XVI

A la mañana siguiente, el kariol del contramaestre Sengling conducía a Sylvius Hog y a Hulda, sentados a los dos lados de la pequeña caja pintada.

Ya se sabe que no había sitio para Joël: el intrépido muchacho iba a pie, cerca del caballo, que sacudía suavemente la cabeza.

Catorce kilómetros entre Dal y Meel no era cosa que embarazase a este vigoroso andarín.

El kariol seguía, pues, el hermoso valle del Vestfjorddal costeando la ribera izquierda del Maan, valle estrecho y sombrío, regado por mil cascadas saltadoras que caen de varias alturas. A cada vuelta del sinuoso camino se dejaba ver, y se volvía a perder de vista, la cima del Gousta, señalada por dos brillantes manchas de nieve.

El cielo era puro; el tiempo, magnífico. El aire, no muy vivo; el sol, no muy caluroso.

Observación singular: desde que Sylvius Hog había abandonado la casa de Dal, parecía que su figura se había serenado. Sin duda se esforzaba un poco, a fin de que este viaje sirviese, por lo menos, de distracción a los pesares de Hulda y de Joël.

No fue necesario menos de dos horas y media para llegar a Moel, en el extremo del lago Tinn, donde debía detenerse el kariol. No hubiera podido pasar más adelante, a menos de ser un carruaje flotante.

En aquel punto del valle comienza, en efecto, el camino de los lagos: allí se encuentra lo que se llama un vandskyde, es decir, un relevo de agua. Allí, en fin, esperan aquellas frágiles embarcaciones que hacen el servicio del Tinn, tanto en su longitud como en su latitud.

El kariol se detuvo cerca de la pequeña iglesia de la aldea, en la parte inferior de una cascada de más de quinientos pies de altura. Esta cascada, visible solamente en una quinta parte de su curso, se pierde en alguna profunda sima de la montaña, antes de ser absorbida por el lago.

Dos barqueros se encontraban en la punta extrema de la ribera. Una barca de corteza de aliso, cuyo equilibrio, absolutamente inestable, no permite un movimiento de una borda a otra a los viajeros que transporta, estaba dispuesta a desatracar.

El lago aparecía entonces en roda su belleza matinal. El sol a su salida había disipado los vapores de la noche. No se hubiera podido desear día más hermoso de estío.

—¿Está muy fatigado, querido Joël? —preguntó el profesor, cuando hubo bajado del kariol.

—No, señor Sylvius. ¿Acaso no estoy acostumbrado a estos largos paseos a través del Telemark?

—Es verdad. Dígame, ¿sabe cuál es el camino más directo para ir a Cristianía?

—Perfectamente, señor Sylvius. Una vez llegados al extremo del lago, en Tinoset… A pesar de que no sé si encontraremos un kariol, por no haber enviado forbuds para prevenir de nuestra llegada a la posada, como se hace habitualmente en el país…

—Esté tranquilo, amigo mío —respondió el profesor—; he previsto el caso. Mi intención no es obligarle a hacer el camino a pie desde Dal hasta Cristianía.

—¡Si fuese necesario!… —dijo Joël.

—No lo será. Volvamos a nuestro itinerario, y dígame cual es el que va a seguir.

—Pues bien, una vez en Tinoset, señor Sylvius, bordearemos el lago Fol, pasando por Vik y Bolkesjó, a ganar Mose, y de allí a Kongsberg, Hangsund y Drammen. Si viajamos noche y día, no nos será imposible llegar mañana al mediodía a Cristianía.

—¡Muy bien, Joël! Veo que conoce el país, y he aquí, en verdad, un agradable itinerario.

—Es el más corto.

—Pues bien, Joël, me río del más corto, ¿me entiende? —replicó Sylvius Hog—. ¡Sé de otro que no alarga el viaje más que algunas horas! ¡Y ése lo conoce, amigo mío, por más que no hable de él!

—¿Cuál es?

—El que pasa por Bamble.

—¿Por Bamble?

—¡Sí, Bamble! ¡Hágase el ignorante! ¡Bamble, donde vive el granjero Helmboë y su hija Siegfrid!

—¡Señor Sylvius!…

—Ese es el que tomaremos, y, rodeando el lago Fol por d sur, en lugar de rodearlo por el norte, llegaremos al Kongsberg de la misma manera.

—¡Lo mismo, y aun mejor! —respondió Joël sonriendo.

—Gracias por mi hermano, señor Sylvius —dijo la joven.

—¡Y por usted también, Hulda, porque imagino que tendrá gusto de ver, al pasar, a su amiga Siegfrid!

La embarcación estaba dispuesta. Los tres tomaron asiento sobre un montón de verdes hojas, dispuestos a partir.

Los dos barqueros, remando y gobernando a la vez, se internaron en el lago.

A medida que se aleja de la ribera, el lago Tinn comienza a redondearse desde Haskenoés, pequeño gaard de dos o tres casas, construido sobre un promontorio de rocas, al que baña el estrecho fiordo en el cual se vierten apaciblemente las aguas del Maan. El lago se encuentra aún muy encajonado, pero poco a poco, el fondo de las montañas se retira, y no se puede dar cuenta de su altura sino en el momento en que pasa una embarcación por su base, sin parecer mayor que un ave acuática.

Aquí y allá se elevan una docena de islas o islotes, áridos o verdes, con algunas cabañas de pescadores. En la superficie del lago floran troncos de árboles no escuadrados y multitud de trenes de madera procedentes de las vecinas serrerías.

Lo que hizo decir, chanceándose, a Sylvius Hog, por más que no tuviera ganas de bromear:

—¡Si, según nuestros poetas escandinavos, los lagos son los ojos de Noruega, hay que convenir en que Noruega tiene más de una viga en el ojo, como dice la Biblia!

Hacia las cuatro la embarcación llegaba a Tinoset, simple aldea de las menos confortables. Poco importaba, por otra parte. La intención de Sylvius Hog no era detenerse ni siquiera una hora.

Según había dicho a Joël, un vehículo les aguardaba en la ribera. En previsión de este viaje, decidido hacía tiempo en su interior, había escrito al señor Benett, de Cristianía, para que le asegurase los medios de viajar más cómodos y sin retraso.

Por eso el día prefijado se encontraba en Tinoset una vieja carretela con un arca bien provista de comestibles; de modo que este transporte, garantizado para todo el camino, y el alimento igualmente asegurado, les libraba de recurrir a los huevos medio hueros, a la leche cuajada y al pisto de leche y azúcar de los gaards del Telemark.

Tinoset está situado casi al extremo del lago Tinn. Allí, por una preciosa cascada, el Maan se precipita en el valle inferior, donde encuentra su curso regular.

Los caballos, traídos del relevo, estaban ya enganchados, y el coche tomó inmediatamente la dirección de Bamble.

En aquella época era la única manera de recorrer Noruega en general y el Telemark en particular. Y tal vez los ferrocarriles harán echar de menos a los turistas el kariol nacional y las carretelas de Benett.

Huelga decir que Joël conocía perfectamente aquella porción de la bailía, que tantas veces había atravesado entre Dal y Bamble.

Eran las ocho de la noche, cuando Sylvius Hog, el hermano y la hermana llegaron a aquella pequeña localidad.

No les esperaban: no por eso el granjero Helmboë dejó de dispensarles la mejor acogida. Siegfrid abrazó cariñosamente a su amiga, a quien encontró muy pálida a causa de tantos dolores. Durante algunos instantes, las dos jóvenes se quedaron solas, cambiando sus penas.

—Te ruego, querida Hulda —dijo Siegfrid—, que no te dejes abatir por la pena. Yo no he perdido la confianza. ¿Por qué renunciar a toda esperanza de volver a ver a nuestro pobre Ole? Hemos visto por los periódicos que se ocupaban de buscar el Viken. Las investigaciones darán buen resultado… Mira. ¡Estoy segura de que el señor Sylvius espera todavía!… ¡Hulda…, querida mía…, te lo suplico…, no desesperes!

Hulda, por toda respuesta, no hacía más que llorar, y Siegfrid la consolaba y estrechaba contra su corazón.

¡Ah! ¡Qué alegría hubiese reinado en la casa del granjero Helmboë, en medio de aquellas honradas gentes, sencillas y buenas, si todos hubiesen tenido el derecho de ser felices!

—¿Conque van directamente a Cristianía? —preguntó el granjero a Sylvius Hog.

—Sí, señor Helmboë.

—¿Para asistir al sorteo?

—Sin duda.

—¿Y para qué, puesto que el billete de Ole Kamp está ahora en manos del miserable Sandgoïst?

—Ésa es la voluntad de Ole —respondió el profesor—, y es necesario respetarla.

—¡Se dice que el usurero de Drammen no ha podido encontrar quien adquiriese billete que tan caro le costó!

—Así se dice, en efecto, señor Helmboë.

—Me alegro: se encuentra lo que merece ese villano, ese bribón, señor Hog; ¡sí!… ¡ese bribón!… Bien merecido lo tiene.

Naturalmente, hubo que cenar en la granja. Ni Siegfrid ni su padre habrían dejado partir a sus amigos antes de que hubiesen aceptado esta invitación. Pero importaba no retardarse, si se quería ganar durante la noche las horas perdidas por la detención en Bamble.

Hacia las nueve, los caballos del relevo fueron traídos por uno de los mozos del gaard, que se ocupaba en engancharlos.

—¡En mi próxima visita, querido señor Helmboë —dijo Sylvius Hog al granjero—, me quedaré seis horas a la mesa, si lo exige! ¡Pero hoy le pediré el permiso de reemplazar los postres por un buen apretón de manos que me dará, y por un beso que su encantadora Siegfrid dará a mi pequeña Hulda!

Hecho esto se pusieron en camino.

Bajo aquella elevada latitud, el crepúsculo debía prolongarse aún durante algunas horas. El horizonte continuó siendo bastante visible después de la postura del sol, tan pura era la atmósfera.

El camino que conduce de Bamble a Kongsberg, pasando por Hitterdal y la parte sur del lago Fol, es bastante accidentado. De este modo atraviesa toda la porción del Telemark, comunicando entre sí los pueblos, aldeas y gaards de los alrededores.

Una hora después de la partida, Sylvius Hog, sin detenerse, pudo percibir la iglesia de Hitterdal, antiguo edificio muy curioso, cubierto de pináculos que se elevan los unos sobre los otros, sin cuidarse de la regularidad de las líneas. El conjunto es de madera, desde los muros, formados por maderos unidos y tablas sobrepuestas, hasta el extremo del campanario. Este amontonamiento de garitas es, según parece, un monumento venerable y venerado de la arquitectura escandinava del siglo XIII.

La noche vino poco a poco, una de esas noches impregnadas aún de las últimas claridades del día que, hacia la una de la mañana, van a fundirse en las vagas luces del alba que aparece.

Joël, sentado en la delantera, estaba absorto en sus reflexiones.

Hulda permanecía pensativa en el fondo del carruaje.

Sylvius Hog cambió algunas palabras con el postillón, recomendándole que acelerase el paso de sus caballos, y desde entonces sólo se oyó el mido de los cascabeles del tiro, el chasquido del látigo y el rechinar de las ruedas del coche sobre un suelo quebrado.

Marcharon toda la noche sin detenerse. No fue necesario, por tanto, hacer parada en Listhüs, incómoda estación, perdida en medio de un circo de montañas cubiertas de pinos, que circunscribe un segundo perímetro de colinas áridas y salvajes.

Pasaron a Tiness, pequeño gaard pintoresco, algunas de cuyas casas están construidas sobre pilotes de piedra.

La carretela rodaba rápidamente, acompañándola en su marcha el ruido de sus herrajes, la crepitación de sus aflojados pernos y sus distendidos muelles. No hubo que dirigir el menor reproche al viejo conductor, que dormía a medias, agitando las riendas de cuando en cuando. Maquinalmente, aunque sin intención, sacudía algunos latigazos; pero éstos iban siempre a parar al caballo de la izquierda. Esta preferencia se debía a que, si bien el caballo de la derecha le pertenecía, el otro era de propiedad de un vecino suyo del gaard.

A las cinco de la mañana, Sylvius Hog se despertó, estiró los brazos, y pudo respirar con delicia el penetrante perfume de los pinos que embalsamaba la atmósfera.

Estaban en Kongsberg. El carruaje atravesó el puente tendido sobre el Laagen, y fue a detenerse al lado opuesto, después de haber pasado ruidosamente cerca de la iglesia, no lejos de la cascada de Larbro.

—Amigos míos —dijo Sylvius Hog—, si les parece, no haremos más que mudar de tiro aquí. Es aún demasiado temprano para desayunar. Vale más, en mi opinión, no hacer más que una parada formal en Drammen. Allí haremos una buena comida, a fin de economizar los comestibles de Benett.

Convenido esto, el profesor y Joël se contentaron con tomar un vasito de aguardiente en el Hotel de las Minas. Un cuarto de hora después, habiendo llegado los caballos, volvieron a ponerse en camino.

Al salir de la ciudad, el carruaje tuvo que subir una rampa muy escarpada, atrevidamente cortada en el flanco de la montaña. Un instante después, los altos pilónos[3] de las minas de plata de Kongsberg se recortaron en silueta sobre el cielo. Después, todo aquel horizonte desapareció tras una cortina de inmensos bosques de pinos, oscuros y frescos como cuevas, en los cuales no penetraban la luz ni el calor del sol.

La villa de madera de Hangsund proveyó de un nuevo tiro a la carretela. Volvieron a encontrarse anchos caminos, a menudo cerrados por barreras giratorias, que fue preciso hacerse abrir, mediante la suma de cinco o seis skillings.

Región fértil, donde abundaban los árboles, que se asemejaban a sauces llorones con sus ramas doblándose bajo el peso de los frutos. Al acercarse a Drammen, el valle volvió a tornarse de nuevo montañoso.

Al mediodía, la villa, sentada sobre uno de los brazos del fiordo de Cristianía, mostró sus dos interminables calles, flanqueadas de pintadas casas, y su puerto, siempre muy animado, donde las maderadas apenas dejan espacio a los buques de todas clases que vienen a cargar los productos del Norte.

El coche se detuvo ante el Hotel de Escandinavia. El propietario, importante personaje, de barba blanca, de aire doctoral, apareció a la puerta de su establecimiento.

Con la finura de percepción que distingue a los posaderos de todos los países del mundo; dijo:

—No me sorprendería, ciertamente, que estos caballeros y esta señorita quisieran desayunar.

—En efecto, no le sorprenda —respondió Sylvius Hog—, y haga que nos sirvan lo antes posible.

—Al instante.

Al poco rato estuvo dispuesto un almuerzo en realidad muy aceptable. Hubo, sobre todo, un cierto pescado del fiordo, trufado con una hierba perfumada, del que el doctor comió con evidente placer.

A la una y media, el carruaje, con caballos de refresco, se paraba ante el Hotel de Escandinavia, y volvieron a ponerse en camino, subiendo al trote corto la calle Mayor de Drammen.

Al pasar junto a una casa baja, de aspecto poco atractivo, que contrastaba con el color alegre de las casas vecinas, Joël no pudo retener un movimiento de repulsión.

—¡Sandgoïst! —exclamó.

—¡Ah! ¿Es ése el señor Sandgoïst? —dijo Sylvius Hog—. La verdad es que no tiene muy buena cara.

Era Sandgoïst, fumando junto a su puerta. ¿Reconoció a Joël sentado en la delantera? No se sabe, porque el cochero pasó rápidamente entre las pilas de maderos y montones de tablas. Al otro lado de un camino adornado con serbales cargados de sus frutos de coral, el tiro se lanzó a través de un espeso bosque de pinos, que rodea el Valle del paraíso, magnífica depresión del suelo, con sus lejanos bancos que se extienden hasta los últimos límites del horizonte.

Centenares de colinas aparecieron entonces, coronadas la mayor parte por una villa o un gaard. Después, al acercarse la noche, cuando el carruaje comenzó a descender hacia el mar, bordeando anchas praderas, las granjas mostraron sus casas de un rojo vivo, que se destacaba con dureza sobre la verdinegra cortina de los árboles.

Por fin, los viajeros alcanzaron el fiordo mismo de Cristianía, con su cuadro de pintorescas colinas, sus innumerables caletas, sus puerrecitos en miniatura, y sus pies de madera, adonde vienen a atracar las embarcaciones de la bahía y los vapores ómnibus.

A las nueve de la noche, aún muy de día en aquella latitud, la vieja carretela entraba en la ciudad, no sin estrépito, siguiendo las calles ya desiertas.

Según la orden dada por Sylvius Hog, fue a detenerse ante el Hotel Victoria. Allí bajaron Hulda y Joël, para ocupar sus habitaciones, reservadas de antemano.

Después de una afectuosa despedida, el profesor se dirigió a su vieja casa, donde su vieja criada, Kate, y su viejo servidor, Fink, le aguardaban con no menos vieja impaciencia.