Prólogo

Hemeroskopeion, Iberia; 370 a.C.

Yo, Iónides, hijo de Isómaco, del demo de Kefisia, me siento orgulloso de legar a las generaciones venideras el relato de una de las historias más asombrosas que ningún hombre haya conocido.

El protagonista de esta narración es mi padre, un gran hombre cuya vida transcurrió en la época de gloria de mi querida Atenas y cuya meta ha sido siempre la búsqueda permanente de la areté, la virtud en su más amplia acepción, esa virtud que enaltece a la persona que llega a poseerla.

Mi satisfacción se acrecienta al comprobar que mi mano temblorosa ha sido capaz de resistir y dar fin a este desafío. Comencé el relato instalado ya en la vejez, y mi obsesión por ser fiel a la verdad y a la Historia ha provocado que la llama de mi vida quede casi extinguida antes de finalizar el trabajo. Aunque los cimientos de esta obra están construidos con los recuerdos que he guardado casi intactos en mi mente desde mi juventud, hay que tener presente que los hechos descritos ocurrieron mucho tiempo atrás. Hace cinco años decidí destinar mis últimas fuerzas a escribir esta narración, así que tuve que recabar el apoyo de una serie de documentos y testimonios para que el resultado final fuera fidedigno.

Aunque este proyecto se ha demorado más de lo previsto, una vez más la vida me ha mostrado que la fuerza de la mente es mucho más poderosa que la fortaleza física; potencialmente infinita, me atrevería a afirmar. Soy consciente de que mi mente, a través de la voluntad, ha estado dando instrucciones a mi corazón de que debía resistir hasta concluir definitivamente mi testimonio.

He querido esperar tantos años para escribir este libro porque considero que los grandes acontecimientos se valoran con mayor rigor desde la lejanía. El hombre es un ser limitado por el espacio y el tiempo. Conoce su entorno, su ciudad, sus instituciones y sus prójimos; pero vive el día a día y no analiza las cosas con profundidad ni las aprehende racionalmente. Por ello, es incapaz de digerir los grandes cambios sociales y comprender en su integridad sus causas y circunstancias. De hecho, ahora veo cómo los atenienses de entonces, la generación que me precedió, no valoraron el inmenso privilegio de que gozaban por haber nacido en Atenas en aquel momento. Inmerso en el presente, el hombre no sabe apreciar y medir más que la fortuna de los demás; la propia, nunca. Así, con los años comprendí que necesitaba alejarme en el tiempo lo máximo posible para realizar un análisis digno y coherente de lo acontecido.

Otro motivo para esperar a mi ancianidad ha sido el respeto y la veneración que siento hacia esta etapa de la vida. Siempre he creído en la escala de las virtudes del hombre que describió el gran legislador Solón. Según él, cada edad tiene una areté especial; si en la cuarta hebdómada el hombre es excelente por su fuerza, en la séptima y octava las virtudes que alcanzan su apogeo son la inteligencia y el entendimiento. Y aunque yo me encuentro en franca decadencia, ha sido la templanza, la prudencia y la sabiduría que la vejez otorga lo que me ha permitido comprender en profundidad todo lo que entonces sucedió.

Cuando afronté este reto quise que la narración de aquellos acontecimientos fuera lo más cercana posible a los protagonistas, pero sin faltar al respeto que la Historia merece. Para ello he utilizado como instrumento básico los recuerdos del joven curioso e inquieto que fui, tamizados por la interpretación que he sabido dar, sesenta años más tarde, a aquellos hechos, y me he apoyado en los testimonios y en los documentos que he podido ir recabando a lo largo de mi vida.

Mi imaginación ha servido para dar vida a situaciones íntimas de las que no fui testigo presencial ni he podido conocer mediante ninguna otra fuente. Debo decir, sin embargo, que ninguno de los episodios que he narrado basándome en mi intuición, en sustitución del conocimiento directo, se habrá apartado sensiblemente de la realidad. Desde pequeño me ha resultado sencillo internarme en la mente y en la personalidad de quienes me rodean, y muy especialmente en la de mi padre.

Por último, he procurado en cada momento acercarme a mis autores preferidos: para la descripción del entorno, la sutileza del gran viajero Heródoto ha sido mi modelo; para la comprensión de lo acontecido, la objetividad del historiador Tucídides; para la narración de los episodios donde fluye la acción, la agilidad de Homero, y para sumergirme en el fuero íntimo de los personajes, la sensibilidad del poeta Sófocles.

Quiero añadir que mi vida ha transcurrido siempre de forma intensa y dichosa. He viajado por gran parte del mundo conocido, he tratado con todo tipo de personas y he gozado de la tranquilidad y de la felicidad plena en este paradisíaco rincón llamado Hemeroskopeion. Pero ni un solo día he dejado de recordar con orgullo nuestra hacienda y aquella prodigiosa Atenas que alumbró al mundo, así como la labor que ejercieron mi padre y sus amigos en favor de la justicia y la areté.

Sabiendo que este testimonio no se perderá en el tiempo, ya puedo morir en paz.