Al día siguiente, Sylvius Hog volvió a Dal por la tarde. Nada dijo de su viaje. Nadie supo que había ido a Bergen. Mientras las indagaciones comenzadas no diesen un resultado cualquiera, quería abstenerse de hablar a la familia Hansen. Toda carta o despacho que viniese de Bergen o de Cristianía, debía serle dirigido personalmente a la posada, donde se proponía esperar los acontecimientos. ¿Seguía esperando? ¡Sí! Pero, era necesario confesarlo, su esperanza era sólo un presentimiento.
Desde su vuelta, el profesor supo que algo grave había ocurrido durante su ausencia. La actitud de Joël y de Hulda indicaba claramente que había tenido lugar una explicación entre ellos y su madre. ¿Había ocurrido alguna nueva desgracia a la familia Hansen?
Esta sospecha afligió profundamente a Sylvius Hog. Sentía por ambos hermanos un afecto tan paternal, que no hubiera sido mayor si se tratase de sus propios hijos. ¡Cómo los había echado de menos durante la corta ausencia, y, tal vez, cuánta falta les había hecho!
—¡Ellos hablarán! —se dijo—. ¡Será necesario que hablen! ¿Acaso no soy de la familia?
¡Sí! Sylvius Hog se creía ahora con el derecho de intervenir en la vida privada de sus jóvenes amigos; de saber por qué Joël y Hulda parecían más desgraciados de lo que eran en el momento de su partida.
No tardó en saberlo.
En efecto, ambos no deseaban sino confiarse al excelente hombre, a quien también amaban con afecto filial. Esperaban, por decirlo así, que les preguntase. Después de dos días, se habían sentido de tal modo abandonados, tanto más cuanto que Sylvius Hog no les había dicho adonde iba. ¡No! Jamás se les habían hecho tan largas las horas.
Para ellos esta ausencia no podía relacionarse con las indagaciones del Viken, y no les había venido al pensamiento el que Sylvius Hog hubiera querido ocultar este viaje para evitarles una suprema desilusión, en el caso de no tener éxito en sus gestiones.
Y ahora, ¡cuán necesaria les era su presencia! Tenían necesidad de verle, de tomar sus consejos, de oír su voz, siempre tan afectuosa, tan consoladora.
Pero ¿se atreverían a decir lo que había pasado entre ellos y el usurero de Drammen, y cómo la señora Hansen había comprometido el porvenir de la casa? ¿Qué pensaría Sylvius Hog cuando supiese que el billete no estaba en poder de Hulda, que la señora Hansen lo había empleado para librarse de su implacable acreedor?
Iba a saberlo, sin embargo. ¿Quién empezó a hablar? ¿Sylvius Hog, o Joël y Hulda? No se sabe. Pero poco importa. Lo cierto es que el profesor estuvo muy pronto al corriente del asunto. Supo cuál había sido la situación de la señora Hansen y de sus hijos. En quince días el usurero les hubiese arrojado de la posada de Dal, si la deuda no hubiese sido satisfecha por la cesión del billete.
Sylvius Hog había escuchado esta triste narración que le hizo Joël en presencia de su hermana.
—¡No era necesario deshacerse del billete! —gritó de repente—. ¡No!… No era necesario.
—¿Podía negarme, señor Sylvius? —respondió la joven, profundamente turbada.
—¡No!… Sin duda no podía… Y, sin embargo… ¡Ah! ¡Si hubiese estado aquí!
¿Y qué habría hecho, si hubiese estado allí, el profesor Sylvius Hog?
No dijo nada, y replicó:
—¡Sí, mi querida Hulda, sí, Joël! En suma, han hecho lo que debían hacer. Pero lo que me encoleriza es que sea Sandgoïst el que aproveche la supersticiosa preocupación del vulgo. Si se atribuye al billete del pobre Ole un valor sobrenatural, él es quien lo va a explotar. Y sin embargo, creer que este número 9672 sea necesariamente favorecido por la suerte, es ridículo, absurdo. En fin, para concluir, yo tal vez no hubiera dado el billete. Después de haberlo negado a Sandgoïst, Hulda hubiera hecho mejor en negárselo a su madre.
Los dos hermanos no pudieron responder nada a todo lo que acababa de decir Sylvius Hog. Entregando el billete a la señora Hansen, Hulda había obedecido a un sentimiento filial, del que no se la podía censurar. El sacrificio a que se había resuelto no era el de las probabilidades más o menos dudosas que representaba aquel billete en el sorteo de la lotería de Cristianía; era el sacrificio de la última voluntad de Ole Kamp: era el abandono del último recuerdo de su prometido.
En fin, no había ya que hablar de ello; Sandgoïst tenía el billete, le pertenecía. Lo pondría a subasta. ¡Un malvado usurero iba a hacer dinero con la conmovedora despedida del náufrago!
¡No! Sylvius Hog no podía hacerse a tal idea.
Así que aquel mismo día quiso tener, con este motivo, una conversación con la señora Hansen, conversación que no podía cambiar en nada el estado de las cosas, pero que era necesaria entre ellos.
Se encontró, por otra parte, frente a una mujer muy práctica, que, a no dudarlo, tenía mejor sentido que corazón.
—¿Conque es decir que me censura, señor Hog? —dijo, después de haber dejado al profesor hablar a su gusto.
—Ciertamente, señora Hansen.
—Si me reprocha por haberme lanzado imprudentemente en malos negocios, de haber comprometido la fortuna de mis hijos, tiene razón. Pero si me reprocha por haber obrado como lo he hecho, para librarme de un compromiso, es injusto conmigo. ¿Qué tiene que responder a esto?
—Nada.
—¿Acaso era de rehusar la oferta de Sandgoïst, que, después de todo, ha pagado quince mil marcos por la cesión de un billete, cuyo valor no se basa en nada? Se lo vuelvo a preguntar, ¿era necesario rehusar?
—Sí y no, señora Hansen.
—No es sí y no, señor Hog; es no. En la situación que conoce, si el porvenir no hubiese sido tan amenazador —por mi falta, convengo en ello—, hubiera comprendido la negativa de Hulda… ¡Sí!… Hubiera comprendido que no quisiera ceder por ningún precio el billete que había recibido de Ole Kamp. Pero cuando se trataba de ser arrojados dentro de algunos días de una casa donde mi marido ha muerto, en que mis hijos han nacido, no lo comprendo, y usted mismo, señor Hog, en mi lugar, habría hecho otro tanto.
—¡No, señora Hansen, no!
—¿Y qué hubiera hecho?
—Habría intentado todo, antes de sacrificar el billete que mi hija había recibido en semejantes circunstancias.
—¿Estas circunstancias lo hacen, pues, mejor?…
—Ni usted ni yo ni nadie lo sabemos.
—Lo sé, por el contrario, señor Hog. Este billete no es más que un papel que tiene novecientas noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve probabilidades de perder, contra una de ganar. ¿Le atribuye, pues, más valor del que tiene porque haya sido encontrado en una botella recogida en el mar?
A esta pregunta tan precisa, Sylvius Hog no supo qué contestar. Así que volvió al aspecto sentimental del asunto, diciendo:
—La situación es la siguiente: Ole Kamp, en el momento del naufragio, ha legado a Hulda el único bien que le quedaba en el mundo. Le ha recomendado que se encuentre presente, con el billete, el día del sorteo, si por alguna dichosa casualidad llegaba a sus manos…; y ahora ese billete ya no está en manos de Hulda.
—Si Ole Kamp hubiese estado de vuelta —respondió la señora Hansen—, no habría vacilado en ceder su billete a Sandgoïst.
—Es posible —replicó Sylvius Hog—; pero sólo él tenía el derecho de cederlo. ¿Y qué le responderá, si no ha muerto, si no ha perecido en este naufragio… si volviese… mañana… hoy mismo?
—Ole no volverá —respondió la señora Hansen, con voz sorda—. ¡Ole ha muerto, señor Hog, y bien muerto!
—¿Y qué sabe usted señora Hansen? —gritó el profesor, con un acento de convicción verdaderamente extraordinario—. ¿Sabe que se han empezado indagaciones con el objeto de encontrar algún superviviente del naufragio? Pueden dar resultado, sí, aun antes de que tenga lugar el sorteo de esta lotería. No tiene, pues, derecho a creer que Ole Kamp ha muerto, hasta que tenga pruebas evidentes de que ha perecido en la catástrofe del Viken. Si ahora no hablo con esta seguridad a sus hijos, es porque no quiero darles una esperanza que puede traer muy dolorosas decepciones. Pero a usted, señora Hansen, le digo lo que pienso. ¡Y que Ole haya muerto, no! ¡No puedo creerlo! ¡No… no quiero creerlo!… ¡No, no lo creo!
La señora Hansen no podía luchar con el profesor en el terreno a que había sido llevada la discusión. Así es que guardaba silencio, y aquella noruega, algo supersticiosa en el fondo, bajaba la cabeza, como si Ole Kamp hubiese estado a punto de aparecer ante ella.
—De todos modos, señora Hansen —replicó Sylvius Hog—, antes de disponer del billete de Hulda, había una cosa muy sencilla que hacer, y que usted no ha hecho.
—¿Cuál es, señor Hog?
—Era necesario que se dirigiera primeramente a sus amigos, a los amigos de su familia. No se hubieran negado, indudablemente, a venir en su ayuda, bien sustituyendo a Sandgoïst en su crédito, o bien adelantándole la suma necesaria para pagarlo.
—¡Yo no tengo amigos, señor Hog, a los que pueda pedir este servicio!
—Sí los tiene, señora Hansen, y conozco por lo menos a uno que lo hubiese hecho sin titubear, y como un acto de reconocimiento.
—¿Y quién es?
—Sylvius Hog, diputado del Storthing.
La señora Hansen no pudo responder nada, y se contentó con inclinarse turbada delante del profesor.
—Pero lo hecho, hecho está, desgraciadamente —añadió Sylvius Hog—. Le agradeceré mucho, señora Hansen, que no diga a sus hijos nada respecto de esta conversación, de la cual debemos no volvernos a ocupar.
Y los dos se separaron.
El profesor había vuelto a su vida habitual y comenzó sus paseos diarios. Durante algunas horas visitaba con Joël y Hulda las cercanías de Dal, pero sin alejarse mucho, con el fin de no fatigar a la joven. Cuando volvía a su habitación, se ocupaba de la correspondencia, que no dejaba de ser importante. Escribía carta sobre carta a Bergen y a Cristianía. Estimulaba el celo de todos los que concurrían a la buena obra de buscar el Viken. Su existencia se encontraba en este único pensamiento: ¡Encontrar a Ole, encontrar a Ole!
Hasta creyó deberse ausentar durante veinticuatro horas, por un motivo que sin duda debía relacionarse con aquel negocio que tanto interesaba a la familia Hansen. Pero guardó, como siempre, un secreto absoluto sobre lo que hacía o hacía hacer acerca de este asunto.
Entretanto, la salud de Hulda, tan duramente castigada, no se restablecía sino muy lentamente. La pobre joven no vivía más que del recuerdo de Ole, y la esperanza que mezclaba a veces a este recuerdo se debilitaba día a día. Y sin embargo, tenía entonces a su lado los dos seres a quienes más amaba en el mundo, y uno de ellos no cesaba de animarla. Pero ¿bastaba esto? ¿No sería necesario distraerla a todo trance? ¿Y cómo arrancarla de estos pensamientos, a los que consagraba toda su alma, estos pensamientos, que la unían como por una cadena al naufragio del Viken?
Así se llegó al 12 de julio.
Dentro de cuatro días debía llevarse a cabo el sorteo de las Escuelas de Cristianía.
La especulación intentada por Sandgoïst había llegado a conocimiento del público. Por sus cuidados, los periódicos habían anunciado que el «célebre y providencial billete», que llevaba el número 9672, había pasado a manos del señor Sandgoïst, de Drammen, y que este billete, puesto en venta, pertenecería al que más ofreciese. Y si el señor Sandgoïst era el poseedor indudable del dicho billete, es porque lo había comprado muy caro a Hulda Hansen.
Se comprende que este anuncio no podía menos de rebajar singularmente a la joven en la estimación pública. ¡Qué! ¿Hulda, seducida por un alto precio, se había decidido a vender el billete del náufrago del Viken, el billete de su prometido Ole Kamp?
¡Había hecho dinero con este último y triste recuerdo!
Pero una nota, publicada muy a tiempo en el Morgen-Blad, puso a los lectores al corriente de lo que había pasado. Se supo de qué naturaleza había sido la intervención de Sandgoïst, y cómo el billete se encontraba en sus manos.
La reprobación pública cayó entonces sobre el usurero de Drammen, sobre aquel acreedor sin alma, que no había temido utilizar en su provecho las desgracias de la familia Hansen.
Y entonces ocurrió que, como por un acuerdo general, las ofertas que se habían hecho cuando Hulda poseía todavía el billete, no se renovaron con respecto al nuevo poseedor. Parecía que dicho billete no tenía ya el valor excesivo que se le atribuía desde que Sandgoïst lo había manchado con su contacto.
De modo que Sandgoïst había llevado a cabo un negocio muy malo, y corría el riesgo de quedarse con el famoso número 9672.
Huelga decir que ni Hulda ni el mismo Joël estaban al corriente de lo que se decía, felizmente. Les hubiera sido muy penoso verse mezclados en aquel enojoso asunto, que había tomado un carácter tan mercantil en manos del usurero.
El 12 de julio, hacia el mediodía, llegó una carta dirigida al profesor Sylvius Hog.
Aquella carta, enviada por la Marina, contenía otra, que estaba fechada en Christiansand, pequeño puerto situado a la entrada del golfo de Cristianía.
Sin duda no decía nada de nuevo a Sylvius Hog, porque la metió en su bolsillo, y no habló ni a Joël ni a su hermana.
Solamente, en el momento de retirarse a su habitación, dando las buenas noches, dijo:
—Lo saben, hijos míos; dentro de tres días se celebrará el sorteo. ¿Piensen asistir a él?
—¿Para qué, señor Sylvius? —respondió Hulda.
—Sin embargo —respondió el profesor—; Ole quería que su prometida asistiese, hizo expresa recomendación en las últimas líneas que le escribió, y creo que es necesario cumplir la última voluntad de Ole.
—Pero el billete no lo tiene ya Hulda —respondió Joël—; ¿y quién sabe a qué manos habrá ido a parar?
—No importa —respondió Sylvius Hog—. Quiero, pues, que los dos me acompañen a Cristianía.
—¿Lo quiere, señor Sylvius? —respondió la joven.
—No soy yo, querida Hulda; es Ole el que lo quiere, y es necesario obedecer a Ole.
—Hermana, el señor Sylvius tiene razón —respondió Joël—. ¡Sí! Es necesario. ¿Cuándo quiere partir, señor Sylvius?
—Mañana, al amanecer, ¡y que San Olaf nos proteja!