IX

Sylvius Hog, tal fue el nombre que aquella noche fue inscrito en el libro de viajeros, y precisamente a continuación del nombre de Sandgoïst Vivo contraste entre aquellos dos nombres y los dos hombres que los llevaban.

No existía entre ellos semejanza alguna, ni física, ni moral. Generosidad por una parte, avidez por la otra. El uno, era la bondad del corazón; el otro, la sequedad del alma.

Sylvius Hog tenía apenas sesenta años, pero no los representaba. Alto, derecho, bien formado, sano de espíritu y sano de cuerpo, agradaba desde el primer momento con su bello y amable rostro, sin barba, bien recuadrado por sus cabellos grises y un poco largos, con sus ojos sonrientes como sus labios; su ancha frente, donde los más nobles pensamientos podían circular desahogadamente; su ancho pecho, en que su corazón podía latir con holgura.

A todas estas ventajas se unía un inagotable fondo de buen humor, una fisonomía fina y delicada, una naturaleza capaz de todas las generosidades, de todos los sacrificios.

Sylvius Hog, de Cristianía: esto lo decía todo. Y no solamente era conocido, apreciado, amado, honrado en la capital, sino también en todo el país: el país noruego, por supuesto. En efecto: los sentimientos que le profesaban no eran los mismos en la otra mitad del reino escandinavo, es decir, en Suecia.

Esto merece explicarse.

Sylvius Hog era profesor de legislación en Cristianía. En otros estados, ser abogado, ingeniero, médico, negociante, es ocupar las primer filas de la escala social.

En Noruega no sucede así: ser profesor es ocupar la cumbre.

Sí; en Suecia hay cuatro clases: la nobleza, el clero, la burguesía, el campesino; en Noruega hay sólo tres: falta la nobleza. No se cuenta ningún representante de la aristocracia, ni aun la de los funcionarios.

En este privilegiado país, en que no existen privilegios, los funcionarios son los más humildes servidores del público.

En resumen: igualdad perfecta; ninguna distinción política.

Siendo, pues, Sylvius Hog uno de los hombres más considerados de su país, no se extrañará que fuese miembro del Storthing. Tanto por su valer como por la probidad de su vida pública y privada, ejercía en esta gran asamblea una influencia que se extendía hasta los diputados campesinos, elegidos en gran número por los distritos rurales.

Desde la Constitución de 1814, ha podido decirse con razón: Noruega es una república con el rey de Suecia por presidente.

No hay que decir que Noruega, muy celosa de sus prerrogativas, ha sabido conservar su autonomía. El Storthing no tiene nada en común con el Parlamento sueco. Así se comprenderá que uno de sus representantes más influyentes y más patriotas no fuese muy bien mirado en el otro campo de la frontera ideal que separa Suecia de Noruega.

Esto sucedía a Sylvius Hog. Dotado de un carácter muy independiente, no quería ser nada, y más de una vez había rehusado entrar en el ministerio.

Defensor de todos los derechos de Noruega, se había opuesto constante y firmemente a las usurpaciones de Suecia.

Y es tal la separación moral y política de los dos países, que el rey de Suecia, entonces Óscar XV, después de haberse hecho coronar en Estocolmo, ha tenido que volverse a coronar en Drontheim, la antigua capital de Noruega. Tal es también la reserva algo desconfiada de los noruegos en relación con negocios, que el Banco de Cristianía no acepta de buena gana los billetes del Banco de Estocolmo.

Tal es, en fin, la demarcación entre los dos pueblos, que el pabellón sueco no flota ni sobre los edificios, ni sobre los buques de Noruega. A la una, la estameña azul, atravesada por una cruz amarilla; a la otra, la cruz azul sobre el fondo de estameña roja.

Sylvius Hog pertenecía en cuerpo y alma a Noruega.

Defendía en todas ocasiones sus intereses, y en 1854, cuando el Storthing agitó la cuestión de no tener a la cabeza del país ni virrey, ni aun gobernador, fue uno de los que se entregaron más vivamente a la discusión e hicieron triunfar aquel principio.

Así se concibe que, si no muy querido en el este del reino, fuese adorado en el oeste, y hasta en el fondo de los gaards más lejanos del país. Su nombre corría por la montañosa Noruega, desde Christiansand hasta las últimas rocas del Cabo Norte.

Digno de aquella popularidad de buena ley, ninguna calumnia había podido alcanzar ni al diputado ni al profesor de Cristianía. Era, por otra parte, un verdadero noruego; pero un noruego de sangre viva, sin la tradicional flema de sus compatriotas; más resuelto en actos y pensamientos de lo que permite el temperamento escandinavo. Esto se verá en sus movimientos prontos, en el ardor de su palabra, en la vivacidad de sus gestos. Nacido en Francia, no se hubiera titubeado en creerle un hombre del Mediodía, si se quiere aceptar esta comparación, que podía aplicársele con alguna exactitud.

La fortuna de Sylvius Hog lo colocaba en situación bastante desahogada, aunque no había hecho negocio con los asuntos públicos. Alma desinteresada, no pensaba jamás en él, pero sí en los demás; así es que se cuidaba poco de las grandezas. Le bastaba con ser diputado; no quería ni deseaba nada más.

En aquel momento, Sylvius Hog se aprovechaba de una licencia de tres meses para reponerse de sus fatigas, después de un año laborioso de trabajos legislativos. Había salido de Cristianía hacía seis semanas, con la intención de recorrer toda la comarca que se extiende hasta Drontheim, el Hardanger, el Telemark, los distritos de Kongsberg y de Drammen. Quería visitar aquellas provincias que no conocía. Un viaje de estudio, y a la vez de recreo.

Sylvius Hog había atravesado ya una parte de aquella región; y, al volver de las bahías del norte, había querido contemplar la célebre cascada, una de las maravillas del Telemark. Después de haber examinado sobre el terreno el proyecto, entonces en estudio, del ferrocarril de Drontheim a Cristianía, había encargado un guía que le condujese a Dal, y contaba encontrarle en la orilla izquierda del Maan. Pero sin aguardarle, atraído por las admirables vistas de la Maristien, se había aventurado en el peligroso paso. ¡Rara imprudencia, que había estado a punto de costarle la vida! Y, fuerza es decirlo, sin la intervención de Joël y Hulda, el viaje, con el viajero, hubiera concluido en los abismos del Rjukanfos.