Cristianía, gran ciudad para Noruega, no sería más que una pequeña villa en Inglaterra o en Francia. Sin los frecuentes incendios que en ella han ocurrido, se mostraría aún tal como fue construida en el siglo XI. En realidad, sólo data del año 1624, época en que la reconstruyó el rey Christian.
De Opsoló, que entonces se llamaba, se convirtió en Cristianía, nombre derivado del de su real arquitecto. Es, pues, una villa regular, de anchas calles frías y rectas, trazadas a tiralíneas, con casas de piedras blancas o ladrillos rojos.
En medio de un hermoso jardín se eleva el palacio real, el Orscarslot, vasta construcción cuadrangular, sin estilo definido, por más que se aproximase al jónico. Aquí y allá aparecen algunas iglesias, en las cuales las bellezas del arte no son para distraer la atención de los fieles. Hay, en fin, varios edificios civiles y establecimientos públicos, sin contar un gran bazar, dispuesto en rotonda, donde van a almacenarse los productos extranjeros e indígenas.
Nada curioso en todo este conjunto. Pero lo que hay que admirar sin reserva es la posición de la ciudad, en medio de aquel circo de montañas de aspecto tan variado, que la envuelven en un marco soberbio. Casi plana en sus barrios ricos y nuevos, no se levanta sino para formar una especie de kasbah, cubierta de casas irregulares, en que vegeta una población poco acomodada, humildes chozas de madera, barracas de ladrillo, cuyos tonos chillones más bien ofenden que encantan la vista.
No hay que figurarse que la palabra kasbah, reservada a las ciudades africanas, no esté muy en su lugar en una ciudad del norte de Europa. ¿No tiene Cristianía en la vecindad del puerto los barrios de Túnez, de Marruecos y de Argel? Y si no se encuentran tunecinos, marroquíes y argelinos, su población flotante no vale mucho más.
En suma: como toda ciudad cuyos pies se bañan en el mar y que levanta su cabeza al nivel de verdes colinas, Cristianía es en extremo pintoresca.
No hay injusticia en comparar su fiordo con la bahía de Nápoles. Como las playas de Sorrento o de Castellammare, sus orillas están cubiertas de villas y chalets semiperdidos entre el verdor casi negro de los pinos, en medio de aquellos ligeros vapores que le dan aquel flou especial a las regiones hiperbóreas.
Sylvius Hog estaba por fin de vuelta en Cristianía. Verdad es que su regreso tenía lugar en condiciones que jamás hubiera podido prever, en medio de un viaje interrumpido. Pero nada había perdido; volvería a emprenderlo otro año.
En aquel momento sólo se trataba de Joël y de Hulda Hansen. Si no les había hecho albergarse en su casa era porque hubiera tenido necesidad de dos habitaciones para recibirlos. Seguramente el viejo Fink y la vieja Kate les habrían dispensado una buena acogida. Pero no habían tenido tiempo para prepararse. Así es que el profesor los había llevado al Hotel Victoria, y los recomendó al dueño muy particularmente. Ahora bien, una recomendación de Sylvius Hog, diputado del Storthing, era cosa de tenerse en cuenta. Pero, a pesar de que el profesor pedía para sus protegidos las atenciones que se hubiesen tenido para con él mismo, se guardó muy bien de dar a conocer sus nombres.
Le parecía muy conveniente guardar, por el momento, el más riguroso incógnito con respecto a Joël y, sobre todo, a Hulda Hansen. Ya se sabe lo mucho que de ella se había ocupado todo el mundo, y presentarla de repente ante la curiosidad pública hubiera sido una molestia para ella. Valía más no decir nada de su llegada a Cristianía.
Habíase convenido en que al día siguiente Sylvius Hog no pasaría a ver a los dos hermanos hasta la hora del almuerzo, es decir, entre once y doce de la mañana.
El profesor tenía, en efecto, algunos asuntos que atender, asuntos que debían ocuparle toda la mañana, y, hasta haberlos terminado, no iría a reunirse con Joël y Hulda.
Desde aquel momento no volvería a separarse de ellos, permaneciendo a su lado hasta que se procediese al sorteo de la lotería, acto que debía celebrarse a las tres.
Joël, en cuanto se levantó, fue a buscar a su hermana.
Hulda, vestida ya, le aguardaba en su habitación.
Con el fin de distraerla un poco de sus pensamientos, que en aquel día debían de ser aún más dolorosos, Joël le propuso pasearse hasta la hora de almorzar.
Hulda, por no desairar a su hermano, aceptó el ofrecimiento que le hacía, y se dirigieron a la ventura a través de la ciudad.
Era domingo. Al contrario de lo que se hace en las ciudades del norte durante los días festivos, en que el número de paseantes es muy restringido, había una gran animación en las calles. No solamente la gente no había abandonado ciudad por el campo, sino que se veía a los campesinos de las cercanías afluir en masa hacia la ciudad.
El ferrocarril del lago Miósen, que sirve los alrededores de la capital, tuvo que organizar trenes especiales. ¡Tantos eran los curiosos, y sobre todo interesados, que atraía aquella popular lotería de las escuelas de Cristianía!
Veíase, pues, mucha gente por las calles, familias completas, hasta pueblos enteros, llegados con la esperanza secreta de no haber hecho un viaje inútil. ¡Júzguese! El millón de billetes había sido vendido, y aun cuando sólo hubiesen de ganar un simple premio de cien o doscientos marcos, ¡cuántas honradas gentes volverían a entrar contentos de la suerte en sus humildes soeters o en sus modestos gaards!
Joël y Hulda, al abandonar el Hotel Victoria, bajaron desde luego hasta los muelles que rodean el este de la bahía. En aquel punto la afluencia era un poco menor, a no ser en los ventorrillos, donde la cerveza y el aguardiente corrían sin cesar, refrescando los gaznates en estado de sed permanente.
Mientras los dos hermanos se paseaban entre los almacenes, las filas de barricas y los montones de toda procedencia, los barcos atracados a la orilla o anclados al largo, atraían más especialmente su atención. ¿No había entre ellos algunos pertenecientes a la matricula de Bergen, adonde el Viken no debía ya volver?
—¡Pobre Ole! —murmuraba Hulda.
Joël quiso llevarla lejos de la bahía, subiendo hacia los barrios de la ciudad alta.
Allí, en las calles, en las plazas, en medio de los grupos, oyeron muchas conversaciones relacionadas con ellos.
—Sí —decía uno—, ¡han llegado hasta ofrecer diez mil marcos por el número 9672!
—¿Diez mil? —respondía otro—. ¡Yo he oído hablar de veinte mil, y aún más!
—¡El señor Vanderbilt, de Nueva York, ha llegado hasta treinta mil!
—Los señores Baring, de Londres, a cuarenta mil.
—¡Y los señores Rothschild, de París, a sesenta mil!
Ya sabemos lo que había que creer de aquellas exageraciones del vulgo. A continuar aquella escala ascendente, los precios ofrecidos hubieran concluido por ser mayores que el importe del premio mayor.
Pero si los noticieros no estaban de acuerdo sobre la cifra de las proposiciones hechas a Hulda Hansen, la muchedumbre se extendía a maravilla para calificar las maquinaciones del usurero de Drammen.
—¡Qué condenado bribón es el tal Sandgoïst: no ha tenido piedad con aquellas desgraciadas gentes!
—¡Oh! Bien conocido es en el Telemark: no es ésta su primera bribonada.
—Dicen que no ha podido revender el billete de Ole Kamp, después de haber pagado por él un buen precio.
—¡No, nadie lo ha querido!
—¡No es de extrañar! En manos de Hulda Hansen el billete era bueno.
—Evidentemente; mientras que en las de Sandgoïst ya no vale nada.
—Me alegro. Tendrá que quedarse con él, y ojalá pierda los quince mil marcos que le ha costado.
—Pero… ¿y si el muy tunante llega a ganar el premio mayor?…
—¡Él! ¿Qué ha de ganar?
—Sería una injusticia de la suerte. De todos modos, que se guarde de venir al sorteo…
—Sí, porque podría jugársele alguna mala pasada.
Tales eran las opiniones emitidas con respecto a Sandgoïst.
Sabemos, por otra parte, que, por prudencia o por cualquier otro motivo, no tenía la intención de asistir al sorteo, puesto que la víspera estaba todavía en su casa de Drammen.
Hulda, sumamente conmovida, y Joël, que sentía estremecerse sobre el suyo el brazo de su hermana, pasaban deprisa, tratando de no oír más, como si temiesen ser aclamados por todos aquellos amigos ignorados con que contaban entre la multitud.
Habían esperado encontrar a Sylvius Hog en su paseo por la ciudad; pero no sucedió así. Algunas palabras, sorprendidas en las conversaciones, les dieron a entender que la vuelta del profesor de Cristianía era ya conocida del público. Desde por la mañana se le había visto marchar con un aire muy atareado, como hombre que no tiene tiempo de preguntar ni de responder, dirigiéndose, ya hacia el puerto, ya hacia las oficinas de la Marina.
Joël hubiera podido preguntar al primer transeúnte dónde vivía el profesor Sylvius Hog, con la seguridad de que se habría apresurado a indicarle su dirección y hasta a llevarle a su casa; pero no lo hizo, por temor de ser indiscreto, y puesto que la cita se había dado para el hotel, lo mejor era dirigirse allí para encontrarle.
Esto es lo que Hulda rogó a Joël que hiciese hacia las diez y media. Se sentía muy fatigada, y todas aquellas conversaciones, a las cuales se hallaba mezclado su nombre, le hacían bastante daño.
Volvió, pues, a entrar en el Hotel Victoria, y subió a su habitación para aguardar la llegada de Sylvius Hog.
En cuanto a Joël, se quedó en la planta baja del hotel, en el salón de lectura. Allí, maquinalmente, ocupó su tiempo en hojear los periódicos de Cristianía.
De repente su rostro palideció, turbóse su mirada, y el periódico que leía se escapó de sus manos…
En un número del Morgen Blad, en las noticias de inar, acababa de leer el despacho siguiente, fechado en Terranova:
«El aviso Telégrafo, llegado al presunto lugar del naufragio del Viken, no ha encontrado vestigio alguno. Sus investigaciones en la costa de Groenlandia no han tenido tampoco éxito. Debe, pues, considerarse desgraciadamente como cierto que no queda ningún superviviente de la tripulación del Viken».