XIV

El mismo día en que Sylvius Hog había abandonado Bergen, ocurrió una grave escena en la posada de Dal.

Después de la partida del profesor, hubiérase dicho que el buen genio de Hulda y de Joël se había llevado, con su última esperanza, la vida entera de aquella desgraciada familia.

Era como una casa muerta que Sylvius Hog dejaba tras de sí.

Durante aquellos dos días no llegó a Dal ningún turista. Joël no tuvo, pues, ocasión de ausentarse, y pudo permanecer al lado de Hulda, a quien hubiera sentido mucho dejar sola.

En efecto, la señora Hansen estaba cada día más dominada por sus secretas inquietudes. Parecía haberse desligado de todo lo que tenía relación con sus hijos, hasta con la pérdida del Viken. Vivía aparte, retirada en su habitación, presentándose sólo a la hora de las comidas. Pero cuando dirigía la palabra a Hulda o a Joël, era siempre para hacerles reproches directos o indirectos con respecto al billete de lotería, del que no querían deshacerse a ningún precio.

No habían cesado de producirse las ofertas. Llegaban de todas las partes del mundo. Era como una locura que se había apoderado de ciertos cerebros. ¡No! No era posible que el tal billete no estuviese predestinado para ganar el premio de cien mil marcos.

¡Parecía que no había más que un número en aquella lotería, y aquel número era el 9672!

El inglés de Manchester y el americano de Boston llevaban, como siempre, la ventaja. El inglés había conseguido sobrepujar a su rival en algunas libras. Pero a su vez fue muy pronto adelantado en muchos centenares de dólares. La última puja era de ocho mil marcos, lo que no podía explicarse sino por una verdadera monomanía, a menos que se tratase de una cuestión de amor propio entre América y Gran Bretaña.

Hulda respondía negativamente a todas aquellas proposiciones, por ventajosas que fuesen lo que acabó por provocar las más amargas recriminaciones de la señora Hansen.

—¿Y si yo te ordenase ceder ese billete? —dijo un día a su hija—. ¡Sí, si yo te lo ordenase!

—Madre, con harto sentimiento, con la mayor desesperación, me vería obligada a responderte con una negativa.

—¿Y si fuera absolutamente preciso?

—¿Por qué había de serlo? —preguntó sorprendido Joël.

La señora Hansen nada replicó. Ante aquella pregunta tan claramente hecha, se puso intensamente pálida, y se retiró, murmurando palabras ininteligibles.

—¡Aquí hay algo grave —dijo Joël—; y debe de ser algún asunto entre nuestra madre y Sandgoïst!

—Sí, hermano, hay que temer complicaciones enojosas para el porvenir.

—¡Mi pobre Hulda! ¿Acaso no hemos sufrido bastante desde hace algunas semanas? ¿Qué nueva catástrofe puede amenazarnos todavía?

—¡Ah! ¡Cuánto tarda en volver el señor Sylvius! —dijo Hulda—. Cuando él está aquí, me siento menos desesperada…

—Y sin embargo, ¿qué podría hacer por nosotros? —respondió Joël.

¿Pero qué existía en el pasado de la señora Hansen que no quisiese confiar a sus hijos? ¿Qué amor propio malentendido le impedía decirles el motivo de sus inquietudes? ¿Tenía algún reproche que hacerse? Por otra parte, ¿por qué aquella presión que quería ejercer sobre su hija a propósito del billete de Ole Kamp y del valor que había alcanzado? ¿De dónde procedía el que se mostrase tan ávida por realizarlo? Hulda y Joël iban por fin a saberlo.

El 4 de julio, por la mañana, Joël había llevado a su hermana a la capillita donde Hulda iba todos los días a rogar por el desgraciado náufrago.

Allí aguardaba a que terminase sus oraciones, para volver a acompañarla hasta casa.

Aquel día, a su vuelta, percibieron de lejos, bajo los árboles, a la señora Hansen, que marchaba rápidamente, dirigiéndose hacia la posada.

No estaba sola. Un hombre la acompañaba; un hombre que debía hablar en alta voz, y cuyos gestos parecían ser imperiosos.

Hulda y su hermano se detuvieron súbitamente.

—¿Quién es ese hombre? —dijo Joël.

Hulda dio algunos pasos más.

—Le reconozco —dijo.

—¿Le reconoces?

—Sí, es Sandgoïst.

—¿Sandgoïst de Drammen, el que vino ya a casa durante mi ausencia?

—¡Sí!

—¿Y que se conducía como dueño, como si tuviese derechos sobre nuestra madre… sobre nosotros tal vez?…

—El mismo, Joël; y sin duda vuelve hoy para ejercer esos derechos…

—¿Y cuáles son?… ¡Ah!… ¡Esta vez yo sabré cuál es la pretensión de ese hombre…!

Joël se contuvo, no sin trabajo, y, seguido de su hermana, fue a colocarse un poco separado del camino.

Algunos minutos después, la señora Hansen y Sandgoïst llegaban a la puerta de la posada. Sandgoïst entraba el primero.

La puerta se cerraba tras ellos, y ambos se instalaban en el salón.

Joël y Hulda se acercaron a la casa, donde resonaba la voz irritada de Sandgoïst. Se detuvieron, y escucharon. La señora Hansen hablaba entonces, pero en tono suplicante.

—Entremos —dijo Joël.

Y ambos. Hulda con el corazón oprimido, Joël temblando de impaciencia y de cólera, entraron en el salón, cuya puerta volvieron a cerrar cuidadosamente.

Sandgoïst estaba sentado en el sillón, del que ni aun se movió al percibir a los dos hermanos, contentándose tan sólo con volver la cabeza y mirarlos por encima de sus anteojos.

—¡Ah! ¡He aquí a la encantadora Hulda, si no me equivoco! —dijo, con un tono que desagradó a Joël.

La señora Hansen estaba de pie ante aquel hombre en actitud humilde y temerosa. Pero al ver a sus hijos se irguió apresuradamente, y pareció muy contrariada con su presencia.

—¿Su hermano, sin duda? —añadió Sandgoïst, designando a Joël.

—Sí, su hermano —respondió éste.

Y avanzando unos pasos hasta encontrarse junto al sillón:

—¿Qué es lo que desea? —preguntó.

Sandgoïst le dirigió una malévola mirada, y con su voz dura y antipática, sin levantarse:

—Voy a decírselo, joven —dijo—. Llega a tiempo. Tenía ganas de hablarle, y si su hermana es razonable, acabaremos por entendernos. Pero siéntese, y usted también, jovencita.

Sandgoïst les invitaba a sentarse, como si estuviese en su casa.

Joël se lo hizo observar.

—¡Ah! ¡Ah! ¿Eso le molesta? ¡Diablo! ¡He aquí un mancebo que no tiene aire acomodaticio!

—Así es en verdad —replicó Joël—, y que no acepta los cumplimientos sino de aquellos que tienen el derecho de dirigírselos.

—¡Joël! —dijo la señora Hansen.

—¡Hermano!… ¡Hermano!… —añadió Hulda con suplicante mirada.

Éste hizo un violento esfuerzo para dominarse, y, a fin de no ceder a la tentación de arrojar a la calle a aquel grosero personaje, se retiró a un rincón de la sala.

—¿Puedo hablar ahora? —preguntó entonces Sandgoïst.

Un signo afirmativo de la señora Hansen fue toda la contestación que obtuvo. Pero parece que fue suficiente.

—He aquí de qué se trata —dijo—; ruego a los tres que me escuchen atentamente, pues no me gusta repetir mis palabras.

Según se ve, se explicaba como hombre que se cree con el derecho de imponer su voluntad a los demás.

—He sabido por los periódicos —añadió—, la aventura de un tal Ole Kamp, joven marino de Bergen, y de un billete de lotería que ha enviado a su prometida.

Hulda, en el momento en que su buque, el Viken, iba a naufragar. He sabido igualmente que, entre el vulgo, se miraba ese billete como sobrenatural, en razón de las extraordinarias circunstancias en que se había encontrado. He sabido, además, que se le atribuye un valor especial en las probabilidades del sorteo. En fin: he sabido que se han hecho a Hulda proposiciones muy ventajosas para la cesión del billete.

Callóse por un momento. Después añadió:

—¿Es cierto todo eso?

La respuesta a esta última pregunta se hizo esperar algún tiempo.

—¡Sí!… Es cierto —dijo por fin Joël—. ¿Y qué más?

—Helo aquí: mi opinión es que todas esas ofertas reposan sobre una suposición absurda. Pero no por eso han dejado de producirse, y supongo que irán creciendo a medida que se acerque el día del sorteo. Ahora bien: yo soy un comerciante. Veo en esto un negocio que me convendría tomar por mi cuenta, y salí ayer de Drammen para venir a Dal, a fin de tratar de la cesión de ese billete, y rogar a la señora Hansen que me dé la preferencia sobre los demás postores.

Hulda iba a responder a Sandgoïst como lo había hecho a todas las demandas de aquel género, por más que no se hubiese dirigido directamente a ella, cuando Joël la detuvo.

—Antes de responder al señor Sandgoïst —dijo—, le preguntaré si sabe a quién pertenece el billete.

—A Hulda Hansen, según creo.

—Pues a Hulda Hansen es entonces a quien hay que preguntar si está dispuesta a deshacerse de él.

—¡Hijo mío! —dijo la señora Hansen.

—Déjame acabar, madre —replicó Joël—. ¿El billete no pertenecía legítimamente a nuestro primo Ole Kamp, y Ole Kamp no tenía el derecho de legarlo a su prometida?

—Incontestablemente —respondió Sandgoïst.

—Luego a Hulda Hansen hay que dirigirse para obtenerlo.

—Sea, señor formalista —respondió Sandgoïst—. Pido, pues, a Hulda me ceda el billete señalado con el número 9672, legado por Ole Kamp.

—Señor Sandgoïst —respondió la joven, con voz firme—: muchas proposiciones se me han hecho respecto a ese billete, pero inútilmente. Le respondo lo mismo que he respondido hasta aquí. Si mi prometido me ha dirigido ese billete con su último adiós, es porque ha querido que yo lo guarde, no que lo venda. No puedo, pues, deshacerme de él a ningún precio.

Dicho esto, Hulda se disponía a retirarse, considerando que la entrevista, por lo que a ella se refería, debía quedar terminada con su negativa formal.

A un gesto de su madre, se detuvo.

Un movimiento de despecho que ésta no pudo reprimir, indicó la contrariedad que experimentaba, y Sandgoïst, por el fruncimiento de sus cejas y el brillo de su mirada, dejó ver que la cólera empezaba a apoderarse de él.

—¡Sí! Quédese, Hulda —dijo—. Ésa no puede ser su última palabra, y si insisto es porque tengo el derecho de insistir. Pienso, por otra parte, que me he explicado mal, o, más bien, que no me ha comprendido. Cierto es que las probabilidades de ese billete no han aumentado porque la mano de un náufrago lo haya encerrado en una botella que ha sido recogida con la mayor oportunidad; pero no hay que razonar con el entusiasmo del vulgo. No hay duda de que muchos han deseado ser sus poseedores. Se han ofrecido muchos para comprarlo, y es evidente que seguirán ofreciéndose aún. Lo repito: esto se presenta como un negocio, y un negocio es lo que vengo a proponerle.

—Algún trabajo le ha de costar entenderse con mi hermana, caballero —respondió irónicamente Joël—. ¡Cuando dice: «negocio», ella le responde «sentimiento»!

—Palabras…, palabras… —respondió Sandgoïst—. Cuando mi explicación quede terminada, verá que si, para mí, es un negocio ventajoso, también lo es para ella, y aun me atreveré a decir que para su madre, la señora Hansen, que se encuentra directamente interesada.

Joël y Hulda se miraban: ¿iban a saber lo que la señora Hansen les había ocultado hasta entonces con tanto cuidado?

—Continúo —dijo Sandgoïst—. Yo no he pretendido ni pretendo que ese billete me sea cedido por el precio que le ha costado a Ole Kamp. ¡No!… Con razón, o sin razón, ha adquirido cierto valor mercantil, y estoy dispuesto a hacer un sacrificio para poseerlo.

—Se le ha dicho —replicó Joël— que Hulda ha rechazado ya proposiciones superiores a todo cuanto pudiera usted ofrecer…

—¡Proposiciones superiores! —exclamó Sandgoïst—. ¿Y qué sabe usted?

—Además, sean las que sean, mi hermana las rechaza, y yo apruebo su conducta.

—Veamos: ¿con quién tengo que entenderme, con Joël o con Hulda Hansen?

—Mi hermana y yo no somos más que uno —respondió Joël—. ¡Sépalo, señor, ya que aparenta ignorarlo!

Sandgoïst, sin mostrarse molesto, hizo un movimiento de hombros, y como hombre seguro de sus argumentos añadió:

—Cuando he hablado de un precio a cambio del billete, hubiera debido decir que he de ofrecerle ventajas tales, que, en interés de su familia, Hulda no podrá rechazarlas.

—¿Está seguro?

—¡Y ahora, joven, sepa que no he venido a Dal para rogar a su hermana que me ceda su billete! ¡No! ¡Mil diablos! ¡No!

—¿Qué pide entonces?

—¡Yo no pido, exijo… quiero!…

—¿Y con qué derecho —gritó Joël—; con qué derecho usted, un extraño, osa hablar así en casa de mi madre?

—Con el derecho que tiene todo hombre —respondió Sandgoïst— de hablar cuando le place y como le place cuando está en su casa.

—¡En su casa!

Joël, en el colmo de la indignación, se dirigió hacia Sandgoïst, que, aunque no se espantaba con facilidad, se había levantado precipitadamente del sillón.

Pero Hulda contuvo a su hermano, mientras la señora Hansen, con la cabeza oculta entre sus manos, retrocedía hasta el otro extremo del salón.

—¡Hermano… mírala!… —gritó la joven.

Joël se detuvo de repente. La vista de su madre había paralizado su furor. Todo, en su actitud, revelaba hasta qué punto la señora Hansen estaba en poder de Sandgoïst.

Éste recobró la ventaja al ver vacilar a Joël, y volvió despacio al sitio que anteriormente ocupaba.

—¡Sí, en su casa! —gritó con voz más amenazadora todavía—. Después de la muerte de su marido, la señora Hansen se ha entregado a especulaciones que no han tenido buen resultado. Ha comprometido la escasa fortuna que al morir había dejado su padre. Ha tenido que tomar dinero en casa de un banquero de Cristianía, Falta de recursos, ha hipotecado esta casa en garantía de una suma de quince mil marcos que le ha sido prestada mediante una obligación en toda regla, obligación que yo, Sandgoïst, he comprado a su acreedor. Esta casa, pues, será la mía, y muy pronto, si no se me paga el día del vencimiento.

—¿Cuándo vence el plazo? —preguntó Joël.

—El 20 de julio, dentro de dieciocho días —respondió Sandgoïst—. Y aquel día, le agrade o no, estaré aquí en mi casa.

—Si no ha sido reembolsado antes de esa fecha —repuso Joël—. Entretanto, le prohíbo que continúe hablando como hasta aquí delante de mi madre y de mi hermana.

—¡Me prohíbe… a mí!… —gritó Sandgoïst—. ¿Y su madre me lo prohíbe también?

—¡Habla, madre! —dijo Joël, dirigiéndose a su madre y procurando separar sus manos de su rostro.

—¡Joël!… ¡Hermano!… —gritó Hulda—. ¡Por piedad hacia ella… te lo suplico… cálmate!

La señora Hansen, con la cabeza inclinada, no se atrevía a mirar a su hijo. ¡Era demasiado cierto! Algunos años después de la muerte de su marido había intentado aumentar su fortuna, entregándose a especulaciones aventuradas. El poco dinero de que disponía se había disipado prontamente.

Fue necesario recurrir a préstamos ruinosos. Y al presente, una escritura de hipoteca sobre su casa había pasado a manos de aquel Sandgoïst, de Drammen, un hombre sin corazón, un usurero bien conocido y detestado en el país. La señora Hansen le había visto por primera vez el día que había venido a Dal a fin de conocer el valor de la posada.

Éste era, pues, el secreto que pesaba sobre su vida. Ésta la explicación de su actitud y su retraimiento, cual si hubiera querido ocultarse de sus hijos. Esto, en fin, lo que nunca había querido decir a aquellos cuyo porvenir había comprometido. Hulda apenas se atrevía a creer en lo que acababa de oír.

¡Sí! Sandgoïst era dueño de imponer su voluntad. El billete que hoy quería poseer no tendría ningún valor dentro de quince días, y el no entregarlo sería la ruina, la casa vendida, la familia Hansen sin domicilio, sin recursos… En una palabra: la miseria.

Hulda no se atrevía a mirar a su hermano. Pero éste, cegado por la cólera, no quiso oír nada de las amenazas del porvenir. No veía más que a Sandgoïst, y si aquel hombre volvía a hablar como lo había hecho antes, de seguro que no podría dominarse.

Sandgoïst, considerándose dueño de la situación, se hizo mucho más duro, más imperioso todavía.

—¡Ese billete lo quiero, y lo tendré! —repitió—. En cambio, no ofrezco un precio que es imposible establecer; pero sí prorrogar el plazo de la obligación suscrita por la señora Hansen por un año… por dos… ¡Fije usted misma la fecha. Hulda!

Hulda, con el corazón oprimido por la angustia, no hubiera podido contestar. Su hermano respondió por ella, diciendo:

—El billete de Ole Kamp no puede ser vendido por Hulda Hansen. Mi hermana rehúsa, pues, cualesquiera que sean sus pretensiones y sus amenazas. Y ahora, salga.

—¡Salir! —dijo Sandgoïst—. Pues bien: no… no saldré… Si la oferta que les he hecho no es suficiente…, iré aún más allá… ¡Sí!… A cambio de la cesión del billete, ofrezco… ofrezco…

Preciso era que Sandgoïst tuviese un irresistible deseo de poseer el billete; preciso era también que estuviese convencido de que el negocio había de ser muy ventajoso para él, porque corrió a sentarse ante la mesa, donde había papel, plumas y tintero.

Un momento después:

—¡He aquí lo que ofrezco! —dijo.

Era un recibo de la suma debida por la señora Hansen, por la que había dado en garantía la casa de Dal.

La señora Hansen, con las manos suplicantes, medio encorvada, miraba, imploraba a su desgraciada hija…

—Y ahora —replicó Sandgoïst—, el billete… lo quiero… lo quiero hoy mismo… al instante… No me marcho de Dal sin llevármelo. ¡Lo quiero, Hulda… lo quiero!…

Sandgoïst se había acercado a la pobre joven, como si hubiera querido registrarla para arrancarle el billete de Ole…

Esto era ya más de lo que Joël podía soportar, sobre todo cuando oyó gritar a Hulda.

—¡Hermano!… ¡Hermano!…

—¡Salga! —dijo.

Y como Sandgoïst rehusase salir, iba a lanzarse sobre él cuando Hulda intervino.

—¡Madre —dijo—, toma el billete!

La señora Hansen se apoderó de él vivamente, y mientras lo cambiaba por el recibo de Sandgoïst, Hulda se desplomaba sobre el sillón casi sin conocimiento.

—¡Hulda!… ¡Hulda!… —gritó Joël—. ¡Vuelve en ti! ¡Ah, pobre hermana mía!… ¿Qué has hecho?

—¿Qué ha hecho? —respondió la señora Hansen—. ¿Qué ha hecho?… ¡Sí, soy culpable! ¡Sí, en interés de mis hijos, he querido aumentar la herencia de su padre! ¡Sí, he comprometido su porvenir! ¡He llamado a la miseria sobre esta casa!… ¡Pero Hulda nos ha salvado a todos!… ¡He aquí lo que ha hecho!… ¡Gracias, Hulda…, gracias, hija mía!

Sandgoïst se mantenía en el mismo sitio. Joël le miró y, lanzándose sobre él, le levantó del suelo, a pesar de su resistencia y a pesar de sus gritos, y le arrojó fuera de la casa.