumergir en ellas los remos del barco.
—Ahora comprendo el porqué de los rumores contradictorios que nos han ido llegando —dijo Isómaco—. Al tratarse de un enfrentamiento tan igualado, aún no habíamos podido conocer quién resultó vencedor.
—Fue la más estúpida de las batallas —añadió Neleo—. Nadie ganó y todos perdieron. Habría vencido la flota de Corcira si el combate hubiera continuado, pero los corintios reaccionaron hábilmente al retirarse cuando vieron llegar las naves atenienses de refuerzo.
—¿Qué hicieron con vosotros cuando llegasteis al puerto? —preguntó Isómaco.
—Pensábamos que íbamos a formar parte de un canje de prisioneros, pero los mandos atenienses nos comunicaron que seríamos conducidos hasta Atenas para vendernos como esclavos. En aquel momento lamenté no poder ver más a mi madre, pero, aunque me resulte muy duro decirlo, en lo más profundo de mi corazón me alegré de ello. Yo ya conocía con certeza cuál iba a ser mi porvenir si me devolvían a Mesenia y pensé que quizás en Atenas podría reunir algo de dinero y, con el transcurso del tiempo, comprar su libertad y llevarla conmigo. Seis o siete días más tarde arribamos al puerto del Pireo y allí fui encomendado a un mercader que me condujo a la ciudad. Y así, de esta manera tan peculiar, dejé de pertenecer a la polis de Esparta para tener como amo a un ateniense.
Mi padre miró a Alceo.
—¿Qué piensas? —le preguntó.
—Que no queda vino —contestó su amigo, mostrando vacía su copa.
—¡Más vino! —gritó Isómaco, dirigiéndose a la puerta de la sala—. ¿Y qué opinas de este relato?
—Que el asunto es más grave de lo que yo creía… —comentó Alceo.
Una esclava entró y dejó una jarra llena de vino junto al triclinio de mi padre.
—Estos días están llegando noticias a la ciudad sobre las tropas que Atenas está enviando a Potidea —prosiguió Alceo—. Comentan que el rey de Esparta ha amenazado con invadir el Ática si los atenienses no se retiran de allí. Hasta ahora no he otorgado demasiada importancia a estos rumores, pero, tras escuchar lo ocurrido en Corcira, entiendo que la situación está tomando un cariz preocupante.
—Así es —dijo Isómaco—. Esta misma mañana me han informado en la ciudad de que otros tres mil hoplitas están preparados para partir hacia Potidea.
—Si los dirigentes atenienses no lo remedian, se avecina otra gran matanza —reflexionó Neleo—. Los espartanos no van a hacer nada por evitarlo; viven para la guerra.
Esta afirmación hizo meditar a ambos amigos. Los dos se sentían muy cercanos a su ciudad, a la que amaban y defendían como a su propia familia. Durante muchos años habían confiado plenamente en Pericles, pero ahora contemplaban con impotencia cómo las circunstancias y sus adversarios iban arrinconando al general. Él fue artífice de un tratado con Esparta que había supuesto el mantenimiento de la paz durante más de veinte años, pero parecía que este frágil equilibrio iba a deshacerse de un momento a otro. Todo el empeño y la pericia que Pericles pudiera emplear en aquel momento difícilmente serían suficientes para frenar la enorme inercia que conducía a Atenas y Esparta hacia la guerra. Ya no existía ningún interés que uniera a los helenos, como ocurría cuando la Hélade vivía bajo la amenaza de invasión del enemigo persa. En aquellos lejanos tiempos, los griegos fueron capaces de unirse para vencer a los persas en batallas memorables como las de Maratón, Salamina y Platea, pero ahora, tras disfrutar de una paz tan duradera, la enemistad y el odio volvían a germinar entre pueblos hermanos. Atenienses y espartanos se miraban con un recelo que inevitablemente crecía sin cesar. Ya no había un enemigo común que les mantuviera unidos, por lo que su evolución les convertía en sociedades cada vez más contrapuestas: su rivalidad respondía, según el entender de los atenienses, a la pugna entre la democracia y la oligarquía, entre lo moderno y lo tradicional, el intelecto y la fuerza bruta. Todas las ciudades de la Hélade apoyaban a Atenas o Esparta o estaban sometidas por ellas, por lo que cada vez era más frecuente que afloraran conflictos de intereses por todas partes, conflictos que no hacían sino empeorar la situación general. La verdad es que los helenos siempre hemos sido contradictorios. Capaces de lo mejor y de lo peor. Lo mismo podemos llegar a cotas intelectuales y artísticas inimaginables para cualquier otro pueblo, como demostrar una mezquindad inexplicable destruyéndonos entre nosotros cuando no contamos con ninguna amenaza enemiga procedente del exterior. Finalmente, este tipo de reflexiones conducen siempre al eterno punto de partida: es la ambición lo que mueve el mundo. Todos los lazos de sangre, religión y cultura que unen a las ciudades importan menos que el dominio de una sola ruta comercial.
—La habilidad de Pericles ha evitado que se desencadenase la guerra —continuó Isómaco tras la breve pausa—. Su decisión respecto al asunto de Corcira ha sido la mejor de las posibles, pues Atenas no podía quedar impasible viendo cómo Corinto destrozaba la isla y se quedaba con su flota. Se ha conseguido evitar esto y, además, parece ser que sin bajas atenienses. Pero me temo que en Esparta considerarán que hemos violado el tratado de paz. Cuando Pericles prestó en la Asamblea su apoyo a Corcira, explicó con claridad a los enviados corintios que aquello no suponía un quebranto del pacto con la liga espartana, sino que la ayuda sólo se verificaría en forma defensiva en caso de que la isla fuera atacada. De todos modos, estoy seguro de que los corintios sólo tendrán en cuenta que Atenas participó en la batalla y que hundimos algunas de sus naves, sin consideración a las condiciones en que lo hicimos.
—Así es —contestó Neleo, quien había decidido beber con más cautela: hacía muchos años que no probaba un vino bueno—. Esparta y sus aliados consideran que son los atenienses, y no ellos, quienes han incumplido el tratado. De hecho, esta era la consigna que utilizaban los mandos para infundir coraje a los soldados y a los remeros durante el transcurso de la batalla.
—¿Qué más comentan los espartanos sobre Atenas? —preguntó Alceo.
—Bien… La democracia y las instituciones atenienses son constantemente ridiculizadas —contestó el esclavo—. Les parece absurdo que el populacho pueda participar en las decisiones de la ciudad. Consideran que es una forma torpe y lenta de gobernar, pues esa función debe ser desempeñada exclusivamente por las clases instruidas. Pero, a la vez, vuestro sistema se ve como una amenaza que hay que repeler a toda costa: si las corrientes democráticas se instalaran en Esparta provocarían la desvertebración de la polis en muy poco tiempo. La incompatibilidad entre las nuevas ideas y las instituciones espartanas es total. Si los conceptos democráticos y sofistas penetraran y se generalizaran en Esparta, la ruptura que causarían en la sociedad generaría con toda seguridad una guerra civil. Por ello, sus dirigentes se obstinan en impermeabilizar la ciudad y en arrancar a los niños de sus familias desde edad cada vez más temprana para convertirles en rudos soldados sin capacidad de análisis. Algunas facciones van más allá y buscan denodadamente la guerra contra Atenas como mejor remedio para evitar un conflicto interno. A pesar de todo esto, Pericles es un hombre profundamente respetado y admirado en Esparta. No por sus ideas políticas, por supuesto, sino por ser amigo personal del rey Arquidamo y porque los espartanos encuentran en él muchas de las virtudes que ellos mismos veneran, como la nobleza, la fortaleza y la habilidad política. De hecho, todo el mundo sabe que, en caso de ser invadida el Ática, las propiedades del general serían respetadas.
Aquellas palabras sorprendieron a mi padre y a Alceo. En mi casa se consideraba a Pericles como una persona tan próxima y querida que no me resultaba fácil distinguir entre su faceta de amigo de la familia y la de jefe político. Sólo con el tiempo aprendí a diferenciar ambos aspectos y, sobre todo, a valorar la ingente labor que protagonizó. Sólo un hombre excepcional podía resultar reelegido por su pueblo durante tantos años consecutivos. El secreto residía en su interior, en esa inteligencia privilegiada que poseía, y en la facilidad de palabra y la destreza adquiridas tras muchos años de estudio al lado de los mejores especialistas de cada materia. Era un hombre esencialmente bueno, y su altruismo y su obsesión por servir a Atenas resultaban indiscutibles para casi todos.
Neleo comentó con extrañeza que, en los días en que estuvo enrolado en las flotas corintia y ateniense, tuvo oportunidad de escuchar algunos agravios relativos a personas del entorno de Pericles que debían resultar realmente humillantes para él.
—A un hombre que gobierna sabiamente —explicó Isómaco— y que posee una personalidad íntegra como Pericles no se le puede atacar por ningún flanco. Es por ello que sus adversarios políticos, en su labor de desgaste del general, se ven obligados desde hace un tiempo a verter sus críticas hacia las personas que él estima.
—Supongo que esa estrategia no les reportará grandes beneficios —apuntó Neleo—, pues saca a relucir sus propias carencias.
—No es así del todo —replicó Isómaco—. El daño causado por las injurias puede llegar a cicatrizar, pero nunca se cura completamente. A pesar de nuestros esfuerzos, siempre provocan un cierto desgaste.
—¿Vosotros defendéis personalmente a Pericles? —preguntó Neleo.
—El mejor defensor de Pericles es él mismo —contestó Alceo—. Sin embargo, cuando se ve envuelto en algún problema grave nos hace llamar para debatir con nosotros la estrategia que debe seguirse. Asimismo, hemos tenido ocasión de defenderle en varias sesiones de la Asamblea y en el tribunal de justicia.
—Te comentaré alguno de los casos en que hemos intervenido —dijo Isómaco, mirando fijamente a Neleo—. Intuyo que puedes ser un buen pedagogo para mi hijo, y para que puedas instruir con propiedad es importante que llegues a conocer a la perfección la situación política en Atenas. El primero de estos casos ha acontecido recientemente, y surgió cuando los seguidores del oligarca Tucídides acometieron una terrible campaña para arruinar la imagen de Anaxágoras.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Neleo.
—Es un gran filósofo, ya anciano, que fue maestro y mentor de Pericles —contestó Isómaco—. Llegó a los veinte años desde Asia Menor para ampliar sus experiencias y, atraído por su fama, se instaló en Atenas con la intención de quedarse para siempre. Pero nuestra ciudad, a pesar de ser el paradigma de la libertad y de la tolerancia hacia los movimientos espirituales, le obligó a marcharse. Su gran pecado fue defender su teoría de que el sol no es un dios, sino una masa de hierro candente más grande que la península del Peloponeso, y que la luna no brilla con luz propia, sino que lo hace por el reflejo del sol sobre ella.
—Afirmar eso en Mesenia equivaldría a blasfemar contra el dios Helio y la diosa Selene y supondría la ejecución inmediata —comentó Neleo.
—En efecto, esos fueron los argumentos que utilizaron los oligarcas —dijo Isómaco—. En condiciones normales nadie habría acusado a Anaxágoras, pues a muchos atenienses les parecen razonables sus teorías. Sócrates ha defendido en público que el Universo se enrolla y desenrolla en ciclos alternos de vastísima duración. Esta teoría podría ser fácilmente tachada de impía, pero a Sócrates nadie le ataca porque él no mantiene ninguna relación con los políticos. Sin embargo, Anaxágoras, por ser consejero y amigo de Pericles, tuvo que hacer frente a una querella por ateísmo e impiedad. Alceo y yo participamos en su defensa. Aquel juicio fue tan difícil que sólo la intervención del mismo Pericles salvó a Anaxágoras de la pena de muerte. La sentencia del tribunal le impuso una severa multa y la obligación de abandonar la ciudad.
—En Esparta, nada le hubiera salvado de la muerte —comentó el esclavo—. Sin embargo, yo creía que el sistema democrático llevaba aparejada la libertad para sus ciudadanos.
—Así debería ser —afirmó Isómaco—, pero en los últimos años estamos descubriendo que nuestra democracia no es tan perfecta como pensábamos. Cuando los grupos opositores se encuentran sin argumentos frente a los gobernantes de la ciudad, con frecuencia se dedican a injuriar y calumniar a todo aquél cuya ruina pueda acercarles al poder. Y cuando, después de un tiempo sufriendo los ataques y el consiguiente desgaste, el acusado consigue demostrar su inocencia, los injuriadores se esconden cobardemente; en ese momento nadie tiene la gallardía de salir de su agujero y reconocer públicamente que sus acusaciones eran falsas. Pericles pretende evitar esto instaurando la atribución de responsabilidad a cualquier persona que acuse a otro con temeridad manifiesta, pero estoy seguro de que esta medida no será suficiente y que deberemos seguir contemplando el envilecimiento de la vida pública.
—No obstante, el último de los ataques recibidos por Pericles —prosiguió Alceo— ha causado el efecto contrario que antes apuntabas, Neleo, pese a que fue, con gran diferencia, el que más le dolió. No sé si sabrás que el general vive desde hace unos quince años con una bella mujer de Mileto llamada Aspasia.
—No, no conozco nada sobre su vida privada —contestó el esclavo.
—Pericles repudió a su mujer, con quien tenía dos hijos, para irse a vivir junto a Aspasia —continuó Alceo—. Nunca ha podido casarse con ella, ya que Mileto no es una ciudad que haya recibido de Atenas el derecho de epigamia. Él sabía que sus adversarios iban a acusarle reiteradamente de convivir con una concubina, pero es tal el amor que siente por ella que desde el principio afrontó su decisión con gran valor, exhibiendo una entereza que a la larga ha terminado por mostrar como un mezquino a quien ha seguido esgrimiendo esa acusación. Pero los partidarios de Tucídides seguían viendo ahí un punto débil propicio para dirigir sus ataques, así que cambiaron de estrategia y decidieron continuar con ellos. No se atrevían a atacar a la persona de Aspasia, ya que ésta posee una amplia cultura y una personalidad arrolladora y ello les supondría salir baldados del enfrentamiento. Además, es una buena amiga de Sócrates, y eso impone demasiado. Así, las críticas versaron sobre la forma de vida que ambos practicaban, según ellos contraria a la moral y a lo permitido por los dioses. Decían que era intolerable que Pericles viviera con Aspasia sin relegarla al gineceo, que acudiera junto a ella a algunos actos públicos y, sobre todo, que tuviera en cuenta su opinión en temas concernientes al gobierno de la ciudad.
—Arsínoe —interrumpió Isómaco, dirigiéndose a una esclava que permanecía de pie junto a la puerta—, marchaos todos a dormir. Disponemos de suficiente vino y no necesitamos nada más.
Con un respetuoso movimiento de cabeza, la esclava se retiró sigilosamente.
—La segunda parte de la acusación —siguió Alceo, dirigiéndose a Neleo— consistió en afirmar que Aspasia llevaba mujeres libres hasta su casa con las que organizaba grandes orgías para el disfrute de Pericles. Todo esto provocó un gran revuelo y la apertura de un juicio contra ella. Nosotros asesoramos a Pericles y tomamos parte en su defensa, pero fue el general en persona quien la defendió de aquellas injurias. Recuerdo que en la última sesión del juicio Pericles lloró como un niño. El resultado fue que el jurado no encontró más que necedad y absurdidad en las acusaciones, por lo que las rechazó y Aspasia fue absuelta de todos los cargos. De esta manera, queremos creer que este es el fin de Tucídides como político, pues su imagen y dignidad han quedado seriamente deterioradas.
Neleo comparó la situación de Pericles con la del rey Arquidamo de Esparta, un hombre noble que regía sabiamente a su pueblo y que también debía sortear continuas traiciones y tentativas ilegítimas para arrebatarle el poder. Resultaba llamativa la forma tan respetuosa con la que Neleo se refirió a Arquidamo, a pesar de ser la cabeza del régimen que mantenía la opresión espartana sobre Mesenia; sin embargo, mi padre y Alceo no quisieron profundizar en ese aspecto.
Para ellos dos, al igual que para la mayoría de los atenienses, la democracia representaba un inmenso logro. La consideraban el más justo de todos los sistemas políticos, y, por ser un producto de la razón de los ciudadanos de Atenas, sus instituciones constituían la esencia misma de la ciudad. Mi padre y Alceo se enorgullecían, justificadamente, de ser partícipes de su instauración, pues ellos asesoraron a Pericles y a los miembros de su partido desde sus inicios. Apoyaron la adopción de medidas que sabían que iban a indignar a muchos, como la de remunerar a los jurados y demás cargos públicos, considerando que ello era requisito indispensable para que los ricos no fueran los únicos capaces de acceder a ellos. Cuando se aprobó la ley por la cual se establecía que algunos cargos se decidirían por sorteo, los oligarcas anunciaron el caos y afirmaron que la chusma hundiría a la ciudad, pero el tiempo volvió a dar la razón a los demócratas. Este largo proceso trajo consigo la demostración de que es posible que el pueblo se gobierne a sí mismo por medio de la libre elección de representantes. Paralelamente, Pericles fue el principal artífice de otra magna obra política: la liga délica, una valiosa alianza con una parte de la Hélade, principalmente las islas del Egeo y las ciudades costeras de Asia Menor. El estratego supo canalizar el interés y la admiración que Atenas despertaba en estas polis para crear una gran liga defensiva. Según los pactos suscritos, éstas se comprometían a pagar un tributo anual a cambio de que Atenas les protegiera con su poderosa flota de los piratas, de los persas y de la amenaza espartana. No obstante, lo que comenzó siendo una liga amistosa, basada en el consentimiento entre las partes, acabó convirtiéndose en un imperio en el que se cometieron continuos abusos cuando la concordia entre los helenos empezó a diluirse.
Como todo gran hombre, Pericles fue una persona con suerte y, además, tuvo la habilidad de extender su fortuna a toda Atenas. Encontró un apoyo extraordinario para sus proyectos en las minas de plata de Laurión, los yacimientos más magníficos que jamás se hayan descubierto en la Hélade, ya que ordenó dedicar todo el dinero que proporcionaban a la construcción de una flota formidable y esto permitió a Atenas expandir su hegemonía hacia el sur y hacia oriente. Pues bien, fue precisamente una mención a Laurión por parte de Alceo lo que provocó un giro en aquella conversación:
—Tengo entendido —comentó Neleo, tras apurar de nuevo su copa— que en esas minas de plata trabajan miles de esclavos en unas condiciones lamentables.
—Sí, creo que es cierto —reconoció Isómaco.
—¿Cuántos esclavos hay en ellas?
—Según dicen, unos veinte mil.
—¡Veinte mil…! —exclamó Neleo con expresión muy grave.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Alceo—. ¿Qué importancia tiene eso?
—Cuando los atenienses me hicieron prisionero en Corara, temí que mi destino fuera Laurión. Por ello, decidí apoderarme de un cuchillo para darme muerte antes que vivir una existencia tan miserable, y hasta hoy mismo no he adquirido la certeza de que no tendría que utilizarlo. No comprendo cómo los ciudadanos de Atenas pueden permitir que exista algo tan siniestro e inmoral dentro de su propia polis.
—Pero, bueno —protestó Alceo con cierta irritación—, es inevitable que existan hombres libres y esclavos. No conozco ningún lugar ni ninguna época donde todos los hombres sean iguales, ni estimo que sea negativo que nuestra ciudad utilice esclavos para explotar sus minas.
—Mi intención no es discutir si la esclavitud es un estado natural o una institución creada por los hombres libres para su propio provecho —contestó Neleo—. Con el debido respeto, quisiera decir que me parece una triste paradoja que la Atenas democrática, cuyos cimientos están construidos a partir de la libertad y la dignidad de cada hombre, permita que en su seno se cometan semejantes atrocidades. A pesar de los valiosos principios que la sustentan, vuestra ciudad está obviando que esos veinte mil esclavos no son bestias, sino personas.
Alceo consideró que el esclavo estaba sobrepasando sus límites; no obstante, por respeto a su amigo, optó por permanecer en silencio.
—Puedo contestar en parte a tus palabras —intervino Isómaco—. En primer lugar, las condiciones en que se encuentran los esclavos de Laurión escapan al ámbito público; las minas son propiedad de la ciudad, pero ésta las da en arrendamiento en pública subasta. En los últimos años, el mejor postor ha sido un hombre llamado Nicias, y su contrato le otorga total libertad para explotar las minas. Por otro lado, te diré que en Atenas es habitual que los ciudadanos consideren a sus esclavos como parte integrante de su familia. El trato hacia ellos, en condiciones normales, es bueno. Situaciones como la de Laurión son completamente anómalas e incluso vergonzantes para nosotros mismos. Pocos hombres libres han visitado nunca esas minas y, a pesar de hallarse dentro del Ática, nos da la impresión de que no forman parte de nuestra polis.
—Si me permitís expresar mi opinión —dijo Neleo meditando sus palabras—, observo que algunos de los peores defectos de Esparta están igualmente presentes en Atenas, ya que la brutal explotación de los esclavos de Laurión ha sido la clave para que vuestra ciudad alcanzara la gloria que ahora posee. La plata obtenida en esas minas permitió construir la flota, y gracias a su poder naval Atenas domina gran parte de la Hélade y exige tributos cada vez mayores a las ciudades sometidas. Eso no es realmente una liga defensiva, sino un imperio. Os diré también que valoro el trato que los atenienses generalmente dispensan a sus esclavos, pero no olvidéis que sin ellos no seríais más que un pueblo dedicado a la agricultura y al pastoreo. Es más, preveo un futuro difícil para vuestra ciudad cuando cesen las victorias bélicas y comiencen a disminuir las aportaciones de esclavos.
Isómaco y Alceo se miraron asombrados por la crudeza de las palabras que acababan de escuchar. Por mucho menos, cualquier otro esclavo habría sido duramente castigado. Pero él habló con respeto e inteligencia, de manera que consiguió que mi padre no considerara ofensivas sus frases, sino dignas de reflexión. A veces es bueno, debió de pensar, recibir opiniones de un extranjero para valorar lo que hay en tu propia ciudad.
Mi padre decidió dar por terminado el banquete. A los tres les sobraba vino y cansancio, en especial a Neleo. Isómaco le ordenó que se retirara a su aposento, y el esclavo se levantó y se despidió de sus amos.
Cuando Neleo abandonó el andrón, Alceo reprendió a mi padre diciéndole que no comprendía cómo había permitido que un esclavo recién incorporado se extralimitase de esa manera, y él le contestó que, aunque no estuviera de acuerdo con sus argumentos, debía reconocer que escucharlos y contrastarlos con los suyos constituía una tarea enriquecedora. Además, añadió, habría mucho que discutir sobre el tema de los esclavos de Laurión, sobre el odio que los atenienses despiertan en el resto de la Hélade a raíz de los abusos cometidos en diversos lugares de la liga délica y sobre qué ocurriría si la sociedad ateniense, cuyos ciudadanos desprecian cada vez más el trabajo manual, dejara de disponer de suficientes esclavos. Sin duda, afirmó, las opiniones de Neleo invitaban a una reflexión profunda.
Ya era muy tarde, bien entrada la madrugada, cuando mi padre decidió levantarse.
—Me voy a dormir, mi querido amigo —dijo—. El día de hoy ha sido largo. ¿Saldremos mañana a cazar?
—No dispongo de tanto tiempo —contestó Alceo—. Quiero partir a primera hora de la tarde a la ciudad. Ya llevo cuatro días fuera de casa, y Eunoa debe estar impaciente por que vuelva.
—Como desees. Si mañana te apetece, podemos realizar una excursión a caballo.
—Muy bien, Isómaco. Hasta mañana.