¡Qué afluencia en aquel gran salón de la universidad de Cristianía, donde iba a efectuarse el sorteo, y hasta en los patios, puesto que el salón no podía contener a tanta gente, y hasta en las calles vecinas, puesto que los patios eran aún demasiado pequeños para contener a toda aquella multitud!
Aquel domingo, 15 de julio, nadie hubiera podido, en su calma, reconocer a los noruegos, tan extrañamente exaltados.
En cuanto a aquella exaltación, ¿era debida al interés que excitaba el sorteo, o se debía a la alta temperatura de aquel día de verano? ¡De todos modos, no había podido refrescarla la absorción de esos frutos refrescantes, de esos multen, de que tan gran consumo se hace en Escandinavia!
El sorteo, pues, debía comenzar a las tres en punto.
Había cien premios, divididos en tres series: primera, noventa premios de cien a mil marcos, de un valor total de cuarenta y cinco mil marcos; segunda, nueve premios de mil a nueve mil marcos, igualmente de un valor total de cuarenta y cinco mil marcos; tercera, un premio, el mayor, de cien mil marcos.
Al contrario de lo que ordinariamente se hace en las Intuías de este género, el gran efecto se había reservado para el final.
No debía adjudicarse el premio mayor al primer número que saliese, sino al ultimo, es decir, al centésimo.
De aquí una sucesión de impresiones, de emociones, de latido de corazón, que iría siempre creciendo. Huelga decir que el número premiado una vez, no podía ganar una segunda, y sería anulado, por tanto, si volviese a salir de los bombos.
Todo esto era conocido del público. No había más que aguardar a la hora. Pero, para engañar la lentitud de la espera, se hablaba, y lo más frecuente, de la conmovedora situación de Hulda Hansen. De seguro que si aún hubiera poseído el billete de Ole Kamp, todos hubiesen hecho votos por ella, después de sí, por supuesto.
En aquel momento, varias personas tenían ya conocimiento del despacho publicado por el Morgen-Blad. Éstas hablaron de él a sus vecinos. Muy pronto se supo que las investigaciones del aviso no habían dado resultado. Era, pues, forzoso renunciar al encuentro del menor resto del Viken. ¡Ni un individuo de la tripulación había sobrevivido al naufragio! ¡Hulda no volvería a ver a su prometido!
Un incidente vino a dar otro giro a las imaginaciones.
Se extendió el rumor de que Sandgoïst se había decidido a abandonar Drammen, y algunos pretendían haberle visto en las calles de Cristianía. ¿Se atrevería a presentarse en el salón? Si así lo hacía, aquel malvado debía prepararse para alguna formidable manifestación contra su persona. ¡Él asistir al sorteo de la lotería!… Era esto tan improbable, que evidentemente no era posible. En resumen: era una falsa alarma nada más.
Hacia las dos y cuarto, se produjo cierto movimiento en la multitud.
Era el profesor Sylvius Hog, que se presentaba a la puerta de la Universidad.
Se sabía qué parte había tomado en todo aquel asunto, y cómo, después de haber sido salvado por los hijos de la señora Hansen, intentaba pagar su deuda.
Al momento se abrieron las tilas. Un lisonjero murmullo, al que Sylvius Hog respondió con amables inclinaciones de cabeza, se propagó a través de la concurrencia, y no tardó en convertirse en aclamaciones.
Pero el profesor no estaba solo. Cuando los más cercanos retrocedieron para hacerle paso, se vio que llevaba del brazo a una joven, mientras un mancebo les seguía a los dos.
¡Un joven, una joven! Hubo una especie de sacudida eléctrica.
El mismo pensamiento brotó de todos los cerebros, como las chispas de otros tantos acumuladores.
—¡Hulda!… ¡Hulda Hansen!
Tal fue el nombre que se escapó de todos los labios.
¡Sí! Era Hulda, conmovida hasta el extremo de no poderse contener, y que hubiera caído sin el brazo de Sylvius Hog.
Pero éste sostenía bien a la interesante heroína de aquella fiesta, a la cual sólo faltaba Ole Kamp.
¡Cuánto hubiera preferido quedarse en su reducida habitación de Dal! ¡Qué necesidad experimentaba de sustraerse a tanta curiosidad, por muy simpática que fuese!
Pero Sylvius Hog había querido que asistiese, y había ido.
—¡Sitio! ¡Sitio! —gritaban con entusiasmo por todas partes.
Y la multitud se alineaba delante de Sylvius Hog, de Hulda y de Joël.
¡Cuántas manos se alargaron para estrechar las suyas! ¡Cuán amables y cariñosas palabras se dejaron escuchar por doquier a su paso! ¡Y con qué placer aprobaba Sylvius Hog todas aquellas demostraciones!
—¡Sí, es ella, amigos míos!… Es mi querida Hulda, que he obligado a venir de Dal —decía—. Y éste, Joël, su valiente hermano.
Y añadía:
—¡Pero, sobre todo, cuidado con ahogármelos!…
Y mientras las manos cié Joël correspondían a todos los apretones, las del profesor, menos vigorosas, estaban quebrantadas con tantos apretones.
Al mismo tiempo, su mirada brillaba, a pesar de una lágrima que la emoción había hecho deslizarse de sus párpados. Pero, fenómeno digno de la atención de los oftalmólogo, aquella lágrima era como luminosa.
Fue preciso más de un cuarto de hora para atravesar los patios de la Universidad, ganar el salón y llegar a las sillas que estaban reservadas para el profesor.
Por fin pudo lograrse, no sin trabajo. Sylvius Hog se colocó entre Hulda y Joël.
A las dos y media se abrió una puerta detrás del estrado, en el fondo de la sala. El presidente del despacho apareció digno, serio, ostentando ese aire dominador, ese porte de cabeza especial a todo hombre llamado a presidir un acto cualquiera. Dos asesores, no menos graves, le seguían.
Después se vio entrar a seis niñas llenas de cintas y de flores, rubias, con ojos azules, con las manos un poco rojas, en las cuales se reconocía visiblemente las manos de la inocencia, predestinadas al sorteo de las loterías.
Su entrada fue acogida por un murmullo, que atestiguaba desde luego el placer que se experimentaba al ver los directores de la lotería de Cristianía, y después la impaciencia que habían provocado al no aparecer antes sobre el estrado.
Si había seis niñas, era porque había también seis bombos, dispuestos sobre una mesa, y de los cuales debían salir seis números a cada extracción.
Cada uno de estos bombos contenía los diez números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 0, representando las unidades, decenas, centenas, millar, decenas de millar y centenas de millar.
Si no había un séptimo bombo para la columna del millón, era porque, según esta manera de sortear, se había convenido que si los seis ceros salían a la vez, representaban el numero millón, lo que repartía igualmente las probabilidades entre todos los números.
Ademas, se había convenido que éstos serían sucesivamente extraídos de los bombos, empezando por el que estaba a la izquierda del público.
El número premiado, se formaría de esta manera ante los ojo de los espectadores, primero por la cifra de la columna de las centenas de millar; después de las docenas de millar, y así sucesivamente hasta la columna de las unidades. Gracias a este convenio, júzguese con qué emoción vería cada uno aumentar sus probabilidades después de la salida de cada cifra.
A las tres en punto, el presidente hizo un signo con la mano, y declaro abierta la sesión.
El largo murmullo que acogió esta declaración duró algunos minutos, después de los cuales se restableció el silencio.
El presidente se levanto entonces. Muy conmovido, pronuncio un breve discurso en el cual expreso sentir que no hubiese un premio grande para cada billete. Después ordeno proceder a la extracción de la primera serie. Ya sabemos que esta comprendía noventa lotes, lo que iba a exigir cierto tiempo.
Las seis urnas empezaron, pues a funcionar con una regularidad automática, sin que por eso la paciencia del público se calmase un solo instante.
Verdad es que, creciendo en cada extracción la importancia de los lotes, la emoción crecía también, y nadie pensaba en abandonar su sitio, ni aun aquellos que, por haber salido ya sus números, nada más tenían que esperar.
Esto duró una hora, sin que se produjese el menor incidente. Lo que pudo observarse, sin embargo, fue que el número 9672 no había salido todavía, lo que le hubiera quitado todas las probabilidades de ganar el premio de cien mil marcos.
—¡Buen augurio para Sandgoïst! —dijo uno de los vecinos del profesor.
—¡Bah! —respondió otro—. ¡Sería asombroso que le tocase el premio mayor, por más que renga un número famoso!
—¡Lamoso, en efecto! —respondió Sylvius Hog—. ¡Pero no me pregunte, por qué;… no sería capaz de decírselo!
Pintonees comenzó la extracción de la segunda serie, que comprendía nueve lores. Esta iba a ser interesante, siendo el noventa y uno de mil marcos, el noventa y dos de dos mil, y así sucesivamente, hasta el noventa y nueve, que era de nueve mil.
No se habrá olvidado que la tercera serie se componía únicamente del premio mayor.
El número 72521 ganó un lote de cinco mil marcos.
Este billete pertenecía a un bravo marino del puerto, que fue aclamado por la multitud, y que soportó con gran dignidad aquellas aclamaciones.
Otro número, el 823752, gano seis mil marcos. ¡Y cuál fue la alegría de Sylvius Hog, cuando Joël le comunicó que pertenecía a la hermosa Siegfrid de Bamble!
Pero entonces se produjo un incidente, y todo el público experimentó una emoción que se tradujo en murmullos.
Cuando se extrajo el premio noventa y siete, de siete mil marcos, se pudo creer por un instante que Sandgoïst iba a ser favorecido por la suerte, al menos con aquel premio.
En efecto: el número que lo ganó fue el 9627 ¡Sólo faltaron cuarenta y cinco puntos para que fuese el de Ole Kamp!
Las dos extracciones siguientes dieron los números bastante lejanos: 775 y 76287.
La segunda serie estaba cerrada.
Sólo faltaba sacar el ultimo premio, el de cien mil marcos.
En aquel momento la agitación de los espectadores se hizo extraordinaria, y sería muy difícil reproducir su intensidad.
Empezó por un largo murmullo, que se propagó desde el salón a los patios. 5 de estos a las calles.
Transcurrieron algunos minutos sin que se restableciese la calma. Sin embargo, el decrescendo se hizo poco a poco, siguiéndole un profundo silencio.
Hubiérase dicho que toda la concurrencia estaba cuajada.
Había en aquella calma una cierra cantidad de estupor, permítasenos esta comparación, de ese estupor que se experimenta en el momento en que un condenado aparece en el lugar de la ejecución.
Pero esta vez el paciente, aún desconocido, no estaba condenado más que a ganar cien mil marcos.
Joël, cruzado de brazos, miraba vagamente delante de sí, siendo tal vez el menos emocionado de toda aquella multitud.
Hulda, sentada, como replegada en si misma, no pensaba más que en su pobre Ole. Le buscaba instintivamente con la mirada, como si hubiese de aparecer en el ultimo momento.
Sylvius Hog… Preciso es renunciar a pintar el estado en que se encontraba Sylvius Hog.
—¡Extracción del premio de cien mil marcos! —dijo el presidente.
¡Qué voz! Parecía salir de las entrañas de aquel hombre solemne. Había muchos billetes que, no habiendo aún salido, podían aspirar al premio mayor.
La primera niña saco un numero del bombo de a izquierda, y lo mostró a la asamblea.
—¡Cero! —dijo el presidente.
Este cero no causo un gran efecto. Parecía, en verdad, que se esperaba verlo aparecer.
—¡Cero! —dijo el presidente, proclamando la cifra sacada por la segunda niña.
¡Dos ceros! Se observo que las probabilidades crecían notablemente para todos los números comprendidos entre uno y nueve mil novecientos noventa y nueve. Ahora bien: el billete de Ole Kamp, no hay que olvidarlo, llevaba el número 9672.
¡Cosa singular! Sylvius Hog comenzó a agitarse en su silla, como si esta experimentase balanceos.
—¡Nueve! —dijo el presidente, anunciando la cifra que la tercera niña acababa de extraer de la tercera urna.
¡Nueve!… ¡Ésta era la primera cifra del billete de Ole Kamp!
—¡Seis! —dijo el presidente.
En efecto, la cuarta niña presentaba un seis a todas las miradas dirigidas a ella, como otras tantas pistolas cargadas, lo que la intimidaba visiblemente.
Las probabilidades de ganar eran ahora de una por ciento para todos los números comprendidos entre uno y noventa y nueve.
¿Acaso el billete de Ole Kamp iba a hacer caer la suma de cien mil marcos en el bolsillo del miserable Sandgoïst?
¡Verdaderamente sería cosa capaz de hacer dudar de la justicia de Dios!
La quinta niña hundió su mano en el bombo, y sacó la quinta cifra.
—¡Siete! —dijo el presidente con una voz tan ahogada, que apenas se le oyó en las primeras filas.
Pero si no se oía, se veía, y, en aquel momento, las cinco niñas tendían las cifras siguientes a los ojos del público:
00967
El número agraciado debía estar necesariamente comprendido entre 9670 y 9679 había pues, ahora una probabilidad contra diez.
El estupor llegó a su colmo.
Sylvius Hog, de pie, había cogido la mano de Hulda Hansen.
Todas las miradas estaban fijas en la pobre joven. Al sacrificar el último recuerdo de su prometido, ¿habría también sacrificado la fortuna que Ole Kamp había soñado para ella y para él?
La sexta niña tuvo algún trabajo para introducir su mano en el bombo. ¡Temblaba la pequeña! ¡Por fin apareció el número!
—¡Dos! —gritó el presidente.
Y cayó sobre su silla, medio sofocado por la emoción.
—¡Nueve mil seiscientos setenta y dos! —proclamo después uno de los asesores con voz retumbante.
¡Era el número del billete de Ole Kamp, al presente en poder de Sandgoïst! Todo el mundo lo sabía, y nadie ignoraba en qué condiciones lo había adquirido el usurero. Reinó un profundo silencio, en lugar de la tempestad de burras que hubiera resonado en toda la sala de la Universidad, si el billete hubiese continuado en poder de Hulda Hansen.
¡Y en su lugar iba a aparecer el bribón de Sandgoïst con su billete en la mano para recoger el premio!
—¡El número nueve mil seiscientos setenta y dos gana el premio de cien mil marcos! —repitió el asesor—. ¿Quién lo reclama?
—¡Yo!
¿Era el usurero de Drammen el que acababa de lanzar aquella palabra?
¡No! Era un joven, un joven de pálido rostro, que llevaba en sus facciones, como en toda su persona, las huellas de largos sufrimientos; ¡pero vivo, bien vivo!
A aquella voz, Hulda Hansen se había levantado, arrojando un grito, que había sido oído por todos.
Después había caído desplomada…
Pero aquel joven acababa de atravesar la muchedumbre, y él fue el que recibió en sus brazos a la joven sin conocimiento…
¡Era Ole Kamp!