—¡Buenos días, señor Benett! Crea que tengo un placer siempre que encuentro ocasión de estrechar su mano.
—Y yo un verdadero honor, señor Hog.
—Honor, placer; placer, honor —respondió alegremente el excelente profesor—: lo uno bien vale lo otro.
—Veo que su viaje por la Noruega central ha terminado felizmente.
—Terminado, no; pero sí concluido, al menos por este año, señor Benett.
—Entonces, hable, si no tiene inconveniente, de aquellas bravas gentes, a las que ha conocido en Dal.
—Bravas gentes, en efecto, señor Benett ¡bravas gentes, y gentes bravas! ¡1.a palabra les conviene en los dos sentidos!
—¡Después de lo que nos han dicho los periódicos, preciso es convenir en que son bien dignos de compasión!
—¡Tiene razón, señor Benett! Nunca he visto a la desgracia perseguir con tal obstinación a unos pobres seres.
—En efecto, señor Hog. Después del asunto desgraciadísimo del Viken, el del abominable Sandgoïst.
—Es verdad, señor Benett.
—En resumen, señor Hog: Hulda Hansen ha hecho bien en entregar el billete a cambio del recibo.
—¿Lo cree así?… ¿Y por qué?
—Porque tocar quince mil marcos, contra la casi certidumbre de no tocar nada…
—¡Ah, señor Benett! —replicó Sylvius Hog—. Como buen comerciante, habla usted como hombre práctico. ¡Pero si se mira desde otro punto de vista, todo esto se convierte en un asunto de sentimiento, y el sentimiento, como comprenderá, no se cotiza!
—Evidentemente, señor Hog; pero permítame que se lo diga: es más que probable que su protegida se hubiera quedado sólo con su sentimiento.
—¿Qué sabe usted?
—¡Pero veamos! ¿Qué representaba aquel billete? ¡Una sola probabilidad de ganar contra un millón!…
—¡En efecto, amigo mío; una probabilidad conrea un millón! ¡Bien poco es, señor Benett, bien poco!
—Así es que después del entusiasmo de los primeros días, se operó la reacción, y, según dicen, Sandgoïst, que sólo había adquirido el billete para especular con él, no ha podido encontrar comprador.
—Así parece, señor Bonert.
—Y sin embargo, si ese maldito usurero llegase a ganar el premio mayor… ¡Eso seria un escándalo!
—¡Un escándalo, seguramente, señor Benett; la palabra no me parece demasiado fuerte; un escándalo!
Hablando así, Sylvius Hog se paseaba a través de los almacenes, puede decirse a través del bazar del señor Benett, tan conocido en Cristianía y en toda Noruega. En efecto: ¿qué es lo que no se encuentra en aquel bazar? Coches de viaje, kariols por docenas, cajas de comestibles, cestos de vinos, tarros de conservas, ropas y utensilios de turistas, hasta guías para conducir a los viajeros hasta las más recónditas aldeas del Finmark, hasta Laponia, hasta el Polo Norte. ¡Y no es esto todo! ¿No ofrece el señor Benett a los aficionados a la historia natural las diversas muestras de piedras y metales del suelo? ¿Los ejemplares más variados de aves, insectos y reptiles de la fauna noruega? ¿Y, lo que conviene saber, dónde se encontraría un surtido de alhajas y dijes del país más completo y más notable que en sus escaparates?
Así es que este caballero es la providencia de los turistas deseosos de visitar la región escandinava. Es el hombre universal, sin el cual no podría pasarse Cristianía.
—Y a propósito, señor Hog —dijo—: ¿ha encontrado en Tinoset el carruaje que me había pedido?
—Al pedírselo, señor Benett, estaba seguro de encontrarlo a la hora convenida.
—Gracias, señor Hog; pero, según su carta, debían ser tres personas.
—Tres, en efecto.
—¿Y esas personas?…
—Llegaron ayer noche con buena salud, y me esperan en el Hotel Victoria, adonde voy a reunirme con ellas.
—¿Acaso son?…
—Precisamente, señor Benett, son… Pero le ruego que no diga una palabra. Tengo interés en que aún no se divulgue su llegada.
—¡Pobre joven!
—Sí…, ¡ha sufrido mucho!
—¿Y ha querido que asista al sorteo de lotería, por más que no posea ya el billete que le había legado su prometido?
—No soy yo quien lo ha querido, señor Benett. Es Ole Kamp, y a usted, como a todo el mundo, no me cansaré de repetir: ¡es preciso cumplir la última voluntad de Ole!
—Evidentemente: lo que usted hace está siempre bien hecho, querido señor Hog.
—¿Cumplimientos, querido señor Benett?
—No; pero hay que convenir en que ha sido una suerte para la familia Plansen el haberle encontrado en su camino.
—Mayor ha sido la mía al haberla encontrado en el mío.
—Veo que sigue conservando su buen corazón.
—Señor Benett, puesto que hay necesidad de tener un corazón, vale más que éste sea bueno, ¿no es así?
¡Y con qué excelente sonrisa acompañó Sylvius Hog esta respuesta al digno comerciante!
—Y ahora, señor Benett —añadió, sonriendo con dulzura—, no crea que he venido a su casa a buscar felicitaciones, no. Otro motivo es el que me trae.
—Estoy a sus órdenes.
—Ya sabrá que, sin la intervención de Joël y de Hulda Hansen, si el Rjukanfos hubiese tenido a bien devolverme, no me hubiera devuelto sino en estado de cadáver, y, por consiguiente, no tendría hoy el placer de verle…
—¡Sí!… ¡sí!… ¡Ya sé! —respondió el señor Benett—. ¡Los periódicos contaron su aventura! ¡Y en verdad, esos valerosos jóvenes merecían ganar el premio mayor!
—Ésa es mi opinión —respondió Sylvius Hog—. Pero, puesto que eso es ahora imposible, no quisiera que mi pequeña Hulda volviese a Dal sin algún regalillo… un recuerdo…
—¡Eso es lo que se llama una buena idea, señor Hog!
—Va, pues, a ayudarme a escoger, entre todas sus riquezas, algo que pueda agradar a una joven.
—Con mucho gusto, señor Hog —respondió Benett.
Rogó al profesor que pasase al almacén reservado a la joyería indígena. Una joya noruega, ¿no es el más hermoso recuerdo que cualquiera puede llevarse de Cristianía y del maravilloso bazar del señor Benett?
Esa fue también la opinión de Sylvius Hog, al cual el complaciente comerciante se apresuró a abrir todos los escaparates.
—Veamos —dijo—: no soy muy entendido, y me atengo a su gusto, señor Benett.
—Ya nos entenderemos, señor Hog —repuso el comerciante.
Había allí todo un surtido de esas joyas suecas y noruegas, de fabricación muy compleja, y que son generalmente más preciosas por el trabajo que por la materia.
—¿Qué es esto? —preguntó el profesor, señalando un objeto que le había llamado la atención.
—Es una sortija de dublé, con colgantes movibles, cuyo sonido es muy agradable —respondió el señor Benett.
—¡Muy bonita! —respondió Sylvius Hog, probándosela en el extremo del dedo meñique—. ¡Ponga aparte esta sortija, señor Benett, y veamos otra cosa!
—¿Pulseras o collares?
—Un poco de todo, si lo permite; un poco de todo. ¡Ah! ¿Y esto?…
—Son róndelas que se llevan pareadas en el corpiño. Vea el efecto del cobre sobre este fondo de lana roja plegada. Es de muy buen gusto, sin alcanzar por eso un alto precio.
—Hermoso, en efecto, señor Benett. Ponga también aparte este adorno.
—Solamente le haré observar, señor Hog, que estas róndelas están absolutamente reservadas al tocado de las recién casadas… el día de la boda… y que…
—¡Por San Olaf! ¡Tiene razón, señor Benett, mucha razón! ¡Pobre fluida! ¡Desgraciadamente, no es Ole quien le hace este regalo; soy yo, y no es a una desposada a quien le voy a ofrecer!…
—¡En efecto, señor Hog!
—Veamos pues, otros objetos que sean del uso de una soltera.
—¡Ah! ¿Esta cruz, señor Benett?
—Es una cruz colgante —dijo—, con discos cóncavos que resuenan a cada movimiento del cuello.
—¡Muy bonita!… ¡Muy bonita!… Sepárela también, señor Benett. Después de que haya registrado todos sus escaparates, haremos nuestra elección…
—Sí, pero…
—¿Todavía un pero?
—Esta cruz es la que llevan las desposadas cuando se dirigen a la iglesia…
—¡Diablo, señor Benett!… ¡Preciso es confesar que no tengo buena mano!
—Eso se debe, señor Hog, a que tengo mayor surtido de joyas para casadas, por ser de lo que más vendo. No debe admirarle.
—Eso no me admira de ningún modo, señor Benett; ¡pero la verdad es que no deja de embarazarme!
—Pues bien: tome el anillo de oro que ha hecho apartar.
—Sí… ese anillo de oro… Hubiera querido, sin embargo —añadió Sylvius Hog—, tomar además algún otro objeto más… ¿cómo diré yo?… más decorativo.
—¡Entonces, no vacile! Tome esta placa de plata afiligranada, cuyas cuatro hileras de cadenitas hacen tan buen efecto en el cuello de una joven. Mire, está sembrada de cuentecitas de cristal fino y adornada de mazorcas de latón en forma de bobinas, con perlas de color en forma de pera. Es uno de los productos más curiosos de la joyería noruega.
—¡Sí!… ¡Sí!… —respondió Sylvius Hog—. ¡Un bonito regalo, pero un poco pretencioso tal vez para mi pobre Hulda! ¡Casi prefiero las róndelas que me ha enseñado antes, y la cruz colgante! ¿Son de tal modo especiales al tocado de boda, que no pueda hacerse con ellas un regalo a una doncella?
—Señor Hog —respondió el señor Benett—, el Storthing, como bien sabe, no ha legislado aún sobre ese punto tan interesante… Esto es, sin duda, una laguna que…
—¡Bueno, bueno, señor Benett, ya arreglaremos eso! ¡Entretanto, me quedo con la cruz y las róndelas!… Después de todo, Hulda puede casarse algún día… ¡Buena y hermosa como es, no le ha de faltar seguramente ocasión de utilizar estos adornos!… ¡Es cosa decidida, los compro, y me los llevo!
—Bien, señor Hog.
—¿Tendremos el gusto de verle en el sorteo, señor Benett?
—Ciertamente.
—Creo que ha de ser cosa interesante. ¿Qué le parece?
—Estoy seguro.
—Entonces, hasta luego, señor Benett.
—Hasta luego, señor Hog.
—¡Calla! —dijo el profesor, indinándose sobre uno de los escaparates—. ¡He aquí dos bonitos anillos que no había visto antes!
—¡Oh! Esos no pueden convenirle, señor Hog. Son los anillos grabados que el pastor coloca en el dedo de los desposados durante la ceremonia…
—¿De veras?… ¡Bah! ¡A pesar de eso, me los llevo! Conque hasta luego, señor Benett, hasta luego.
Sylvius Hog salió, pues, con paso ligero, con paso de veinte años, se dirigió hacia el Hotel Victoria.
Llegado al vestíbulo, percibió desde luego las palabras flat lux, que están escritas como leyenda sobre la lámpara de gas.
—¡Hola! —se dijo—, ¡he aquí un latín de circunstancias! ¡Sí! flat lux… flat lux.
Hulda estaba en su habitación. Sentada cerca de la ventana, esperaba.
El profesor llamo a la puerta, que se abrió enseguida.
—¡Ah. señor Sylvius! —exclamó la joven, levantándose.
—¡Heme aquí! ¡Heme aquí! Pero no se trata del señor Sylvius, mi querida Hulda: se trata del almuerzo, que está ya servido. Tengo un hambre de lobo. ¿Dónde esta Joël?
—En el salón de lectura.
—¡Bueno!… ¡Voy allá!, usted querida niña, baje enseguida a buscarnos.
Sylvius Hog salió de la habitación de Hulda, y fue a reunirse con Joël que le esperaba también desesperado.
El pobre muchacho le mostró el número del Morgen-Blad.
El despacho del comandante del Telégrafo no dejaba ninguna duda sobre la pérdida total del Viken.
—¿Hulda lo ha leído?… —preguntó vivamente el profesor.
—¡No, señor Sylvius —contestó Joël—, no! ¡Vale más ocultarle lo que no tardará mucho en conocer!
—Ha hecho bien, hijo mío… Vamos a almorzar.
Un instante después, los tres estaban sentados ante una mesa particular. Sylvius Hog comía con gran apetito. El almuerzo era excelente, y tenía toda la importancia de una comida.
¡Júzguese! Sopa fría a la cerveza, con rajas de limón, pedazos de canela espolvoreada con pan bazo rallado; salmón en salsa blanca azucarada, ternera cocida, roatsheef vertiendo sangre con una ensalada no aderezada, sino cubierta de especias; dulce de patata, frambuesas, cerezas y avellanas, todo esto remojado con viejo Saint-Julien de Francia.
—¡Excelente!… ¡Excelente! —repetía Sylvius Hog—. ¡Cualquiera se creería en Dal, en la posada de la señora Hansen!…
Y a falta de palabras, por tener la boca demasiado ocupada, sus ojos expresaban su completa satisfacción, sonriendo cuanto los ojos pueden sonreír.
Por más que Joël y Hulda hubiesen querido elevarse a este diapasón, no hubieran podido lograrlo. La pobre joven apenas si tocó su parte de comida.
Cuando se terminó el almuerzo:
—Hijos míos —dijo Sylvius Hog—; evidentemente han hecho mal en no hacer honor a esta agradable cocina. Pero, en fin, yo no podía forzaros. Después de todo, si han almorzado mal, con eso comerán mejor. Creo que esta noche me será difícil hacerles frente. Ahora ha llegado el momento de levantarnos de la mesa.
El profesor estaba ya en pie, y tomaba el sombrero que le presentaba Joël, cuando Hulda, deteniéndole, le dijo:
—Señor Sylvius: ¿continúa teniendo empeño en que le acompañe?
—¿Para asistir al sorteo de la lotería?… Ciertamente que lo tengo; y grande, mi querida hija.
—¡Será tan penoso para mí!…
—¡Muy penoso, convengo en ello! Pero Ole ha querido que estuviese presente en el sorteo, Hulda; y hay que respetar la voluntad de Ole.
Decididamente, esta frase había llegado a ser un refrán en boca de Sylvius Hog.