¡Éste era el secreto del joven marino! ¡Ésta era la suerte con que contaba para aportar a su prometida una fortuna: Un billete de lotería, adquirido antes de su partida! Y en el momento en que el Viken iba a sumergirse, lo había encerrado en una botella y arrojado al mar con su último adiós para Hulda.
Esta vez, Sylvius Hoy e quedó anonadado. Miraba la carta, después el documento… Ya no hablaba. ¿Qué hubiera podido decir? ¿Qué duda podía existir todavía sobo la catástrofe del Viken, sobre la pérdida de todos los que en él volvían a Noruega? Hulda, mientras Sylvius Hog leía aquella carta, había podido resistir y dominar su angustia; pero, después de las últimas palabras del billete de Ole, cayó en los brazos de Joël Fue necesario trasladaría a su habitación, donde su madre le prestó los primeros cuidados. Quiso quedarse sola, y arrodillada entonces cerca de su lecho, rogó fervientemente y derramando lágrimas por el alma de Ole Kamp.
La señora Hansen volvió a entrar en la sala. Al pronto dio unos pasos hacia el profesor, como si hubiese querido hablar… Después, dirigiéndose hacia la escalera, desapareció.
Joël también salía enseguida, después de haber reconducido a su hermana. Se ahogaba en aquella casa abierta a todos los vientos de la desgracia. Le hacía falta aire, el aire exterior, el aire de la borrasca, y durante una gran parte de la noche estuvo errando por las márgenes del Maan.
Sylvius Hog se había quedado solo. Abatido en el primer momento por aquel golpe, no tardó en recobrar su energía habitual.
Después de haber dado dos o tres vueltas por la sala, escuchó atentamente por si la joven llamaba. Por fin se sentó cerca de la mesa, 11 fregándose de nuevo a sus reflexiones.
—Hulda —se decía—, ¡no volver a ver Hulda a su prometido! ¿Será posible tal desgracia?… ¡No!… ¡Contra semejan te idea se rebela todo mi ser! ¡El Viken ha zozobrado, sea! Pero ¿hay una certidumbre absoluta de la muerte de Ole? ¡No puedo creerlo! ¿Acaso, en todos los naufragios, no es el tiempo únicamente el que puede afirmar que nadie ha podido sobrevivir a la catástrofe? ¡Sí; yo dudo; quiero dudar todavía, por más que ni Hulda, ni Joël, ni nadie quiera compartir esta duda conmigo! Puesto que el Viken ha naufragado, esto explica que no haya quedado ningún resto sobre el mar… ¡No!… ¡Nada, si no es la botella en que Ole ha encerrado su último pensamiento… con él todo lo que le quedaba en el mundo!
Sylvius Hog tenía en la mano el documentó: lo miraba, lo palpaba, y daba vueltas a aquel pedazo de papel, sobre el cual el pobre mozo había edificado toda una esperanza de fortuna.
Sin embargo, el profesor, queriendo examinarlo con más cuidado, se levantó, escucho si la pobre joven no llamaba a su madre o a su hermano, y entró en su habitación.
Era un billete de lotería de las escuelas de Cristianía, lotería muy popular entonces en Noruega. Premio mayor: cien mil marcos. Valor totalizado de los otros lotes noventa mil marcos Número de billetes emitidos: un millón, todos colocados actualmente.
El billete de Ole Kamp llevaba el número 9672. Pero ahora, que el número fuese bueno o malo, que el joven marino tuviese o no alguna secreta razón para tener confianza, lo cierto era que no estaría presente en el sorteo que debía celebrarse el 15 de julio próximo, es decir, dentro de veintiocho días.
Hulda, siguiendo su última recomendación, debería presentarse en su lugar y responder por él. Sylvius Hog, a la luz de su candelero de barro, releía atentamente las lineas escritas al dorso del billete, como si hubiese querido descubrir algún sentido oculto.
Aquellas lineas habían sido trazadas con tinta, y era manifiesto que la mano de Ole no había temblado mientras las escribía. Esto probaba que el maestre del Viken conservaba toda su sangre fría en el momento del naufragio.
Se encontraba, pues, en condiciones de poder aprovechar un medio de salvación cualquiera, un madero flotante, una tabla, si es que todo no había sido tragado por el abismo en que se sumergía el buque. Generalmente, estos documentos recogidos en el mar dan a conocer aproximadamente el lugar en que ha ocurrido la catástrofe. En éste no se indicaba la latitud ni la longitud: nada que determinase cuáles eran las tierras más cercanas, continentes o islas. Era preciso creer que ni el capitán ni nadie de la tripulación sabía dónde se encontraba entonces el buque.
Arrastrado, sin duda, por una de esas tempestades a las cuales no se puede resistir, había sido separado de su ruta; y no permitiendo el estado de la atmósfera obtener una observación solar, no había podido determinarse su posición durante algunos días. Era probable que nunca se supiese en qué sitio del norte del Atlántico, al largo de Terranova o de Islandia, se había cerrado el abismo sobre los náufragos.
Esta era una circunstancia que debía arrebatar toda esperanza aun a los mismos que tío querían desesperan En efecto: con una indicación, por vaga que fuese, hubiéranse podido emprender las indagaciones, enviar un buque al lugar de la catástrofe, y tal vez encontrar algunos restos del naufragio. ¿Quién sabe si uno o muchos sobrevivientes de la tripulación habían alcanzado un punto cualquiera de aquellas playas del continente ártico, donde se hallaban ahora sin socorros y en la imposibilidad de repatriarse?
Tal era la duda que, poco a poco, iba tornando cuerpo en el espíritu de Sylvius Hog; duda inaceptable para Hulda y Joël; duda que el profesor hubiera vacilado en hacer nacer en ellos al presente, tan probable y dolorosa hubiera sido la desilusión.
—Y, sin embargo —se decía—; si el documento no da ninguna indicación que se pueda utilizar, se sabe por lo menos el lugar en que se ha recogido la botella. Esta carta no lo dice; pero la marina de Cristianía no puede ignorarlo. ¿No es éste, por ventura, un indicio que se puede aprovechar? Estudiando la dirección de las corrientes, los vientos generales, refiriéndose a la fecha probable del naufragio, ¿no sería posible?… En fin, voy a escribir de nuevo. Es preciso apresurar las pesquisas, por pocas probabilidades que haya de conseguir algo. ¡No! ¡Jamás abandonaré a la pobre Hulda! ¡Jamás! Mientras no tenga una prueba absoluta, no creeré en la muerte de su prometido.
Así razonaba Sylvius Hog. Pero al mismo tiempo tomaba el partido de no volver a hablar de las diligencias que iba a emprender, de los esfuerzos que iba a provocar con toda su influencia. Ni Hulda ni su hermano supieron, pues, nada de lo que escribió a Cristianía. Además, resolvió diferir indefinidamente la partida que debía efectuar al día siguiente, o, más bien, partiría dentro de algunos días, pero sería para dirigirse a Bergen. Allí sabría por los señores Help todo lo que concernía al Viken. Tomaría por sí mismo el parecer de los marinos más competentes, y determinaría la manera mejor de hacer las primeras investigaciones.
Entretanto, sobre los datos proporcionados por la marina, los periódicos de Cristianía, luego los de Noruega y Suecia, y después los de Europa, se habían poco a poco apoderado de aquel hecho de un billete de lotería transformado en documento. Había algo de conmovedor en aquel envío de un amante a su prometida, y la opinión pública se enterneció, no sin razón.
El decano de los diarios de Noruega, el Margen Ciad, fue el primero en publicar la historia del Viken y de Ole Kamp. De los treinta y siete periódicos que en aquella época se publicaban en el país, ni uno omitió contarla en términos conmovedores.
La lllustreret Nyhedsblad publicó un dibujo ideal de la escena del naufragio. Se veía al Viken desamparado, sus velas hechas jirones, sus mástiles destruidos en parte, pronto a desaparecer bajo las olas. Ole, de pie en la proa, lanzaba la botella al mar en el momento en que, dedicando a Hulda su último recuerdo, encomendaba su alma a Dios. En un lejos alegórico, en medio de un tenue vapor, una ola llevaba la botella a los pies de la joven desposada. El todo estaba contenido en el cuadro del billete, cuyo número se destacaba como divisa. Imagen sencilla, sin duda, pero que debía tener un gran éxito en aquellos países, aún aficionados a las leyendas de las ondinas y de las valquirias.
Después el hecho fue reproducido en Francia, en Inglaterra, hasta en los Estados Unidos de América.
Con los nombres de Hulda y de Ole, su historia se popularizó por el lápiz y por la pluma. La joven noruega de Dal tuvo, sin saberlo, el privilegio de apasionar a la opinión pública. La joven no podía tener la menor idea del ruido que se hacía a su alrededor. Por otra parte, nada hubiera podido distraerla del dolor en que se hallaba sumida por completo.
Nadie se admirará del efecto que se produjo en ambos continentes, efecto muy explicable, teniendo en cuenta que la naturaleza humana resbala gustosa por la pendiente de las cosas supersticiosas. Un billete de lotería recogido en aquellas circunstancias, con el número 9672, tan providencialmente arrancado a las olas, no podía menos de ser un billete predestinado. ¿No era el milagrosamente indicado entre todos para ganar el premio mayor de cien mil marcos?
¿No valía una fortuna, la misma con que contaba Ole Kamp? No es, pues, de extrañar que llegasen a Dal proposiciones muy serias para comprar aquel billete, si Hulda Hansen consentía en venderlo.
Al principio, los precios ofrecidos eran no más que regulares; pero fueron elevándose de día en día. Podíase, pues, prever que, con el tiempo, y a medida que se acercase el día del sorteo, se presentarían pujas cada vez más importantes.
Estas ofertas se manifestaron no solamente en los países escandinavos, tan propicios a reconocer la intervención de las potencias sobrenaturales en las cosas de este mundo, sino también en el extranjero, y aún en Francia. Los ingleses tomaron parte muy flemáticamente, y después de ellos los americanos, cuyos dólares no se gastan generalmente en caprichos tan poco prácticos.
Se dirigieron a Dal multitud de cartas, Los periódicos no se descuidaron en dar a conocer la importancia de las proposiciones hechas a la familia Hansen. Puede decirse que se estableció una especie de Bolsín, cuya cotización variaba, pero siempre en alza.
Y, en efecto, llegaron a ofrecer varios cientos de marcos por aquel billete, que, en resumen, no tenía más que una millonésima parte de probabilidad de ganar el premio mayor. Esto era absurdo, sin duda; pero con las ideas supersticiosas no se razona; así es que las imaginaciones se fueron caldeando, y, con la fuerza adquirida, debían irse elevando cada vez más.
Esto fue lo que se produjo. Ocho días después de aquel acontecimiento, los periódicos anunciaban que el precio del billete pasaba de mil, mil quinientos y aun dos mil marcos. Un inglés, de Manchester, había llegado hasta las quinientas libras esterlinas, o sea dos mil quinientos marcos. Un americano, de Boston, pujó aún más, y propuso adquirir el número 9672 de la lotería de las Escuelas de Cristianía por la suma de mil dólares, cerca de cinco mil francos.
Hulda no se preocupaba en manera alguna de lo que tanto apasionaba a cierto público. De las cartas llegadas a Dal a propósito del billete, no había querido ni aun enterarse. Sin embargo, el profesor fue de opinión de que no se debía dejar que ignorase las proposiciones que la hacían, puesto que Ole Kamp le había legado la propiedad del número 9672.
Hulda rechazó todos los ofrecimientos. Aquel billete era la última carta de su prometido.
¡Y no se crea que la pobre joven se negase con el pensamiento oculto de que podría valerle uno de los premios de la lotería! ¡No! ella no veía en él más que el supremo «adiós» del náufrago, una última reliquia que quería conservar religiosamente.
No pensaba apenas en las probabilidades de una fortuna que Ole no podría compartir con ella. Nada más conmovedor, más delicado, que aquel culto por un recuerdo. Al hacerle conocer las diversas proposiciones que le dirigían, ni Sylvius Hog, ni Joël, pretendían influir sobre Hulda. Esta no debía seguir sino los impulsos de su corazón. Va sabemos ahora lo que su corazón le había respondido.
Joël aprobó absolutamente la conducta de su hermana. El billete de Ole no debía ser cedido a nadie a ningún precio.
Sylvius Hog hizo más que aprobar a Hulda: la felicitó por no dar oídos a todo aquel comercio de un billete vendido al uno, revendido al otro, pasando de mano en mano, transformado en una especie de papel moneda, hasta el momento en que el sorteo de la lotería hubiese hecho de él, probablemente, un papelucho sin valor.
Y Sylvius Hog iba aún más allá. ¿Acaso era supersticioso? Seguramente que no. Pero si Ole Kamp hubiese estado presente, probablemente le hubiera dicho:
—¡Guarde su billete, hijo mío! ¡Guárdelo! ¡Quién sabe!… ¡Quién sabe!…
Y cuando Sylvius Hog, profesor de legislación, diputado del Storthing, pensaba así, ¿podía nadie admirarse de la preocupación del público? No, y, por tanto, nada más natural que el 9672 tuviese prima.
En casa de la señora Hansen no hubo, pues, nadie que protestase del sentimiento tan respetable que hacía obrar a la joven, nadie más que su madre.
En efecto: oíasela a menudo recriminar a Hulda, sobre todo en su ausencia. Esto no dejaba de causar a Joël un profundo pesar. Pensaba que tal vez su madre no se limitaría siempre a recriminaciones. Querría coger por su cuenta a Hulda, con respecto a los ofrecimientos que se le hacían.
—¡Cinco mil marcos ese billete! —repetía—. ¡Ofrecen cinco mil marcos!
Evidentemente, la señora Hansen no quería comprender cuánta ternura se encerraba en la negativa de su hija. No pensaba más que en la importante suma de cinco mil marcos. Una sola palabra de Hulda los hubiera hecho entrar en la casa. Por otra parte, no creía en el valor sobrenatural del billete, por más noruega que fuese. Y sacrificar cinco mil marcos por aquella millonésima de probabilidad de ganar cien mil, no podía entrar en su espíritu frío y positivista.
Aparte de toda superstición, es evidente que despreciar lo cierto por lo dudoso, en condiciones, tan aleatorias, no hubiera sido un acto de sabiduría.
Pero, lo repetimos, aquel billete no era un billete de lotería para Hulda: era la última carta de Ole Kamp, y su corazón se habría destrozado al pensamiento de desprenderse de él.
Sin embargo, la señora Hansen desaprobaba manifiestamente la conducta de su hija. Sentíase que en su interior hervía una sorda irritación. Era de temer que un día u otro intentase hacer desistir a Hulda de su resolución. Ya había hablado a Joël en este sentido, y éste no había vacilado en tomar el partido de su hermana.
Naturalmente, Sylvius Hog había sido informado de lo que pasaba. Era un pesar más que había que añadir a los que ya sufría Fluida, y esto le apesadumbraba.
Joël le hablaba algunas veces.
—¿Acaso no tiene razón mi hermana en rehusar? —decía—, ¿por ventura he obrado mal en aprobar su negativa?
—¡Sin duda! —le respondía Sylvius Hog—. Y no obstante, desde el punto de vista matemático, su madre tiene un millón de veces razón. ¡Pero no todo son matemáticas en este mundo! ¡El cálculo no tiene nada que ver con las cosas del corazón!
Durante aquellas dos semanas hubo que velar por Hulda. Agobiada por tantos dolores, su salud inspiró serios temores. Felizmente no le faltaron los cuidados. A petición de Sylvius Hog, el célebre doctor Boek, su amigo, vino a Dal a ver a la joven enferma. Sólo le prescribió el reposo del cuerpo y la tranquilidad del alma, si es que era posible. Pero el verdadero medio de curarla era la vuelta de Ole, y de este medio sólo Dios podía disponer.
En todo caso, Sylvius Hog no escaseó sus consuelos a la joven, ni cesó de hacerle oír palabras de esperanza. ¡Y aunque pudiera parecer inverosímil, Sylvius Hog no desesperaba!
Habían transcurrido trece días desde la llegada de la carta enviada por la marina de Dal. Era el 30 de junio. Quince más y el sorteo de la lotería de las Escuelas iba a efectuarse con gran pompa en uno de los vastos edificios de Cristianía.
Precisamente aquel mismo día por la mañana Sylvius Hog recibió una nueva carta de la marina, en contestación a sus reiteradas instancias. Aquella carta le invitaba a entenderse con las autoridades marítimas de Bergen. Además, le autorizaba a organizar inmediatamente las investigaciones necesarias relativas al encuentro del Viken, con el concurso del Estado.
El profesor no quiso decir a Joël ni a Hulda nada de la tarea que iba a emprender. Se contentó con anunciarles su partida, pretextando un viaje de negocios, que no le retendría sino algunos días.
—¡Señor Sylvius, le suplico que no nos abandone! —le dijo la pobre joven.
—¡Abandonarles…, a ustedes, a quienes considero como a hijos míos! —respondió Sylvius Hog.
Joël se ofreció a acompañarle. Pero no queriendo dejar sospechar que iba a Bergen, no le permitió pasar de Moel. Además, era preciso que Hulda no se quedase sola con su madre. Después de haber guardado cama algunos días, comenzaba entonces a levantarse; pero se encontraba muy débil todavía, no salía de su habitación, y Joël comprendía que no podía abandonarla.
A las once, el kariol estaba a la puerta de la posada. El profesor se colocó con Joël, después de haber dirigido a Hulda un último adiós, y ambos desaparecieron en el recodo del camino, bajo los grandes álamos de la orilla.
Aquella misma noche Joël estaba de vuelta en Dal.