Los habitantes de Escandinavia son muy instruidos, no sólo en las ciudades, sino también en plena campiña. Su instrucción va más allá de saber leer, escribir y contar. El campesino aprende con placer. Su inteligencia es clara; se interesa en los asuntos públicos; toma una gran parte en los negocios políticos y comunales.
En el Storthing están siempre en mayoría las gentes de aquella condición. A veces asisten al parlamento vestidos con los trajes regionales. Se les cita, con justicia, por su elevado raciocinio, su buen sentido práctico, su comprensión justa, aunque un poco lenta, y, sobre todo, por su incorruptibilidad.
No hay, pues, que admirarse de que el nombre de Sylvius Hog fuese conocido en toda Noruega y pronunciado con respeto hasta en aquella porción algo salvaje del Telemark.
Así es que la señora Hansen, al recibir a un huésped tan universalmente estimado, creyó conveniente manifestarle cuán honrada se consideraba en albergarle algunos días bajo su techo.
—Yo no sé si esto la honrará, señora Hansen —respondió Sylvius Hog—; pero lo que sí sé es que a mí me proporciona un verdadero placer. ¡Oh! ¡Hace ya mucho tiempo que he oído a mis discípulos hablar de la hospitalaria posada de Dal! Por eso contaba descansar en ella una semana. Pero ¡qué San Olaf me abandone si hubiera creído nunca llegar sobre un solo pie!
Y el excelente hombre apretó cordialmente la mano de su anfitriona.
—Señor Sylvius —dijo Hulda—, ¿quiere que mi hermano vaya a Bamble en busca de un médico?
—¡Un médico, mi pequeña Hulda! ¡Acaso quiere que pierda el uso de ambas piernas!
—¡Oh, señor Sylvius!
—¡Un médico! ¿Por qué no mi amigo el doctor Boek, de Cristianía? ¡Y todo eso por una rozadura!…
—Pero una rozadura, si está mal cuidada, puede llegar a ser una cosa grave.
—¡Hola, Joël! ¿Me dirá por qué quiere que esto llegue a ser grave?
—¡Dios me libre de querer semejante cosa, señor Sylvius!
—Pues bien: Dios le librará, y yo también, y toda la casa de la señora Hansen, si la linda Hulda consiente en prestarme sus cuidados…
—¡Seguramente, señor Sylvius!
—Muy bien, amigos míos. Dentro o de tres o cuatro días ya no quedará ni rastro. Por otra parte, ¿cómo no curarse en una habitación tan bonita? ¿Dónde podría uno estar mejor asistido que en la excelente posada de Dal? ¡Y ese cómodo lecho, con sus leyendas, que sustituyen con ventaja las horribles formulas de la facultad! ¡Y esta alegre ventana que se abate sobre el valle del Muan! Y el murmullo de las aguas que se desliza hasta el fondo de mi alcoba ¡Y el perfume de los viejos árboles que embalsama roda la casa! ¡Y el puro ambiente, el aire de la montaña! ¡Eh! ¿No ve en él el mejor de los médicos? Catando se tiene necesidad de él, no hay más que abrir la ventana; llega, les rejuvenece, y no les pone nunca a diera. Esto es indudable.
Sylvius Hog decía rodas estas Cosas tan alegremente, que parecía que con él se había introducido en la casa algo de felicidad, al menos, ésta fue la impresión del hermano y de la hermana, que se mantenían cogidos de la mano, escuchándole y abandonándose los dos a una misma emoción.
El profesor había sido conducido desde luego a la habitación de la planta baja.
Acostado a medias en un gran sillón, extendida la pierna sobre un escabel, recibía los cuidados de Hulda y de Joël. Una compresa de agua fría; no quiso otro remedio. Y, en realidad, ¿necesitaba otro cualquiera?
—¡Bien, amigos míos, bien! —decía—. ¡No hay que abusar de los medicamentos! ¡Y saben que sin su intervención, hubiera visto desde demasiado cerca las maravillas del Rjukanfos! ¡Rodaba hacia el abismo como una simple roca! Añadía una nueva leyenda a la leyenda de la Maristien, y yo no cenia excusa. ¡Mi novia no me aguardaba a la otra orilla como al desgraciado Eystein!
—¡Y qué pesar para la señora Hog! —dijo Hulda—. Jamás se hubiera consolado…
—¿La señora Hog? —replicó el profesor—. ¡La señora Hog no habría vertido una lágrima!
—¡Oh, señor Sylvius!…
—¡No; se lo digo, por la razón de que la señora Hog no existe! Y ni aún puedo figurarme lo que hubiera sido una señora Hog, gorda o delgada, pequeña o grande…
—Hubiera sido amable, inteligente y buena, siendo su esposa —respondió cariñosamente Hulda.
—¿De veras, señorita? ¡Bueno, bueno; la creo!
—Pero al saber semejante desgracia, sus parientes, sus amigos… —dijo Joël.
—Parientes, no tengo ninguno. Amigos, parece que tengo un cierto número, sin contar los que acabo de hacerme en casa de la señora Hansen, y ustedes les han evitado el trabajo de llorarme. A propósito, hijos míos; díganme, ¿podrán tenerme aquí por algunos días?
—Tantos como quiera, señor Sylvius —respondió Hulda—. ¡Esta habitación le pertenece por completo!
—Ya tenía la intención de detenerme en Dal como hacen los turistas, para desde aquí dirigirme a diferentes puntos del Telemark… Pero no me dirigiré a ninguno, o lo haré más tarde. Ya veremos.
—Antes de concluir la semana, señor Sylvius —respondió Joël—, espero que estará ya restablecido.
—Yo también lo espero.
—Y entonces —prosiguió diciendo Joël— me ofrezco a conducirle a todas cuantas partes quiera ir en la bahía.
—Allá veremos, Joël. Volveremos a hablar de eso cuando no esté desollado. Tengo aún dos meses de licencia por delante; y aun cuando deba pasar uno entero en la posada de la señora Hansen, no seré digno de lástima. Además, tengo que visitar el valle del Vestfjorddal entre los dos lagos; hacer la ascensión del Gousta; volver al Rjukanfos, en el cual, si bien he estado a punto de darme un soberbio chapuzón, puede decirse que no me he fijado…, ¡y tengo empeño en verlo con detenimiento!
—Volverá, señor Sylvius; volverá, —respondió Hulda.
—Y volveremos juntos, con la buena señora Hansen, si tiene gusto en acompañarnos. Y ahora que me acuerdo, amigos míos, será preciso que prevenga, por una esquelita, a Kate, mi antigua ama de llaves, y a Fink, mi viejo servidor de Cristianía. Deben de estar muy inquietos, y, si no les diese noticias mías, ¡capaces serían de regañarme!… Y ahora voy a hacerles una confesión. Las fresas y la leche son cosas muy agradables, muy refrescantes; pero eso no basta, puesto que no quiero oír hablar de dieta… ¿Tardará mucho la hora de su comida?
—¡Oh! ¡Poco importa, señor Sylvius!…
—Al contrario, importa mucho. Pues qué ¿creen, que durante mi estancia en Dal voy a fastidiarme solo en mi mesa y en mi habitación? No; quiero comer con ustedes y con su madre, si la señora Hansen no encuentra ningún inconveniente.
Naturalmente, la señora Hansen no tuvo más remedio que conformarse cuando le hicieron conocer el deseo del profesor, por más que hubiera preferido, según su costumbre, mantenerse retirada. Además, tanto para ella como para los suyos, era un honor tener a su mesa a un diputado del Storthing.
—¿Conque es cosa convenida? —repitió Sylvius Hog—. Comeremos juntos en el salón… No hay más que hablar.
—Sí, señor Sylvius —respondió Joël—. No tendré más que empujar su sillón, cuando la comida esté dispuesta…
—¡Bueno, bueno, señor Joël! ¿Por qué no llevarme en kariol? No; con la ayuda de un brazo llegaré.
—Como guste, señor Sylvius —respondió Hulda—; pero no cometa inútilmente una imprudencia, se lo ruego…, o Joël irá inmediatamente a buscar al médico.
—¡Amenazas! Pues bien: sí, seré prudente y dócil; y desde el momento en que no se me pone a dieta, voy a ser el más obediente de los enfermos. ¿Pero es que ustedes no tienen hambre, amigos míos?
—No pedimos más que un cuarto de hora —respondió Hulda— para servirle una sopa de grosellas, una trucha del Maan, una liebre que Joël trajo ayer del Hardanger y una botella de buen vino de Francia.
—¡Gracias, mi valiente joven, gracias!
Hulda salió con objeto de vigilar la comida y preparar la mesa en el salón, mientras Joël iba a conducir el kariol a casa del contramaestre Lengling.
Sylvius Hog se quedó solo. ¿En qué hubiera podido pensar, a no ser en aquella honrada familia, cuyo huésped era y de la que al mismo tiempo era deudor? ¿Qué podría hacer para reconocer, primero los servicios, después los cuidados de Hulda y de Joël?
Pero no tuvo tiempo de abandonarse a largas reflexiones, porque diez minutos después estaba sentado en el sitio de honor de la mesa grande. La comida era excelente. Justificaba el renombre de la posada, y el profesor comió con gran apetito.
La velada se pasó en conversaciones, en las cuales Sylvius Hog tomó la mayor parte. A falta de la señora Hansen, que no intervino gran cosa, hizo hablar a los dos hermanos. La viva simpatía que experimentaba por ellos se aumentó todavía. La profunda amistad que unía al uno con el otro no pudo menos de conmoverle algunas veces.
Llegada la noche, volvió a su habitación, con la ayuda de Joël y de Hulda; recibió y dio las buenas noches a sus amigos, y, apenas acostado en su gran lecho, se quedó profundamente dormido.
A la mañana siguiente, Sylvius Hog, despierto desde el alba, se puso a reflexionar antes de que llamasen a su puerta.
—No —se decía—; verdaderamente, no sé cómo salir de este atolladero. No puede uno dejarse salvar, cuidar, curar y quedar en paz con un simple «gracias». Estoy en deuda con Hulda y de Joël; esto es incontestable. Pero ¿y qué? ¿Son acaso estos servicios de los que pueden pagarse con dinero? ¡Quita allá!… Por otra parte, esta honrada familia me parece dichosa, y nada podría yo hacer que aumentase su felicidad. En fin, hablaremos, y tal vez hablando…
Durante los tres o cuatro días que el profesor tuvo aún que sostener su pierna tendida sobre el escabel, habló varias veces con sus nuevos amigos.
Desgraciadamente, esto se hizo con cierta reserva por parte de los dos hermanos. Ni el uno ni el otro quisieron decir nada de su madre, cuya actitud fría y preocupada había ya observado Sylvius Hog.
Además, por un sentimiento de discreción, vacilaban en dejarle conocer las inquietudes que les causaba el retraso de Ole Kamp. ¿No arriesgaban alterar el buen humor de su huésped manifestándole sus penas?
—Sin embargo —decía Joël a su hermana—, tal vez no obremos cuerdamente al no confiarnos al señor Sylvius. Es un hombre de buen consejo, y, por sus muchas relaciones, podría tal vez saber pronto si en la marina se preocupan por la suerte del Viken.
—Tienes razón, Joël —respondía Hulda—. Creo que haremos muy bien en decírselo todo. Pero aguardemos, hermano, a que esté completamente curado.
—Sí, eso no puede tardar.
Al fin de la semana, Sylvius Hog no tenía ya necesidad de ayuda para salir de su habitación, si bien aún cojeaba ligeramente. Iba a sentarse en uno de los bancos delante de la casa, a la sombra de los árboles. Desde allí podía percibir la cima del Gousta, que resplandecía bajo los rayos del sol, mientras que el Maan, acarreando troncos derribados, mugía a sus pies.
Veíase pasar la gente por el camino de Dal al Rjukanfos. Casi siempre eran turistas, de los que algunos se detenían una o dos horas en la posada de la señora Hansen para desayunar o comer.
Había también estudiantes de Cristianía, con el saco a la espalda y la pequeña cucarda noruega en la gorra. Éstos conocían al profesor. De aquí interminables «buenos días», cordiales saludos, que probaban cuán amado era Sylvius Hog de toda aquella juventud.
—¿Usted aquí, señor Sylvius?
—¡Sí, amigos míos!
—¡Usted, a quien se creía en el fondo del Hardanger!
—¡Se equivocaban! En donde debía estar era en el fondo del Rjukanfos.
—Nosotros, señor Sylvius, diremos que se encuentra en Dal.
—¡Sí, en Dal, excelentes amigos, con una pierna en cabestrillo!
—¡Felizmente ha encontrado buen lecho y asiduos cuidados en la posada de la señora Hansen!
—¡Imaginaos una mejor!
—¡No es posible!
—¡Y unas gentes más honradas!
—¡No las hay! —repetían alegremente los turistas.
Y todos bebían a la salud de Hulda y de Joël, tan conocidos en todo el Telemark.
El profesor narraba su aventura, confesaba su imprudencia, contaba cómo había sido salvado, y manifestaba el reconocimiento que debía a sus salvadores.
—Y si me quedo aquí —añadía— hasta haber pagado mi deuda, mi curso de legislación está cerrado por largo tiempo, amigos míos, y pueden tomarse unas vacaciones ilimitadas.
—¡Bien, señor Sylvius! —añadía la alegre banda—. ¿Lo que le detiene en Dal es la linda Hulda, no es cierto?
—¡Una joven amable y encantadora, amigos míos, y yo no tengo más que sesenta años! ¡Por San Olaf!
—¡A la salud del señor Sylvius!
—¡Y a la vuestra, muchachos! ¡Recorred el país, instruíos, divertíos! A vuestra edad todo es bello. Pero desconfiad, amigos míos, de los pasos de la Maristien; Joël y Hulda tal vez no estarían allí para salvar a los imprudentes que se aventurasen.
Después todos partían, haciendo resonar el valle con sus alegres God aften.
Joël tuvo que ausentarse una o dos veces para servir de guía a unos turistas que querían hacer la ascensión del Gousta. Sylvius Hog hubiera querido acompañarlos. Pretendía estar curado. En efecto: la rozadura de su pierna empezaba a cicatrizarse. Pero Hulda le prohibió terminantemente exponerse a una fatiga demasiado fuerte para él, y cuando Hulda ordenaba una cosa, era preciso obedecer.
El Gousta es una curiosa montaña, cuyo cono central, surcado por barrancos llenos de nieve, sobresale de un bosque de pinos, como de un cuello de verdor que se ensancha en su base. ¡Y qué radio de visión desde su cima! Al este, la bahía de Numedal; al oeste, todo el Hardanger y sus grandiosos ventisqueros; después, al pie de la montaña, el sinuoso valle del Vestfjorddal entre los lagos Mjós y Tim, Dal y sus casas en miniatura, verdadera caja de juguetes, y la corriente del Maan, lazo luminoso que brilla a través del verdor de las praderas.
Para hacer esta ascensión, Joël partía a las cinco de la mañana, y no volvía hasta las seis de la tarde.
Sylvius Hog y Hulda salían a buscarle. Le esperaban junto a la cabaña del barquero. Después de que hubiesen desembarcado los turistas y su guía, se cambiaban cordiales apretones de manos; y era una buena noche más que los tres pasaban juntos.
El profesor arrastraba todavía algo la pierna; pero no se quejaba. Habíase dicho que no tenía prisa por curarse, lo que equivale a decir que no tenía ganas de abandonar la hospitalaria casa de la señora Hansen.
Sin embargo, el tiempo transcurría bastante aprisa.
Sylvius Hog había escrito a Cristianía que se quedaría algún tiempo en Dal. El ruido de su aventura en el Rjukanfos se había extendido por todo el país. Los periódicos la habían publicado, algunos dramatizándola a su manera. De aquí multitud de cartas que llegaban a la posada, sin contar los folletos y los diarios. Había que leer todo aquello. Había que contestar. Sylvius Hog leía y contestaba, y los nombres de Joël y Hulda, mezclados en aquella correspondencia, corrían ya a través de Noruega.
Sin embargo, la estancia en casa de la señora Hansen no podía prolongarse indefinidamente, y Sylvius Hog no estaba más adelantado que a su llegada respecto al medio que escogería para pagar su deuda. Por otra parte, comenzaba a presentir que aquella familia no era tan dichosa como se había figurado. La impaciencia con que los dos hermanos aguardaban todos los días la llegada del correo de Cristianía o de Bergen, su desencanto y cada vez más profunda tristeza al ver que no llegaban cartas para ellos, todo esto no dejaba de ser significativo.
¡Estaban ya a 9 de junio, y no había noticia alguna del Viken! ¡Un retraso de más de dos semanas sobre la fecha fijada para su vuelta! ¡Ni una sola carta de Ole! ¡Nada que pudiese dulcificar los tormentos de Hulda! La pobre joven se desesperaba, y Sylvius Hog la encontraba con los ojos enrojecidos por haber llorado cuando la veía por la mañana.
—¿Qué hay aquí? —se preguntaba—. ¡Una desgracia que se teme y se me oculta! ¿Es acaso un secreto de familia, en el que un extraño no puede intervenir? ¿Pero soy yo un extraño para ellos? ¡No! ¡Ya debían pensarlo! En fin, cuando anuncie mi partida, tal vez comprendan que es un buen amigo el que va a partir.
El día llegó.
—¡Amigos míos! —dijo—. ¡Se acerca el momento en que, con gran pesar mío, voy a verme obligado a abandonarles!
—¿Ya, señor Sylvius, ya? —exclamó Joël, con una vivacidad que no pudo dominar.
—¡Ah! ¡El tiempo pasa deprisa cuando se está cerca de ustedes, hijos míos! ¡Hace hoy diecisiete días que estoy en Dal!
—¡Diecisiete días ya!… —dijo Hulda.
—¡Sí, querida niña, y el fin de mi licencia se acerca! ¡No tengo una semana que perder, si quiero continuar mi viaje por Drammen y Kongsberg! Y, sin embargo, si bien a ustedes es a quienes el Storthing debe el no tener que reemplazarme en mi asiento de diputado, el Storthing, lo mismo que yo, no sabría cómo reconocer…
—¡Oh, señor Sylvius!… —interrumpió Hulda, que con su pequeña mano parecía querer cerrarle la boca.
—¡Convenido, Hulda! Me está prohibido hablar de esto, aquí por lo menos…
—¡Ni aquí, ni en ninguna otra parte! —dijo la joven.
—¡Sea! ¡No soy dueño de mí mismo, y debo obedecer! Pero ¿no vendrán a verme a Cristianía?
—¿A verle, señor Sylvius?…
—¡Sí! A verme… —contestó el profesor—; a pasar algunos días en mi casa… ¡Con la señora Hansen, se entiende!
—Y si abandonamos la posada, ¿quién cuidará de ella durante nuestra ausencia? —preguntó Joël.
—Pienso que la posada no tiene necesidad de ustedes, cuando ha terminado la época de las excursiones. Conque, ¿cuento venir a buscarles al final del otoño?…
—Señor Sylvius —dijo Hulda—, será muy difícil…
—Por el contrario, amigos míos; será muy fácil. No me respondan que no. No admito esa respuesta. Y cuando los tenga allí, en la habitación más hermosa de mi casa, entre mi vieja Kate y mi viejo Fink. serán como mis hijos, y entonces será preciso que me digan lo que puedo hacer por ustedes.
—¡Lo que puede hacer, señor Sylvius! —respondió Joël mirando a su hermana.
—¡Hermano!… —dijo Hulda, que había comprendido el pensamiento de Joël.
—¡Hable, hijo mío; hable!
—Pues bien, señor Sylvius; podría hacernos un gran honor.
—¿Cuál?
—Asistir al casamiento de Hulda, si no le sirviese de gran molestia…
—¡Su casamiento! —exclamó Sylvius Hog—. ¡Cómo! ¿Mi pequeña Hulda se casa?… ¡Y nada se me había dicho!…
—¡Oh, señor Sylvius! —respondió la joven, cuyos ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Y cuándo se celebrará ese matrimonio?
—¡Cuando Dios quiera devolvernos a Ole, su prometido! —respondió Joël.