Entonces Joël contó toda la historia de Ole Kamp. Sylvius Hog, muy conmovido por aquel relato, le escuchaba con profunda atención. Ahora lo sabía todo. Acababa de leer la última carta que anunciaba la vuelta de Ole, y Ole no volvía. ¡Qué inquietudes, qué angustias para toda la familia Hansen!
—¡Y yo que me creía entre gentes dichosas! —pensaba.
Sin embargo, reflexionándolo bien, le pareció que el hermano y la hermana se desesperaban cuando aún podían conservar alguna esperanza. A fuerza de contar aquellos días de mayo y junio, su imaginación exageraba la cifra, como si los hubieran contado dos veces.
El profesor quiso darles sus razones, no razones hechas de encargo, sino muy serias, muy plausibles, y discutir el valor e importancia de aquel retraso del Viken. No obstante, su fisonomía se había vuelto grave. La pena de Joël y de Hulda le había impresionado profundamente.
—Escuchen, hijos míos —les dijo—: siéntense a mi lado, y hablemos.
—¿Y qué podrá decirnos, señor Sylvius? —respondió tristemente Hulda, cuyo dolor desbordaba.
—Les diré lo que me parece justo —replicó el profesor—, y helo aquí: acabo de reflexionar en todo lo que me ha contado Joël. Pues bien: me parece que su inquietud va demasiado lejos. No quisiera darles seguridades ilusorias; pero importa que las cosas se miren bajo su verdadero punto de vista.
—¡Ah, señor Sylvius! —respondió Hulda—. ¡Mi pobre Ole se ha perdido con el Viken!… ¡Ya no le volveré a ver!
—¡Hermana!… ¡Hermana! —exclamó Joël—. Cálmate, yo te lo ruego; deja hablar al señor Sylvius…
—Y conservemos nuestra sangre fría, hijos míos. Veamos: ¿del 15 al 20 de mayo era cuando Ole debía volver a Bergen?
—Sí —dijo Joël—; del 15 al 20 de mayo, según nos manifestaba en su última carta, y estamos ya a 9 de junio.
—Lo cual hace un retraso de veinte días sobre la fecha límite indicada para la vuelta del Viken. ¡Es algo, convengo en ello! Sin embargo, no se puede pedir a un buque de vela lo que podría esperarse de un barco de vapor.
—Eso es lo que siempre he repetido a Hulda, y lo que la repito aún —dijo Joël.
—Y hace muy bien —añadió Sylvius Hog—. Además, es posible que el Viken sea un barco viejo, mal andador, como la mayor parte de los buques de Terranova, sobre todo cuando están muy cargados. Por otra parte, reina un tiempo detestable desde hace algunas semanas. ¡Tal vez Ole no ha podido tomar la mar en la fecha indicada en su carta! En ese caso, basta que se haya retrasado ocho días, para que el Viken no esté de vuelta todavía, y no hayan podido recibir una nueva carta. Todo cuanto les digo, créanlo, es el resultado de serias reflexiones. Además, ¿sabemos si las instrucciones dadas al Viken no le dejan cierta latitud para llevar su cargamento a algún otro puerto, según las demandas del mercado?
—¡Lo hubiera escrito! —respondió Hulda, que ni aun podía entregarse a esta esperanza.
—¿Qué prueba que no haya escrito? —replicó el Profesor—. Y si lo ha hecho, no sería el Viken quien tendría el retraso, sino el correo de América. Supongan que el buque de Ole haya tenido que ir a algún puerto de los Estados Unidos: esto explicaría cómo no ha llegado a Europa ninguna de sus cartas.
—¿A los Estados Unidos, señor Sylvius?
—Eso se ve muchas veces, y basta perder un correo para dejar a los amigos largo tiempo sin noticias… En todo caso, hay una cosa muy sencilla que hacer: pedir noticias a los armadores de Bergen. ¿Los conocen?
—Sí —respondió Joël—; los hermanos Help.
—¿Help hermanos, hijos del mayor? —exclamó Sylvius Hog.
—¡Sí!
—¡Yo también los conozco! El más joven, Help júnior, como le llaman, por más que tenga mi edad, es uno de mis mejores amigos. ¡Hemos comido muchas veces juntos en Cristianía! ¡Help hermanos! ¡Hijos míos! ¡Ah! Yo sabré por ellos todo cuanto concierne al Viken. Voy a escribirles hoy mismo, y, si es preciso, hasta iré a verlos a Bergen.
—¡Qué bueno es usted, señor Sylvius! —dijeron a la vez Hulda y Joël.
—¡Ah! ¡Nada de gracias, se lo prohíbo! ¿Acaso se las he dado yo por lo que hicieron allá?… ¡Cómo! ¡Encuentro la ocasión de prestarles un insignificante servicio, y enseguida se alborotan!
—¡Pero hablaba de volver a Cristianía! —hizo observar Joël.
—¡Pues bien; partiré para Bergen, si es indispensable que vaya a Bergen!
—Pero va a abandonarnos, señor Sylvius —dijo Hulda.
—¡Pues bien, no les abandonaré, mi querida niña! Supongo que soy libre en mis acciones, y, mientras no haya puesto en claro esta situación, a menos que me pongan en la puerta…
—¿Qué está diciendo?
—Y, miren; tengo muchísimas ganas de quedarme en Dal hasta la vuelta de Ole. Quisiera conocerle: debe de ser un bravo mozo, por el estilo de Joël.
—¡Sí! ¡Cómo él en todo!… —respondió Hulda.
—Estaba seguro —añadió el profesor, cuyo buen, humor había vuelto a manifestarse.
—Ole se parece a Ole, señor Sylvius —replicó Joël—; y eso basta para que sea un excelente corazón.
—Es posible, mi bravo Joël, y eso aumenta mi deseo de conocerle. ¡Oh! Eso no tardará en suceder. ¡Algo me dice que el Viken va a llegar pronto!
—¡Dios le oiga!
—¿Y por qué no había de oírnos, tiene el oído fino? ¡Sí! Quiero asistir a la boda de Hulda, puesto que estoy invitado. El Storthing tendrá que prorrogar mi licencia por algunas semanas. Algo más la hubiera prorrogado si me hubiesen dejado caer en el fondo del Rjukanfos, como merecía por mi descuido.
—¡Cuán bueno es oírle hablar así, señor Sylvius, y cuánto bien nos hace!
—No tanto como quisiera, amigos míos, puesto que os lo debo todo, y que no sé…
—¡No!… No insista más sobre aquella aventura.
—¡Al contrario, insistiré! ¡Pues qué! ¿Soy yo quién me he arrancado de las garras de la Maristien? ¿Soy yo quién he arriesgado mi vida por salvarme? ¿Soy yo quién me he trasladado a Dal? ¿Soy yo quién me he cuidado y curado sin el auxilio de la facultad? ¡Ah! Les prevengo que soy terco como caballo de kariol. Ahora bien: se me ha metido en la cabeza asistir a la boda de Hulda y de Ole Kamp, ¡y, por San Olaf, asistiré!
La confianza es contagiosa. ¿Cómo resistir a la que manifestaba Sylvius Hog? Bien lo vio, cuando una semisonrisa iluminó el rostro de la pobre Hulda, que no deseaba más que creerle, ni pedía otra cosa que poder esperar.
Sylvius Hog continuó hablando, cada vez más animado:
—Es preciso no olvidar que el tiempo va deprisa. ¡Vamos, comencemos los preparativos de la boda!
—Hace ya tres semanas que se han comenzado, señor Sylvius —contestó Hulda.
—Perfectamente. ¡Guardémonos bien de interrumpirlos!
—¡Interrumpirlos! —respondió Joël—. ¡Si ya está todo dispuesto!
—¿Todo? ¿La falda, el corpiño con broches de filigrana, el cinturón y sus colgantes?
—¡Hasta los colgantes!
—¿Y hasta la radiante corona que la ha de adornar como a una santa, mi querida Hulda?
—¡Sí, señor Sylvius!
—¿Y las invitaciones, están hechas?
—Todas —respondió Joël—; ¡hasta la que apreciamos más, la vuestra!
—¿Y se ha escogido la dama de honor entre las más honradas jóvenes del Telemark?
—Y entre las más hermosas, señor Sylvius —respondió Joël—; pues es la señorita Siegfrid Helmboë, de Bamble.
—¡Con qué tono dice eso el bravo mozo —hizo observar el profesor—, y cómo se sonroja al decirlo! ¡Eh, eh! ¿Acaso la señorita Siegfrid Helmboë, de Bamble, estará destinada a convertirse en la señora de Joël Hansen, de Dal?
—¡Sí, señor Sylvius —respondió Hulda—; Siegfrid, que es mi mejor amiga!
—¡Bueno! ¡Una boda más! —exclamó Sylvius Hog—. Seguro estoy de que han de invitarme, y no podre menos de asistir. Decididamente, será preciso que presente al Storthing mi dimisión de diputado por falta de tiempo para asistir. Vamos, Joël; seré su testigo, después de haberlo sido de su hermana, si lo permite. Está visto que hacen de mí cuanto quieren, o, más bien, todo lo que yo quiero. ¡Abráceme, Hulda! ¡Un apretón de manos, hijo mío! Y ahora, vamos a escribir a mi amigo Help júnior, de Bergen.
El hermano y la hermana abandonaron la habitación de la planta baja, que el profesor hablaba de tomar en alquiler, y volvieron a sus ocupaciones con algo más de esperanza.
Sylvius Hog había quedado solo.
—¡Pobre joven, pobre joven! —murmuró—. ¡Por un instante he podido engañar su dolor!… Le he devuelto alguna calma… Pero es un retraso bien largo, y en aquellos mares tan malos, en esta época… ¡Si el Viken hubiese perecido!… ¡Si Ole no debiese volver!…
Un momento después el profesor escribía a los armadores de Bergen. En su carta pedía los detalles más precisos sobre todo lo que concernía al Viken y a su campaña de pesca. Quería saber si alguna circunstancia, prevista o no, había podido obligarle a cambiar su puerto de destino. Le importaba conocer lo antes posible cómo explicaban aquel retraso los negociantes y marinos de Bergen. En fin, rogaba a su amigo Help júnior que tomase los informes más precisos, y le avisase a vuelta de correo.
Aquella carta tan apremiante decía también por qué Sylvius Hog se interesaba por el joven maestre del Viken, de qué servicio era deudor a su prometida, y qué alegría sería para él poder dar alguna esperanza a los excelentes hijos de la señora Hansen.
En cuanto aquella carta estuvo escrita, Joël la llevó al correo de Moel. Debía partir al día siguiente. El 11 de junio estaría en Bergen. Luego, el 12 por la noche, o el 13 por la mañana a más tardar, el señor Help júnior podía haber contestado. Esto es indudable.
¡Casi tres días para recibir la respuesta! ¡Cuán largos parecieron! Sin embargo, a fuerza de palabras tranquilizadoras, el profesor consiguió hacerlos menos penosos. Ahora que conocía el secreto de Hulda, ¿no tenía un motivo de conversación indicado, cual era hablar constantemente con Joël y Hulda del ausente?
—¿No soy ya de la familia? —repetía Sylvius Hog—. ¡Sí!… Algo así como un tío que les hubiese llegado de América o de cualquiera otra parte del mundo.
Y puesto que era de la familia, no se debían tener secretos para él.
Tampoco había dejado de observar la actitud de los dos jóvenes para con su madre. La reserva en que se parapetaba la señora Hansen debía tener, en su opinión, otra causa que la inquietud en que estaban con respecto a Ole Kamp Creyó, pues, poder hablar de ello con Joël. Este no supo qué contestarle.
Quiso entonces explorar a la señora Hansen, pero ésta se mostró tan firme, que tuvo que renunciar a conocer sus secretos. El porvenir se los revelaría sin duda.
Según había previsto Sylvius Hog, la respuesta de Help júnior llegó a Dal en la misma mañana del 13.
Joël había salido al amanecer al encuentro del correo. Él fue quien llevó la carta al salón, en el que el profesor se encontraba con la señora Hansen y su hija.
Hubo desde luego un momento de silencio. Hulda, muy pálida, no hubiera podido hablar: tan grande era su emoción. Había tomado la mano de su hermano, que estaba tan conmovido como ella.
Sylvius Hog abrió la carra, y la leyó en voz alta.
Con gran pesar suyo, la respuesta de Help júnior no contenía más que vagas indicaciones, y el profesor no pudo ocultar su desaliento a los jóvenes, que le escuchaban con las lágrimas en los ojos.
El Viken efectivamente había abandonado San Pedro Miquelón en la fecha indicada en la última carta de Ole Kamp Se había sabido de la manera más formal por otros buques que habían llegado a Bergen después de su salida de Terranova. Aquellos buques no lo habían encontrado en su camino.
Poro también habían aguantado el mal tiempo en las aguas de Islandia, saliendo, sin embargo, sin grandes averías. ¿Por qué no había de haber sucedido lo mismo al Viken? ¿Por qué no había de hallarse de arribada en algún puerto? Además, era un excelente barco, muy sólido, bien mandado por el capitán Frikel, de Hammersfest, y montado por una vigorosa tripulación ya experimentada. A pesar de esto, aquel retraso no dejaba de ser inquietante, y, si se prolongaba, sería de temer que el Viken se hubiese perdido con tripulación y cargamento.
Help júnior sentía no tener mejores noticias que dar del joven pariente de los Hansen. En lo que concernía a Ole Kamp, hablaba como de un excelente sujeto, digno de todas las simpatías que inspiraba a su amigo Sylvius.
Help júnior concluía prometiendo hacer llegar a noticia del profesor, sin dilación alguna, toda nueva que llegase del Viken, en cualquier puerto que fuese de Noruega, ofreciéndose suyo afectísimo, Help hermanos.
La pobre Hulda, desfallecida, había caído sobre una silla, mientras que Sylvius Hog leía aquella carta, empezando a sollozar cuando hubo acabado su lectura.
Joël, con los brazos cruzados, había escuchado sin decir una palabra ni atreverse a mirar a su hermana.
La señora Hansen, después de que Sylvius Hog concluyera de leer, se había retirado a su habitación. ¡Parecía que esperaba aquella desgracia, como también otras muchas!
El profesor hizo entonces señal a Hulda y a su hermano para que se acercasen a él. Quería seguirles hablando de Ole Kamp, decirles cuanto su imaginación le sugería de más o menos plausible, y se expresó con una seguridad, por lo menos chocante, después de la carta de Help júnior. ¡No! Él tenía el presentimiento de que no había que desesperar. ¿No había multitud de ejemplos de retrasos mucho más largos, experimentados en una navegación por los mares que se extienden entre Noruega y Terranova? ¡Sí! Sin duda alguna. ¿No era el Viken un sólido barco, bien mandado, con una buena tripulación, y, por consiguiente, con mejores condiciones que los otros buques que habían vuelto al puerto? Incontestablemente.
—Esperemos, pues, mis queridos hijos —añadir—, y aguardemos. Si el Viken hubiera naufragado entre Islandia y Terranova, los numerosos buques que siguen constantemente aquel camino para volver a Europa, ¿no hubieran hallado algún resto? Pues bien, no; ni un solo trozo se ha encontrado en aquellas aguas, tan frecuentadas a la vuelta de la gran pesca. No obstante, es preciso obrar, es indispensable obtener datos más seguros. Si durante esta semana no tenemos noticias del Viken, o no recibimos carta de Ole, volveré a Cristianía, me dirigiré a la marina, que hará sus indagaciones, y tengo la profunda convicción de que han de dar un resultado satisfactorio para todos.
Por mucha confianza que demostrase el profesor, Joël y Hulda conocían que no hablaba ahora como lo había hecho antes de haber recibido la carta de Bergen; carta cuyo contenido no debía dejarle sino muy poca esperanza. Sylvius Hog no se atrevía al presente a hacer alusión al próximo casamiento de Hulda y de Ole Kamp. Y, sin embargo, repetía con un ardor que se imponía:
—¡No, no es posible! ¿No reaparecer Ole en la casa de la señora Hansen? ¿Ole no casarse con Hulda? ¡Jamás creeré posible semejante desgracia!
Esta convicción le era personal, la encontraba en la energía de su carácter, en su naturaleza, que nada podía abatir. Pero ¿y cómo hacer participar de ella a los demás? ¡Y, sobre todo, a aquellos a quienes la suerte del Viken afectaba tan directamente!
Transcurrieron algunos días más. Sylvius Hog, completamente curado, daba grandes paseos por los alrededores. Obligaba a Hulda y a su hermano a acompañarle, a fin de no dejarles entregados a sí mismos.
Un día, subían los tres el valle de Vestfjorddal hasta la mitad del camino de las cascadas del Rjukan.
Al siguiente lo bajaban, dirigiéndose hacia el Moel y el lago Tinn. Una vez estuvieron ausentes veinticuatro horas, por haber prolongado su excursión hasta Bamble, donde el profesor trabó conocimiento con el granjero Helmboë y su hija Siegfrid. ¡Qué acogida hizo ésta a su pobre Hulda, y qué tiernos y conmovedores acentos encontró para consolarla!
Sylvius Hog consiguió aún devolver a aquellas honradas gentes un poco de esperanza. Había escrito a la marina de Cristianía. El gobierno se ocupaba del Viken. Se daría con él, y Ole volvería de un día a otro. El casamiento no sufriría ni aun seis semanas de retraso. El excelente hombre parecía tan convencido, que todos se rendían más a su convicción que a sus argumentos.
La visita a la familia Helmboë hizo mucho bien a los hijos de la señora Hansen. Cuando volvieron a su casa, estaban más tranquilos que cuando habían salido de ella.
Era el 15 de junio. El retraso del Viken era ya de un mes. Y como se trataba de la travesía, relativamente corta, de Terranova a la costa de Noruega, aquella tardanza era verdaderamente extraordinaria, hasta para un buque de vela.
Hulda no vivía; su hermano no lograba encontrar una palabra que pudiese consolarla. Ante aquellos pobres seres, el profesor sucumbía a la tarea que se había impuesto de conservarles un poco de esperanza.
Hulda y Joël no salían del umbral de la puerta, sino para ir a mirar hacia el camino de Moel, o para adelantarse por el camino del Rjukanfos. Ole Kamp debía venir por Bergen, pero podía suceder también que llegase por el de Cristianía, si el destino del Viken había sido modificado. El ruido de un kariol, que se dejaba oír bajo los árboles, un grito lanzado al espacio, la sombra de un hombre dibujándose en el recodo del camino, cualquier otro incidente, hacía latir su corazón, pero inútilmente. Los vecinos de Dal velaban por su parte.
Salían al encuentro del correo hacia arriba y hacia abajo del Maan. Todos se interesaban por aquella familia tan amada en el país; por aquel pobre Ole, que era casi un hijo del Telemark. ¡Y ninguna carta venía de Bergen o de Cristianía a traer noticias del ausente!
El 16, nada todavía. Sylvius Hog no podía contenerse. Comprendió que era preciso actuar personalmente. Así es que anunció que si al día siguiente no se había recibido nada, partiría para Cristianía, con objeto de asegurarse por sí mismo de que las investigaciones se hacían activamente. Cierto es que habría de costarle mucho, muchísimo, separarse de Joël y de Hulda, pero no había otro remedio; además, volvería en cuanto estuviesen concluidas las diligencias necesarias.
Transcurrió una gran parte del día 17, tal vez el más triste de todos. La lluvia no había cesado de caer desde el alba. El viento se desencadenaba a través de los árboles; grandes ráfagas hacían estremecer los cristales de las ventanas por la parte del Maan.
Eran las siete. Acababan de comer en silencio, como en una casa en duelo. Sylvius Hog no había podido ni aun sostener la conversación. Las palabras le faltaban con las ideas. ¿Qué hubiera podido decir, que no lo hubiese repetido ya cien veces? ¿No conocía ya que aquella prolongada ausencia de Ole hacía inaceptables sus anteriores argumentos?
—Partiré mañana para Cristianía —dijo—. Joël, ocúpese en proporcionarme un kariol. ¡Me conducirá a Moel, y se volverá inmediatamente a Dal!
—Sí, señor Sylvius —respondió Joël—. ¿No quiere que le acompañe más lejos?
El profesor hizo un signo negativo, señalando a Hulda, a quien no quería privar de su hermano.
En aquel momento, un ruido, poco sensible todavía, se dejó oír en el camino hacia el lado de Moel. Todos escucharon. Pronto no hubo duda: era el ruido de un kariol que se dirigía rápidamente hacia Dal. ¿Sería algún viajero que venía a pasar la noche en la posada? Era poco probable, pues rara vez los turistas llegaban a una hora tan avanzada.
Hulda acababa de levantarse toda temblorosa. Joël se dirigió hacia la puerta, la abrió, y se puso a mirar hacia el camino.
El ruido aumentaba. Era seguramente el paso de un caballo y el rechinamiento de las ruedas de un kariol, Pero era tal entonces la violencia de la borrasca, que fue preciso volver a cerrar la puerta.
Sylvius Hog iba y venía en la sala. Joël y su hermana se mantenían inmóviles y silenciosos uno junto a otro.
El kariol sólo debía de estar a unos veinte pasos cicla casa. ¿Iba a detenerse, o a pasar adelante?
El corazón de todos latía horriblemente.
El kariol se detuvo. Oyóse una voz que llamaba…
¡No era la voz de Ole Kamp!
Casi al mismo tiempo llamaron a la puerta.
Joël abrió.
Un hombre estaba en el umbral.
—¿El señor Sylvius Hog? —preguntó.
—Yo soy —respondió el profesor—. ¿Y usted, quién es, amigo mío?
—Un propio que le envía desde Cristianía el director de la Marina.
—¿Tiene alguna carta para mí?
—¡Hela aquí!
Y el propio tendió un gran sobre, sellado con el timbre oficial.
Hulda no tenía fuerza para tenerse en pie. Su hermano la hizo sentar sobre un escabel. Ni el uno ni el otro se atrevían a dar prisa a Sylvius Hog para que abriese la carta.
Por fin leyó lo que sigue:
«Señor Profesor.
»En contestación a su última carta, le dirijo bajo este pliego un documento que ha sido recogido en el mar, por un buque danés, el 3 de junio último. Desgraciadamente, ese documento no deja ya ninguna duda sobre la suerte del Viken…».
Sylvius Hog, sin perder el tiempo en concluir la carta, había sacado el documento del sobre…, lo miraba…, le daba mil vueltas…
Era un billete de lotería que llevaba el número 9672.
En el reverso del billete, se leían las siguientes líneas:
«3 de mayo. —Querida Hulda: el Viken se va a pique… ¡Por toda fortuna, solo poseo este billete! ¡A Dios lo confío para que lo haga llegar a tus manos, y, puesto que yo no estaré presente, te ruego lo estés tú en el sorteo!… Recíbelo en unión de mi último pensamiento… ¡Hulda, no me olvides en tus oraciones!… ¡Adiós, mí querida desposada, adiós!…
»OLE KAMP».